Charles Taylor, el
filósofo canadiense crítico de la modernidad, ha sostenido que el desarraigo es
una de las enfermedades de la subjetividad moderna: tener una perspectiva de sí mismo desde
ningún lugar, desde ningún espacio de lealtades, afiliaciones y pertenencias o,
lo que es lo mismo, verse a sí mismo desde una cumbre universal, siempre llena
de cegueras y torpezas. Así, quien se pone en el lugar del “ser humano” o, en
las habituales discusiones nacionalistas, quien responde “no, yo soy ciudadano
del mundo”. La inmediata reacción
universalista es la tentación que aqueja al sujeto educado política y culturalmente en
la nunca desaparecida modernidad.
Simultáneamente, como ha
señalado Fredric Jameson en sus caracterizaciones de la posmodernidad, la
nostalgia y melancolía de la pertenencia a un mundo quizás desaparecido es otro
de los rasgos que nos señalan en esta contemporaneidad. No es inusual
encontrarse en la gran urbe con mucha gente que presume de su “pueblo”, a veces
imaginario o simplemente ocasional en algún veraneo. O las continuas
recurrencias al barrio donde se jugaba en la niñez. Manuel Castells llamó la atención
en la década de los ochenta del poder de la identidad en un mundo globalizado.
De hecho, las banderas de la identidad han sido las fuerzas movilizadoras más
importantes en el siglo XXI, incluidos los episodios de terrorismo y de
violencia imperial que han llenado el casi primer cuarto de siglo.
El universalismo no se
opone al particularismo en los tiempos que vivimos. En una era de paradojas, la
tentación universalista y la bandera de la identidad de interdefinen en un inacabable
juego que enfrenta a adversarios y que fragmenta y enfrenta a las partes mismas
que se confrontan en la tensión por la hegemonía. ¿Acaso es una novedad el que quienes se
refugian en las trincheras del universalismo lo hacen porque esconden una
profunda lealtad a causas bien particulares? En el otro extremo, los reclamos
de identidad y diferencia muchas veces, casi todas, se presentan contaminados
de universalismo, generalmente bajo el paraguas del lenguaje de los derechos
humanos de los cuales habrían sido excluidos los colectivos que levantan los
signos de la identidad. No es infrecuente que la identidad vaya acompañada de
un “derecho (humano, político) a la autodeterminación". Cuando no es un mensaje
religioso -que por su propia naturaleza aspira al universalismo y a la
exclusión de los otros dioses y la eliminación de los impíos- el que reclama el
respeto a la identidad.
Wendy Brown, una de las
más finas y radicales filósofas políticas del momento, en una obra de finales
de los años noventa, Estados del agravio, recientísimamente traducida, mete
el dedo en la llaga de la dialéctica entre universalismo y particularismo que ha
sido tan persistente desde la posmodernidad. El centro del libro es un examen
de las tesis de Catherine McKinnon, una muy conocida filósofa feminista cuya
carrera ha estado dirigida en buena parte a la prohibición de la pornografía.
McKinnon toma el lenguaje marxista, desarrollado para la clase obrera como
clase universal y lo aplica a la dominación patriarcal. Las mujeres, como categoría
e identidad, son dominadas a causa de la voracidad sexual patriarcal que
infecta todos los ámbitos y en algunos como la pornografía se convierte en una clara
explotación similar a la que el salario ejerce sobre los obreros. Wendy Brown
no entra en el debate sobre la pornografía ni en la cuestión del patriarcado
como forma de explotación, sino en la base conceptual con la que McKinnon
aborda el debate creando una categoría “mujer” sobre la base de la sexualidad.
Frente a esta estrategia, que une una batalla concreta, como lo es la de la explotación de mujeres en la pornografía, con una determinación de la identidad de la mujer sobre una característica como es la de la sexualidad, Wendy Brown, a quien no puede reprochársele no estar comprometida con el feminismo, responde con dos argumentos que son muy relevantes para el tema de las antinomias de la ubicación. El primero, que toma de los textos clásicos de Judith Butler, es que caracterizar a las mujeres como clase por la sexualidad es aceptar la normatividad que impone el patriarcado que naturaliza de forma universalista a la mujer como orientada por la biología a la reproducción y quizás al placer heterosexual. No es solo que las mujeres no heterosexuales inmediatamente caigan fuera de la categorización de mujeres, que así ocurre (lo que paradójicamente aproxima esta forma de normatividad a los viejos estereotipos de “marimachos” o “quedarse para vestir santos” que tantas veces se han aplicado a las mujeres con otras tendencias eróticas o simplemente sin ningún deseo de comprometerse con varones). Es que, además, esta forma de construir una categoría tiene enormes puntos ciegos, como los que ha detectado la también feminista Silvia Federici: el trabajo de la mujer ha sido una causa fundamental en la acumulación primitiva que genera el capitalismo. Su trabajo no pagado en el cuidado y reproducción de la mano de obra es fundamental en la acumulación. Ese tiempo nunca reconocido ha de ser sumado a la plusvalía explotada por el capital. Recordar esta historia de las mujeres rompe con el modelo esencialista que propone McKinnon.
El segundo argumento me
parece más poderoso y mucho más relevante para las nuevas controversias entre
universalismo y particularismo. El reproche que Wendy Brown dirige a la
estrategia de McKinnon es que después de toda la épica de usar la analogía de
la lucha de clases para definir a la categoría “mujer” todo termina en una simple
exigencia de censura y prohibición de la pornografía. Brown señala con toda
razón que esta estrategia es parte de un proceso de despolitización de la vida
que acompaña a la cultura neoliberal contemporánea y que afecta también a
quienes aparentemente se resisten a ella. Y lo hace usando precisamente la
analogía que ha motivado la posición de McKinnon. La clase obrera, recuerda,
tal como se organizó en los grandes movimientos alrededor de la I y II Internacional
y otras afines, no estaba movida simplemente por un rechazo de la explotación capitalista.
Marx, entre otros, enseñó muy claramente que la lucha contra la explotación era
una parte de la génesis de una nueva sociedad sin clases y con una organización
completamente nueva. Marx criticó con acidez el lenguaje de los derechos como
argumento o instrumento en la lucha de clases. Un lenguaje siempre cargado de
fosilizaciones discursivas de luchas largas de resistencia en la historia. Si a
todo lo que aspira una identidad es a una reclamación de un derecho y a una
prohibición, con toda seguridad está derrotada antes de comenzar, sostiene
Wendy Brown.
El interés del segundo
argumento de esta filósofa es que entra directamente en las controversias de
otro signo que han estado de moda en nuestro país y aún lo están bajo el lema
de la “trampa de la diversidad” en la que presuntamente habría caído la
izquierda al aceptar una sustitución de las políticas de clase por políticas de
identidad. La división y la lucha simbólica y cultural habría sustituido a la
unidad y las luchas económicas. El argumento de Wendy Brown no es difícil de
aplicar a la idea de clase obrera que está implícita en la parte acusadora:
¿define la clase obrera la lucha económica? De nuevo resuenan las palabras de
Marx: una clase que llevaba en sí las semillas de una nueva sociedad y de una
nueva forma de ser humano, que, entre otras cosas, aspiraba a la abolición del
trabajo asalariado y de las clases, ha quedado reducida ahora a un conjunto de tácticas
sindicales y a una política socialdemócrata de defensa de derechos. No es
extraño que a estas formas abstractas y aparentemente universalistas de
categorización de clase le suceda una general despolitización de la vida cotidiana,
tanto en el trabajo como fuera de él.
La ubicación es siempre
problemática. Es una necesidad intrínsecamente humana: ¿quién soy?, ¿de quién
soy?, ¿a qué pertenezco?, ¿cuáles son las fronteras invisibles que me definen?
Pero las respuestas a estas preguntas nunca son transparentes. Nunca están ayunas
de autoengaños y de refugios. Es fácil que al trazar fronteras caigamos en la
trampa que Sartre consideraba la condición humana y que denominaba “mala fe”:
no quiero ser lo que soy/ no soy lo que quiero ser. A esta tensión, que tiene
que ver con la crueldad de la autoaceptación de nuestra fragilidad y
complejidad, se une la dificultad que supone la opacidad o falta de transparencia
que recorre el ser y querer ser: Nietzsche lo diagnosticó con claridad. Las
debilidades de la voluntad no pueden resolverse simbólicamente. Llegar a ser lo
que se es, cuando no se sabe lo que se quiere ni lo que se es, deviene en la
mayor dificultad de nuestra existencia.
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