sábado, 29 de agosto de 2020

La ciudad como artefacto

 


Foto de Charles Marville de las obras en París en la época de Haussmann


"Marx sostenía algo que había tomado de Saint-Simon: que ningún orden social puede cambiar sin que los rasgos de lo nuevo se encuentren en el estado existente de las cosas. Si aplicamos rigurosamente ese principio a lo que sucedió en 1848 y en los años posteriores, veríamos no sólo a Flaubert, Baudelaire y Haussmann, sino también al propio Marx bajo una luz muy especial. El hecho de que todos ellos alcanzaran su esplendor de manera tan espectacular solamente después de 1848 apoya el mito de la modernidad como una ruptura radical" Harvey, París, capital de la modernidad (p. 25)

 

De esta forma describe David Harvey las transformaciones que se están produciendo continuamente en la ciudad. ¿Cómo cambia la ciudad en relación con la sociedad y cómo cambia la sociedad en relación con los cambios que se producen en el espacio urbano? Harvey dedica su libro París, capital de la modernidad a la figura de Haussmann, el destructor-constructor de París, el pionero de los urbanistas modernos (que se corresponde en nuestro país con Ildefonso Cerdá, en Barcelona o el Marqués de Salamanca en Madrid), quien, según Harvey, habría creado su propio mito como destructor del pasado, que incluía el pasado revolucionario de París y sus reiteradas barricadas. El libro entrelaza la historia de la lucha de clases en París con los cambios urbanísticos, para mostrar cuán compleja es esta relación y cómo no cabe interpretarlo como una calle de dirección única, por citar el título de Benjamin.

Harvey se mueve en un territorio intermedio entre dos tradiciones persistentes en los estudios urbanos, una línea cultural que llenaría bibliotecas enteras. De un lado, la tradición reduccionista según la cual la ciudad es el producto de otras fuerzas sociales.  En su libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, Francisco Javier Ullán de la Rosa cataloga en esta posición a Marx y Engels, Weber, Tönnies, Durkheim, a quienes habría que añadir a Manuel Castells, influido en sus comienzos por Althusser. En el otro lado estaría la tradición que considera la ciudad como una variable independiente, que produce efectos sin ser necesariamente un producto lineal de otras fuerzas históricas. Ullán recuerda aquí a Simmel, Werner Sombart, y Maurice Halbwachs, entre los padres clásicos de la sociología, pero habría que introducir sin la menor duda a Walter Benjamin, Siegfried Krakauer y, más tardíamente a Henry Lefebvre, enfrentado en este punto a Castells, a quien acusa de ambigüedad política.

Harvey intenta mediar entre estas dos tradiciones, como estudioso del espacio desde la perspectiva marxista. Con este fin construye un relato del París que se extiende en el tiempo desde la subida al trono de Luis Felipe en 1824 a la masacre tras la Comuna de París en 1871. El libro es un homenaje rendido a Balzac, al ilustrador Daumier y al fotógrafo Marville. Los tres ofrecen una representación de la vida de la ciudad que ningún dato estadístico o documento ofjcial puede alcanzar en profundidad. El valor del libro, sin embargo, excede con mucho el interés puramente histórico y se convierte en una declaración programática de lo que tendría que ser una aproximación holística a una ciudad: la ciudad narrada, representada gráficamente, la ciudad de los conflictos sociales, la ciudad de las intervenciones técnicas, la ciudad como flujo de capitales y créditos, la ciudad como un organismo metabólico que insume mercancías y expele residuos, la ciudad como un sistema de producción, de lo artesano a lo industrial y a los nuevos negocios, la ciudad como un sistema de auto-reproducción, de consumo, educación y ocio, la ciudad como un espacio imaginado, entre lo utópico y distópico.  Al final, pese a su intento de mediar, el final del libro produce la impresión de que Harvey está más del lado de Simmel que del de Weber.

Si Harvey hubiese estado más familiarizado con la teoría antropológica y filosófica de la cultura material posiblemente habría encontrado un mejor modelo para lidiar con el debate sobre la naturaleza de la ciudad. Me refiero a que si considerase la ciudad como un artefacto que produce a la vez que es producido, podría haber encontrado un marco conceptual más adecuado para mediar entre las dos tradiciones. La gran aportación de la cultura material es la consideración de los artefactos como mediadores activos, que son producto a la vez que producen: identidad, tensiones y antagonismos, imaginación, posición social, etcétera.



Le Corbusier consideró la casa como una máquina de habitar. Es una de las primeras formulaciones del espacio habitacional concebido como un artefacto. Le Corbusier acertaba en lo general y se equivocaba en lo particular, en la identificación del artefacto como “máquina”. Al fin y al cabo vivía en una época del dominio industrial del maquinismo, pero hay otras opciones más interesantes. La ciudad es un artefacto de habitar colectivo, también de producir, de reproducir y de imaginar y fascinarse, pero no es una máquina. Tiene más de organismo o de bioartefacto que de máquina en su constructo estereotípico.

Se construye un entorno que es a su vez uno de los más poderosos medios de construcción de subjetividad. El Lefebvre más maduro desarrolló este carácter de bioartefacto a través de su concepto de ritmoanálisis. Es la aportación de un concepto temporal por parte de quien fuera maestro de los estudios espaciales y del giro espacial en las ciencias sociales. La parte emergente de la ciudad respecto a lo individual se manifiesta en los ritmos, en el orden del espacio y tiempo, en el modo en que los cuerpos se mueven cíclicamente en el espacio producido. En los estratos y composiciones de esos ritmos encontramos el poder de la ciudad para expresar las formas de poder y sumisión, también de antagonismo. Ritmos que son los que ordenan nuestra vida cotidiana en el espacio de la habitación, del trabajo, del consumo y de la imaginación. Esta organización cíclica es el trasfondo del tiempo y espacios comunes y públicos. El poder ordena precisamente porque sincroniza los ritmos. Esa ha sido siempre su principal función desde que la sociedad se articuló en formas de poder.

Al considerar los ritmos damos paso a una forma más compleja de entender la ciudad que la puramente espacial como a veces se olvida en las perspectivas más estrechas. Lo espacial aisladamente solo conecta posiciones estáticas, no dinámicas continuas. En este sentido, habría que complementar las representaciones de Balzac con las representaciones dinámicas que hicieron Dziga Vertov de Moscú y Water Ruttman de Berlín, en sus respectivas películas, El hombre de la cámara  y  Berlín, sinfonía de una ciudad.

Contra el marco y trasfondo de los ritmos que sincronizan la vida cotidiana aparecen los momentos singulares, la expresión del acontecimiento y la dimensión del tiempo como Kairós, las ocasionales desviaciones de lo normal para dejar emerger lo nuevo que ya había estado en germen en las distorsiones de los ritmos. En el juego del tiempo como Kronos y como Kairós está la ciudad como artefacto de antagonismos y tensiones. Similar a un organismo que sobrevive por sus ritmos, que son interrumpidos por movimientos particulares, por cambios o enfermedades que muestran las distorsiones del holobionte que es, la ciudad nunca reproduce lo mismo. Cada repetición transforma del mismo modo que prepara o dispone otra crisis.  Entre otras cosas porque sus habitantes son continuamente transformados por el ritmo de las horas, los días y los años.

Los dos grandes experimentos sociales recientes a escala mundial han sido, en la transición de siglos, la extensión de la "financiarización" de la economía a la economía doméstica. La ideología del neoliberalismo convirtió la vivienda en un indicador o signo de integración social. No tener vivienda propia era algo así como no tener papeles reales. La ola de endeudamiento colectivo recorrió el mundo y provocó en parte la crisis económica de 2008. Los desahucios fueron la consecuencia de esta crisis y con ellos la conciencia de que que el vínculo con la ciudad basado en la cláusula de propiedad de una mercancía había sido nada más que un instrumento ideológico de dominación y de explotación a través de los mecanismos del mercado. La desigualdad en la deuda era asimétrica: tener una deuda enorme no era más que un pasaporte para el auxilio público, tener una deuda pequeña significaba la exclusión y el empobrecimiento absolutos. El segundo experimento ocurrió en la segunda década del siglo y tuvo como protagonistas a las plataformas informacionales del turismo: Airbnb, Booking, etc.: el pequeño propietario de alguna vivienda anteriormente en alquiler decidió que era más rentable alquilarla a precios de hotel a través de estas plataformas, de manera que los precios de los alquileres crecieron pasmosamente produciendo una nueva, y cíclica expulsión de multitudes hacia las periferias y barrios ya antes congestionados. Las cosmópolis del siglo XXI repetían estos exilios cíclicos que convertían a la ciudad en un medio nuevamente de dominio y explotación. 

Raquel Rolnik, una relatora brasileña de las Naciones Unidas, en su libro La guerra de los lugares, ha dado cuenta de estas nuevas dislocaciones que dan la razón a Harvey en su conocida tesis de que el capitalismo transforma las ganancias decrecientes en la explotación del tiempo de los trabajadores mediante técnicas de expropiación y especulación del espacio. El artefacto de habitar conjuntamente, así, la ciudad, se convierte, como tantos otros artefactos, en un instrumento de alienación y extrañamiento. 



El libro de Raquel Rolnik es un recorrido de experiencias por ciudades de todo el mundo de Azerbaiyán a Barcelona pasando por las Maldivas. Por todas partes el mismo espectáculo. La ciudad es un artefacto, a veces refugio y a veces máquina centrifugadora, territorio de nómadas. 

Queda aún la paradoja que detecta Harvey en París: expulsados de sus casas hacia barrios de nuevo más insalubres, convertidos en nómadas en su ciudad, sin embargo, los obreros de París, rodeados por los prusianos y abandonados por su ejército y gobernantes, toman en sus manos la defensa de una ciudad a la que tendrían que odiar y sin embargo amaban. Fue la Comuna de 1871. 

1 comentario:

  1. Estimado profesor, tu artículo es magnífico, emociona. Me resulta tan claro que es fácil incorporarlo a la par que es muy difícil abrir desplegables en cada párrafo para añadir, o quitar, nada. Pero voy a ello, ese "animal" de hierro y cemento, asfixiante, que planea por todo el escrito te hace tomar consciencia de que, en realidad, nos aislamos en nuestras casas para defendernos de la ciudad. Lo que te lleva a darte de cuenta de que nos aislamos en la ciudad para protegernos de ella. Forzosamente esta relación simbiótica con la urbe da como resultado otro individuo. Tal vez en los estudios realizados sobre el ser humano contemporáneo no se ha tenido suficientemente en cuenta las modificaciones psíquicas/estructurales que hemos sufrido y que vienen determinadas por esta "naturaleza" que nos han construido para controlarnos con más facilidad. Es presumible que muchos de los trastornos mentales que padecemos en estos tiempo estén producidos por la forma en que vivimos, tan alejada de la naturaleza. Decía Cerda: Hay que urbanizar el campo y "ruralizar" la ciudad, debe ser por esa forma de pensar que la élite del momento no dejó que llevara a cabo todo su plan. Porque realmente al poder le conviene que vivamos así, es más que posible que con el nivel de conocimientos más elevado que tiene en estos momentos la población, comparado con tiempos pasados, de vivir rodeados de naturaleza posiblemente seríamos más exigentes a la hora de defender nuestros derechos.

    No sé nada de filosofía, no obstante Foucault huele a grande, muy grande. Bien, en un pequeño artículo leí algo que él había detectado: en la revolución industrial las fábricas construían pequeños poblados con casas iguales para albergar a los trabajadores de la fábrica. Estaban medidas las calles, el ancho de las mismas, su orientación, siempre de espaldas al sol,siempre oscuras y húmedas. O sea, que vivían siempre en el infierno y su única mejora de vida era trabajar 24h, porque en la fábrica vivían siempre, para poder sobrevivir. Obviamente, las condiciones de la mini ciudad impedían elevar los ojos al cielo.

    La Thatcher también se dió cuenta de que controlando la vivienda controlaba a los trabajadores. Había un barrio en Londres de trabajadores muy conflictivo. Todo el mundo vivía en pisos de alquiler, bien, la "Dama de hierro" les ofreció comprar sus pisos por un módico precio, la conflictividad cesó radicalmente, tenían que comprar su casa y no podían arriesgarse a ser despedidos por revindicar. Lo que en España se agrava mucho más si pierdes la casa, encima sigues pagando la hipoteca y coloca en un lugar de vergüenza y marginación. ¡Odiosos son los capitalistas!.
    Es curioso, los edificios, las plazas,los lugares impávidos, indiferentes nos hacen creer que no tienen nada que ver con nosotros. No comprendemos lo "vivos" que están al parecer más que nosotros. Tendremos que superar esta nueva realidad que se mezcla con nuestros viejos conceptos para encararnos a un nuevo hacer, una nuevo cambio de mentalidad que nos abra nuevos y mejores horizontes.

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