jueves, 18 de febrero de 2010

La hierba bajo el zelote






Le escuché el otro día con cercana distancia: las palabras parecían tocarme, los conceptos me empujaban fuera. Fue en un seminario como otros. Hablaba de víctimas y victimarios, de la fenomenología de la conciencia moral y de cómo nace la alteridad como parte de la sensibilidad moral. Oía sus palabras como si hablase de otro mundo: sostenía que el primer movimiento es sentirse en pecado, después viene la misericordia, o la compasión, o algo así. Da igual, mi discrepancia era epidérmica, no intelectual. Sentía que quien comienza a sentirse en pecado o culpable es como el personaje de Kafka en El proceso: perderá su vida ante una puerta sin saber que le estaba destinada. Nunca sabrá de qué se le acusa. Mientras le oía me decía a mí mismo que el sentido de justicia nace de la ira, del resentimiento y la rebelión, no de la autoinculpación ni la derrota. Da igual, por lo demás me caía bien. Había dedicado su vida a predicar una forma de pensar, hacer, vivir. Había sacrificado mucho, se había sacrificado mucho. Me enteré que ahora su orden, o su iglesia, o lo que fuera, ya no le consideraba ortodoxo, no confiaba en él y le había declarado más enemigo o adversario que los adversarios de siempre; que sólo esperaba ya la sentencia final.
Recordé una historia que cuenta Bordieu en La miseria del mundo: una entrevista entre las muchas con las que levanta en ese libro un mapa de la desolación contemporánea. Un vago guión muchas veces oído: ella había militado por años como lesbiana en los movimientos feministas radicales, había dedicado su vida, su carrera, todo, a la causa. Ahora su grupúsculo la rechazaba, decía que se estaba aburguesando, que ya no era de fiar. Quedaba sola en el mundo, quedaba en una soledad fría que sólo siente el disidente al día siguiente de la "autocrítica". Recordé muchas historias parecidas, más o menos lejanas, algunas demasiado cercanas como para pensarlas aún con distancia. Historias de zelote abandonado por los suyos.
He estado discutiendo últimamente con varios amigos sobre La cinta blanca y sobre los orígenes del autoritarismo. Recordé la historia mientras le oía hablar, más cuando supe de la espada de ortodoxia que cuelga sobre su cabeza. De la guadaña que siega la hierba bajo los pies del zelote y le abandona en un desierto de sinsentido. Y no supe si sentir ira o compasión.

2 comentarios:

  1. Quizás lo mejor sea sentir ira. He conocido a muchos olvidados porque tengo la fea costumbre de hablar con todo tipo de personas allá donde me encuentre. Ell@s son personas a las que les gusta hablar, sobretodo de sus casos, como si pudieran hacer algo por ell@s. Son personas que lo han dado todo por su causa y que al final han acabado aparcados, como peones que ya no caben en el juego, porque el jugador ya no confía en que jueguen para su bando.

    Curiosa humanidad y curioso sentido humanitario. Por eso, porque opino que esta vida es más que una lucha y más que un juego de poder, por ello se me sube la ira.

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  2. Hoy me he encontrado al zelote en nuevos ministerios, en el tren, y me he acordado de la charla sobre la compasión. No deja de conmoverme su sonrisa triste de sabio estoico. De hecho, debo reconocer que mientras le escuchaba el otro día en el seminario, no conseguía identificar el sujeto de su discurso. Ahora creo que ese sujeto es el estoico que se dedica a la meditatio malorum. Pero sospecho que esto no tiene mucho sentido, porque el tipo que sufre cuando se le quema la casa y los camaradas lo envían al paredón no es el mismo que, sentado en su sofá, meditaba sobre la maldad del mundo y los modos de hacerse insensible a ella. SImplemente, cuando llega la experiencia del mal el cuerpo restringe su espacio, la mente se nos bloquea, el entrenamiento no nos sirve de nada. Creo que la compasión a veces no es una solución factible frente al mal del otro, porque estamos acostumbrados a sentirla con el estómago vacío.
    Un abrazo,
    Guille.

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