domingo, 8 de septiembre de 2019

El lenguaje perdido de las campanas






La cooperación, ha explicado Richard Sennett en Juntos, es una actitud humana por defecto que los niños desarrollan desde los primeros momentos de su existencia: el bebé coordina sus movimientos y gestos con los de su madre en una interminable agencia compartida ordenada a la satisfacción de sus necesidades, pero también y sobre todo a compartir sus estados de ánimo. A pesar de que parezca lo contrario, los niños exploran la cooperación con otros niños en la medida en que va desarrollándose en ellos la sociabilidad a partir de los dos años. Desde los comienzos del juego hasta la habilidad de conversar, que desarrollará en los años de niñez avanzada, la especie humana aprende a colaborar en todas las facetas de su existencia.


La cooperación fue la regla en las comunidades tradicionales por encima o por debajo de las fracturas y enconos cotidianos y familiares, por más que estas fuesen aún impermeables a la marea de la modernización. Mi primera conciencia de habitar en una sociedad fue el cotidiano espectáculo de la cooperación. Pasé una parte de mi infancia en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos. Era un pueblo pobre, de mujeres descalzas y hombres con abarcas. Era un pueblo pobre, pero siempre cooperativo. En los veranos, no eran extraños los incendios en los grandes pinares que rodeaban al pueblo. El repique de la campana que anunciaba un incendio iba seguido de una inmediata movilización de todo el pueblo. Los hombres corrían a la plaza ya provistos de la pala y la azada sin importar cuál fuese la tarea que estaban realizando. Se juntaban en la plaza y a pie o reclutando los pocos medios de transporte corrían al monte jugándose la vida para detener el fuego. Nunca hubo incendios pavorosos como los que asolaron la sierra en los años posteriores. La cooperación mantenía vivos los comunes, pues el monte aún era territorio común del municipio antes de que pasara a ser propiedad del Estado. La cooperación era el bajo continuo que armonizaba la vida cotidiana. La ayuda mutua en la matanza, en la trilla, en un inacabable intercambio y circulación de pequeños regalos.

Las campanas eran en los pueblos de la España interior la manifestación sonora de la vida en común. El toque urgente a rebato que convocaba a la gente; el lento doblar que activaba la pregunta inmediata: “¿quién se ha muerto?”  y llamaba al duelo; los repiques festivos que anunciaban la fiesta, la campanilla del atardecer, los tres toques que anunciaban la misa, el tercero que obligaba a los hombres a dejar la cerveza y acercarse a la puerta de la iglesia haciendo como que asistían al culto desde la puerta; el anuncio sonoro de la boda o el bautizo. Por debajo o por encima de los conflictos y odios familiares, la campana hacía sonido de la estructura básica cooperativa sobre la que se mantenía la sociedad rural. El ritmo de la campana era el de la vida cotidiana.

El canto de la campana era siempre el inicio de una conversación sobre el momento o el evento anunciado, animaba a la noticia, al cotilleo y a la información sobre el discurrir de los días. Richard Sennett pone la conversación como ejemplo más claro de lo que es la cooperación humana. Tiene razón. Una conversación es una suerte de micro-institución humana de una extraordinaria complejidad sociocognitiva. De hecho, el arte de la conversación es uno de los más complicados de dominar. Se trata de aprender a escuchar, a sortear los malentendidos, a mantener la atención, a usar moderadamente la ironía y mezclarla con la noticia y el relato,…; en fin, es un ejemplo aparentemente inocuo pero en el que se manifiestan las habilidades humanas en las que la autonomía y la dependencia se entreveran para sostener la fábrica de la sociedad. Conversar de forma inteligente y divertida no es menos complejo que acudir a apagar un fuego y organizarse para ello. De hecho, ambas actividades son interdependientes: porque se aprende a conversar se es capaz de responder organizada y solidariamente a las tragedias y catástrofes. Tiene también razón Sennett en que las trayectorias que está siguiendo la modernización están afectando gravemente a las prácticas de cooperación al producir estados sistemáticos de aislamiento en las vidas cotidianas de los ciudadanos, pero solamente podemos calibrar el daño producido por la civilización del capitalismo si comprendemos previamente cuán intersticial y omnipresente es la cooperación humana. La ciudad, sostiene Sennett, es una máquina de destrucción masiva de la cooperación, una productora de aislamiento y soledad.

Comentaba estos días en clase la noticia de estos días de que Facebook va a abrir una aplicación para citas. Me preguntaba cómo era posible que la soledad se hubiera convertido en un negocio. Exploré por curiosidad la lista de las páginas de citas. Es inmensa y dibuja un mapa del aislamiento urbano. Cataloga las necesidades emocionales por edades, por situaciones de divorcio, por aspiraciones a encuentros ocasionales o búsquedas de relaciones estables, por orientaciones afectivas. Documenta el destejido de la trama social de cooperación, la pérdida de la conversación como lugar de encuentro y el nuevo negocio basado en la ansiedad.

El filósofo americano Richard Rorty, quien representa la cara más interesante del pensamiento posmoderno, propuso la conversación como modelo para la filosofía frente a los sueños del dogma y como base de la democracia. No hay más que seguir lo que en las redes se llama “hilo”, particularmente en Twitter, para encontrarse con lo contrario de una conversación: un hilo es una secuencia de respuestas abruptas, irritadas, insultantes o entusiastas que denotan la pérdida de oído, la incapacidad de escucha, la falta del humor que repara las heridas y su sustitución por el sarcasmo o la ironía gruesa.

En El lenguaje perdido de las grúas, David Leavitt cuenta la historia de una antropóloga del lenguaje que encontró a un niño autista, quien prácticamente no salía de la habitación y había desarrollado un lenguaje privado con el que pretendía comunicarse con las grúas que veía desde su ventana, los únicos objetos que para él representaban lo afectivo. Una vez perdido el lenguaje de las campanas, el lenguaje de las redes sociales recuerda cada vez más al lenguaje perdido de las grúas. Gestos de impotencia para paliar el aislamiento.



No hay comentarios:

Publicar un comentario