lunes, 27 de diciembre de 2021

Dulzuras del capital

 





El olfato se relaciona con la química de lo etéreo, el gusto añade la química de sólidos y líquidos, de plantas y animales, de mezclas elaboradas de sabores. Si las políticas de olfato construyeron las ciudades modernas, el gusto alimentario construyó la globalización planetaria en una escala que no ha sido suficientemente notada. Mucho antes, las reglas del comer y beber fueron la base ancestral de las religiones. En las normas del gusto se encuentran las raíces de lo social. Más allá de la mera función alimentaria, la cocina sirvió como molde para la constitución de la comunidad y de su reproducción no solo corporal sino también social. La gestión de los sabores pertenece a las ingenierías de la experiencia por las que una comunidad alimenta a sus miembros y a sus dioses y con ello reestablece en cada comida los lazos que la unen. Comer en común y repartir los alimentos es parte de la trayectoria de la cultura material que dio lugar a la especie humana. El estudio de la cocina y de las maneras en la mesa está en el origen de la antropología como ciencia de la cultura desde sus comienzos. Lévi-Strauss, en sus influyentes Mitológicas[1], integra la cocina en las dicotomías de lo natural y lo cultural, que para el constituyen el armazón hermenéutico de los mitos Bororo. Así, en el mito del origen de la tempestad, las tensiones en el clan respecto a derechos se relaciona con el fuego del hogar que es apagado a causa de las peleas. Mary Douglas[2], en el mismo espíritu, se propuso construir una especie de sintaxis general de las formas de cocinar y consumir los alimentos. Establecía dicotomías más complejas que las de Lévi-Strauss acudiendo a la preparación conjunta o separada de ingredientes, al orden del consumo, al orden social del acceso a según qué tipo de comestibles, a la división entre lo que comen los humanos y sus animales domésticos, todo dentro de lo que ella consideraba tan constitutivo de las identidades como el hiato de lo cultural respecto a lo natural, a saber, lo puro y lo impuro, que une la comida a las mismas raíces del totem y tabú que conforman lo social.

Las políticas de sabor contribuyen no solamente a reproducir los lazos comunitarios sino también a crear las categorías básicas de una sociedad. El Levítico, uno de los textos del Pentateuco en que se definen las reglas de comportamiento de la sociedad hebrea tras los desastres e invasiones asirias, y con el objeto de establecer las diferencias con las prácticas y creencias de los cananeos y de las religiones de Baal[3], dedica una parte sustancial a establecer qué se come y qué no y qué se ofrece a Yahvé y qué a los sacerdotes:

Los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda del Encuentro.  Desollará después la víctima y la descuartizará. Los hijos de Aarón, los sacerdotes*, pondrán fuego sobre el altar y echarán leña al fuego; luego, los hijos de Aarón, los sacerdotes, dispondrán las porciones, la cabeza y la grasa, encima de la leña que se ha echado al fuego del altar. Él lavará con agua las entrañas y las patas, y el sacerdote lo quemará todo sobre el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé Lev. 1, 5-9.

En la nueva religión ya no hay banquetes del rey ni espíritus del aire maligno que haya que conjurar, pero la cocina sacrificial hace evidente que se está gestando una sociedad sacerdotal que establece imperativamente lo puro e impuro, lo que puede entrar por la boca y lo que puede tocarse y lo que no. No hay explicaciones, solo normas que definen la pertenencia a la comunidad. Las posiciones en la mesa, el orden de los platos, quién parte el pan y quién sirve el vino, nos explica Michel de Certeau[4], hacen visible en las mesas de obreros del barrio de la Croix-Rousse de Lyon, la fábrica de las relaciones familiares y de hospitalidad. El pan y el vino articulan la doble dimensión de la cocina como alimentación y como rito:

Aquí todavía aparece el abismo simbólico que separa el vino y el pan. No imagina uno adecuadamente el ideal de quien come pan; no existe en las panaderías un juego de etiquetas que ofrezca por ejemplo un pastel al cabo de tantos panes consumidos. El pan es un símbolo nutricional estático, desde el punto de vista de la práctica cultural. El vino, hasta en su ambivalencia, constituye una dinámica socializante. Abre itinerarios en lo profundo del barrio; teje un contrato implícito entre socios factuales; los instala en un sistema de obsequio y contraobsequio cuyos signos articulan entre sí el espacio privado de la vida familiar y el espacio público del entorno social. Tal vez encontramos en esta actividad la esencia social del juegoen que consiste instaurar inmediatamente el sujeto dentro de su dimensión colectiva de socio[5]

La utopía antropológica que sueña con capturar una sintaxis de la cultura material de los sabores ha iluminado numerosas zonas de cómo se constituyen identidades y comunidades sobre la experiencia de la degustación de sabores, y sin embargo no despeja la sospecha de cierto esencialismo en su intención de capturar en unas cuantas dicotomías transformaciones históricas, sociales, económicas y culturales tan profundas como las que ha supuesto la modernidad en la modelación de los gustos. El minucioso e influyente trabajo del historiador Sidney W. Mintz[6] sobre la historia del azúcar en occidente en la modernidad explica con claridad cómo se entrecruzan la gran historia social y económica con los cambios en la alimentación. Lo dulce es un sabor que es apreciado de forma innata no solo por los humanos sino por muchos mamíferos dado que es el sabor de sustancias como la glucosa que son las fuentes más ricas en calorías. La miel ha sido la fuente tradicional, representada ya en pinturas rupestres, de modo que en pequeñas cantidades formó siempre parte de la dieta de glucosa junto con la fruta. Lo que explica Mintz es revolución que significó el comercio global del azúcar extraído de la caña de azúcar a partir de finales del siglo XV.  El cultivo de la caña de azúcar se difundió a través del Islam desde la India a Occidente, especialmente a Andalucía. Las cruzadas llevaron a Centroeuropa esa sustancia que fue usada como una especia más. Las potencias marinas de Portugal y España comenzaron a cultivarla en las islas recientemente conquistadas a mediados del XV: las Canarias, Madeira, Santo Tomé y Cabo Verde. Tras el Descubrimiento, se comenzó también a cultivar en pequeñas haciendas en Santo Domingo, La Española y Brasil. En esta fase, los procedimientos de zafra, molturación y obtención de la melaza y refino tenían mucho de artesanal y, aunque fue exportada a las metrópolis, no compitió nunca con otras políticas comerciales que fueron más importantes para las coronas, especialmente los metales preciosos. Los holandeses e ingleses, sin embargo, pronto comenzaron a explotar la caña de azúcar. Es un cultivo que exige trabajo intensivo en ciertos momentos, y siempre extensivo de mano de obra, por lo que dio origen al empleo masivo de mano de obra esclava importada de África. La introducción de la esclavitud y de molinos de cilindros mucho más eficientes, permitió la exportación de grandes cantidades de melaza que fueron empleadas en el refino del azúcar y en la fabricación del ron.

Lo que nos cuentan los historiadores es que el azúcar comenzó a usarse como condimento de alimentos y fabricación de dulces por parte de la aristocracia entre 1650 y 1750, cuando comenzó a difundirse entre todas las clases sociales, produciéndose una transformación radical en la dieta. A mediados del siglo XIX ya era un componente necesario de las dietas de toda la población europea. Había dejado de ser una especia de uso ocasional para convertirse en un elemento diario, especialmente en todo el Imperio Británico. El azúcar como endulzante de las nuevas sustancias estimulantes que el comercio global estaba difundiendo: té, café y chocolate. La unión del azúcar y las bebidas estimulantes condujo no solamente a la transformación de los gustos, sino también de las costumbres y los espacios: por todo el mundo se extendieron las cafeterías, salones de té y chocolaterías. Habermas explicó cómo esta difusión de espacios fue tan importante como la imprenta en la constitución de la nueva esfera de la opinión pública que habría de servir de germen a la transformación de la sociedad estamental.

La nueva adición a las calorías de la sacarosa y el esclavismo y el primer capitalismo comercial crecieron juntos. Mintz explica que estas haciendas, junto a los imprescindibles nuevos sistemas de financiación, y la creación de un mercado mayorista, minorista y, por supuesto, talleres de refino, fueron ya en el siglo XVIII ejemplos de capitalismo, aunque los beneficios aún no entrasen en el circuito que señaló Marx de capital-mercancía-capital, pues tal vez fueron solamente fuentes de enriquecimientos de la aristocracia y los grandes hacendados de colonias. Sin embargo, crearon la trama sobre la que años más tarde la revolución industrial aplicada a los tejidos y las máquinas transformaría el mundo. En la pequeña escala de los cuerpos, sin embargo, la transformación fue aún mayor: la dieta de calorías que las cocinas tradicionales obtenían de los granos y semillas, luego complementadas con la introducción de la patata, dio lugar a una ingesta diaria, masiva de sacarosa del azúcar refinado incorporado a desayunos, postres, meriendas y socializaciones varias cotidianas.  La dulzura entró en el vocabulario como sinónimo de afecto y de carácter al compás de las transformaciones en el metabolismo del hígado y páncreas. Los mecanismos de distinción por los que las clases populares asumieron costumbres de las clases pudientes fueron más poderosos que los sentimientos morales que podrían haber producido un rechazo general a productos de trabajo esclavo. Hacia mediados del XIX, cuando se produjeron escalonadamente las aboliciones de la esclavitud (excepto en Cuba, donde aún perseveró hasta finales de siglo) dieron paso a nuevas migraciones masivas de mano de obra india y asiática, quizás en condiciones similares o aún peores que las de la mano de obra esclava, pues al fin y al cabo los hacendados la mantenían cuidada mientras fuera útil. El capitalismo está asociado intrínsecamente a transformaciones del gusto: alcohol, tabaco, café, té, chocolate, sacarosa, quizás, en tiempos avanzados, sustancias aún más poderosas como el opio y sus derivados, la cocaína y las nuevas drogas de diseño. La ambivalencia experiencial de estas sustancias como fuente de placer o de resistencia en la selva de la vida contemporánea habla de cómo las identidades corporales se constituyen en el entorno material creado por la modernidad y el capitalismo.

Se puede escribir la historia del capitalismo recorriendo los cambios económicos y sociales, o bien, como ha propuesto Mintz, desenredando la de un producto como el azúcar que lleva directamente a tejer las historias de la experiencia y el modo de producción dominante. Al igual que el gusto, el tacto, la piel y los bienes materiales se entrelazan.



[1] Especialmente Claude Lévi-Strauss (1964) Mitológicas I: lo crudo y lo cocido, México: Fondo de Cultura Económica, 1968 y Claude Lévi-Strauss (1966) Mitológicas II: de la miel a las cenizas, México, Fondo de Cultura Económica, 1972

[2] Mary Douglas (1972) “Deciphering a meal” Daedalus 101/1, 61-68

[3] Mary Douglas (1988) Leviticus as Literature, Oxford: Oxford University Press

[4] Michel de Certeau (1994) La invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar, Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 1999.

[5] Certeau, o.c. pp. 99-100

[6] Sidney W. Mintz (1986) Sweetness and Power. The Place of Sugar in Modern History, Nueva York: Penguin Books. El trabajo de Mintz ha dado origen casi a un género de historias del azúcar que siguen sus tesis: Stuart B. Schwartz (2004) Tropical Babylon. The Making of Atlantic World 1450-1600, Chapel Hill: University of North Carolina University Press; James Wolvin (2018) Sugar. The World Corrupted, Nueva York: Pegasus Books, además del ya citado e imprescindible Franz Trentman (2016).


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