sábado, 6 de febrero de 2021

Las ciudades invisibles

 


Las ciudades se asientan sobre topografías de nostalgia. Aunque el sentimiento de pérdida va por barrios, habita sin excepción en calles y apartamentos llenando el espacio de tiempos y lugares perdidos. Casi toda la literatura filosófica y sociológica se ha centrado en la dicotomía nosotros/ ellos sin notar que la subjetividad se forma también en la dialéctica aquí/allí. Remedios Zafra lo describió con sensibilidad en su relato Despacio, en el que la voz narradora se siente atrapada en un aquí recorrido por personajes que sueñan con un imposible allí. La lucha de clases, géneros y pieles está definida también por fronteras que separan distintos imaginarios del aquí y el allí.

La filosofía y la literatura, esas dos formas de pensamiento que nos constituyen a través de conceptos y relatos respectivamente han negociado de distintas formas la composición subjetiva del tiempo y el espacio. Encontramos a veces pensamiento en donde el tiempo pesa más que el espacio, por ejemplo en Marx, para quien la raíz de la explotación era la conversión del tiempo de la vida en tiempo del reloj y en otras ocasiones es el espacio el que domina la explicación, como ocurre por ejemplo en Henry Lefebvre y Michael de Certeau, en quienes la oposición ciudad/ campo define bien el poder del capital. 

El espacio de antagonismos está definido por varias dimensiones, pero es ilustrativo representarlo por tres ejes de oposición: el nosotros y ellos, el aquí y allí y el pasado y futuro. Esta triple dialéctica da forma a una fenomenología de las pasiones de filiación y afiliación, de resentimiento, odio y exclusión, de apego y nostalgia. En Walter Benjamin, por ejemplo, el enfrentamiento de clases está ligado a oposiciones de ciudades invisibles que para el significaban distintos aquís y allís: Berlín, el territorio de la infancia, Moscú, el de la revolución, París, el de la fantasmagoría del capitalismo, Nápoles, el de la fuerza de la vida. En Proust, la dialéctica del nosotros, los judíos y homosexuales se entrecruza con la nostalgia del pasado y la decepción del futuro y los espacios imaginarios de los palacios y salones de los Guermantes y la felicidad de la casa propia. El castillo de Kafka es también un ejercicio pasmoso de entrelazamiento de las tensiones entre ellas, las muchachas rebeldes, los desconfiados vernáculos, el misterioso castillo y la no menos misteriosa taberna y los tiempos del olvido y de la esperanza. Ms Dalloway, de Virginia Wolf, se abre con un espectacular párrafo donde la protagonista contrasta su vida aburrida de esposa que prepara fiestas al marido con su juventud en los veranos en la playa, y el resto de la novela nos introduce al nosotros de la aristocracia londinense ensimismada en sus privilegios con la destrucción física y moral de los soldados que vienen del frente. 

Desde Italo Calvino a Ramón del Castillo, hay ya una considerable cantidad de textos dedicados a la psicogeografía y a los recorridos por paisajes urbanos o campestres que están teñidos de complejos sentimientos de otredad. La psicogeografía es al espacio lo que la fenomenología al tiempo: el lugar sustituye al espacio así como el instante y el acontecimiento sustituye al tiempo cronometrado del reloj y el calendario. El pensamiento moderno, que aspiraba a una universalidad cosmolopolita que recorría un relato histórico de progreso o decadencia (dependiendo del talante progresista o conservador), dio paso en la posmodernidad a un minimalismos del fragmento. No es casual que la posmodernidad esté llena de escritores paseantes. Es la forma de trascendencia de quien ya no puede aspirar al punto de vista universal y debe sustituirlo por un pensamiento itinerante por arrabales y barrios residenciales, por polígonos industriales, centros comerciales o descampados de ruinas urbanas que dejan las crisis económicas. La exploración de lo diferente sustituye a la intuición de lo idéntico y la itinerancia y el nomadeo a la lógica del análisis conceptual.

Atravesar espacios es, con todo, recorrer nostalgias y temores o esperanzas. Sergio Fanjul, en su recopilación de paseos por Madrid, La ciudad infinita, explora los barrios a la vez que sus recuerdos de su Oviedo de origen, con el que mantiene esa extraña relación que tenemos los emigrantes de nostalgia y alegría por haber conseguido huir por fin de allí, para caer en un aquí que está igualmente atravesado de oscuridades y temores. La trabajadora de la industria cultural de la novela homónima de Elvira Navarro también explora Aluche y Carabanchel por las noches para huir del desastre de su condición precaria en un piso compartido. Sus paseos, como todos los viajes, lo son también en un tiempo imaginario de nostalgia, en su caso por momentos en que aún su trabajo recibía cierto salario aceptable y compañía en la oficina, antes de la deslocalización que convierte a los nuevos autónomos en seres solitarios, resentidos, incapaces de trascender el presente

La ciudad es un espacio en continuo movimiento. Es un producto de la destrucción creativa a la que somete la modernización a estos agrupamientos de casas, personas, instituciones y servicios. Los barrios de la ciudad crecen y se reorganizan siguiendo las derivas de los cambios sociales. Esta destrucción creativa no es instantánea, no es un proceso de transformación profunda en breves intervalos de tiempo, sino, por el contrario un cambio lento que discurre por sendas donde se mezclan las luchas sociales con los intereses económicos y las limitaciones geográficas. En su magnífico libro París, capital de la modernidad, Harvey aprovecha la historia de Haussmann, el ingeniero que rediseñó París en el periodo de Luis Felipe para mostrar cómo una ciudad puede ser entendida como un documento histórico. Los dos hechos entre los que Harvey elabora su historia son el levantamiento de 1848 y la Comuna de 1871. La gran cultura francesa del primer modernismo, de Baudelaire y Flaubert, de Manet y del propio Haussmann se desarrolla en este periodo. Walter Benjamin estaba fascinado por este tiempo y espacio. Le dedicó muchas páginas a Baudelaire, a la figura del flanêur y a los escaparates comerciales. De hecho, lo que él consideraba la gran obra de su vida, Los pasajes es una investigación sistemática de este cronotopo.

Harvey describe muy bien en su ejemplo de París un programa completo de estudio de la ciudad en donde la lucha de clases, la división de barrios y la fractura de las esperanzas se entrelazan:

Aunque a menudo las ciudades han sido consideradas como construcciones artificiales, levantadas basándose en las necesidades, deseos, capacidades y poderes del hombre, resulta imposible ignorar su implantación en una ecología y en un «medio natural» en el que se plantean claramente las cuestiones de metabolismo y de la «adecuada» relación con la naturaleza. Las epidemias de cólera de 1832 y 1849, por ejemplo, resaltaron drásticamente el problema de la salud y la higiene urbana. Estos temas se abordaron claramente durante el Segundo Imperio. Las cuestiones de ciencia y sentimiento, de retórica y representación se plantean, a continuación, para intentar descubrir lo que la gente sabía, cómo lo sabía, y como aplicaron sus ideas al trabajo social, político y económico. Aquí busco reconstruir ideologías y estados de conciencia por lo menos desde que comenzaron a articularse y se pueden recuperar para tomarlos en consideración en la actualidad. Esto nos coloca en una posición más favorable para entender lo que llamo las «geopolíticas de una geografía histórica urbana». Por lo tanto, planteo una espiral de temas que, empezando por las relaciones espaciales, se mueve a través de la distribución (crédito, renta, impuestos); la producción y los mercados de trabajo; la reproducción (de la fuerza de trabajo, de las relaciones de clase y comunidad) y la formación de la conciencia, para establecer el espacio en movimiento como una verdadera geografía histórica de una ciudad viva. David Harvey. París, capital de la modernidad.

Ninguna de las tres dialécticas (nosotrxs/ellxs, ahora/entonces, aquí/allí), puede reducirse a las otras, ni puede discurrir solamente en el territorio de lo real o en el de lo imaginario. El agonista espacio de la topografía, cronografía y sociografía en el que discurre nuestra existencia tiene está inevitablemente formado por un confuso ensamblamiento de contradicciones. El sueño utópico en sus diversas fórmulas conservadoras o socialistas, neoliberales o comunitarias se expresa igualmente en un deseo de resolución de estas contradicciones en formas correspondientes de trascendencia: alteridad, utopía, ucronía. El reduccionismo se expresa de muchas formas. La confusa tesis de la trampa de la diversidad, por ejemplo, afirma la reducción de las diferencias en una imaginaria clase obrera que probablemente sea una identidad tan imaginada como las comunidades ancestrales de los nacionalismos. Nacionalismos que también soñaron reducir el allí del lugar de los dominadores al aquí de una comunidad soñada en el pasado, sin notar, como ha hecho el pensamiento decolonial, que la fractura está ya internalizada en un alma dividida. El pensamiento crítico sólo puede situarse en un ensamblamiento de conflictos en lo espacial, temporal, social y lo real/imaginario sin caer en la tentación de creer que estas dialécticas pueden ser tratadas de forma independiente. Tal vez las emociones complejas que construyen la fábrica de nuestra condición contemporánea provenga de las intersecciones improbables de todas estas contradicciones. Para resumirlo muy rápidamente, la lucha de clases, géneros y pieles atraviesa en cada momento, lugar y formación social las tensiones de la identidad, el tiempo, el espacio y lo real e imaginario creando una experiencia caleidoscópica, itinerante, a veces errática, siempre desgarrada.




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