sábado, 26 de septiembre de 2020

Geofonías, audiotopías, subjetividades

 




Transporte de energía sin materia, el sonido es un efecto de las ondas en medios elásticos como la atmósfera y el agua que los seres vivos dotados de sensores y redes neuronales adecuadas sintonizan y convierten en información. Reconocen patrones, anticipan conductas, reaccionan con miedo o alegría.

Una vez que llegó la vida animal, la dinámica del universo se desveló como topografía de espacios sensoriales, lo que antes era pura energía se convirtió en luz, sonido, calor y frío, tactos, olores y fragancias, sabores de la vida. Los sensores y los tejidos neuronales llenaron el universo de cualidades y fenomenología. En los simios que somos, fue la membrana del tímpano, los osículos, la cóclea, los nervios auditivos, la corteza auditiva A1. En los húmedos bosques tropicales, la cóclea adaptó su forma para reflejar sobre todo los ruidos de baja frecuencia, los más informativos en una geofonía de estridencias; en las sabanas, se adaptó a frecuencias mayores hasta alcanzar la sensibilidad humana que se precisa para discriminar los sonidos consonantes, las sordas o sonoras, fricativas u oclusivas, labiales o glotales. El cerebro simio humano creó de un espacio de ruidos, de las geofonías en que vivía, un mundo de sonidos, tiempos de escucha, paisajes sonoros o audiotopías donde nació la comprensión del significado, el miedo a los depredadores y a las tormentas, la alegría y el placer del canto y del ritmo de los golpes sobre cualquier superficie resonante. La coevolución de los tractos vocales y de la fisiología auditiva permitió una progresiva transición del lenguaje gestual, mímico, a la conversión de las señales sonoras en lenguajes verbales compositivos, con su fonética, gramática y semántica, aunque en la prosodia quedó depositada la historia de las entonaciones y gestos no verbales.

La filosofía ha centrado su foco sobre la antropogénesis en algunas zonas parciales: para el logocentrismo que reinó en Alemania, desde el Romanticismo a Heidegger, la casa del ser es el lenguaje; para otras corrientes más abiertas a lo material fue el nacimiento del “homo faber”, el fabricante de utensilios, lo que mejor describe el amanecer de la historia. Para otra tercera línea de pensamiento fueron los agrupamientos en familias, propiedad privada y estados lo que define la historia propiamente humana. Raramente se ha pensado en la cocina, la perfumería y la música como descriptores de la historia. George Bataille discrepa de todas estas genealogías al llamar la atención sobre la historia humana como una historia del exceso, de la parte maldita, de lo que no entra en el cálculo. No es el sexo, es el erotismo, no es el alimento, es la cocina, no es el miedo, es la religión, no es la violencia, es el sacrificio, no son las feromonas, es el perfume, no es la mercancía, es el don, no es el ruido y la furia, es el ritmo y la música.

Son hermosas las historias de la música como El ruido eterno  de Alex Ross o Música de mierda, de Carl Wilson, pero son también ahora necesarias las historias culturales de la música como ventanas a la historia y a la sociedad, de la música culta y la popular, de las armonías, las composiciones, las melodías, los ritmos y las danzas como expresión de la historia. Tia de Nora, en Music in Everyday Life recorre todas las dimensiones del poder de la música en la historia.

La música como forma de pensar sin lenguaje, como artificio sonoro para crear audiotopías. No hay práctica humana sin su música: la música exaltada, el batir de tambores que oculta el miedo de los soldados a la batalla; la música que construye tiempos y espacios sagrados; el canto que acompaña al trabajo, acompasa el ritmo y alivia el cansancio; la danza y la exaltación de la fiesta comunitaria; la música de la nostalgia y el sufrimiento. Estudiar las formas de la música es penetrar profundamente en las estructuras de sentimiento en la historia de las sociedades. Músicas de la diáspora, el exilio y la pobreza, como el flamenco, los sonidos tristes del duduk armenio, la copla y el tango, el blues y el punk. Músicas de la suspensión del espíritu, salmodias para el trance como el canto gregoriano o los ritmos sufíes de los derviches.

Todo tiempo, lugar y comunidad crea su música, pero es la modernidad fónica las que revuelve los sonidos y nos entrega a través de sus medios de reproducción técnica una nueva configuración de topofonías. En los tiempos posteriores al gramófono, la radio, televisión, walkman, ipods, cedés, listas de distribución, es central analizar la música como el más poderoso instrumento de creación de la subjetividad.

Foucault dejó a un lado la música al hablar de las técnicas del yo. Estaba centrado en la confesión y el examen de conciencia, y no reparó en las elecciones musicales de los sujetos que creaban conciencia a través de los medios inconscientes de las tonadas que su cerebro convertía en ritmos de sus vaivenes emocionales. Los medios técnicos contemporáneos permiten la construcción de una audiotopía personal y de grupo. El joven que se aísla en su trayecto de metro al trabajo con auriculares, el grupo de adolescentes de la esquina que se traen su cacharro de sonido, el que sube el volumen en su automóvil para proclamar su orgullo de cultura, la madre que enciende el aparato para descansar un momento y crearse un espacio de intimidad.

Ya no están tan de moda los análisis de las músicas de barrio, al estilo de los estudios subculturales de la escuela de Birmingham, pero no por ello ha dejado de ser importante la educación de la escucha musical de los otros si se pretende entender las subjetividades y la respuesta emocional de los colectivos a las experiencias de daño, explotación, sufrimiento.

La educación de la escucha, como nos está enseñando nuestra compañera Cristina Cubells, que escribe una tesis doctoral sobre ello, es absolutamente esencial en la educación. En toda, pero especialmente en la humanística. Escuchas de ritmos y ruidos nuevos, de las artes sonoras de la nueva composición musical. Escucha de los lamentos de las culturas oprimidas. Escuchas de la música de esquina, la disco o el rave donde los adolescentes conjuran su rabia. Escuchas de las heterofonías de quienes han quedado al otro lado de los paisajes sonoros dominantes. 



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