domingo, 21 de octubre de 2018

Crítica de la corporeidad pura





El cuerpo tomado como objeto cultural ha sido pensado y vivido bajo diferentes modelos a lo largo de la historia occidental. Así, en la filosofía griega, el modelo del microcosmos convertía al cuerpo en signo del mundo y al mundo en signo del destino del cuerpo. La filosofía paulina produjo la radical desconfianza de lo corporal que llega hasta el barroco y sus vanitas: nada bueno puede llegar de la carne, cuyo fatum último son los gusanos. El tercer giro fue la concepción mecanicista de la naturaleza, que proclamó Descartes, pero que continuó como un marco de la modernidad temprana. El mecanicismo crea la separación cuerpo-mente (de hecho inventa la mente como concepto) y centra el pensamiento en la conciencia. Sabemos que la Ilustración no abandonó el paradigma cartesiano del carácter mecánico del cuerpo, ni siquiera en las versiones, tan divulgadas hoy, spinozianas, que no distinguen claramente la potentia en el sentido físico del que incluye lo mental y lo social (cierto, ahora todos somos spinozianos, pero hay que ser conscientes que lo hacemos distorsionando los conceptos que Spinoza tenía a su disposición, que eran los de la física de su tiempo, distorsión en la que el spinoziano Deleuze es un maestro cuando hace con los conceptos de las ciencias de su capa un sayo). La Ilustración fue pues, aunque con matices, una enorme metafísica de las facultades del alma y las grandes críticas de Kant definen bien el ánimo-centrismo que limita la metafísica ilustrada. El cuerpo era cosa de los físicos (curiosamente, en inglés “physician” sigue significando médico, no físico, un término muy tardío, pues en la Ilustración se seguían llamando “filósofos naturales”, y sólo en la física romántica, cuando se tuvo una cierta idea de la unificación de todas las formas de energía, se comenzó a hablar de física como la ontología de lo natural).

El cuerpo comenzó a convertirse en centro de la atención en el proceso continuo y sistemático de medicalización de todos los aspectos de la vida que sucedió en la ciencia y la cultura románticas y en los procesos de constitución de las naciones estado. Foucault, en El nacimiento de la clínica, comenzó a documentar este largo proceso que constituye el núcleo la modernización tardía: enfermedad, delincuencia, desviación sexual, neurosis, todo tipo de conductas marginales fueron primero tratadas como objetos de inspección médica y más tarde como dispositivos de clasificación social. Nació así, poco a poco, una nueva centralidad del cuerpo, olvidada desde los griegos, que, con las olas neofreudianas que se extendieron en el último tercio del siglo XX, se fue convirtiendo en un nuevo sentido común, hegemónico en nuestra concepción contemporánea. Cuando las filósofas y filósofos de los años ochenta y noventa comenzaron a reivindicar el cuerpo como algo importante, en las colas de la carnicería y en las salas de espera de los consultorios de salud esa nueva metafísica ya estaba instalada sin mayor sentimiento de ruptura. La medicina folk se había convertido en pocas décadas en nuestro principal objeto de conversación.

El novelista Samuel Butler anticipó con perspicacia lo que iba a ocurrir en este resurgir del cuerpo. En su distopía Erehwon (anagrama de nowhere, “no lugar”), escrita en 1872,  conjeturó dos procesos que sufriría la humanidad. Soñó una sociedad donde las máquinas comenzarían a evolucionar independientemente de la humanidad siguiendo trayectorias más o menos darwinianas. Su segundo sueño fue que en esa sociedad se produciría poco a poco una inversión de moral y enfermedad. Allí donde los conceptos de culpa y vergüenza se aplicaban a actos intencionales, ahora se aplicaban a estados de salud. “Malo” comenzó a significar todo aquel estado débil o enfermedad. Los casos de enfermedad grave se consideraban ya en la categoría de crímenes contra la sociedad. La moral quedó rebajada a meras costumbres relativas a situaciones y culturas.

A muchas teóricas (hablo en femenino porque son mayoría y las mejores pensadoras) de la corporeidad se les ha escapado esta deriva de la moralización del cuerpo. En su crítica a las categorizaciones medicalizadas (diferencia sexual, etc) no han sido conscientes de cuán resbaladiza es la pendiente hacia la moralización del cuerpo. Se les ha escapado, en buena parte, por haber pensado solamente en categorías sociales y no ser conscientes de cuántas fuerzas convergentes político-económicas estaban convergiendo en la nueva centralidad del cuerpo.

La cultura contemporánea, básicamente dirigida por las fuerzas de las transformaciones del capitalismo, que generan una progresiva conversión de todo lo que tocan en mercancía (en valor de cambio, más precisamente) comenzó a situar la economía de lo corporal en el núcleo de los procesos de producción y reproducción. En la primera fase, la sociedad de consumo, el capital erótico, en un sentido muy amplio que va más allá de géneros y edades, comenzó a ser productivo. Se convirtió en signo e indicador de poder, de éxito potencial, de promesa en proyectos de vida. En una segunda fase, cuando el neoliberalismo tomó el mando y la conversión de la vida misma en empresa se extendió como nueva antropología, el cuerpo adquirió una nueva funcionalidad. En esta nueva antropología las dos leyes básicas son 1) “eres empresario de ti mismo” y 2) “si tú quieres, puedes”. El mundo se llena de congresos y encuentros sobre el bienestar y la felicidad como nuevos horizontes de sentido que expresan los nuevos signos del destino, al modo en que la riqueza significaba para los calvinistas la señal de haber sido elegido por Dios, de ahí que cualquier estado de disfuncionalidad o sufrimiento no pueda ser entendido sino como alguna forma de pecado contra los nuevos mandamientos.

¿Cuál es el nuevo rol del cuerpo en este marco histórico? No otro que el indicador del éxito. “Me siento bien”, “tengo que cuidarme”, … La medicina folk comenzó a asimilar una serie de corolarios de la idea del cuerpo como capital de sí. Y aquí comenzó la larga deriva hacia el mundo-Erehwon. Las depresiones, las enfermedades, los bajones de salud comenzaron a convertirse en signos de “falta de activos”, de errores de gestión de las trayectorias vitales, de no centrarse suficientemente en la gerencia del soma-capital.Comenzó así un nuevo reinado en la cultura y la economía: el de los recursos paliativos para los “fracasos” vitales que eran ya las debilidades somáticas: libros de autoayuda, medicinas alternativas, un inmenso jardín de nuevos centros de salud,  biosalud, trasplantes, gimnasios, relajación, reikis, aromaterapias… La debilidad se habría convertido en negocio como en otro tiempo lo fue el pecado.

Mari Luz Esteban, en Antropología del cuerpo, relata historias corporales de mujeres que tratan de sobrevivir ordenando sus hábitos y costumbres corporales, que entienden su cuerpo como el territorio donde se construyen sus vidas. En La cara oscura del capital erótico, José Luis Moreno Pestaña recorre también historias de vida de mujeres trabajadoras en cuya fractura corporal se inscribe su lugar dañado en la sociedad. Estos estudios de campo, que tendríamos que multiplicar, pues lo único que nos llega es el inmenso ruido de la propaganda comercial, nos deberían llevar a pensar con cuidado el nuevo marco hegemónico que, bajo una nueva centralidad de lo corporal, de hecho esconde una fetichización donde el presunto valor de lo corporal no es sino una suerte de valor de intercambio.

Santiago López Petit, en Hijos de la noche, ha propuesto una línea crítica. El libro es desgarrador, intenso, probablemente con dosis de autoficción, pero su propuesta es digna de considerarse. Presenta una lectura política, no moral, de la enfermedad: sería un estado de rebeldía del cuerpo en sociedad. Explora incluso una senda nueva, la de concebir la enfermedad como resistencia, es decir, rebeldía activa, lo que llama politizar la enfermedad. Es una idea que se ancla en toda los movimientos de la antipsiquiatría de los años sesenta y ha de pensarse y debatirse con cuidado. Pero su raíz deleuziana y spinoziana le lleva a pensar desde las categorías de potentia (o impotencia, en este caso). Sigue, en cierto modo, navegando por las aguas del nuevo somatocentrismo que se está convirtiendo en hegemónico. La cara del cuerpo como mercancía o del cuerpo como potentia o resistencia siguen siendo caras de una misma moneda. Autoras como Judith Butler, y su enfoque sobre la vulnerabilidad, o Rosi Braidotti, sobre la liminalidad y devenir de las naturalezas, proponen actualmente metafísicas de la corporeidad menos ingenuas, más sofisticadas que las que ha ido imponiendo el nuevo paradigma. Son hallazgos valiosos, como lo fue el redescubrimiento del cuerpo como objeto de construcción cultural y no solamente médica. Pero no es suficiente. Necesitamos algo así como una crítica de la corporeidad pura. Un programa de búsqueda de los límites de la corporeidad.

Me atrevería a insinuar que el cuerpo no importa tanto como parece. En un mundo donde ya se ha capitalizado, y hasta monetizado, el cuerpo, las funcionalidades han de relativizarse. La edad, el diseño corporal, que puede adoptar diversidades funcionales varias, el contexto social, cultural, económico, los entornos técnicos y, sobre todo la esfera de cercanías de afectos generan esta relativización. Todo este paisaje de dependencias, a las que habría que añadir las puramente ecobiológicas (microorganismos simbiontes, metabolismos,…) hacen que lo que consideramos cuerpo sea en cierto modo una idealización que debemos someter a una crítica que incluya nuestras intuiciones folk que aprendemos en las sobremesas y en las colas de espera, donde siempre hay alguien que ha leído o ha escuchado a alguien que…

No estoy reivindicando una vuelta ingenua al epicureísmo, e incluso al estoicismo, al control del alma sobre el cuerpo, donde el cálculo de males y placeres se subordinaba a los puros azares del destino. Por el contrario, creo que sería necesario explorar y profundizar en una metafísica de la dependencia. Considerar que la vulnerabilidad y los devenires solamente ocurren en un trasfondo de dependencias, en las que el cuerpo habita como un nudo en redes que nos atan a los otros, al sistema ecológico externo e interno, al sistema de funcionalidades creadas artificialmente, a las trayectorias e historias del propio organismo. Cuando enfocamos la luz sobre estas redes de relaciones, vemos que la corporeidad, las emociones, toda la materia de la que están hechas nuestras sensibilidades, son parte de un paisaje mucho más amplio de picos y valles que reflejan los cambios de los valores y significados de los procesos y devenires corporales. Simone Weil, una de mis filósofas de cabecera, exploró en la teoría y en la práctica esa vía. Desde un punto de vista, su vida podría ser considerada como un fracaso afectivo, corporal, en el límite del sufrimiento humano, cabe incluso que su ascetismo fuera no otra cosa que una forma de anorexia. Para los parámetros actuales, su breve vida de treinta y cuatro años puede ser calificada como un fracaso del capital corporal. Desde mi punto de vista, pocas vidas han sido tan plenas, luminosas y ejemplares. Weil pensaba el cuerpo sometido a las dos grandes fuerzas de la gravedad y la gracia. En la gravedad incluía todas aquellas fuerzas determinísticas: la violencia, en particular; en la gracia, todo aquello que nos permite salir de los estados de desgracia y trascender la gravedad. La gravedad y la gracia son fuerzas abstractas y contradictorias, pero constitutivas de lo corporal. Hacen del cuerpo un sistema agónico entre la sumisión y la derrota y la levedad.

(CONTINUARÁ)
Dedicado a mi amigo Paco Guzmán, tetrapléjico entusiasta, un pequeño cuerpo que envolvía una mente aguda y un alma inmensa. Activista y líder del movimiento de vida independiente, teórico del cuerpo cyborg, anticipador del 15M, que estará allí donde habiten los ángeles.


Ilustración de Paula Rego

No hay comentarios:

Publicar un comentario