sábado, 4 de diciembre de 2021

Consumo y sensibilidad

 


La sensibilidad es el umbral de afección y sintonía con el entorno externo e interno, con lo social y lo material, con lo físico y lo espiritual; es una manifestación del carácter en la que se implican los sentidos, las emociones y la atención. No es pues una propiedad pasiva y puramente sensorial tal como podría hacer creer una versión simplista del empirismo, sino el proceso complejo con el que se construye la experiencia. Es una capacidad plástica que evoluciona con el desarrollo psicológico y social, aunque no una simple “construcción social”, por más que esta dimensión sea una de las fuerzas configuradoras: las interacciones del cuerpo y el entorno tienen también dimensiones materiales en las que lo biológico y lo físico se entrelazan con las prácticas sociales. La sensibilidad es la reacción del cuerpo a lo relevante, es el canal que registra y al mismo tiempo instaura lo que afecta a la persona, sin que por ello haya de considerarse “subjetiva” en el sentido típico sino parte de una economía hermenéutica, emocional, sensorial y experiencial mediante la que las personas se entienden unas a otras, se entienden a sí mismas y entienden su entorno. A pesar de que la inteligibilidad y la relevancia tienen sus propios caminos independientes se exigen necesariamente. Una mirada dispara una reacción emocional que tarda en entenderse intelectualmente pero el cuerpo ya ha registrado que aquello importa: un recuerdo, otra mirada, un objeto, algo que está ocurriendo o a punto de ocurrir, … Se desencadena un juego de expectativas, exploraciones, reacciones fisiológicas, anticipaciones de acción, amplificaciones sensoriales por la atención implicada.

La sensibilidad es lo que modela la inmersión en el curso de lo real. Está hecha de esa manera de implicarse en el mundo que es la atención, tal como la postulaba Simone Weil; está hecha igualmente de modulaciones emocionales que son inteligibles tanto para la propia persona como para el resto, pues las emociones tienen un componente necesario de aviso a sí y a otros de lo relevante; y, por último, está hecha de sintonías sensoriomotoras que hacen del entorno un espacio significativo estructurado en posibilidades de acción, de sentimientos y emociones. Es por esta complejidad de las respuestas por la que la sensibilidad se constituye en economía de la experiencia. Importan las diferencias individuales, pero mucho más los sistemas de reconocimiento de lo que ocurre en los espacios comunes tanto como en los privados. Aquí es donde la mediación material actúa históricamente modulando las emociones y los sentidos.

La vida cotidiana es el tiempo, el espacio y las prácticas donde ocurre este proceso de mediación de lo material en la constitución de la experiencia. El consumo adquiere en esta cotidianeidad una centralidad no menor que la del trabajo en tanto que está orientado a la reproducción del cuerpo y la sociedad, aunque no haya recibido toda la atención merecida por parte de las ciencias sociales hasta épocas tardías.  No es solamente una fuerza económica, es también, en tanto que principal factor de la vida cotidiana, una fuerza cultural que pilota cambios históricos en la cultura material y por ello en la configuración de la sensibilidad. Esta mediación afecta no solamente a las trayectorias corporales sino que crea un espacio para el juego del sentido e inteligibilidad, en donde la sensibilidad, la acción y la disponibilidad de los objetos que forman mundo configuran la experiencia.

“Consumir” y “consumo” son términos que siguen dos líneas semánticas: una, que habla del disfrute, la apropiación, la degustación; la otra del desgaste, el agotamiento, la destrucción. Se consume lo material y lo inmaterial, se consumen cosas y tiempo. La vida misma puede ser entendida ella misma como consumo. Marx distinguía entre el consumo productivo, que implicaba el agotamiento de algo (materia, energía) que se incorporaba al producto, y el consumo improductivo que se incorporaba a la reproducción de la fuerza de trabajo. La inmensa máquina de producir mercancías produce también, como sabemos tristemente, agotamiento de materias primas y fuentes de energía; y sin embargo es una máquina de producción de objetos, tiempos, lugares y prácticas que no solo reproducen la vida fisiológica de las personas sino también la vida cotidiana, el mundo concebido como un espacio de experiencias.

Esta doble trayectoria es también parte de una dialéctica muy contemporánea en el examen de la “sociedad de consumo”. David B. Clarke, por ejemplo,[1] reivindica la tradición del gran teórico del consumo en la posmodernidad, Jean Baudrillard[2], para quien la forma signo se ha convertido en el principal motor del capitalismo, más allá de la forma mercancía. Clarke ilustra esta tesis con la imagen del capitalismo de casino, recordando el entorno de los casinos, un ámbito de aparente felicidad y (claro) “juego” en que en algunos de ellos la bebida es incluso gratis pero en los que cada día aparecen ganadores y perdedores. La ciudad posmoderna, sostiene Clarke, ha sido construida al modo de esta metáfora por un consumo concebido como intercambio de signos en una continua tensión por la distinción que tan luminosamente estudiase Bourdieu. Sin la menor duda el libro, como la tradición francesa en la que se inscribe, acierta con algunos aspectos centrales de la reproducción del capitalismo, pero en el otro lado de la controversia, la teoría de la cultura material y el consumo, como veremos más adelante, tienen razón en que el consumo es parte de la relación compleja de las personas y su mundo y esta relación no es simplemente de “signos”, en la acepción de la semiótica de Barthes y Baudrillard, sino de significado y sentido. Baudrillard, sospecho, tiene una teoría menguada de la relación de significado, demasiado dependiente del intelectualismo de Saussure y de la semiótica. Una comprensión más ligada a las prácticas y la noción performativa le hubiera permitido encontrar que hay más dimensiones en los objetos de consumo que la dicotomía entre valor de uso/ signo de distinción. Los objetos son, además de productos, mediadores en la construcción del mundo y del cuerpo. En este sentido operan del mismo modo que los conceptos como puertas o ventanas que abren espacios de posibilidad. Por supuesto que el capitalismo contemporáneo se reproduce a través del consumismo, pero este es solamente uno de sus modos, ligado a capas de la sociedad cada vez más finas a medida que crece la desigualdad. El texto de Clarke, del 2003, como el de Baudrillard, están escritos en una época en que no estaba aún claro el proceso de destrucción del estado del bienestar, ni la crisis del capitalismo de casino que habría de manifestarse poco después y que abriría también una crisis en la hegemonía del neoliberalismo y de cierta forma de posmodernismo como su lógica cultural. El consumismo es poderoso y no obstante las fuerzas que reproducen el capitalismo siguen siendo variadas, muchas de ellas basadas en el poder desnudo del estado y formas de violencia y control como la amenaza de la precariedad y el paro además de otros varios modos de represión. La radicalidad de la escuela francesa es más aparente que real.

En las sociedades del capitalismo avanzado, con un alto grado de globalización y basado en un consumo rápido de bienes baratos de baja calidad, surgen preguntas y peligros en los estudios del consumo que reflejan similares tensiones a las que existen en el análisis del trabajo. En un extremo está el riesgo de descontextualizar socialmente el consumo como si fuese un sistema de elecciones privadas, individuales, al margen de cualquier influjo social; en el extremo opuesto, está la concepción de que la publicidad, los medios y las redes sociales se han convertido en fuerzas autónomas que imponen formas de consumo que nada tienen que ver con las identidades y las maneras de ser de las personas, colectivos y grupos sociales, como si constituyesen un ámbito de imposición violenta que actúa al margen de aquellas, como si eliminada la sociedad de consumo las identidades pudiesen expresarse libremente. Entre la tensión bipolar de estas dos concepciones se extiende un espectro mucho más matizado de posibilidades de análisis del consumo como la dimensión de la cultura en donde reproduce la vida cotidiana y donde se producen identidades que si bien son identidades dañadas por la manipulación del deseo y por todas los mecanismos de la sociedad de consumo, también son espacios de resistencia.

En el consumo se manifiestan las contradicciones culturales del capitalismo y las contradicciones capitalistas de la cultura. Si en el caso del trabajo encontramos la contradicción básica de los miedos a perder el puesto de trabajo amenazados real o imaginariamente por las máquinas y la aspiración a un mundo en que los cuerpos y almas no sean modelados por el trabajo, en la esfera del consumo la contradicción que recorre la existencia contemporánea se inscribe en la vida cotidiana donde se crea un polo de tensiones entre la relación de consumo como creadora de identidad y las fuerzas sociales que parecen desbordar toda agencia personal y transmutan las vidas en vidas de consumidor o vidas consumidas.

En estas contradicciones culturales se manifiestan elementos autónomos que, como en el caso del trabajo, están ancladas profundamente en la historia en estratos anteriores al capitalismo. Si reparamos en el caso del trabajo, la introducción del trabajo asalariado “libre” del capitalismo generó una nueva alienación del trabajador, de su producto y de su propio ser, pero esta alienación, que Marx trata en los Manuscritos desde una perspectiva antropológica, contiene también un trasfondo teológico tal como expresa Pablo de Tarso en su segunda carta a los Tesalonicenses: “quien no quiera trabajar que tampoco coma”. La idea de que el trabajo es la condena por la humanidad caída tiene una inercia que incluso se manifiesta en las propias aspiraciones a otro modo de trabajo como el trabajo artesana o, más contemporáneamente, el “trabajo de los cuidados”. En el caso del consumo, si bien es cierto que el consumo masivo ha sostenido el capitalismo por décadas, no es claro que esté unido estructuralmente a su dinámica. Por el contrario, es compatible con una llamada a la austeridad que también tiene un trasfondo teológico que portaban las culturas de la pobreza predicada a los miembros de una comunidad religiosa compatibles con la riqueza de la comunidad misma. El capitalismo del siglo XXI que nace de la crisis de la era neoliberal apunta más a un sistemático recorte de las posibilidades de disfrute y acceso a bienes que anteriormente eran denostados como ejemplos de la sociedad de consumo. La cultura de la nostalgia de la sociedad del bienestar y de la generación boomer, las depresiones y otros desórdenes mentales que se produjeron durante los confinamientos y restricciones de la pandemia de Covid-19, hacen manifiesto algo más que una adición masiva al consumo, muestran que las desigualdades sociales en el acceso a viviendas dignas, a lugares de encuentro y relación humana, a elección de bienes en los que se pueda articular un plan de vida son también formas estructurales de las dinámicas económicas.

Si la dinámica histórica del capitalismo se extiende por todos los dominios de lo real transmutando en mercancía cosas y personas, si su forma avanzada llena la ciudad de pantallas y escaparates donde se muestra la fantasmagoría de aquellas, cual si fuera una épica telúrica, las sensibilidades resistentes se expresan en la transformación del entorno en paisaje, en topos donde se forman redes y comunidades emocionales en las que los objetos son, como los conceptos, modos de entenderse y entender el mundo. No se puede olvidar la tensión, pero no se puede reducir la historia de la sociedad y la cultura a un esquema plano determinista y teológico.



[1] David C. Clarke (2003) The Consumer Society and the Postmodern City, Londres: Routledge

[2] Jean Baudrillard (1972) Crítica de la economía política del signo, traducción de Aurelio Garzón, Madrid: Siglo XXI, 2007

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