domingo, 26 de marzo de 2023

Monstruos prometedores

 


¿Por qué nos resulta dan difícil imaginar otro mundo posible, otra vida, otros espacios y tiempos? ¿por qué la mayoría de los relatos que ornamentan la cultura contemporánea son el mismo relato interminable? ¿Cómo no seguir dándole vueltas a la sentencia de Fredric Jameson y a su desarrollo por Mark Fisher sobre la destrucción de la imaginación en nuestra cultura (“es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”)? No sabemos hasta dónde está dañada nuestra imaginación y si acaso es posible encontrar relatos que narren lo inenarrable, que expresen lo inexpresable y trasciendan el realismo capitalista. ¿Podremos imaginar un futuro sin humanos, un planeta habitado por animales, una de cuyas especies ha desarrollado una cultura del cuidado por el resto de la vida y su preservación en una tierra sanada de las heridas del extractivismo?; ¿podremos imaginar un mundo no patriarcal, un tiempo en que cuando nos miremos al espejo no logremos decidir nuestro género, si acaso fuera masculino, femenino o cualquiera de los puntos intermedios?; ¿podremos hablar de un mundo sin trabajo, donde los cuerpos hagan cosas sin vender su tiempo, donde ya no se recuerde qué se quería decir con la innoble expresión de “ganarse la vida”?; ¿podremos imaginar un tiempo sin represión institucionalizada, donde los estados, si los hubiere, fueran construcciones de autoridad y confianza, no de poder y dominación?: ¿podremos imaginar un mundo sin máquinas herramienta, en las que los artefactos no sean meros instrumentos sino motores de posibilidad[1]?

No, no parece que nuestros relatos realistas sean lugares para encontrar estos escenarios de futuro. La inmensa mayoría de la narrativa contemporánea, la que estructura los relatos para niños, llenos de superhéroes, los videojuegos, las series de televisión, la literatura superventas, y una inmensa cantidad de la que pasa por “buena” literatura, no es sino un ejercicio de realismo capitalista, de historias de individualismo en competencia, de juegos de venganza y violencia sin más sentido que la venganza y la violencia o individualismo ensimismado en amores y desamores. Una literatura de la queja y la nostalgia, de la huida de la imaginación que se instala en la tierra de lo que hay.

¿Por qué el realismo capitalista resulta tan absorbente?, ¿por qué los relatos del “tú puedes”, “si no haces lo que te gusta, que te guste lo que haces”, “siempre hay un superhéroe en tu subconsciente” y basuras similares han entrado tan profundamente en nuestras entrañas narrativas y lectoras? La explicación nos lleva directamente a las complejas relaciones dialécticas entre la cultura y la economía contemporáneas.

La primera consideración es que no logramos imaginar otro mundo porque el mundo real ha realizado en cierto grado una suerte de pseudoutopía, al menos para una parte de la población, al menos para una parte del mundo, al menos para unas ciertas generaciones y al menos en ciertas etapas de la vida. ¿Cómo no verse reflejados en el espejo de los productos audiovisuales, en las comedias de familia, en las epopeyas de superhéroes, en las historias de superación, logro o acaso venganza? Los relatos en que nos miramos puede que sean distorsionadores de imagen, puede que hagan épica de nuestras vidas tristes e idealicen nuestras frágiles identidades, pero no mienten del todo: así somos.

Así somos cuando estamos viendo o leyendo estos productos de consumo, tan adictivos como la comida procesada, las glucosas y grasas que exige nuestro metabolismo, las experiencias con las que tratamos de manejar la ansiedad y un deseo inacabable que se reproduce de forma ampliada en cada acto de insatisfacible satisfacción de los incontable actos de consumo cotidiano. La cultura y el capitalismo contemporáneos son adictivos. Se sustentan sobre una promesa de felicidad siempre demorada, siempre asociada a una industria de la experiencia que reproduce un grado necesario de ansiedad. Una ansiedad que es el cemento de la economía de la atención, la economía de las experiencias programadas, industrialmente fabricadas.

Me confieso tan adicto como cualquiera, o quizás un poco más: mis dietas, mis lecturas y horas ante pantallas, mis recorridos por los pasillos de supermercados, franquicias o plataformas online no difieren de los de la mayoría de la gente de mi alrededor. No puedo hablar como testigo de otro mundo futuro al que no pertenezco, mi altura no me permite mirar a nadie desde arriba. Pero a veces, como en la película de John Carpenter Están vivos, por momentos, como si me hubieran puesto unas gafas que trastornan las imágenes y textos de los anuncios, los personajes de la novela o película con las que estoy se llenan de monstruos. Los personajes apacibles aparecen como criaturas insidiosas, criaturas del caos reptante que nos amenaza. Los policías que investigan, las amas de casa o las abogadas del bufete, los doctores y espías, se transforman por unos momentos en vampiros y zombies, en bichos que salen de la pantalla o de la página y se pasean por la habitación buscando víctimas.

Me digo que debe ser ya el estadio terminal de la adicción, como los alcohólicos que sufren alucinaciones en sus etapas avanzadas. Es entonces, en esos momentos, cuando desearía no estar ahí, cuando siento la llamada del allí al que nunca llegaré porque estoy desubicado y no sé por donde queda. Es entonces cuando busco otros relatos, también relatos de monstruos, pero de otros monstruos, los que Jay Gould llamó “monstruos prometedores”, seres raros que anticipan otras especies de las que surgirán nuevas radiaciones de la vida.

No podemos imaginar otros mundos porque la gente adicta no cree que la vida tenga sentido fuera de su adicción, porque tal vez acepte que es mejor morir que dejar las sustancias con las que la cultura moldea su cuerpo y su mente. No podemos imaginar otros mundos porque hemos creado una cultura dopaminérgica, que explota sin piedad nuestros deseos, les da forma y produce pequeñas dosis de recompensa que activa interminablemente la ansiedad que exige nuevas dosis de dopamina.



[1] El término está tomado de las novelas de China Miéville, La cicatriz en particular


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