sábado, 2 de octubre de 2021

La melancolía de Maquiavelo

 


Para quienes piensan el tiempo histórico en ciclos largos, como aión, no como kairós o acontecimiento, tal como se ha convertido en dogma de la filosofía política posfundacionalista contemporánea, ni siquiera como kronos o tiempo ordenado que rige los trabajos y los días al compás de calendarios y relojes, quienes son capaces de estar en y a la vez sobre el tiempo, los avatares humanos, los hechos de la polis y la república no reciben los usuales calificativos de derrotas o victorias. Devotos de Mnemosina, la hija de Gea y Urano, titánide diosa de la memoria, entienden la historia como secuencia de relatos de los que humanos ocasionalmente aprenden y generalmente malentienden y equivocan como palabras del oráculo. 

En las páginas de Maquiavelo, uno de estos privilegiados testigos del tiempo, no encontraremos ira ni resentimiento, ni siquiera tristeza o nostalgia por lo perdido, apenas si una leve melancolía con la que narra las virtudes y equivocaciones de todos aquellos poderosos señores que destruyeron el mundo que amaba, con el que soñaba y que se había comprometido a defender con la palabra, la espada y la muralla de su ciudad república de Florencia. Los conoció personalmente como diplomático enviado a sus cortes y salones para intentar proteger la independencia y libertades de su ciudad, en un tiempo que el supo primero que nadie en que las repúblicas atardecían frente a los poderosos ejércitos de los nuevos estados nación autoritarios y bárbaros. Sus textos no hablan de lo perdido, sino que examina como un entomólogo las mariposas clavadas en corcho, a esos príncipes que tanto daño hicieron y a los que vio ascender y declinar. 

Desde los siglos XII y XIII, en su lucha contra los ejércitos bárbaros germanos que deseaban sus riquezas y saberes, Florencia había aprendido a construir murallas de palabras y de muros y espadas. Confiaba a la vez en los argumentos y en el poder material. Los humanistas que poblaban sus muros, que reinventaron el republicanismo leyendo a Cicerón y a Aristóteles, fueron elegidos como altos funcionarios, archiveros, cronistas y cancilleres para fortalecer con un muro de argumentos la resistencia de la ciudad a la barbarie. Los siglos XIV y XV fueron el tiempo dorado de estas democracias partidas en el interior entre los populani defensores de los trabajadores y pequeños comerciantes que hacían rica la ciudad y el bando de los signori que se enriquecían con ellos y con el comercio y cuyo poder oligárquico no tenían más remedio que negociar cediendo a un mediador, el podestá, un poder que deseaban para sí. Enfrente, fuera de las murallas, tenían al poder imperial o las ciudades que, como Milán, habían caído en manos de dictadores ambiciosos. Florencia, como antes Atenas, aprendió duras pero imperecederas lecciones del cruce de estos dos ejes de conflicto y por ello brilló en la historia como cuna del moderno republicanismo.

Maquiavelo fue uno más de estos cancilleres que habían obtenido su formación en las clases de latín y griego y que conocían bien a Tito Livio y a Salustio, tanto como a Cicerón y Aristóteles. Su tiempo fue el del final del poder de las ciudades. Fuera de sus muros se impuso el ciclo de hegemonías de los poderes emergentes de Francia o los Augsburgo (o el papado, apoyado por los tercios castellanos, servidor de los nuevos poderes creyendo ser señor). Dentro de sus muros, los populani fueron derrotados por los nuevos príncipes comerciantes, los Medicis, que ascendieron de banqueros a nobles autoritarios. La escritura de Maquiavelo es también signo de los tiempos. Si las cartas de sus antecesores humanistas se habían dirigido al pueblo, a los ciudadanos que defendían sus constituciones, los suyos ya pertenecen al nuevo género del espejo de los príncipes, una literatura melancólica dirigida al poder para recordarle su vulnerabilidad, que en el Reino de las Españas habría de ser la única filosofía política permisible. 

Ante la corte de Francia, intentando negociar como aliado las libertades de su ciudad, descubrió la clara impotencia de las ciudades repúblicas ante poderes que solo atendían al volumen de impuestos o al número de tropas y cañones. Volvió decepcionado a Florencia para ser de nuevo enviado a la corte del impetuoso Cesar Borgia, hijo del papa Alejandro VI, que había entendido bien cómo ir dominando una tras otra las ciudades de la Emilia Romaña y reconquistar y construir un poder nuevo italiano bajo el palio paterno del papado. César Borgia es el héroe de El principe. Maquiavelo sabía bien que era su más amenazante enemigo pero lo estudió con cuidado subyugado por su carácter, que usó para ejemplificar la virtú contra la fortuna. El Borgia tenía baraka e inteligencia. Era resoluto y arreglaba con sabiduría los problemas del día. Cuando su lugarteniente se convirtió en un terrorífico señor en la Romaña, no tuvo escrúpulos para partirle por la mitad y dejar sus despojos en la plaza. Pero, observa Maquiavelo, confiaba demasiado en la suerte y fue incapaz de entender bien los signos del tiempo.

Muerto su padre, apoyó al bando del cardenal Della Rovere, el que sería el papa guerrero Julio II, una mente tan lúcida como la del Borgia pero aún más implacable. Creyó en sus promesas sin reparar que había sido exiliado por su padre y confió en ser su capitán de los ejércitos. Pronto comprobó que el príncipe sabio (nos enseña Maquiavelo) debe confiar más en sus propias promesas que en las de otros. Maquiavelo fue de nuevo enviado a la corte de Julio II, que había decidido enfrentarse militarmente a los ejércitos del imperio y los franceses y construir una Italia papal. Maquiavelo se equivocó mucho con Julio II, pero acertó al final. Pronosticó que fracasaría dado que sus ejércitos eran menos poderosos que los de los de los bárbaros. No supo calibrar bien el poder y la ambición del papa príncipe del Renacimiento. Una tras otra fueron cayendo las ciudades ante sus tropas, hasta la poderosa Bolonia que con Florencia habían sido las luminarias de la independencia. Pero también Julio II cayó en las trampas de la Fortuna. Para reforzar sus ejércitos pactó con Fernando de Aragón que le envió a su innovadora infantería organizada por Gonzalo de Córdoba. Tropas duras de campesinos endurecidos en la guerra contra el Reino de Granada, que habrían de dominar los campos de batalla de Europa por dos siglos. Para preservar la independencia del papado Julio II había dejado entrar al enemigo por la puerta de atrás. Maquiavelo fue testigo de las crueles guerras del Italia y de los saqueos de las ciudades por las tropas francesas o los tercios de los Augsburgo. 

Sus escritos nos transmiten esa sabiduría que solo los actores de primera línea poseen. En apariencia son un ejercicio de espejo de príncipes, pero su contenido sigue siendo aún revolucionario: todas sus normas se reúnen en unos cuantos principios que aún impresionan: 1) el pueblo siempre es más sabio que los príncipes; 2) si un príncipe quiere triunfar debe empezar por no oprimir a su pueblo; 3) si el pueblo quiere triunfar, no le basta, como a Savonarola, tomar el poder nominal en la ciudad. Maquiavelo llama a Savonarola el profeta sin armas. La ciudad solo es independiente si tiene un ejército. 4) Por la vía de la experiencia Maquiavelo enseña que la ciudad que confía en fuerzas mercenarias está perdida. Solo los ciudadanos convencidos del valor de su libertad defenderán la ciudad. Hay páginas de El príncipe que recuerdan al discurso de Pericles ante las familias de las víctimas de la Guerra del Peloponeso, defendiendo la superioridad de la democracia. 

Maquiavelo es el gran teórico de la agencia política y social. Está más allá de la dicotomía entre vita activa y vita contemplativa. Es una última de sus lecciones: la acción necesita teoría y la teoría encerrada en conventículos es incapaz de entender la realidad del tiempo. En su obra hay una teoría moral más profunda que la moralina habitual. Su vida y obra discurre por la historia de un modo no basado en la razón de cálculos instrumentales. Sabe que la historia humana es el eterno conflicto entre virtú y fortuna: una virtú que no sabe leer los signos de los tiempos está perdida. Una virtú que se adormece, que no es capaz de aprovechar las oportunidades del momento está perdida. Una virtú que se agarra al discurso creyendo que las palabras lo son todo y no ordena lo material está perdida. Una virtú que construye de sí una apariencia de santidad no es más que un recurso hipócrita que no es capaz de entender las contradicciones humanas y es, y será, fuente de violencia y sufrimiento. 

Por eso la melancolía de Maquiavelo, no es nostalgia sino memoria activa y productiva. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario