La Ressurrección de Lázaro de Duccio nos enfrenta a la paradoja de la mortalidad y la finitud. El desconsuelo María y Marta es atendido por Jesús trayendo de nuevo a la vida a su hermano. El público mira asombrado el milagro, pero en primer plano un personaje se tapa la nariz, mostrándonos el hedor y lo terrible de la muerte. La tensión por la finitud es la fuente de la distancia entre dos modos de sentir la fe en la vida: la fe secular y la fe en la inmortalidad. Es la fuente también del gran reproche de los creyentes:
¿Acaso quien profesa una fe secular, una fe nacida en el
tiempo y con el tiempo de la vida, una fe que no aspira a trascender el tiempo
sino a vivirlo con intensidad, a agotar las posibilidades sin aspirar a la
inmortalidad, en expresión de Lucrecio, acaso quien ahí se sitúa se mueve en el
espacio del desencanto, incapaz de sentir el misterio del mundo, en un deseo sin
afuera, limitado a objetos finitos y condenado a una insatisfacción insatisfacible?,
¿acaso el refugio en las artes de la música, la poesía o lo inasible de la
imagen no es un reconocimiento de esa inhabilidad de encontrar lo Otro, de aceptar
que solo los artificios de lo material, la palabra, el sonido, la imagen son el
recurso de esta impotencia?
Una y otra vez encontramos este reproche por parte de
quienes creen en una vida inmortal más allá de este mundo y para quienes la
experiencia de trascendencia es el signo de la experiencia religiosa, que la fe
secular no es capaz de entender, que su arrimo al arte no es sino una
religiosidad no reconocida.
Cabría responder con un argumento simétrico, y afirmar que
las artes son las sucesoras de la religión, que la estética es precisamente la
conciencia de que lo que intuía la religión es lo que suministran estas maneras
de encontrar las afueras del deseo suspendiendo las materialidades del ruido,
la visualidad o la palabra. Cabría, pero no es lo que procede si no queremos
entrar en el bucle infinito al que nos llevan los argumentos del tu quoque.
Porque lo que hay en el fondo es una controversia sobre la condición deseante,
sobre las afueras del deseo y su relación con la inmanencia y la finitud
humana.
Michel de Certeau, el gran historiador de la espiritualidad
y de la fábula mística, de la fabla ininteligible de los místicos del
Renacimiento y Barroco, escribe sobre los Ejercicios espirituales de
Ignacio de Loyola y detecta bien dónde está el centro de gravedad de esta
controversia: el lugar del Otro, el lugar de lo otro, de lo que está
esencialmente en las afueras del deseo y del sentido:
Esta “manera de proceder” es una manera de hacer lugar al otro. Por tanto, se inscribe ella misma en el proceso de que habla desde el “principio” y que, en su total despliegue, consiste, para el texto, en hacer lugar al “Director”; para el director, en hacer lugar al que hace el retiro; para éste, en hacer lugar al deseo que le viene del Otro. Al respecto, el texto hace lo que dice. Se forma abriéndose. Es el producto del deseo del otro. Es un espacio construido por ese deseo.
El texto que articula así el deseo sin tomar su lugar sólo funciona si el otro lo practica y si ese otro existe. Depende de su destinatario, que también es su principio. ¿Qué ocurre con ese texto, cuando su Otro le falta? El discurso no es más que un objeto inerte cuando el visitante que espera no llega y cuando el Otro no es más que una sombra. No queda más que una herramienta todavía marcada por presencias desaparecidas si, fuera de él, no hay ya lugar para el deseo que lo organizó. No da lo que supone. Es un espacio literario al que sólo el deseo del otro da sentido. (“El espacio del deseo o el “fundamento” de los Ejercicios espirituales, en El lugar del otro, Michel de Certeau, 267)
La doble condición de Michel de Certeau, jesuita y miembro
de la escuela lacaniana, le sitúa en un punto privilegiado para entender dónde se produce la fractura. Bajo ambas lealtades acepta que hay algo
así como una falta en el deseo, un reconocimiento de la incompletud del ser,
que la finitud es la condición tanto de la existencia como del espacio de
satisfacción del deseo.
Roland Barthes, en su texto Loyola, Sade, Fourier, se
había sentido también fascinado por los Ejercicios espirituales, y con
razón sostenía que eran un ejercicio del placer del texto. Recorrerlos es en sí
ya un acto de asomarse al hueco, la hiancia entre el deseo y lo Otro. Sorprende
la lectura porque es un consejo dirigido al Director de los ejercicios, que
tiene que orientar al dirigido hacia una transformación, a una metamorfosis de
la voluntad para reconocer que su deseo ha de redirigirse hacia algo inasible,
una voluntad que no es reconocible en la propia. Pero el mismo Loyola tiene que
aceptar que la tensión es irresoluble. Hay dos textos, en el ejercicio de “contemplación
para alcanzar el amor”, en el que se desvela esta tensión en la que el Director se
siente obligado a hacer ver al dirigido que esta vida tiene que ser
interpretada desde lo Otro:
[234] El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina. Y con esto reflectir en mí mismo, Considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a la su divina majestad, es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofrece afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.
[235] El segundo, mirar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mí, seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad. Otro tanto reflictiendo en mí mismo, por el modo que está dicho en el primer punto, o por otro que sintiere mejor. De la misma manera se hará sobre cada punto que se sigue. (Ejercicios espirituales Ignacio de Loyola)
En el primer consejo, la dirección trata de que el
ejercitante reconozca a un tiempo que la vida es maravillosa pero que al ser un
don debe ser un don de alguien, y que ello obliga a ceder la soberanía propia a
ese alguien y que la voluntad debe ser vaciada y entregada. En el segundo consejo,
una vez que el yo ha sido entregado, el ejercitante reconoce que lo Otro, o el
Otro, habita en la naturaleza y en el corazón de la vida. Pero un examen de la
lógica del Director muestra que hay un salto no justificado entre reconocer un
don y creer que ese don está personalizado, que lo otro es otro a quien hay que
entregar la voluntad.
Ese salto para el creyente solo puede darse mediante una
conversión (su etimología nos dice que entraña un darse la vuelta (vetere)
completamente (con) en un acto (versio)), una metamorfosis de la
identidad para aceptar que la finitud es una falta que debe ser llenada en las
afueras del deseo.
Martin Hägglund ha escrito varias obras sobre este salto del
creyente de la finitud a la infinitud, pero sobre todo en This Life. Why
Mortality Make us Free, traducida por Esta vida. Por qué la religión y
el capitalismo no nos hace libres, ha discutido convincentemente esta
lógica y ha abogado por lo contrario, por el reconocimiento de que es la aceptación
de la finitud lo que explica las afueras del deseo y de cómo la negación de la
pérdida lleva naturalmente a la afirmación de la vida y a un ejercicio de
libertad en un presente denso.
Comienza el libro releyendo un texto de C.S. Lewis, el autor
de Las crónicas de Narnia, pero también y sobre todo un propagandista
religioso (no es sorprendente que sus obras hayan sido traducidas al español
por la editorial Rialp del Opus Dei) que, sin embargo, ante la pérdida de su
esposa hace un ejercicio de honestidad intelectual y de reconocimiento que la
religión no es un remedio al desconsuelo.
Vamos a suponer que las vidas terrenales que ella y yo compartimos durante unos pocos años no sean en realidad más que el fundamento, el preludio o la apariencia terrena de otros dos algos inimaginables, supercósmicos y eternos. Estos algos podrían ser representados como esferas o globos. Por donde el plano de la Naturaleza los atraviesa, —es decir, en la vida terrenal— aparecen como dos círculos o rebanadas de esfera. Dos círculos que se tocaban. Pues bien, estos dos círculos, y sobre todo el punto en que se tocaban, es lo que realmente echo de menos, de lo que tengo hambre. Me decís: «Se ha ido». Pero mi corazón y mi cuerpo están gritando «¡Vuelve, vuelve! Vuelve a ser un círculo que toca el mío en el plano de la Naturaleza». Esto es imposible, claro, ya lo sé. Sé que la cosa que más deseo es precisamente la que nunca tendré. La vida de antes, las bromas, las copas, las discusiones, la cama, aquellos minúsculos y desgarradores lugares comunes. Desde cualquier punto de vista, decir «H. ha muerto» es decir «Todo aquello se acabó». Forma parte del pasado. Y el pasado es pasado, que no otra cosa quiere decir el tiempo, porque el tiempo en sí mismo no es ya más que otro nombre de la muerte, y el cielo mismo una región donde han ido a parar las cosas de antaño, al fallecer. […] A no ser, claro, que creáis a pies juntillas en todo ese galimatías de las reuniones familiares en el más allá descritas en términos totalmente terrenales. Pero todo eso es contrario a las Sagradas Escrituras, está sacado de malos himnos y litografías. No existe en la Biblia una sola palabra acerca de ello.[25] (Una pena en observación, C.S. Lewis)
Reconocer la pérdida es sentir el desconsuelo, la
incapacidad de dar alivio a la condición de finitud. Cuando asistimos a
funerales religiosos, algo que desgraciadamente ocurre a cierta edad con cierta
frecuencia, quienes aceptamos la fe secular observamos el esfuerzo inútil del
sacerdote por dar consuelo a los familiares y lo vacías que resultan sus
palabras cuando les lleva a imaginar a su ser querido en otra vida. Como si ello
fuese equivalente a la resurrección. El afuera del deseo es justamente el
reconocimiento de la pérdida y, para unos el desconsuelo y para otros el
ejercicio de afirmación del presente. Así, Hägglund sostiene esta inutilidad de
la conversión y de la unión de la idea de cuidado del otro y de los otros con
el rechazo de la pérdida:
La fe secular es una condición de inteligibilidad para cualquier forma de cuidado. Para que cualquier cosa sea perceptible «como importante» —para que algo esté en juego—, debemos creer en el valor irremplazable de alguien o algo que sea finito. Esta fe secular —que la aspiración religiosa a la eternidad trata de dejar atrás— se traduce en el cuidado de cualquier persona o cosa que perviva. La fe secular es condición de posibilidad parael compromiso y la participación, pero, por la misma razón, la fe secular nos expone a la devastación y al dolor. (Esta vida, Martin Hägglund)
[…] Distinguir entre eternidad y pervivir es, pues, decisivo. Cuando deseamos que la vida de quienes amamos dure, no deseamos que sea eterna, sino que su vida continúe. Del mismo modo, cuando «reunimos tiempo» en una red significativa de relaciones, no estamos «deseando la eternidad». (Esta vida, Martin Hägglund)
Son dos modos de ejercicios espirituales en los bordes del
deseo y en la conciencia de la vulnerabilidad y la finitud de la existencia
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