domingo, 3 de mayo de 2020

El miedo a la libertad






 

Una pregunta de Sergio Fanjul para un artículo en El País sobre el posible síndrome de enclaustramiento y el miedo a salir del confinamiento me obligó a revisar recuerdos pasados en los que me encontré varias veces con esta clase de ansiedad, en particular cuando un horizonte de libertad se abría ante quienes habían vivido sometidos a un régimen y organización de la vida bien definido.  Me hallé atrapado pensando en binomios que me parecían excluyentes en una primera mirada. Dos en particular: la oposición entre soledad y socialidad y la que existe entre sometimiento y libertad.  Y entre estos ejes me encontré en una enorme zona gris en la que nos movemos y en la que habitamos, generalmente no de un modo apacible sino más bien bajo una persistente nostalgia por otra vida que querríamos imaginar pero que al mismo tiempo nos aterra.

Por un sesgo sistemático de sobreconfianza, tendemos a pensarnos a nosotros mismos bajo una descripción más benevolente que al resto. Nos pensamos libres de ideología, a diferencia de la mayoría que consideramos como una masa adocenada; más compasivos, no como la masa egoísta que constituye las sociedades; más frugales y menos consumistas; más sensatos y nada energúmenos como lo que habitualmente uno encuentra en las redes; cívicos y comprensivos con el bien común, no como los egoístas, trepas y aprovechados que ocupan los mejores puestos en la sociedad. Pero en el territorio mal iluminado y lleno de sombras de la zona gris nuestros pasos en la vida son menos rectos y más erráticos, atraídos a un tiempo por fuerzas contradictorias.

Erich Fromm fue uno de los autores que entendió bien la ambivalencia de las energías básicas que impulsan tanto a la persona como a la sociedad. Es un autor que hoy ya es menos leído que otras veces. Como Bertrand Russell y como Albert Camus, disfrutó del éxito popular y del desprecio de los intelectuales de su tiempo, que tendieron y tienden a situarles en los escalones de la superficialidad y de la falta de radicalidad. Marcuse, entre otros, fue muy crítico con Fromm, pero este tipo de invectivas son demasiado contingentes y no hay que atenderlas demasiado. Con la perspectiva de la historia, estas olas de desprecio terminan autoaplicándose pronto o tarde a quienes las practican. Fromm, como les ocurre también a Camus y a Russell, tiene la desgracia de tener un estilo claro de redacción y un carácter poco amante de los alineamientos y un compromiso radical con el humanismo, lo que contribuye posiblemente a estas acusaciones de superficialidad y falta de disciplina política. Pero lo cierto es que en Fromm encontramos páginas luminosas que nos explican mucho sobre las derivas personal y social autoritarias.

Fromm se sitúa en el marco del freudo-marxismo, una tradición que explica las carencias de Marx en lo que respecta al examen de la personalidad, pues su reacción contra Hegel y el programa romántico, que situaba en la formación personal uno de los motores de la historia, deja en el olvido todo lo psicológico, y que explica las carencias de Freud y con él de toda la escuela psicoanalítica por su olvido de las fuerzas sociales que configuran la personalidad.  Su programa intelectual se resume en una pregunta por las condiciones de posibilidad de los grandes desastres históricos. Como judío exiliado de Alemania, su pregunta comienza por el nazismo pero se aplica igualmente a todos los grandes crímenes contra la humanidad: ¿acaso Hitler, Stalin, los Jóvenes Turcos, Franco, Videla, Pinochet, Pol Pot y tantos otros actuaron solos? No, su violencia asesina contó con el apoyo explícito o silencioso de la población sumisa. En el caso alemán, nos explica Fromm, la movilización activa de la clase media, de los artesanos, autónomos y pequeños empresarios y de las zonas marginales de la sociedad, y de la sumisión más o menos voluntaria del proletariado hizo posible el Holocausto.  No hubiera sido posible sin una trayectoria social que condujo a la extensión de una pandemia de construcción autoritaria de la personalidad que afectó a una mayoría de la sociedad.

¿Cómo son posibles estas sendas erradas de la humanidad? Fromm lo explica por la ambivalencia de las fuerzas básicas que constituyen el tronco emocional sobre el que se desarrolla el carácter y la personalidad. Son fuerzas que caminan sobre el filo de la posibilidad. Pueden orientarse al amor o al miedo a la libertad, al cuidado y la responsabilidad (que es como define Fromm el amor, contra toda línea romántica y emocional) o a la crueldad y violencia.  En la base de este árbol de posibilidades, Fromm encuentra que la fuerza más poderosa del desarrollo psicológico es el deseo de evitar la soledad. Bajo circunstancias históricas apropiadas, la huida de la soledad produce también una escapada de la libertad y una caída en la sumisión.

Los deseos de pertenencia, de reconocimiento del grupo, de un marco definido de conducta, son aspiraciones esenciales en esa tensión emocional contra la soledad. Pero son deseos ambivalentes que una y otra vez producen sumisión voluntaria y autoritarismo, dos polos que se necesitan. Este lado oscuro de la fuerza es ubicuo y omnipresente. Se encuentra en la parte conservadora de la sociedad y en la parte progresista, en los de arriba y en los de abajo, en la derecha y en la izquierda, entre expertos y legos, entre ilustrados y entre poco sofisticados culturalmente. La personalidad autoritaria se encuentra en quienes se someten a las reglas del grupo y encuentran en ellas orientación clara para toda su vida. He encontrado esta sumisión voluntaria, entusiasta e incondicional en la academia y en la sociedad. Quienes se entregan a las normas de su disciplina o área de conocimiento, y desprecian o castigan a quienes perpetran alguna regla de estilo o pensamiento; quienes anteponen la línea del partido a toda crítica que consideran como amenaza y traición; quienes juzgan que toda aspiración a un reparto justo de la riqueza amenaza su forma de vida y propiedad y exigen del estado que reprima con la mayor de las fuerzas cualquier crítica o actividad contra la libertad del mercado y la propiedad; quienes educan a sus hijos en colegios que les garanticen un marco claro de enseñanzas y una orientación estricta de valores y aborrecen toda enseñanza orientada a la autonomía y el descubrimiento personal de formas de vida aceptables.

No caeré en la tentación de excluirme de esos impulsos. He sentido como todos la seguridad de la vida en sumisión, de la experiencia del orden que garantiza la claridad de las normas y el comportamiento. También como mucha gente he sentido la vaciedad de esta forma de autoridad y cómo resuelve de forma engañosa el temor a la soledad, cómo de hecho nos sumerge en una forma más profunda de ensimismamiento y egotismo. He sentido también, como casi todos, el miedo a la libertad, a tomar decisiones de irme de aquellos lugares bien organizados, el miedo al ostracismo y al abandono del grupo. Pero también, como tanta gente, he sentido el viento refrescante de la libertad que llena el rostro el día que cierras las puertas tras de ti y te vas al otro lado, en donde pensabas que solo había vacío y soledad y encuentras por el contrario multitud de gente que también ha cerrado tras de sí las puertas de sus celdas. Nuestra vida, como los andares del borracho, caminan erráticamente entre el miedo y la experiencia de la libertad. En esa zona gris donde se desenvuelve nuestra vida, aspirar a que, aún a trompicones, nuestro relato se acerque a una historia de trascendencia, de insumisión a la sumisión, de cuidado, respeto y responsabilidad, de paz con la gente y guerra con las entrañas, de miedo al autoengaño y al miedo, es, sin más, la aspiración a una vida decente que merece ser vivida.





La ilustración es un cuadro es de Paul Rebeyrolle

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