domingo, 1 de marzo de 2020

Palabras en disputa




Felizmente, hemos ido descubriendo que la dicotomía entre palabras y acciones (o entre discurso y prácticas) no tiene nada que ver con la tensión entre apariencia y realidad o entre políticas simbólicas y políticas reales. Felizmente, insisto, la filosofía ha ayudado a entender por qué las palabras forman parte de la estructura de las sociedades tanto como las fábricas y los bancos. A entender por qué las acciones y prácticas son también transformaciones del discurso y no solo del mundo "real".  Las palabras no son rótulos que se ponen en algo así como cajones donde se almacenan significados. Son acciones en sí mismas: acciones por las que nos organizamos, dividimos, hacemos y deshacemos el mundo.  El modo en que una palabra transforma la realidad desvela las posiciones de poder del enunciador y del enunciatario. ¿Quién puede decir legítimamente "te perdono" y quién debería estar obligado a pedir perdón?

La concepción pragmática del lenguaje no es solamente una filosofía del lenguaje, es también y sobre todo una revolución profunda en filosofía que ayuda a entender cuál ha sido el rol social de la filosofía a lo largo de la historia. Ahora entendemos mucho mejor la idea de hegemonía que aportó Gramsci para siempre al lenguaje de la sociología, la filosofía política y la política en sí. Cuando Gramsci escribió esta palabra en su celda aún no se habían popularizado las palabras de Wittgenstein y Austin. Cerca de un siglo después, sabemos que la hegemonía, que Gramsci definió como la capacidad para establecer el sentido común, el universo de los significados, es una relación de poder que no se dirime ni en los campos de batalla ni en los mercados sino en el discurso. Entendemos también por qué la filosofía y sus practicantes no pueden escapar a la responsabilidad que tienen por su lugar en el frente semántico. Ellas y ellos forman parte de los regimientos de ingeniería de las palabras, como bien definió Gabriel Celaya. Si la poesía inestabiliza las palabras, la filosofía las disputa.

Las palabras definen la vida de los conceptos, que son el modo en que ordenamos, producimos y destruimos el mundo. "Concepto", nos recuerda la etimología, proviene de la unión de dos palabras latinas: "cum" y "capere", y de la raíz indoeuropea "kap" y refiere a unir dos cosas para formar una tercera. Hablamos de "concebir" tanto para pensar como para producir un nuevo ser humano. Las palabras son parte de la concepción de todos los mundos posibles.

Oigamos cuatro palabras como oímos los lejanos sonidos de una inacabable batalla:

VIDA:  Foucault nos explicó que los estados modernos se erigen sobre biopolíticas, sobre el control de los diferentes aspectos de la vida de sus ciudadanos, quienes a partir de la existencia de los estados ven sus vidas registradas, clasificadas, protegidas o dañadas, anticipadas, organizadas. Una parte de las nuevas corrientes de la filosofía política, en particular, las que vienen de Italia, inspiradas tanto por Foucault como por Heidegger, sitúan la vida en el corazón de la concepción política del estado. Luciana Cadahia, una de las jóvenes voces más conspicuas y perspicuas de la filosofía en español, en su libro Mediaciones de lo sensible (FCE, 2017) discute las sutilezas de las filosofía de  Giorgio Agambem y Roberto Espósito en relación con el concepto de biopolítica de Foucault. En los dos filósofos italianos, el significado de los mataderos industriales que fueron los campos de concentración se ubica en el centro de la filosofía política. En las otras trincheras, los movimientos "provida" también sitúan la palabra en el frente contra las políticas de emancipación. Saben bien que hacerse con el significado de "vida" es hacerse con una forma de ordenar la sociedad. La metafísica ecológica, que nace de Spinoza y que hoy encabezan filósofas como Donna Haraway y Rosi Braidotti, convierten la solidaridad de la vida en el horizonte de todas las políticas de transformación de la realidad.

VIOLENCIA: Judith Butler, una filósofa que ha ido expandiendo sus ideas y argumentos desde una controversia interna al feminismo a una concepción general de la sociedad y la política, acaba de reunir varias conferencias en una publicación The force of non-violence (Verso, 2020). En ella nos anima a disputar el término "violencia" y con él las políticas de no violencia que deberían ser parte de la emancipación de las personas y los pueblos. Pues los estados no solamente se definen, como afirmaba Max Weber, por el monopolio de la violencia (legítima) sino también por el monopolio de la semántica del término "violencia". La aplicación del término en las últimas décadas ha servido para calificar como violencia muchas políticas de resistencia plebeya: manifestaciones, asambleas, acciones anti-desahucios, piquetes de huelga, desobediencia civil y hasta canciones rap son calificadas de violencia y aún de terrorismo con el objeto de desarmar las acciones colectivas y disputar la frontera de la no violencia. En la otra trinchera, las mujeres han recorrido un largo camino para calificar de violencia lo que hasta no hace mucho tiempo se consideraba parte de la vida íntima de los matrimonios, para calificar las violaciones (recordemos que la literatura clásica usa términos meliorativos para evitar la palabra) o para hacer visible la violencia que ejerce tantas veces el lenguaje.

LIBERTAD:  Stuart Hall, el recordado filósofo de la Escuela de Birmingham, en El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda (Lengua de Trapo, 2018) explica muy bien como el triunfo del neoliberalismo sobre la socialdemocracia se debió en buena medida a la apropiación del término "libertad" para aplicarlo a la posesión de una vivienda y la conversión de los trabajadores en auto-empresarios, organizando así un nuevo sentido común del que no hemos logrado desprendernos, que vacía de contenido todas las políticas de lo común, percibidas como agresiones a la libertad y no como sus condiciones de posibilidad. La expropiación del término "libertad" de una concepción de la vida entendida como relación de dependencia y plan común, asignándola exclusivamente a los individuos y la "familia" (otra palabra en disputa), ha sido la gran victoria neoconservadora en el largo camino que inauguró la Revolución francesa.

CONOCIMIENTO: quienes nos dedicamos a ello, sabemos que el término "epistemología" (la teoría que se ocupa del conocimiento, la ignorancia y la suspensión del juicio cognitivo) ha quedado estigmatizada desde que la filosofía posmoderna renunció a disputar el concepto y a abandonar la referencia a la verdad. Uno de los flacos favores que se han hecho a todos los movimientos que reivindican la memoria de sus sufrimientos y el recuerdo de su experiencia de opresión. La epistemología contemporánea de origen analítico, sin embargo, ha realizado una profunda revolución conceptual al proponer que "conocimiento" habla de capacidades y de agencia sostenida por un poder de determinación del juicio y de la acción. Quizás tarde en calar en un panorama filosófico aún dominado por la abjuración heideggeriana de la epistemología. Observemos, sin embargo, que el régimen de posverdad se ha convertido en uno de los instrumentos más efectivos de dominación y que los estados, otrora monopolios del conocimiento sobre los ciudadanos a través de sus registros de la propiedad, civiles, de la educación y del conocimiento de la salud mental y física, han quedado desbordados por las poderosas plataformas que conocen más sobre nuestras vidas que nosotros mismos.

Si hay alguna falsa falsedad es el extendido dicho de que no hay que embarcarse en disputas de palabras. Siempre hay que embarcarse en disputas de palabra porque son disputas de realidad. Y nadie que pretenda vivir en este disputado campo de la filosofía puede escapar a la responsabilidad por las palabras que usa o calla y por los significados que transmite o contamina.








































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