sábado, 12 de septiembre de 2020

Humanismo, utopía, posthumanismo

 



¿Cómo se relacionan el humanismo y el pensamiento utópico? ¿Cómo pensar la utopía en un tiempo de posthumanismo? El posthumanismo, una forma contemporánea de humanismo, nos obliga a repensar el humanismo, a rehacerlo, hilvanarlo, recoserlo. El posthumanismo nos obliga igualmente a revisar los impulsos utópicos que aún quedan, aunque sea en el inconsciente, y a forzarnos a imaginar el futuro. Fredric Jameson, en Arqueologías del futuro (2005), un ensayo dedicado a las utopías y a la ciencia ficción (dos géneros que se entrecruzan, si es que no son el mismo) recuerda la fuerza del pasado y la resistencia a la imaginación del futuro. Las propias utopías, entre ellas Utopía de Tomas Moro, nos remiten a imaginarios del pasado (ideales de vida comunitaria conventual, en el caso de Moro, al ideal humanista de la cultura clásica greco-romana, a un cierto comunismo primitivo que venía con los relatos de los misioneros del continente recién descubierto)

Cada humanismo proyecta una sombra antihumanista, cada utopía no es sino una ventana a una distopía. China Melville, el escritor de ciencia ficción e izquierdista inglés, escribe estas luminosas palabras en su introducción a Utopía de Tomás Moro, el texto señalado como inicial del género utópico en el Renacimiento:

El impulso peligroso, la distopía en la utopía, por tanto, no se encuentra sólo en el impulso en sí, aunque ciertamente puede darse ahí, sino en la realidad: esa proximidad de la isla a la costa. Trágicos que han hecho las paces con el poder, los progresistas advierten ruidosamente contra el utopismo desde abajo (a menudo cargados de sentimentalismo hacia su propio y difunto radicalismo, y llorosos ante su nuevo realismo); a su lado, los derechistas duros y radicales del poder y la opresión sueñan sus propios sueños de la vida buena, las arcadias supremacistas. Y los que gobiernan, más poderosos y tradicionalmente menos locuaces que sus apólogos, configuran y ponen en práctica con calma sus propias utopías, en las que aquellos a los que gobiernan no tienen más opción que vivir, servir y morir. Éstos son algunos de los límites de la utopía, explorados en el ensayo complementario de ese título. Pero el hecho de que el impulso utópico siempre esté manchado no significa que pueda o deba rechazarse ni que tengamos que predisponernos contra él. Es tan inevitable como el odio, la rabia y la alegría, e igual de necesario. El utopismo no es esperanza, ni, menos aún, optimismo. Es necesidad, y es deseo. De reconocimiento, como todo deseo, y/pese de/a los detalles concretos de sus fantasías y programas, también; y, sobre todo, deseo de mejora social sin más. De alteridad, que es algo distinto de la agotadora mentira social. De descanso. Y cuando las grietas en la historia se abren lo bastante, ese impulso puede incluso abrirlas un poco más. Melville, Ch. “Introducción” Tomás Moro, Utopía, Ariel, 2016

Tiene razón Melville en que la utopía no está reñida, al contrario, con la crítica ácida del momento contemporáneo. Las representaciones de una ciudad o un planeta diferentes no son tan importantes como develadoras de una negación del presente, de un deseo de viaje, quizás a ninguna parte, como titula William Morris su utopía. Del mismo modo, el humanismo no es, como parece haberse instalado en los estereotipos, una forma blanda de pensar, el refugio del “alma bella” romántica, que ironizaba Hegel o, peor aún, la casposa y polvorienta sala de reuniones de viejos académicos gruñones.

Desde el siglo XIV al XVII, los humanistas y las humanistas (pocas, menos, pero entre ellas Beatriz Galindo, Teresa de Ávila, Inés de la Cruz) vivieron el peligro de la crítica al poder ideológico hegemónico y sus largos brazos de terror y pelearon una de tantas batallas culturales que se han dado en la historia. La perdieron. Los dos siglos siguientes fueron siglos de intolerancia y violencia, aunque ahora identifiquemos en ellos a la Ilustración. El humanismo ilustrado es hijo de la derrota del humanismo del primer Barroco. Es, también, padre del humanismo de la revolución, el que conocemos con el término de Romanticismo, otro humanismo derrotado por la cultura del capitalismo industrial, al que reaccionó el humanismo presentándose como antihumanismo, desde Nietzsche y Heidegger al estructuralismo francés. Pero el humanismo siempre estuvo entre la imaginación resistente y la crítica negativa.

Incluso algunos de quienes han pasado como críticos de la utopía y el humanismo no han podido resistir algo más profundo que la mera representación formal de una ciudad alternativa, a saber, el impulso utópico. Marx lo desarrolla con pasión en los Manuscritos de 1844 pero más claramente aún en La Guerra Civil en Francia, escrita bajo la conmoción de la derrota de la Comuna en 1871, que el viejo socialista consideraba como el mejor ejemplo de realización utópica. Incluso Lenin, en su texto de agosto de 1917 El estado y la revolución, se deja llevar de la intuición utópica sin ninguna represión “realista:

“Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia contra los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que este se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación”

Cierto que en toda utopía hay la distopía que lleva la sociedad que la sueña. Cierto que todo humanismo es un reflejo lleno de puntos ciegos de los ideales antropológicos de cada momento. De ahí el posthumanismo crítico contemporáneo, una gran llamada al abandono del antropocentrismo, que en realidad ha sido androcentrismo, econocentrismo y depredación de la naturaleza. “Humano”, como su raíz “homo” no tiene género, por el contrario hace referencia al “humus”, al barro en el que prolifera toda forma de vida. El humanismo ha girado en los últimos tiempos hacia una forma tensa de disputar las raíces de los humanos en el barro de la vida.  Las posthumanistas contemporáneas, a quienes Rosi Braidotti ha dado nombre y agrupado, representan la forma más sugestiva del humanismo contemporáneo por más que pueda sonar a contradicción: Gloria Anzaldúa, Donna Haraway, Katherine Hayles, Kim Toffoletti, Gayatry Spivak, Judith Butler y tantas otras autoras que han decidido habitar una cultura desterritorializada, nómada, en una diáspora lejos del antropocentrismo y se mueven en un campo que vagamente ha sido denominado como posthumanismo crítico.  Esta forma crítica de humanismo significa un descenso al humus, no reivindica la dignidad del "hombre" sino su indigna incapacidad de convivir con el resto de la vida e incluso con sus propias realizaciones, convertidas en mercancías o armas más que en extensiones del cuerpo y de la vida. Representan un movimiento intelectual que recuerda no casualmente al tiempo de los humanistas, quienes entre los albores del Renacimiento y el Barroco más cruel suscitaron breves esperanzas de una forma de vida tolerante, abierta, igualitaria e incluso comunista. Los vientos de la guerra, el nuevo poder de los estados y del emergente capitalismo se llevaron las esperanzas, pero no la memoria de aquel tiempo.

 

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