domingo, 2 de febrero de 2020

Naufragios





Hans Blumenger analizó en su libro Naufragio con espectador la potencia evocadora de la metáfora del naufragio. El cuadro de La balsa de La Medusa de Guericault se convirtió en un icono posmoderno de la supuesta debacle de la Ilustración. Yo quisiera en esta breve entrada fijarme en una de las caras que presenta el poliedro narrativo del naufragio para usarlo también como figura de la condición presente. Me refiero al tema de “náufragos en una isla desierta” que forma parte de la constelación del mito del naufragio. Constituye ya un género de la literatura moderna al que he sido aficionado desde que tengo recuerdos de lecturas infantiles. No puedo recordar ahora cuántas veces leí en mi niñez Dos años de vacaciones y La isla misteriosa de Julio Verne, o cuántas veces fui a ver Los robinsones de los mares del sur (Ken Anakin, 1960, basada en la novela de Johann David Wyss (1743 - 1818), publicada en 1812 bajo el título Der Schweizerische Robinson y conocida como El Robinson suizo). Releí también mucho Las aventuras de Arthur Gordon Pim  de Poe y más tarde he fatigado numerosas veces el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, aunque ya con una lectura filosófica, que es lo que intento hacer ahora.

Con los relatos de náufragos ocurre algo similar a los cuentos de lobos que pueblan el folklore infantil: ambos obedecen a una experiencia histórica muy cercana y amenazante. Durante milenios, la humanidad fue una presa habitual de las manadas de lobos, y desde que la navegación se convirtió en una articulación eficiente de las culturas, los naufragios fueron un peligro pavoroso. Encontramos relatos de náufragos en la Biblia y en la Odisea, pero sobre todo comienzan a proliferar al compás de la navegación de altura trasatlántica que inauguran los imperios portugués, español, holandés y británico. Muchos de los testimonios están perdidos en archivos que recientemente comienzan a explorar historiadores, geógrafos y antropólogos. Los relatos de naufragio, pocas veces recordados pues los supervivientes en islas o costas desiertas fueron escasos o volvieron mudos por los padecimientos sufridos, poco a poco permearon la imaginación literaria, que los transformó en lo contrario: en ejercicios de resiliencia y reconstrucción de la civilización bajo condiciones de aislamiento y escasez.

El relato de náufrago en una isla desierta ha sido en general un relato del origen del capitalismo. El náufrago comienza su historia desamparado y pronto encuentra un pequeño conjunto de enseres y herramientas que le permiten reconstruir a escala la sociedad de la que fue separado por el accidente. La trama suele convertir la historia en un balance de objetos poseídos, bien conseguidos a través del trabajo experto o bien donados por los propios restos de ese naufragio u otros posteriores. Pronto tendrá de defender su capital contra salvajes o piratas y, cuando logre “civilizar” la isla ocurrirá la redención en la forma de un buque que llega allende los mares para restituirle a la sociedad cuya membresía ha ganado por los méritos de su esfuerzo.

Del mito del náufrago rescatado deriva la pregunta popular “¿qué te llevarías a una isla desierta?”, que trata de dirigir la atención del oyente cuestionado hacia algún ordenamiento de sus cosas por un ranquin simbólico o instrumental. El mito del náufrago en la isla desierta, pues, se erige sobre tres actantes narratológicos: el sujeto (o sujetos) en cuestión, el paisaje desconocido, que debe explorar para encontrar sus riquezas escondidas y, en tercer lugar, la cornucopia de bienes con los que cuenta para su tarea. En las versiones de Julio Verne, sin embargo, se añaden las relaciones sociales del grupo de náufragos, que son descritas como una sociedad en pequeño convirtiendo el relato en una suerte de experimento mental sobre la reconstrucción de la sociedad.

Como en El perro de los Baskerville, lo que más me asombra de los relatos de isla desierta es lo que no parece ser un problema a tenor del ruidoso silencio que llena las historias: la soledad del náufrago sea en solitario o en la pequeña compañía de quienes se salvaron con él. En una historia cultural y filosófica de la soledad deben figurar los relatos de náufragos precisamente por su sonora ausencia. Conjeturo que si la soledad no aparece en tales novelas es porque socialmente no era un problema apreciable, por más que hay que sospechar que los accidentados la sufrieran como cualquier persona. Una ausencia similar encontramos en los relatos de cautiverio, comenzando por La vida es sueño. Lisa Guenther, en su profundo libro Solitary Confinement. Social Death and Its Afterlives, en donde explora la fenomenología de los county jails de Estados Unidos, donde los prisioneros pueden pasar años hasta que salga su juicio, da cuenta de cómo la ruptura de los lazos sociales sumerge a estas personas en una suerte de desorientación y desquiciamiento de nada fácil recuperación.

Curiosamente, fue Charles Dickens quien nota cómo la mayor crueldad de la prisión es precisamente la soledad, por encima de cualesquiera otros sufrimientos. En su viaje a América de enero a junio de 1842, Dickens visitó varias cárceles en Nueva York y Filadelfia. A su vuelta, con estas experiencias y otras del viaje escribió American Notes for General Circulation en donde encontramos esta conclusión sobre la pena:

 Over the head and face of every prisoner who comes into this melancholy house, a black hood is drawn; and in this dark shroud, an emblem of the curtain dropped between him and the living world, he is led to the cell from which he never again comes forth, until his whole term of imprisonment has expired. He never hears of wife and children; home or friends; the life and death of any single creature. He sees the prison-officers, but with that exception he never looks upon a human countenance, or hears a human voice. He is a man buried alive; to be dug out in the slow round of years; and in the meantime dead to everything but torturing anxieties and horribledespair. (100–101)  
 La descripción es desoladora: sobre la cabeza del prisionero que llega a esta casa de melancolía ponen una caperuza negra y con  este sudario, emblema de la cortina que le separa del mundo vivo será conducido a la celda de la que no saldrá hasta que cumpla su condena. Nunca oye nada acerca de su mujer e hijos o de la vida y muerte de la gente. Cuando describe la salida de los prisioneros, cuenta Dickens que pierden todo sentido de la orientación. No saben caminar, la luz del sol los ciega y apenas oyen. Sus lazos sociales se han roto y con ellos el tejido que ata su mente al mundo. Si Dickens hubiera escrito un relato de náufragos, seguramente esta sería la descripción que haría de la fenomenología de su experiencia. Pero decidió escribir sobre la nueva forma de prisión que comenzaba a ser el Londres industrial. 

Muchos años después, Raymond Williams escribió un libro sobre la novela inglesa del XIX y lo tituló, precisamente: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dicknes a D.H. Lawrence (1970). Williams era muy consciente de que el aire que se respiraba en las novelas de la modernización era precisamente el de la soledad. En la película Cast Away (Zemekis, 2000), traducida en España como Náufrago, el ejecutivo Chuck Nolan, interpretado por un Tom Hanks inmenso, naufraga en más de un sentido en una isla desierta y lo que hará allí, a diferencia de los relatos tradicionales, es redescubrir los lazos sociales que su trabajo le había hecho perder. Mucho más importante que lo material será su relación con un amigo invisible que le salvará de la locura. Tanto Williams como Zemekis tienen claro cuál es el producto más importante de la civilización bajo el capitalismo y la metropolización del mundo: la soledad construida industrialmente. El naufragio se produce ya en los mismos quicios que sostienen la vida cotidiana. 




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