domingo, 23 de febrero de 2020

Lo que queda del posmodernismo







Desde los años noventa hasta avanzado el comienzo del siglo XXI se desarrollaron las Guerras de la Cultura  contra el posmodernismo. La academia más modernista se unió a las fuerzas del conservadurismo y el papado. Stephen Jay Gould o Richard Lewontin fueron crucificados por los darwinianos ortodoxos como Dawkins. No les perdonaban ni el marxismo ni la visíón holística de la evolución. Derrida fue el destinatario de infinitos chistes, de acusaciones de incompetencia por parte de John Searle y de peticiones colectivas contra el doctorado honoris causa que le había concedido Cambridge. En Yale, la autoridad universitaria intervino los departamentos de humanidades que había contaminado Derrida. El gobierno inglés se apresuró en cuanto pudo a cerrar el centro de Birmingham donde habían florecido los estudios culturales. Benedicto XVI lanzó una campaña agreste y general contra el relativismo de los posmodernos. En el siglo XXI, el marxismo ortodoxo recogió toda esta siembra y se alineó contra las trampas posmodernas.

¿Qué ha quedado y qué hemos superado del posmodernismo?

Lo primero es admitir que los rasgos sociológicos con los que se describió la posmodernidad (no el posmodernismo como su lógica cultural) son parte de nuestro mundo: la globalización, la sociedad digital, la omnipresencia de lo espectacular y la vida en la pantalla, el poder de la imagen,… Tanto los discursos celebratorios como los más pesimistas pueden mostrar rasgos y razones para sus tesis. Aunque, en cierto modo, nada nuevo hay en la posmodernidad que no estuviese ya presente en la modernidad y modernización. Las descripciones de Benjamin de las urbes modernas y el arte en la era de la reproducción mecánica siguen siendo textos de referencia, y la crítica cultural de Adorno se  puede aplicar sin muchos cambios al mundo contemporáneo.

¿Qué ha quedado de las tesis filosóficas del posmodernismo y en qué no ha logrado convencernos? Cincuenta años son un intervalo suficiente como para permitirnos hacer un balance cabal de sus luces y sombras.

En su haber: Pese a Searle y a toda la teoría austiniana de los actos de habla que parecía distinguir bien claramente los actos realizativos o performativos de los que tenían una semántica pasiva con respecto al contexto de enunciación, Derrida parece haber tenido razón en su extensión del concepto de performatividad más allá de los estrechos límites de la pragmática analítica. Cuándo la enunciación cambia el mundo y cuándo no, es decir, cuándo la expresión lingüística desvela las relaciones de poder o resistencia en la situación de habla puede ser algo no inscrito en el lenguaje sino en la complicación del lenguaje y la realidad en cada contexto de uso. Que un adjetivo denigratorio como “marica” sea un insulto o un acto de orgullo no depende ni del diccionario ni del analista del lenguaje sino de cómo estén los equilibrios de poder en los antagonismos cotidianos.

La inestabilidad de los fundamentos, la fluidez de las legitimaciones es también algo que ha de reconocerse al posmodernismo. La construcción de un centro resistente a los cambios y una periferia en continuo cambio en todos los órdenes de la existencia y de las formas culturales es algo que resulta bastante irreversible en cualquier proyecto de legitimación. Desde la filosofía no francesa ni alemana, es decir, desde el campo analítico, Neurath, Wittgenstein y Quine lo habían explicado muy claramente, pero no eran autores con tanto sex appeal entre los círculos de la teoría literaria y estética. El marxismo oficial,  por razones ideológicas, tampoco apreciaba estas lecturas holísticas de las realidades culturales. Es curioso leer ahora, cincuenta años después, el desprecio de los althusserianos, con Perry Anderson a la cabeza, contra Gramsci, quien por tantas razones estaba tan cerca, mutatis mutandis, de Wittgenstein, como rápidamente reconoció su amigo común Piero Sraffa.

Hagamos balance también de la historia de uno de los grandes lemas del posmodernismo, el que quizás tuvo una mayor proyección popular hasta el punto de que hubo un tiempo donde era imposible escuchar un discurso progre que no usase la bandera posmoderna: “superación de los binarios”. En su haber: tienen razón las tesis posmodernas en que las categorías binarias (sin las que no existiría el estructuralismo) esconden una concepción esencialista de las identidades que tratan de definir las categorías. El esencialismo, tienen razón, impone una normatividad injustificada que solamente se sostiene sobre las relaciones de poder cultural hegemónico. Una categoría social, afirman con razón, contiene un núcleo estereotípico que tiende a dejar fuera las formas no normativas, disidentes y extrañas, calificadas como obscenas, aberrantes o monstruosas.

Tuvieron también razón los estetas y artistas posmodernistas en sus distancias, a veces educadas, a veces sarcásticas y paródicas, con respecto a las vanguardias artísticas y literarias que un día aspiraron a cambiar el mundo  cambiando las formas sin cambiar los contenidos. La reivindicación del humor, que Umberto Eco recogió en uno de los iconos pop del posmodernismo, El nombre de la rosa, es también un logro de la cultura tardomodernista.

Veamos, desde las profundidades de la crisis del siglo XXI, en qué cosas el posmodernismo se pasó de frenada y desbarró completamente. Algunas, desde luego. Un examen serio es algo que está por hacer y compete a los historiadores del pensamiento y la cultura.

La primera de todas, desde mi punto de vista, tiene que ver con la superación de los binarios. Mientras que es correcta su crítica al esencialismo, los binarios existen porque las dicotomías forman parte de la dialéctica y los antagonismos que constituyen la realidad. Así, las identidades son excluyentes, ciertamente, pero esa es parte de su función. No habría resistencia sin buscar confluencias y lealtades identitarias, sin los largos procesos de lucha que definen las categorías como expresiones de las esperanzas de multitudes que se organizan en común contra aquello que les oprime. Las identidades, y con ellas los binarios, se apoyan en asimetrías ontológicas que no se pueden superar con la cabeza sin superarlas en la realidad. Asimetrías sobre las que se apoyan los contrafácticos en los que, a su vez se apoyan nuestras teorías de lo real. Así por ejemplo: si las mujeres no tuviesen capacidad reproductiva el patriarcado no las habría explotado sexual y laboralmente. O, sobre la categoría de género: si el patriarcado no hubiese sido la cultura dominante el cuerpo y la vida de las mujeres no habría sido oprimido históricamente. O, si no se hubiese desarrollado la forma mercancía como elemento autónomo económico, el trabajo humano no habría tomado la forma de una mercancía intercambiable por un salario. Sin categorías e identidades los agravios no habrían podido dar lugar a movimientos sociales resistentes, incluidos los que se apoyan en la disolución de las categorías como bandera.

Un segundo error histórico del posmodernismo fue su intento de borrar la epistemología del vocabulario ciudadano y político. La “ansiedad epistémica” por la verdad y los hechos, que tanto estigmatizó el posmodernismo es uno de los malignos regalos que la historia les ha concedido. El mundo de la posverdad de Trump y de la cultura mediática está en el haber del posmodernismo, pero difícilmente podríamos considerarlo una conquista histórica de la democracia como soñaba Rorty. Los dioses te conceden tus deseos en la forma de pesadillas. La distinción entre apariencias y realidad fue, desde la revolución científica a las revoluciones históricas del siglo XIX, bandera de combate contra las naturalizaciones y las hegemonías del poder. En algún momento, incluso los movimientos que han hecho de la lucha contra el binario realidad/apariencia una componente básico de su estrategia, necesitan los hechos con una absoluta necesidad para dar cuenta de su subordinación.

Si la metafísica y la epistemología posmodernas hacen aguas por todas partes, la estética posmoderna no es menos defectuosa. En el haber del posmodernismo está el que ha servido de plataforma para una de las grandes transformaciones de la industria de la cultura: el ascenso a posición dominante de la figura del comisariado, como factor decisivo en la visibilización del arte, sustituyendo al galerista y al coleccionista. Hay, ciertamente, algo de más democrático en el comisariado que en el elitismo y coleccionismo. En su contra, hay bastantes entradas la columna de las deudas. Alberto Santamaría ha diagnosticado con acierto la trivialización y “descafeinamiento” de la cultura en las nuevas formas de neosituacionismo y estéticas relacionales. Pensar que se puede cambiar el mundo en una sala de exposiciones seleccionando instalaciones y obritas que crean una atmósfera minipolítica es contribuir a asentar el juicio que Franco hizo de la vanguardia de los cincuenta: “si es así como quieren hacer la revolución… no importa mucho”. 

Por último, en un plano más formal, hay que hacer balance también del estilo del lenguaje posmodernista. Tienen razón las autoras y autores posmodernos que muchas veces la claridad aparente esconde el desgaste y la trivialización de los términos. Que a veces hay que refugiarse en términos y formas aún no colonizadas por el poder dominante. Así, hemos heredado de Gramsci un complejo aparato léxico y conceptual que no solamente fue inventado para escapar a la vigilancia de la policía fascista que le censuraba las cartas y escritos, sino también a la omnipresente vigilancia de los comisarios políticos de la Tercera Internacional, a quienes no podía criticar abiertamente. En contra del posmodernismo hay que señalar que ha creado un estilo de comunicación enrevesado, confuso, lleno de neologismos y de guiños y sobreentendidos al lector cercano, pero que a quien se acerca sin entrenamiento a estos textos le resulta a veces ininteligible y casi siempre lleno de paradojas e inconsistencias y metáforas bizarras. El abuso de las metáforas científicas y del criptolenguaje psicoanalítico será, me atrevo a anticipar, una de las obsolescencias más probables del discurso posmoderno, lo mismo que le ocurrió a viejo marxismo ortodoxo o troskista, que hoy, en un tiempo de feliz renacimiento del marxismo, resulta ya intragable como estilo de escritura.

En fin, solo unos apuntes rápidos para lo que creo que es una tarea pendiente, la de hacer un balance sensato, más afinado y acertado que este mío apresurado, de las luces y sombras del posmodernismo.

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