Incluso para quienes denuestan a la especie humana y esperan que algo así como los poshumanos hereden la Tierra, la escala de lo cotidiano resulta ser un punto fijo en el juego de las escalas. No ya la historia, menos aún la historia natural que dio lugar a esta especie especial, sino lo ordinario de la vida donde emergen, se transforman y abandonan los significados y valores. Para el edafólogo, el nacimiento, vida y muerte de una lombriz es solo parte de la cadena de reacciones químicas que transforman el humus, mas, para el gusano, el nacimiento y la muerte, así como los estímulos y respuestas del día a día tienen otro sentido que su cuerpo procesa y preserva. Así los humanos. Para ellos, lo cotidiano es el suelo del mundo. De su mundo. En un mundo que es más amplio y que construyen y destruyen como topos ciegos.
Lo cotidiano irrumpió en la filosofía contemporánea de la
mano de la fenomenología y de la filosofía del lenguaje ordinario oxoniense. Se
convirtió en un espacio normativo, constitutivo, orientado a resistir las
pretensiones del positivismo lógico de reformar el lenguaje y a los
reduccionismos científicos de la realidad cualitativa. Aquellas guerras nos
quedan ya muy lejos, en el sentido de que ya nadie apostaría mucho por la idea
de que haya algo esencialmente erróneo en el lenguaje ordinario. La primacía del
análisis lingüístico ha pasado a otros territorios como la epistemología, la
metafísica, o la teoría cultural y social. No por ello se ha disuelto la
demanda que lo convirtió en un territorio de reflexión filosófica. Por el
contrario, en un marco muy diferente al de hace un siglo, lo cotidiano debe ser
reivindicado de nuevo como una escala constitutiva de todo lo que se refiere a
lo humano, incluidas las dimensiones cósmicas de las ciencias naturales o las
históricas de las ciencias sociales.
Michel de Certeau dedicaba su ensayo introductorio a la
investigación de la plural sociedad francesa, recogida en los dos volúmenes de La
invención de lo cotidiano, al “hombre común” y a lo cotidiano con mucha
cercanía al espíritu wittgensteiniano. Comenzaba elevando una queja por la
conversión de lo cotidiano en estadística, de los nombres en números:
Este héroe anónimo viene de muy lejos. Es el murmullo de las
sociedades. Toda la vida se anticipa a los textos. Ni siquiera los espera. Le
es igual. Pero en las representaciones escrituarias avanza. Poco a poco ocupa
el centro de nuestros escenarios científicos. Los proyectos han abandonado a
los actores que poseen nombres propios y blasones sociales para volverse hacia
el coro de los figurantes amontonados a los costados y luego fijarse por fin en
la muchedumbre del público. Sociologización y antropologización de la
investigación que privilegian lo anónimo y lo cotidiano ahí donde los zooms
entresacan los detalles metonímicos, partes tomadas por el todo.[1]
Lo cotidiano según la mirada seca sociológica está habitado
por los nadies. Objeto de saberes del estado, de las instituciones de
estadísticas, de los cada vez más precisos perfilados que ofrecen los
algoritmos de las plataformas, los nuevos agentes epistémicos mundiales que
acercan sus ojos hasta los más mínimos actos y gestos de la gente cuando abre
sus móviles, emplea sus tarjetas de compra o navega por los mares de internet.
En el lado filosófico, donde aún resiste lo experiencial y no cuantificado, lo cotidiano
reivindica un lugar propio de reflexión habitado por prácticas, saberes y
emociones.
Lo cotidiano como término del arte en filosofía nace de una
historia de tensiones que han constituido temas centrales de la cultura
contemporánea bajo la condición de modernización, especialmente la tensión
metodológica que Sellars llamó la dicotomía de la imagen científica y la imagen
manifiesta. Primero fue tensión metodológica en los fundamentos de las ciencias
sociales y humanas, en particular por la amenaza de estar abocadas al
eliminacionismo fisicista, al modo de una óptica que comenzase por los colores
y terminase hablando de los frentes de onda y las frecuencias y amplitudes de
las perturbaciones del campo electromagnético.
La segunda fuente de tensiones es interna a la propia imagen
manifiesta del mundo. La que Ricoeur llamó la “escuela de la sospecha” que
agrupa a Nietzsche, Freud y Marx creó otro frente de amenazas a la validez de
las autodescripciones y relatos que se producen en la vida diaria, tal vez
subproductos de metamorfosis del valor deslizándose al nihilismo y al olvido de
las fuerzas de la vida, tal vez como expresiones de las fuerzas ciegas e
impulsos del deseo, tal vez como reflejos distorsionados de la mercancía que
fetichiza todos los aspectos de la existencia. Heidegger expresó esas sospechas
como modos inauténticos de existencia y Sartre como vidas bajo la condición de
mala fe. Wittgenstein las consideró modos primitivos de entender el discurso,
no precisamente como formas premodernas sino, por el contrario, como formas
bárbaras que inauguran la modernidad y que él encuentra en la forma
autobiográfica agustiniana de un yo que interpreta las palabras de los otros
acudiendo a significados ocultos en sus mentes.
El recurso a lo cotidiano nace en este horizonte como un
acto de resistencia a las amenazas de colapso por las tensiones estructurales
de la cultura de la modernización. Fue la forma de resistencia que constituyó
hace un siglo el modernismo en todas las dimensiones de la cultura, desde las
artes a la fundamentación de las ciencias sociales y humanas y, en filosofía, a
la resistencia al escepticismo nihilista. La fenomenología lo llamó “actitud
natural” y “mundo de la vida”, para Heidegger fue el “mundo” o el
“mundo-a-mano”, entorno natural de la existencia del dasein, un espacio
que Heidegger criticó como forma de vida inauténtica, inaugurando la mirada a
lo cotidiano como territorio ambivalente entre la normatividad de la escala
humana y como lugar de alienación y extrañamiento. En esta onda, Lukács
consideró que la reificación era la enfermedad de lo cotidiano, lo que
reafirmaron Adorno y Horkheimer con su crítica al consumo de masas o Debord con
la idea de sociedad del espectáculo. Con una mirada más equilibrada, Gramsci
habló de “sentido común” para definir lo cotidiano. Un sentido bajo el
conflicto por la hegemonía. Su continuador, padre de los estudios culturales,
Raymond Williams, lo consideró el sustrato de la cultura, lo “común” que
permite la comunicación y el entendimiento. Para la tradición wittgentseiniana,
fue lo “ordinario”, un estrato donde se dobla la pala filosófica que trata de
excavar en el significado. Stanley Cavell propuso que lo ordinario debería ser
lo que produce el “reconocimiento” del otro y Michel de Certeau, en su
hipótesis que une lo esotérico de la fabla mística con las prácticas de los
pobres brasileños y las clases obreras de Lyon, un espacio de duplicidades de
significado que denominó “tácticas” y que permite que la vida cotidiana resista
la opresión interminable del poder.
Esta voluntad de resistencia en el terreno cultural, desde
lo más académico a las artes de vivir, constituye el entorno cotidiano como el
escenario de los dramas en los que se presenta la experiencia humana bajo la
modernización y el capitalismo. Es en estos dramas de la experiencia en los que
aparecen los dilemas epistemológicos, morales y políticos, las fracturas de la
sensibilidad y la identidad que definen la condición histórica contemporánea en
diálogo y dialéctica con todas las producciones culturales del pasado.
[1]
(Certeau, M (1990) La invención de lo cotidiano. I Artes de hacer, trad.
de Alejandro Pescador, Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2000, p. 3
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