sábado, 19 de febrero de 2022

Marcuse y Habermas sobre la técnica

 


La cuestión de la técnica, la real y significativa, es la posibilidad de alternativas: si, por ejemplo, desde el feminismo alguien declarase que la tecnología es una forma cultural machista sin más matices, quedaría en un pantano en que toda alternativa feminista en la técnica sería irrelevante por llevar ya dentro el huevo de la serpiente. Marcuse entendió mejor que sus colegas de la Escuela de Frankfurt el carácter histórico de ciertas formas de racionalidad. Su libro El hombre unidimensional, tan influyente en los discursos de los sesenta y setenta, aborda como centro del pensamiento sobre la técnica precisamente la cuestión de alternativas. Comparte con Adorno, Horkheimer, y en general con toda la tradición crítica en sus varias formas, el rechazo al desarrollo sin límites, la creación superflua de necesidades, y tantas otras lacras de nuestro entorno material, pero su aportación más notoria es que repolitiza las tesis sobre la racionalidad instrumental y las sitúa en un contexto histórico. La ciencia y la técnica están atrapadas junto a otros dominios de la realidad por la racionalidad instrumental y todo ello en el marco de una productividad represiva a la que llevan las sociedades del capitalismo avanzado. Esa condición sin embargo, puede ser superada por las propias posibilidades que crea la técnica contemporánea. Afirma Marcuse, por ejemplo, que la automatización total del trabajo es un límite intrínseco de la técnica, en el doble sentido de que es un horizonte hacia el que le conduce el desarrollo y que, no obstante, proseguir bajo el dominio de esta racionalidad limitará en el futuro este desarrollo. El contenido utópico de otra ciencia y otra tecnología en otra sociedad sin clases llena las páginas de El hombre unidimensional:

[…] la aplicación continuada de la racionalidad científica alcanzará un punto final con la mecanización de todo el trabajo socialmente necesario pero individualmente represivo (el término “socialmente necesario” incluye aquí todas las acciones que pueden ejercerse con mayor efectividad por máquinas, incluso si estas actuaciones producen lujos y despilfarro más que necesidades). Pero este estado será también el fin y el límite de la racionalidad científica en su estructura y dirección establecidas. El progreso ulterior implicaría la ruptura, la conversión de la cantidad en calidad. Abriría la posibilidad de una realidad humana esencialmente nueva; la de la existencia en un tiempo libre sobre la base de las necesidades vitales satisfechas. Bajo tales condiciones, el mismo proyecto científico estará libre de fines trans­utilitarios, y libre para el “arte de vivir” más allá de las necesidades y el lujo de la dominación. En otras palabras, la consumación de la realidad tecnológica sería no sólo el prerrequisito, sino también lo racional para trascender la realidad tecnológica.[1]

Habermas respondió a Marcuse en Ciencia y técnica como “ideología”, publicado en 1968 con ocasión del septuagésimo cumpleaños del filósofo. En este escrito, aunque simpatético con muchas ideas de Marcuse, sin embargo, se distancia del todavía tono apocalíptico que parecen destilar las tesis sobre la técnica y que, según él, enlazan a Marcuse con el poso romántico que aún conservaban Benjamin, Adorno y Horkheimer, abriendo de este modo una doble brecha, con Marcuse y, más allá, con la Escuela de Frankfurt a la que pertenecía dubitante. Su crítica a Marcuse es certera:

Si el fenómeno al que Marcuse liga su análisis de la sociedad, a saber: el fenómeno de esa peculiar fusión de técnica y dominio, de racionalidad y opresión, no pudiera interpretarse de otro modo que suponiendo que en el apriori material de la ciencia y de la técnica se encierra un proyecto del mundo determinado por intereses de clase y por la situación histórica, sólo un «proyecto», como gusta de decir Marcuse recurriendo al Sartre fenomenológico; si eso es así, entonces no cabría pensar en una emancipación sin una revolución previa de la ciencia y la técnica mismas[2]

Seguidamente, Habermas enuncia la sospecha de que Marcuse sigue atado, como Benjamin, Horkheimer y Adorno a un mesianismo de “resurrección de una naturaleza caída” tal como aparece en la mística judía. Habermas no cree que pueda reorientarse de forma completa la ciencia y la tecnología, dado que son ya sistemas complejos funcionales que no pueden ser sustituidos radicalmente sin otros cambios relacionados en todos los estratos de lo social. Esa crítica no obsta para que esté de acuerdo con la idea de Marcuse la “colonización” del mundo de la vida por la racionalidad instrumental, algo que  se convertirá en una marca de la casa habermasiana. Por lo demás, Habermas no parece tener una filosofía de la tecnología particular, sino que acepta la idea de que constituye parte de un sistema fruto de las diferenciaciones que introduce la modernización, tal como Weber la entendía, y que ha de analizarse mediante su propuesta de las dos lógicas: la de la acción comunicativa y la de la racionalidad instrumental, correspondientes al mundo de la vida y a los sistemas funcionales. El juego que realiza aquí Habermas sí tiene mucho interés, no tanto por esta nueva dicotomía sino por el hecho que entiende bien que los conflictos nacen de la inevitable interpenetración de las dos lógicas, por cuanto el mundo de la vida, o la vida cotidiana como entiendo yo el término, está no solo “colonizado” por la razón técnica, sino que se desarrolla en el mundo contemporáneo en un entorno híbrido, donde las conversaciones sobre cosas de la vida se mezclan con lecturas de internet sobre enfermedades o augurios de nuevos inventos.  Habermas le recuerda a Marcuse, y con él posiblemente a muchos discursos contemporáneos, algo en lo que resuenan palabras que ya Marx escribió en los Manuscritos sobre la naturaleza como cuerpo orgánico de la humanidad:

Sea como fuere, las realizaciones de la técnica, que como tales son irrenunciables, no podrían ser sustituidas por una naturaleza que despertara como sujeto. La alternativa a la técnica existente, el proyecto de una naturaleza como interlocutor en lugar de como objeto, hace referencia a una estructura alternativa de la acción: a la estructura de la interacción simbólicamente mediada, que es muy distinta de la de la acción racional con respecto a fines. Pero esto quiere decir que esos dos proyectos son proyecciones del trabajo y del lenguaje y por tanto proyectos de la especie humana en su totalidad y no de una determinada época, de una determinada clase o de una situación superable[3].

Aunque la teoría crítica tiene un cultivo amplio en la filosofía política y en la teoría de la cultura, en lo que respecta a la filosofía de la técnica sus seguidores contemporáneos no han sido tan numerosos, probablemente por la herencia y marca de la casa de que lo que importa es la crítica a la racionalidad instrumental, donde la tecnología es simplemente un paradigma. Sin embargo, uno de sus seguidores Andrew Feenberg, discípulo de Marcuse y representante de lo que cabría considerar el ala más de izquierdas de la corriente, ha puesto al día los postulados en la línea que acabo de reseñar, sacando consecuencias de la controversia entre Marcuse y Habermas. Recogiendo otros legados de crítica de la tecnología como el constructivismo sociotécnico, Feenberg[4] centra su teoría de la tecnología en lo que denomina el código técnico que consiste en una profunda relación entre el diseño social y el técnico: la forma hegemónica en un entorno social selecciona entre posibles alternativas tecnológicas que, una vez implementadas, contribuyen a reproducir y legitimar el entorno sociotécnico. En lo que respecta al lugar de la racionalidad instrumental, Feenberg considera que la “racionalidad funcional”, como así la denomina, es fundamentalmente un sistema hegemónico de sesgos en la relación de las sociedades contemporáneas bajo el capitalismo con la tecnología. Estos sesgos son producto de dos formas de instrumentalización: una instrumentalización primaria, por la que los objetos se separan del “mundo” para ser examinados solamente con la finalidad de descubrir affordances (posibilidades de acción), y una instrumentalización secundaria que articula unos artefactos con otros para constituir formas de vida. De Marcuse recoge la idea de posibilidades alternativas y nuevas articulaciones de redes sociales y redes técnicas que se encaminen a nuevas formas de vida y a explorar los límites del capitalismo.  Varios de sus discípulos[5] consideran que la crisis económica del 2007 y las evidencias del cambio climático han permitido un renacimiento de las Teoría Crítica, cuyos argumentos y declaraciones se han ido incorporando a otros discursos.

Lo más valioso de la teoría crítica sigue siendo su convencimiento de que no es posible una filosofía de la tecnología que no incorpore la filosofía política. Otras líneas de crítica a la tecnología se basan en rechazos muy generales del capitalismo o del desorden ecológico que producen las sociedades industriales, pero tienden a ser bastante neutras en lo que respecta a introducir valores de justicia, igualdad y democracia en las políticas de ciencia y tecnología y a examinar las alternativas tecnológicas con la luz de valores y compromisos claros. En este sentido, la teoría crítica sigue siendo un instrumento cultural imprescindible en la teoría de la tecnología, y propuestas como las de Feenberg recuerdan mucho a líneas similares en el feminismo, como las representadas por Nancy Fraser y Wendy Brown, en el sentido de que conciben las resistencias en campos diversos como parte de una lucha global contra el capitalismo y la cultura neoliberal. En el lado de las debilidades, está el que la tradicional posición de la Escuela de Frankfurt en lo que respecta a las relaciones entre modernidad y tecnología son demasiado abstractas y lejanas a los complejos modos en los que la tecnología y el orden social y medioambiental se funden en las sociedades contemporáneas. La división entre racionalidad instrumental y de valores, o en el caso de Habermas, comunicativa, es una dicotomía difícilmente mantenible en el ámbito de la tecnología, en donde tanto el diseño como la producción y el consumo contienen una mezcla de cálculos de costo-beneficio y eficiencia con intenciones simbólicas, complejos valorativos e imaginarios sociales. Nadie en el ámbito real de la ingeniería se reconocería en esa división que nace más de una visión estereotipada de las prácticas. No se trata solamente de que la razón instrumental esté cargada de valores, como sostiene la teoría crítica, sino de que lo está de valores en conflicto, que hacen necesario siempre el ascenso a razonamientos de orden sociológico, político y moral junto al económico o ingenieril (en el sentido tópico). Ni siquiera funciona la dicotomía en lo que podría ser la esfera pura de lo económico: los nuevos estudios críticos gerenciales que han hecho estudios de campo en las empresas muestran hasta qué punto la presunta racionalización tiene mucho de mito en la práctica real[6]. 

 



[1] Herbert Marcuse (1964) El hombre unidimensional, traducción de Antonio Elorza, Barcelona: Planeta Agostini, 1993, p.121.

[2] Jurgen Habermas (1968) Ciencia y técnica como “ideología”, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Tecnos, 1984, pp 59-60.

[3] Habermas (1968) p. 63, subrayado mío.

[4]  Sus textos más interesantes son Andrew Feenberg (1999) Questioning Technology, Londres: Routledge; Andrew Feenberg (2002) Transforming Technology, Oxford: Oxford University Press

[5] Sassover, R. (2017) “Revisiting Critical Theory in the Twenty-First Century”, en Arnold, D.P.; Andreas, P. (eds.) (2017) Critical Theory and the Thought of Andrew Feenberg, Londres: Palgrave McMillan.

[6]  Mats Alvesson; André Spicer (2016) The Stupidity Paradox: The Power and Pitfalls of Functional Stupidity at Work. Londres: Profile.


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