miércoles, 11 de agosto de 2021

El error de Latour

 


Debo comenzar reconociendo mi admiración largo tiempo sostenida por Bruno Latour, antropólogo que prefirió el estudio de los ambientes humanos a los negocios de su familia, productora de vinos míticos y fuera del alcance de las clases populares. Me reconozco también en el mismo error que le achaco: el haber creído que la filosofía moderna era la culpable de la incomprensión de la cultura y de sus variedades, y de no haber entendido que los actores y agentes son entidades complejas. Su libro Nunca fuimos modernos me fascinó como a tanta gente y me convenció de la importancia de la relación material en la cultura. En una entrada anterior de este blog, Nunca fuimos posmodernos,  avancé la idea de que el posmodernismo, también el de Latour, quizás uno de los autores más característicos de la segunda ola de posmodernismo, no era sino una forma renovada de modernismo, de inquietud por la cultura urbana. Ahora estoy convencido más que nunca de que la teoría del actor red (ANT, en las siglas en inglés, un término fórmico, en su doble acepción de ácido y relativo a las hormigas) es una versión renovada de los mismos impulsos modernistas que llevaron a Heidegger a sus preocupaciones por las cosas y a los artistas plásticos a su obsesión por los objetos. Tienen razón, tenían razón, Latour y Heidegger, en su preocupación por las cosas, pero es más que posible que su obsesión adamita por comenzar la filosofía allí donde la habían dejado los premodernos sea otra forma de filosofía moderna, demasiado optimista respecto al papel salvífico y transformador de las ideas. 

Latour nos pide "Hacer públicas las cosas", como si no lo fuesen. La nueva corriente de la cultura material, en la que nadan  Latour, Miller, Haraway, Braidotti Ingold, y con la que simpatizo de corazón, sostiene que las cosas y las personas siempre formaron entidades complejas que coevolucionaron, y que en su variedad cultural, dieron lugar a las diferentes identidades a lo largo de la historia y la geografía. La filosofía moderna crítica, de Descartes al marxismo y la Escuela de Frankfurt, pasando por Kant, no habría entendido esta composicionalidad (sí, al considerar que lo que define la cultura moderna es una suerte de racionalidad, y no una composición de cosas y gente, y que no hay racionalidad sin actuación de las cosas).

Es dudoso que este juicio taxativo corresponda a la realidad de la filosofía moderna. Habermas, por ejemplo, da una extraordinaria importancia a los espacios materiales y al consumo de café en el origen de la esfera pública, principal agente revolucionario de la burguesía ilustrada. Adorno y Benjamin, por su parte, entienden muy bien el poder de la fascinación de la mercancía. Y si nos remontamos a Descartes, pocos filósofos como él fueron más conscientes del nuevo mundo de objetos que constituía la cultura. Sus obras están llenas de objetos y de figuras de objetos, comenzando por los autómatas, que él consideraba la gran irrupción metafísica que explicaba la naturaleza de las cosas. 

Tienen razón Latour & Cia. en señalar la co-construcción de cosas y personas, de cosas y sociedades. Pero la historia no acaba ahí, sino que comienza. Observemos, por ejemplo, la gran transformación del mundo que produjo la Edad Moderna debida al complejo de comercio, consumo y producción de nuevos alimentos-droga como el té, el café, el azúcar, el chocolate y las bebidas alcohólicas de destilación como el ron y la ginebra o el cambio en las formas de vestir que causó la progresiva dominación del algodón sobre la lana, el lino y la seda. Muchos historiadores han señalado que estos alimentos y vestidos están relacionados causalmente con el imperialismo colonial y el esclavismo. No hay la menor duda de que la colonización de la India y el esclavismo en América están relacionados con el cultivo de la caña de azúcar y el tintado del algodón. Pero también es cierto que estos procesos sobre los que se ha construido el mundo contemporáneo están también relacionados con una transformación profunda del gusto en las sociedades occidentales que llevaron a cabo la globalización, colonización y esclavización. El té, el café y el chocolate se convirtieron en bebidas asociadas a la nueva sociabilidad urbana, lo mismo que el alcohol destilado. No fueron simples transformaciones del paladar, sino de formas de vida: las casas se llenaron de vajillas ex profeso para estos consumos, con nuevos espacios para ello (el salón), las ciudades se llenaron de cafeterías y clubs de consumo alcohólico. El algodón produjo una transformación general en la forma de vestir (curiosamente, observa atinadamente el historiador del consumo Frank Trentmann en The empire of  Things, las clases más pobres cambiaban más a menudo de vestido debido a las dificultades para cuidarlos o lavarlos, de ahí la extensión del algodón). Todo ello hubiera sido imposible sin una profunda transformación emocional en el deseo. El deseo, al igual que el poder, tiene una realización material muy clara en la conformación del cerebro y la identidad neurofisiológica de la gente. 

El problema no es reconocer estas relaciones, sino explicar las causalidades y, sobre todo, delinear modelos de cambio. El comercio y el deseo de nuevos consumos fueron juntos, pero no es fácil separar las causalidades, como no lo es diseñar formas críticas. No sorprendentemente, Latour, Haraway y Braidotti hacen magníficos diagnósticos en sus últimas obras de los desastres del mundo contemporáneo al tiempo que dan como alternativas de cambio recetas bien modernas: un cambio de cultura, una nueva metafísica, nuevas prácticas de relación (hacer croché, lo llama Haraway). No estoy en desacuerdo, no podría estarlo, pero al mismo tiempo debemos reconocer que en eso ha consistido el programa de la cultura humanística desde sus comienzos: confiar en la cultura en tiempos de barbarie. Sabiendo que tenemos mejores diagnósticos que soluciones. 

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