domingo, 6 de febrero de 2022

La selva del desacuerdo: redes y determinismo tecnológico.

 


El gran tema de la cultura política en el siglo XXI ha sido la interacción entre las redes sociales basadas en algoritmos y la polarización que ha sido tan observable en las sociedades en que las redes pueden ser usadas para emitir ideas acerca del mundo y la sociedad: las campañas nacionales para aprobar una constitución europea, la elección de Trump en 2016 y la derrota de Obama, el referéndum en Colombia para los diálogos de paz, la campaña del Brexit, el Procés por la independencia en Cataluña,… La prensa, las editoriales y las revistas especializadas se han llenado de alegatos según los cuales las redes sociales producen polarización y extremismo y llevan las sociedades al borde de la ruptura. Este imaginario de sociedades fracturadas se corresponde, ciertamente, con la experiencia observable y observada en ciertos círculos sociales y en ciertos momentos como los que he señalado.

Este clima ha generado una especie de actitudes esquizofrénicas y de akrasia en las que compiten, en un polo, una creciente “retifobia” u odio a las redes sociales y, en el polo opuesto, una no menos creciente ansiedad producida por la incapacidad de retirarse de ellas. Ciertamente, mucha gente abandona una red, sobre todo generacionalmente, para simultáneamente caer en las redes de otra marca. FaceBook, se dice, es una red de boomers, los jóvenes ya usan solo TikTok; Twitter lo ha colonizado la derecha, y las izquierdas se van a Instagram; Forocoches es la red de cuñados, nosotros usamos Telegram, y así. La polarización parece escalar desde el contenido que fluye por las redes a las redes mismas.

¿Es tan clara la malignidad causal de las redes en producir descomposición social y, en último extremo, una suerte de nuevos eremitas solitarios? Las opiniones demonizando las redes se han convertido en una de las nuevas y múltiples manifestaciones del determinismo tecnológico. Sin embargo hay razones para sospechar que esta explicación unilateral y unidireccional de la influencia está bastante equivocada y en buena parte ella misma sería un ejemplo de la ansiedad esquizoide a la que acabo de referirme. Uno de los casos más singulares es el del gran profeta del abandono de las redes, Jaron Lanier, cuyas ideas triunfan mediante un inteligente uso de las redes. Opondré a este clima dos razones para abonar a sospecha de que las redes son solo una parte de un complejo causal más complicado, y que su poder amplificador, si lo tienen, que no voy a negar, es parte de procesos sociales más profundos y quizás no necesariamente malignos.

El investigador de las redes Chris Bail ha publicado recientemente un libro bastante crítico contra esta extendida opinión anti-redes y contra los medios de comunicación[1]. Está basado en experimentos usando boots en redes sociales y observando las dinámicas de polarización, así como analizando el comportamiento personal de trolls y gente que se ha ido hacia los extremos después de un tiempo de uso de redes muy politizadas. No voy a resumir aquí estos experimentos sino sus hipótesis y conclusiones. Bail se basa en dos hipótesis: la primera, que las redes no producen por sí mismas polarización, sino que son prismas, más que puros espejos, que aumentan procesos que ya estaban, es decir, que la causa de la polarización es bidireccional al menos; la segunda hipótesis es que las raíces de la polarización está en la extrema socialidad humana y en la necesidad imperiosa de sentirse acogidos en alguna identidad. Importa menos cuál, pues observa Bail algunos procesos de extremismo que comienzan en una lealtad para acabar en otra. Los casos de muchos extremistas conservadores que han comenzado siendo zelotes progresistas son observables a lo largo y ancho del mundo y de los procesos de polarización antes señalados. En un mundo complejo, de multitudes solitarias, el deseo de identidad genera búsquedas de gente afín y con ello cámaras de  eco y burbujas epistémicas, en las que se producen radicalización de las ideas sobre las que el nuevo eremita comenzó su búsqueda de identidad. Después de realizar muchas investigaciones sobre las redes en su Laboratorio de Polarización, Bail concluye además con una inteligente y sorprendente afirmación: la polarización es ella misma una burbuja aparente: la gran mayoría de la gente está mucho menos polarizada de lo que parecería a simple vista, lo que ocurre es que las redes y sus algoritmos seleccionan y hacen visibles a los extremistas y tienden a ocluir a quienes mantienen ideas matizadas que muchas veces cruzan las fronteras de los grupos de identidad.

La tesis de Bail sobre la primacía de los deseos de identidad es, me parece, muy consistente con todo lo que sabemos de la psicología y sociología bajo las condiciones de contemporaneidad. El deseo de identidad se manifiesta incluso con más fuerza en quienes mantienen y propagan críticas contra la “trampa” de la identidad, que generalmente son proclamas que contienen oculto (mal oculto, casi siempre) una inconsolable nostalgia de identidad. La arquitectura emotivo-cognitiva de los seres humanos desarrolla lo que los psicólogos han llamado “sesgos”, que han sido simplemente mecanismos de supervivencia y de creación de lazos sociales en una historia tan difícil como la historia humana. La presión por una correcta selección de "los míos" ha sido un mecanismo permanente de autodefensa ante el riesgo y la incertidumbre. Como también lo ha sido el contrario, la extremada solidaridad que se desarrolla con grupos y gente lejana a la que se reconoce su humanidad y sus deseos de vivir. Ambas líneas por divergentes que sean forman parte de nuestras actitudes espontáneas como seres humanos. En las sociedades contemporáneas, la experiencia de complejidad y globalización y la omnipresencia de medios orientados a sostener al atención amplifican lo que ya estaba ahí. Las ideologías, las ideas, son más bien parte de estas necesidades profundas de afinidad y reconocimiento.

La segunda razón por la que creo que hay que matizar la retifobia nace del hecho de la existencia de agujeros que necesariamente hacen de las identidades sistemas muy contradictorios y porosos. Me refiero con ello al proceso que los estudios culturales de los últimos años han denominado interseccionalidad, un concepto que tiene que ver con el descubrimiento de que las identidades están ellas mismas fracturadas por las experiencias de malestar y daño que hacen de ellas sistemas de alianzas trágicas: la sindicalista que observa que sus compañeros blancos masculinos la dejan a un lado en las discusiones; el gay que es relegado en su partido, que incluso proclama la igualdad ante los derechos de elección afectiva, etc., todos estamos muy familiarizados con estas fracturas que hacen de las identidades contemporáneas algo más parecido a un Cubo de Rubik deshecho que a uno bien constituido por caras unicolor. El análisis de la interseccionalidad ha nacido en la parte izquierda del tablero sociopolítico, pero es aún más observable en el conservador, sobre todo en las contradicciones inevitables de las políticas extremistas. Así, es muy sorprendente cómo los populismos de derecha pueden promover a un tiempo una utopía neoliberal de pequeños empresarios y abogar por un sistema económico que necesariamente los destruye; o difundir políticas contra la “invasión” del estado al tiempo que promueven ejércitos costosísimos. El movimiento “Make America Great Again” compone una identidad MAGA llena de agujeros y contradicciones, que sostiene lealtades improbables y odios inconsistentes.

Las redes no resuelven sino que amplifican también las contradicciones y puntos ciegos de las identidades, creando progresivamente divisiones arborescentes y reacciones extrañas ante lo nuevo. La pandemia, por ejemplo, un suceso mundial no previsto en las ideologías ha puesto de manifiesto estas fracturas porque las identidades están orientadas a otras cosas más emocionales que a entender la complejidad de la realidad. Lo mismo diría de las nuevas tensiones geopolíticas que nacen de un mundo postglobalización creado por el neoliberalismo y destruido por él. En fin, las redes son solamente una parte de estos procesos que no pueden llamarse “polarización” si por tal usamos una metáfora magnética. Son más bien fenómenos multipolo, si tal cosa existiera en física. La solución no es sencilla, pero tampoco es imposible. Lo será si se extiende el pesimismo determinista.

Por último, para otras entradas: quizás los desacuerdos no sean tan peligrosos como se piensa, quizás sean el humus de la democracia. Solo que aprender a surfear en ellos necesita entrenamiento. 



[1] Chris Bail (2021) Breaking the Social Media Prism. How to Make Our Platforms Less Polarizing, Princeton, University of Princeton Press.


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