domingo, 24 de abril de 2022

Conspirar (respirar juntos), confabular (narrar juntos) en Belén Gopegui

 


Aunque nunca desaparecida del todo, la reciente literatura en español ha visto surgir un cierto número de obras de carácter político o social que, para usar la metáfora de Belén Gopegui, son como un Caballo de Troya adornado para que el capital las deje entrar en la espera de que el beneficio económico sea mayor que cualquier otra consideración. Las hay descriptivas y las hay prescriptivas o simplemente enunciativas de posibilidades alternativas, de otras formas de existir en las que la precariedad se convierte en reclamo de lo político. De entre ellas, de las que ha dado buena cuenta David Becerra en varios libros, tomo Existiríamos el mar de Belén Gopegui como un caso de refutación de la tesis Jameson- Fisher del fin de la imaginación. En una larga tradición ancestral de textos que hablan de la irrupción de la palabra en el espacio de lo político, la novela de Gopegui indica algo así como la búsqueda en el basurero de la historia de restos de fraternidad suficientes para reconstruir vidas dañadas. Las narraciones afirma Gopegui son como guerreras ninja que parecen vencer a la gravedad y anticipar las reacciones ajenas. No lo diría de todos estos textos recientes, pero sí de Existiríamos el mar: considero su relato como un nuevo ejercicio de la literatura sapiencial, como una exploración en lo ficcional de las posibilidades de lo real bajo condiciones de precariedad. Es un relato de la vulnerabilidad y precariedad humana y de interpelación al poder y es un ejercicio de confabulación, de “hablar en común” para transgredir los mandatos del destino. 

Jara no tiene empleo, a diferencia de sus compañeros de piso: Lena, Camelia, Ramiro, Hugo. Su vida discurre en la precariedad y la desesperación por no saber si cae sobre ella o sobre el mundo la culpa de su estado. Huye de sus amigos para encontrar empleo y respuesta antes tal vez lo segundo y deja en estado de desolación a los habitantes del piso compartido. Aunque la existencia de los amigos discurra en situación de contingencia, no están (¿aún?) en el estado de opacidad de Jara, a quien asaltan dudas sobre la naturaleza de las causas de lo que le ocurre. No es que no haya trabajado, por el contrario, ha recorrido el habitual sendero de trabajos de mierda que caracteriza a su generación, solo que al final no ha encontrado ni siquiera ese mal acomodo con el que sus compañeros de piso se han conformado en su vida.

Jara cree que la asimetría de tener o no tener trabajo es una asimetría de ser o no ser. Su vida dañada no admite los consuelos ocasionales que, como los compañeros de Job, no aciertan a dar solución ni siquiera respuesta. Esta asimetría es radical en el tiempo y la economía, y la decisión de abandonarles es ahora un recuerdo permanente que les obliga a considerar su propia posición y si acaso pueden hacer algo en lo que aparece como una imposibilidad de romper el aislamiento voluntario de su amiga. Su concepción de lo que se puede o no puede hacer queda bien definida en una referencia de la narradora al espíritu de Lena: “En su vida, sin embargo, y es una descripción más que una queja, hay bruma, complicaciones, las cosas suelen girar en torno a la necesidad de no perder, que no se parece a ganar, sino a mantenerse en esa zona donde no hay victorias ni derrotas absolutas y donde la tensión cansa. Eso no es lo que ella entiende por una promesa.” Es en esta zona gris donde se plantea el conflicto que presenta la novela. En la capacidad de los lazos emocionales por sobreponerse al sentimiento de derrota y anomia, en la voluntad de restaurar un lazo de amistad que la economía ha roto.

Los personajes habitan una casa alquilada como se habita un rincón por imposibilidad de tener un gran espacio. Las parejas estables, los amores a largo plazo y el patrimonio y el salario van juntos. “La clase social es concreta, los cuerpos se tantean en el enamoramiento pero después vienen los cálculos.” afirma la autora al informar de los ingresos y biografías sentimentales del grupo.

Si en La conquista del aire Belén Gopegui había planteado la hipótesis de que la amistad no sobrevive a las presiones del dinero, aquí opta por el camino contrario: la fraternidad salva las zanjas que el mercado de trabajo abre en las comunidades. Son personas solidarias, como Lena, que acude al centro social del barrio para enseñar software libre a pesar del cansancio del día de trabajo. Pero tal vez la solidaridad no sea suficiente y se necesite una fuerza más poderosa que solo da la fraternidad, el hermanamiento en situaciones de emergencia. La solidaridad alcanza a compartir el tiempo, a servir de ayuda pero no a descubrir juntos la trama de las cosas.

La novela se articula alrededor del misterio de la huida de Jara pero discurre por las vidas de gente que comparte un piso por razones que desbordan lo económico en una ciudad de altos alquileres. Quieren vivir juntos aunque sea con más estrecheces, desean verse por las mañanas o por las noches y comentar los avatares de sus vidas y la desaparición de Jara les deja en suspenso con la pregunta del qué hacer colgando del techo de la vivienda cada vez que vuelven por la tarde. La voz desaparecida de Jara interrumpe, como Antígona y Job, las conversaciones de los amigos, entra en ellas como una interrogación permanente: “¿qué hiciste?” le pregunta a Ramiro (qué tendría que haber hecho, cuestiona si la complejidad de las situaciones disculpa el arrepentimiento por lo que no hizo). La madre de Jara, Renata, explica que su hija ya no está en la división del mundo entre perseguidores (quienes buscan algo en la vida, como el Charlie Parker de Cortázar) y quienes se han rendido. Jara, afirma, es perseguida por la falta de trabajo, ha intentado buscar un acomodo en el mundo a veces, pero está fuera, como los tres millones de personas que están en ese exilio entre interior y exterior que es la precariedad.

La condición de lo humano, sostiene una voz indeterminada que nace en la conversación entre Renata y Jara, es un ramo de tres tallos: la presencia permanente de lo desastroso, de la chapuza, el impulso de la justicia, siempre frágil y a veces resistente, y la mirada a lo lejano, esa forma de trascendencia de lo presente que caracteriza la fuerza de la vida. Algunos libros son sapienciales porque portan la experiencia de una generación y la llevan más allá, la convierten en sabiduría que hace de un relato una forma de resistencia. Son, como las acciones sindicales que menciona la novela, maneras de decirle a la gente, “mira, no estás sola”. No es necesario ser héroes para ser un personaje de un libro sapiencial. No lo es Job, no lo es Ismene, la que se confabula con su hermana Antígona, que sí ha decidido, como Jara, ir por la senda difícil, no lo son Camelia, Ramiro, Lena, Hugo, Renata, que son a la vez testigos y actores de un tiempo duro, como otros, que nos muestran a la vez que la vulnerabilidad la resistencia de sus cuerpos y vidas.

En cada momento de la historia se necesitan grandes relatos que contradigan las tesis del fin de la historia y de los grandes relatos. La historia de un hombre que se queda en la calle enfermo y clama contra los dioses; la historia de dos hermanas que, como las Madres de Mayo, exigen el duelo público de su hermano querido, odiado por el poder; la historia de unas personas que no aceptan que el tener trabajo defina la condición de ser. En tiempos fueron los dioses y los tiranos los que portaron las máscaras del poder, en el relato de Gopegui lo son las fuerzas invisibles del mercado, que necesita una bolsa de paro como amenaza permanente y las mucho más visibles de los gerentes que castigan con arteras tácticas la lucha sindical. Cada tiempo exige su horizonte de chapuza, impulso de justicia y mirada trascendente.

En la historia de los habitantes del piso cerca de la Glorieta de Embajadores de Gopegui, la forma de la interpelación es la búsqueda de una compañera que parece haberse quedado en la cuneta de la historia. Narra una experiencia de no resignación, de encontrar en la amistad un reducto de resistencia allí donde los ejemplos cotidianos de derrota que saben por su experiencia diaria de trabajadoras y sindicalistas resultan insuficientes para rescatar a Jara de su desahucio como habitante del mundo. La épica no está en lo mínimo y anecdótico del caso sino en ese desborde que manifiesta la fraternidad cuando la solidaridad, ya en declive, parece haber perdido la batalla. Camelia, la Camila del sindicato, abre su puerta y ofrece té a un vendedor tímido que trabaja a destajo de puerta en puerta. Hugo resiste en su trabajo explotado de desarrollador de software escribiendo poemas que nunca leerá su amado Chema. Lena y Renata, la madre, comparten la historia de sus vidas con una cerveza. La épica ya no es la del Mahabhárata ni la de los mitos de Tebas o las asambleas de dioses de Job, pero sigue siendo la manifestación de la resistencia en la historia, de la reivindicación de lo común contra el aislamiento y la condición de precariedad.

Los amigos del piso ya saben que su vida discurre en una orilla. En la otra están sus esporádicos amantes, sus compañeros de trabajo y de acción sindical, el resto del mundo que lleva vidas más o menos normativas en esa zona gris entre la precariedad y el deseo; otras habitaciones que no son compartidas más que por los componentes de la familia, en las nuevas formas de mercado de los afectos de la era neoliberal. En esa orilla crecen tanto los desapegos como las solidaridades ocasionales. Pero en este piso, en esta heterotopía, han crecido otros lazos: “somos unos putos náufragos y esto no es nada que hayamos construido con tanto cuidado, sino un sitio de forajidos adonde hemos ido a parar, como si nos hubieran mandado a repoblar colonias a cambio de no meternos en la cárcel.” Son lazos que la autora sitúa en el ámbito de la conspiración (respirar juntos, etimológicamente) y la confabulación (fabular juntos); en ellos crece un vínculo que no es el de los afectos familiares sino en cierto sentido algo más profundo que no es otra cosa sino fraternidad, una relación afectiva y práctica que se basa en hacer un relato común de la vida en común. En un tiempo en que rige la nostalgia y el convencimiento de que no se puede hacer nada, estos náufragos eligen una senda de vivir juntos el hundimiento y convertir las paredes del piso en una balsa de resistencia.

Existiríamos el mar avanza sobre otros relatos de la vuelta de lo político en que no se detiene en la compasión ni la descripción de la precariedad, sino que bucea en las formas de acción que anticipan nuevas formas de vida. No hay épica en el relato, no es la historia de una lucha contra el capitalismo: los habitantes de esa casa ya libran esas batallas en sus trabajos y militancias más o menos desmayadas. Hay, por el contrario, una lírica de la acción que si es mínima a escala social no lo es en la conjunción de las vidas que acoge. Si es revolucionaria no lo es porque diseñe una sociedad nueva, sino porque hace desear otra manera de existir en el mundo. Es en su propuesta de rehacer los afectos en donde nace la fuerza de su ofrecimiento.

¿Cuándo una emoción compartida adquiere la naturaleza de emoción política, de impulso de orden allí donde reina el caos? Hemos vivido años estructuras de sentimiento cambiantes, en las que una emoción se alza con la hegemonía e impregna todas las manifestaciones culturales dándoles un carácter político: el ensimismamiento que ha regido en la era neoliberal, la indignación de la crisis, la nostalgia que parece dominar el supuesto fracaso del 15M, … El orden de lo político está constituido por fronteras que delimitan la condición de ciudadanía, de personas con derechos a planes de vida. En los bordes, la exclusión es una tierra pantanosa de cuyo fondo burbujean variadas reacciones emocionales que nacen de un lecho de sufrimiento. Solo algunas alcanzan a convertirse en interpelaciones al poder, temidas por este por su potencial de reordenar las fronteras. Son estas las emociones políticas, las que construyen la escalera que va desde el estado de desgracia al reconocimiento de la común condición vulnerable que permite, en la chapuza de la vida, renoval los impulsos de justicia y elevar la mirada al horizonte.


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