domingo, 3 de abril de 2022

La producción cultural del tacto

 



Si la construcción de la experiencia es un proceso que exige coordinar la percepción subjetiva y cualitativa con la mediación material del entorno, en ella, el tacto es el sentido que representa de forma paradigmática la corporeidad y la conexión entre lo objetivo y lo subjetivo. La lista de referencias culturales al tacto es larga, si bien a la vez que suelen degradarlo frente a la vista o el oído (la palabra), tienen que aceptar que es el sentido que produce una confianza mayor en la conexión epistémica con el mundo. Sin ser infalible, el tacto parece ser algo más robusto frente al posible engaño de los sentidos (una sospecha de la que nace el escepticismo sobre el que se construye el escepticismo de la modernidad). En el evangelio de Juan, Jesús resucitado le pide al suspicaz Tomás que ponga los dedos en su herida para asegurarse de que es él. En el episodio tan central en El Quijote, cuando don Alonso se despierta de su caída y golpe en la cueva de Montesinos y quiere asegurarse de que está vivo y no soñando las manos parecen resolver el problema escéptico de las Meditaciones cartesianas: "Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que exige que entre mí hacía me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora". 

La excepcionalidad y privilegio epistémico del tacto sobre los demás sentidos no han sido aceptados con demasiado entusiasmo por la filosofía y sin embargo su singularidad fisiológica, funcional y fenomenológica le hace merecedor de una atención tanto desde la perspectiva más restringida filosófica como desde la más amplia de la teoría y la crítica cultural. El órgano del tacto es la piel, el mayor de los órganos del cuerpo (en una persona adulta de tamaño medio pesa aproximadamente tres kilogramos y tiene una superficie de dos metros cuadrados). La piel merece también por sí misma un lugar de primera fila en los estudios culturales. Es una frontera cuya existencia liminal explica la importancia del tacto en la construcción de la experiencia, del mismo modo que ella misma es la que constituye la base material de la identidad personal. Las referencias iconográficas a los écorches o desollamientos tanto en anatomía (Andrea Vesalio De humanis corporis fabrica) como en pintura mítica (Marsias, San Bartolomé, especialmente los cuadros respectivos de José Ribera) muestran el interés que tuvo el barroco en la piel como página principal del atlas del cuerpo humano. Sin piel no hay persona, los rasgos idiosincrásicos que nos permiten reconocer lo singular de un cuerpo desaparecen para convertirlo en pura carne. No es sorprendente pues que una de sus funciones, el tacto, sea tan esencial en la existencia.

A diferencia de otros sentidos en los que la especie humana no puede competir con otros animales, el tacto es una función especialmente desarrollado en esta especie. Uno de sus ejercicios, en el caso de la mano, podría considerarse como una diferencia específica. La filosofía clásica privilegia la vista y sus metonimias (teoría) como característica particular de la especie, pero, como ya propuso Engels, es la mano y su ejercicio, la técnica, la que construye el entorno material que diverge la trayectoria evolutiva del hilo de los homínidos.

Si la vista es básicamente espacial, si la idea de perspectiva es la que configura la construcción del espacio visual, el tacto es esencialmente temporal. El espacio perceptivo que resulta tiene rasgos distintos y notables. Mientras que los modelos visuales de lo real tienden por la constitución desde la perspectiva a producir modelos individualistas y pasivos, el tacto ofrece algunas características del mayor interés filosófico. Así, mientras que la perspectiva visual permite una cierta concepción cerrada de los perceptos, como cuando decimos “lo captó todo de un golpe de vista”, el tacto produce siempre resultados abiertos, parciales y nunca terminados. A diferencia de lo visual, que también tiende a generar concepciones (erróneas) de lo sensorial como pasivo (en Kant, por ejemplo, quien considera a los sentidos como pura receptividad, algo que repite su seguidor contemporáneo John McDowell en Mente y mundo, (1994)), lo táctil o háptico es siempre exploratorio, agencial, fruto de la espontaneidad. En tercer y más importante lugar, lo táctil genera una simetría entre el sujeto y el objeto que en los otros sentidos no es tan evidente: tocar es ser tocado al mismo tiempo. Cuando lo que tocamos son seres vivos, y especialmente personas, la alteridad se impone de un modo muy particular que en otros sentidos no se da de una forma tan determinante. Tocar a otra persona es ser tocado por ella, no como simple objeto sino como una subjetividad que afecta directamente a nuestra piel.

Esta característica de simetría es lo que hace del tacto un medio central en el establecimiento de vínculos sociales. Sabemos que una gran parte de los simios, los mamíferos de mayor socialidad, emplean una parte significativa de su tiempo en tocar la piel de otros coespecíficos con objeto de preservar y reproducir los vínculos emocionales sin los que el grupo se desharía. Un bebé privado del contacto habitual con la piel de la madre tendrá problemas para el desarrollo de sus relaciones sociales y de su confianza en el mundo. No es por ello extraño que nuestros microrrituales más importantes para el mantenimiento de las relaciones sociales se expresen mediante formas de tacto. El saludo, este ritual tan esencial de la relación social, adopta en la mayoría de las veces formas táctiles, como el dar la mano, el abrazo y el beso. Cada una de estas formas y sus subvariedades construyen una jerarquía de intimidades que indica a la otra persona y al grupo la profundidad del vínculo social que expresa y reproduce el saludo. Exceptuando a los políticos de la antigua URSS, el beso en la boca no es algo que usemos para saludar al jefe o la jefa en el trabajo ni se nos ocurrirá dar la mano a nuestra pareja.

Pablo Maurette, en su magnífico libro sobre el tacto El sentido más olvidado, 2017, dedica un hermoso ensayo al beso erótico o beso en la boca. Suele ser la forma de aprendizaje erótica en la adolecescencia antes de establecer otras relaciones sexuales, pero manifiesta una dinámica particular que es mucho más interesante y más profunda que la de un simple entremés o aperitivo sexual. Es un acto mutuamente exploratorio que construye formas de intimidad que probablemente no llegue a alcanzar el acto sexual simplemente genital. Y lo es porque los labios y lengua son zonas táctiles muy particulares que conectan no ya los interiores de dos personas sino su mismo aliento vital.

En el orden de los vínculos sociales, el tacto, como uno de los principales medios de placer, está unido a la constitución de una cultura material específicamente humana. Así, lo que llamamos hogar se organiza originaria (y etimológicamente) alrededor del fuego. El control de la temperatura es una de las funciones básicas de la piel, y el control material de la temperatura externa fue una de las primeras conquistas culturales de los homínidos a través del fuego y los refugios. Acercar a alguien para que comparta el fuego es permitirle entrar en el círculo social íntimo. En la modernidad, el capitalismo tiene un origen importante, como explican Sombert y más tarde Fedinand Braudel, en la constitución de una cultura material del confort, que está asociado principalmente al tacto: lechos blandos, texturas suaves de tejidos, hogares amueblados con materiales nobles,… en general, la cultura del confort es en gran medida una cultura del tacto.

Si el tacto crea vínculos sociales, también los destruye. Es por ello uno de los principales instrumentos del poder que aprovecha la capacidad del tacto para producir dolor. Dos de las prácticas más habituales de la opresión violenta están orientados a la destrucción: la tortura, una violencia que se ejerce la mayoría de las veces sobre la piel y que tiene ilimitadas modalidades de producción de daño, dolor y terror, siempre con el objetivo de destruir los lazos sociales de la víctima, que la mayoría de las veces tardará, si sobrevive, en recuperar su confianza básica en el mundo. La violación sexual, también con modalidades táctiles distintas, que siempre daña, a veces irreparablemente las identidades sexuales de las mujeres. Los vínculos sociales y la identidad sexual son dos dimensiones básicas de la identidad personal. El daño infligido es generalmente irreparable de forma completa y es la muestra más canalla del poder y la opresión sobre personas y colectivos. La opresión tiene siempre como efecto el destejido de los lazos que unen las identidades y la instrumentalización del tacto es efectiva para confinar los cuerpos en lo que la tradición religiosa llamó un valle de lágrimas como metáfora del tiempo de la vida.

El tacto ha sido olvidado también en las teorías sobre la aisthesis o sensibilidad humana, pero los regímenes de lo sensibles son también, y quizás sobre todo, regímenes hápticos, que entrañan un reparto de lo tangible y lo intangible. Así, aunque en la era de la mercancía las relaciones humanas abocan a una forma abstracta, su realización es muy material. Pues aunque la propiedad privada se constituya de formas abstractas como posesión de valores de cambio, se manifiesta en la realidad de las cosas y los derechos de tangibilidad. Salvo los nuevos bienes intangibles que parece crear el arte digital, la propiedad se manifiesta en objetos tangibles, que en un periodo inicial del capitalismo fue también propiedad de cuerpos de personas en la fase esclavista de su desarrollo.

Es habitual que las teorías de la aisthesis o sensibilidad humana releguen el tacto a un lugar secundario. Tales son las extendidas ideas de Jacques Rancière, que expresan los regímenes estéticos de las diversas épocas culturales como “repartos de lo visible”. Es cierto que Rancière con ello quiere expresar que las transformaciones sociales lo son también de lo sensible, pero no obstante cae en la primacía de los regímenes ópticos sobre los hápticos. Lo cierto es que las transformaciones del espacio social entrañan resituaciones de lo tangible e intangible. No porque se transformen las bases biológicas del tacto sino porque lo hacen las accesibilidades o affordances que sitúan a los cuerpos en su entorno, que los cuerpos sintonizan como posibilidades de acción. Los regímenes hápticos tienen su base en el lugar central que ocupa la piel en la distribución de los cuerpos en el espacio social.

La piel no es solamente el órgano del tacto, es también la epidermis de lo social y la frontera osmótica por la que se producen los intercambios de materia, energía, información y afecciones entre el organismo y el medio. Su carácter liminal le dota además de sus propiedades funcionales de una condición simbólica de la posición del cuerpo en el espacio social. La piel está siempre “socializada”. Las grandes divisiones sociales se inscriben en la piel. La piel está “generizada” o definida socialmente a partir de los caracteres sexuales y su circulación social. Las divisiones sexuales de la sociedad se expresan en formas en que la piel se sitúa en las relaciones sociales. La propiedad patriarcal de las mujeres no lo es solamente de las capacidades reproductivas sino también y sobre todo de los “derechos” de tangibilidad y visibilidad de la piel. En las sociedades tradicionales, los rituales amorosos por los cuales una mujer entra en el mercado de los cuerpos se traducen en una progresiva cesión de derechos de tangibilidad de la piel desde ceder el tacto de las manos o los labios a entregar la piel entera. Los cambios en la visibilidad de la piel suelen acompañar estos procesos, pero también otros signos en la piel en la forma de pinturas, anillos, abalorios y formas de ropaje.

La piel está “racializada” en el espacio social y en los cambios históricos. Su color, una característica visible define también las accesibilidades táctiles al mundo. Hannah Arendt definió muy perspicuamente la condición de exclusión social usando el término de casta indú paria, que alude a los “intocables” como los grupos que están abajo en la escala social, que constituyen ópticamente lo “obsceno” (fuera de escena), lo abyecto, lo intangible. Es la piel la que define estas posiciones. El color de la piel ha definido históricamente la condición de propiedad de los cuerpos. La esclavitud de las sociedades premodernas se limitaba a los enemigos o a quienes estaban endeudados y tenían que vender sus cuerpos o los de sus hijos, pero en la modernidad se produce un salto cualitativo cuando es la piel la que define las posibilidades de apropiación de las personas. En la América colonial la división entre los blancos y las clases inferiores da lugar a un complejo sistema de castas producto de la violencia social y sexual que se traduce en clasificaciones del mestizaje: criollo, morisco, mulato, cholo, zambo, chino,… clasificaciones basadas en la piel y en las hibridaciones que, a su vez, definen los regímenes de posibilidades de acceso a un puesto social.

Las clases sociales se inscriben en la piel. Los derechos de propiedad son primigeniamente derechos de tacto o uso de las cosas y las personas. A pesar de que en el capitalismo se conviertan en algo abstracto, como lo es la condición de mercancía, los derechos de propiedad se manifiestan también como formas de tacto que se expresan en la división social del trabajo. La callosidad de la piel de las manos, las arrugas o el color determinado por la exposición al sol y a los vientos muestra los signos de la posición del cuerpo en los regímenes de división social y sexual del trabajo. El cuento tradicional de la princesita que era capaz de detectar un guisante bajo el colchón expresa bien la condición de clase de la piel. “Tener la piel fina” que usamos para caracterizar la ociosidad laboral también enuncia la mayor o menor sensibilidad a las afecciones sociales. “Dejarse la piel” es lo que decimos para dar cuenta de lo que produce el trabajo. Lo palpable es el adjetivo que representa epistémicamente los regímenes hápticos, lo tangible de la realidad y los grados de acceso a ella. La piel como frontera de lo palpable se convierte en el lugar de intersección de lo epistémico y lo social.

Esta visión fenomenológica y general sobre lo háptico se materializa en formas muy concretas si atendemos a la historia del capitalismo, especialmente en sus dos primeras centurias de existencia. La historia del algodón, de la experiencia háptica en sus varias determinaciones y la historia del capitalismo están inseparablemente entrelazadas. Hay numerosísimos estudios de este entrelazamiento, especialmente en lo que respecta a la relación entre esclavismo, capitalismo y extensión mundial del cultivo del algodón, pero sin duda destaca sobre todos la monografía de Sven Beckert[1] que narra pormenorizadamente la globalización de los cultivos de algodón por todo el mundo y su relación con el origen del capitalismo. La imagen tópica del primer capitalismo de la revolución industrial es la de las minas y las grandes siderurgias, pero fue con mucho la industria algodonera la que literalmente tejió las redes industriales, comerciales, financieras y, sobre todo de explotación que generaron el capitalismo industrial. Manchester, Brujas, Fall River (Rhode Island), New Jersey, Connecticut, Cataluña, Alsacia,… fueron desde comienzos del XIX los grandes centros de hilado y tejido del algodón, superando a la tradicional artesanía de la India. En el origen material de la revolución industrial, las máquinas de hilado fueron tan determinantes como la máquina de vapor: la tradicional rueca que llena el cuadro de Las hilanderas de Velázquez, y que representa la artesanía del XVII, dio paso a la  hiladora Jenny de James Hargreaves en 1720, la mula de hilar diseñada en  1775 por Samuel Compton y patentada por Richard Roberts en 1825, quien diseñó también proyectos de máquinas automáticas. El algodón es una de las fibras vegetales más antiguas, junto al lino y el cáñamo, cultivado independientemente por aztecas e incas, en India y China y el sudeste asiático desde la antigüedad. La era de las talasocracias modernas portuguesa, española, inglesa, holandesa contribuyó a extender el algodón que comenzó a competir de forma exitosa en el siglo XVIII con los tejidos de lujo de la aristocracia: los linos, damascos, terciopelos, rasos y sedas. A comienzos del XVII se crean la Compañía Británica de las Indias Orientales, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y un poco más tarde la Compañía Francesa de Indias, parte de cuyos beneficios provenían del comercio del algodón. El algodón tiene la ventaja del fácil teñido, una artesanía que dominaba la India, la gran productora y comercializadora hasta finales del siglo XVIII, hasta el punto de que generó una ola de restricciones de aranceles por parte de las potencias imperiales. El último tercio del XVIII y la primera mitad del XIX fueron testigos, sin embargo, de un fenómeno explosivo de producción en Estados Unidos cuando los primeros plantadores descubrieron que las tierras del sur eran muy propicias al cultivo, y sobre todo cuando comenzaron a extenderse las grandes plantaciones trabajadas por esclavos africanos. El grupo de esclavistas algodoneros dominó la política de Estados Unidos ya desde los primeros momentos de la independencia, cuando la falta de materia prima llevó a la sustitución del comercio de algodón de la India con el desarrollo de grandes plantaciones.  La sed de tierras para el cultivo de algodón llevó a comprar territorios del sur como la Florida al reino de España y la Luisiana a Francia, seguido de las guerras de conquista y expulsión de las tribus indígenas hacia el Oeste, hasta llegar al Misisipi, cuyo delta se convirtió en un centro mundial de poder político y económico. La producción a gran escala de las plantaciones de esclavos inundó el mercado y creó un circuito básico con los centros industriales del norte, como Rhode Island y con el Reino Unido.

Azúcar y algodón fueron dos productos que estuvieron en la base del desarrollo del capitalismo industrial por el impacto que tuvieron las innovaciones técnicas pero sobre todo por su base en la mano de obra esclava. La transformación del gusto en el caso del azúcar, y la generalización de los tejidos de algodón se apoyaron en una ceguera mundial sobre su origen. El mercado mundial se llenó de muselinas, calicós, percales, satenes, mahones, gabardinas, mezclillas y denims, con sus atractivos colores y la suavidad del tacto con la piel. Una piel que dio origen al nuevo racismo, distinto a la xenofobia que pudo haber sido una característica de discriminación en las eras premodernas. El racismo convirtió el color de la piel en índice de superioridad e inferioridad humanas, e impulsó una legitimación científica del esclavismo y el colonialismo más salvajes. Los primeros cien años de capitalismo, sostiene Beckert, con toda la razón, crearon una alianza de los estados y de los grandes plantadores y compañías coloniales para impedir las rebeliones, hasta el punto de que puede hablarse de un capitalismo de guerra en el origen del capitalismo industrial. La historia industrial y comercial del algodón prosiguió triunfal en la segunda mitad del siglo XIX y reinó en el siglo XX creando la industria de la moda y el pret a porter, del consumo de prendas baratas masivos, hasta el punto de que la historia de la camiseta, cuyo algodón crece en Alabama, se tiñe en India, se confecciona en China, se imprime en Filipinas y vende en Walmart ha sido empleada como paradigma de la globalización del transporte barato.

El tacto, la piel y la experiencia se han transformado en la modernidad como resultado de múltiples fuerzas culturales, pero la historia del algodón ilustra mejor que otras historias más conocidas el poder mediador de las transformaciones materiales en la configuración de los cuerpos contemporáneos.

 



[1] Sven Beckert (2014) Empire of Cotton. A Global History , Nueva York: A. Knopff


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