domingo, 8 de mayo de 2022

Etica del desdoblamiento

 



 

J. M. Coetzee practica en su novela Hombre lento el ejercicio de desdoblamiento que ya realizó Unamuno en Niebla: poner al autor especularmente frente al espejo de un personaje y hacerle pensar sobre la ética de quien escribe sobre la condición humana.  Paul Rayment es un hombre mayor que tras un accidente pierde una pierna y es atendido por una asistenta de origen croata Marijana, por la que siente un otoñal deseo sexual. En esa historia, que es narrada con la maestría habitual en Coetzee, y que nos lleva por los fríos campos de la decadencia que es la vejez, con sus penurias corporales y las no menos molestas emocionales, irrumpe el irónico alter ego habitual de Coetzee, Elizabeth Costello, la escritora animalista, activista del punto de vista moral. A partir de ese momento, la novela se abre literalmente al antagonismo entre el personaje y el autor, quienes debaten sobre la ética de la ficción y la tensión entre la moralidad y la obediencia a una suerte de verdad que no tiene que ver necesariamente con el carácter ficcional del personaje sino con una fidelidad profunda a los hechos que relata la novela y a su significado moral sin disfraces.

Coetzee ha escrito mucho sobre la ética y epistemología del acto de escribir, otra forma de decir el acto de vivir, particularmente en El buen relato, en el que da cuenta de sus conversaciones con la psiquiatra Arabella Kurtz. Traigo a cuento estas dos obras de Coetzee no solo por su valor literario sino sobre todo por la valentía de escarbar en la herida que produce el acto de escribir sobre el que habitualmente se ponen paños calientes en literatura y sin excepciones en filosofía.

En filosofía raramente se encarnan las ideas en personajes, pero no por ello es menos evidente que quien escribe se desdobla en sí mismo y sus ideas o las ideas y prácticas de otro sobre las que discurre y juzga. Platón lo practicó asiduamente en sus Diálogos, en los que no somos capaces de distinguir con claridad entre el Sócrates como personaje real y el Sócrates que imagina ser Platón redivivo en sus escenas de controversia. Como nos enseñan en secundaria, Sócrates es el maestro de la ironía, que él entiende como una trampa que pone a sus contertulios haciendo como que no sabe y en la que caen todos ingenuamente. Sócrates maestro de jesuitas y confesores ha sido también maestro de la escritura filosófica en la que el desdoblamiento contiene siempre una trampa tendida al lector para que caiga en las redes del autor y termine convencido de su superioridad intelectual y moral.

El canon de filosofía, el canon del bachillerato, que sigue dejando al margen tanta escritura filosófica imprescindible, especialmente femenina y ocasionalmente literaria y científica, es un desarrollo de la vía platónica del desdoblamiento. Nunca el pensamiento se cuestiona ante el espejo de su propia creación y de su desenvolvimiento, nunca el filósofo (aquí escribo en masculino) deja entrever sus dudas. No esas que sí están presentes y que forman parte del esquema formal del argumento, que consisten en las preguntas irónicas sobre las posiciones ajenas disfrazadas de preguntas propias, que pronto serán respondidas por un autor omnisciente, sino esas otras donde se cuestiona la propia sinceridad del pensar y el escribir sobre ello.

No lo hacemos nunca. Nadie, ni siquiera Nietzsche, o sobre todo él, tan lejano y al tiempo tan cercano a Platón. Mucho menos Descartes en sus Meditaciones y con él toda la gran filosofía de la modernidad y el romanticismo. Solo Montaigne en los Ensayos y Cervantes en El Quijote se alejan de la omnisciencia y la superioridad moral y se atreven a explorar el terrorífico bosque del desdoblamiento. Lo que nos atrae de Simone Weil, María Zambrano e Iris Murdoch es justamente lo contrario, el que, como la obediencia de la Weil, la realidad impone la tensión entre la gravedad y la gracia y hace habitar la escritura en una casa desolada de incertidumbres.

Sé que no soy capaz de ser fiel al desgarramiento entre la verdad y la ficción, entre el deseo de certeza y el de verdad. Sé que hemos abandonado la ética de la autenticidad porque, como los personajes de Sartre (quizás lo más parecido a Coetzee en este punto), tendríamos que reconocer y aceptar que no queremos ser lo que somos ni somos lo que queremos ser, precisamente esa mentira que contamos al lector desde la altura de un discurso ya amañado entre conceptos y desde esa red ocultada en una maraña de citas de autores y de aparato académico.


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