Hay una profunda conexión entre los estados de ansiedad y la
enorme esfera de prácticas y dispositivos orientados por políticas de control y
configuración del cuerpo y la mente: la omnipotente industria cultural de las
plataformas, pantallas y videojuego, donde imagen, palabra y música se
organizan en la construcción de espacios de subjetividad; la no menos poderosa
red de organizaciones de turismo, gimnasios, deportes y prácticas de
monitorización del cuerpo y, allí donde estos mecanismos de control no han sido
suficientes, y de hecho dejan ver sus entretelas cada vez mas descosidas, la
galaxia de las drogas y medicamentos ansiolíticos ha ido conformando las base
material del desasosiego moderno, de la inadaptación del cuerpo y la mente a
las estructuras de la vida cotidiana. Desde los años cincuenta, la innovación
farmacéutica en tranquilizantes ha caminado en paralelo con las mucho más
visibles tecnologías digitales y de comunicación: Meprobramato , 1950
(Miltown), Diazepam, 1960 (Valium), Clordiazepóxido, 1960 (Librium), la familia
de las benzodiazepinas a lo largo de los años sesenta (Flurazepam, Lorazepam
(Orfidal), Clonazeapam, Oxazepam, Temazepam, Triazolam, Alprazolam (Xanax)) que
afectan al neurotransmisor GABAa con funciones inhibitorias del sistema
nervioso central; las variedades de los bloqueantes de receptores de orexinas
(SORAs o single orexin receptor antagonistss) o hipocretinas producidas en el
hipotálamo. Toda esta constelación de medicamentos se une a las drogas legales
e ilegales sedantes, los opiáceos (morfina, codeína, tebaína, fentanilo,
heroína, metadona, oxicodona), así como con los usos ansiolíticos de sustancias
más domésticas como el alcohol y tabaco.
La extensión de la cultura material tranquilizante es la
evidencia más clara de la extensión subyacente de la agitación y el desorden
mental, de la ansiedad en sus múltiples variantes. Hoy la ansiedad se
diagnostica como desorden por los perfiles estadísticos y clasificaciones de la
psiquiatría. A partir del DSM-III de 1980 (Manual estadístico de diagnóstico de
la Asociación estadounidense de psiquiatría), la ansiedad se trató como un
motor de desórdenes específicos, bien relacionado con fobias específicas (fobia
social entre ellas), bien como desorden generalizado de ansiedad, pánico o
formas difusas de malestar, muchas veces asociado a la depresión. Está muy viva
la discusión del desorden[1] es, si
interno o externo, si es una reacción desmedida, desmesurada, una pérdida de
escala, o es una sensibilidad afinada y bien ubicada en nuestro espacio y
tiempo[2].
La controversia sobre los factores ansiógenos nos conduce al
corazón mismo de la idea de salud y a las de sentido de la existencia y las
relaciones de las personas con el entorno sociotécnico del capitalismo
avanzado. La industria de las sustancias ansiolíticas (y en paralelo las
excitantes) conforma una parte sustancial de la economía mundial, una cantidad
que tiene significatividad cualitativa sobre los cimientos de la civilización
en cualquiera de sus advocaciones (capitalismo tardío, Antropoceno, etc.). El
tratamiento médico se orienta a lo paliativo individual, a los efectos más
dolorosos de la ansiedad que ocasionalmente incapacitan para la vida cotidiana,
pero la sociología desde Weber y Simmel ha detectado la estrecha conexión entre
la ansiedad y la configuración de lo cotidiano en el capitalismo.
La fenomenología de lo cotidiano lleva a pensar si acaso la
cultura del capitalismo no está asentada sobre estructuras y dispositivos
ansiógenos por necesidad, virtualmente destructivos de la personalidad
integrada. El enervamiento de las ciudades que postuló Simmel, la
desorganización del relato de experiencia que observaba Benjamin y que ha
tratado recientemente Lola López Mondéjar[3]: desde
hace un siglo, la relación entre la prevalencia de la ansiedad y la forma de
vida ha sido un tema transitado tanto por la sociología como por la literatura
y el cine. La investigadora australiana Caryl Osborn[4] ha
interpretado parte de la literatura norteamericana de los suburbios como
tragedias oscuras y sacrificiales que muestran los costos de las utopías del
bienestar. Su clarividente libro busca las fracturas de ese sueño utópico en
sus mismas bases, recogiendo lo que ha sido la gran tradición de la literatura
suburbana que analiza las ansiedades y muros insalvables del sueño americano.
Ella analiza varias obras que recorren varios aspectos de este sueño: Muerte
de un viajante (Arthur Miller, 1949): es una de las mejores exposiciones de
la utopía neoliberal del éxito social. Actual pese a la distancia temporal. Las
vírgenes suicidas (Jeffrey Eugenides, 1993 y su versión cinematográfica de
Sofía Coppola, 1999): un narrador colectivo, la vecindad suburbana, incapaz de
duelo y de comprensión de su propio fracaso, situada en las crisis del Detroit
de los primeros setenta. Revolutionary Road (Richard Yates, 1961 y su
versión cinematográfica de Sam Mendes, 2008): la fractura del sueño masculino,
vista desde la mirada de una esposa. La
tormenta de hielo (Rick Moody, 1994 y su versión cinematográfica de Ang Lee
1997): una revisión trágica de la revolución sexual de los setenta y de las
contradicciones del deseo como deseo ontológico. Son cuatro obras que tienen un
trasfondo trágico, en el que el sacrificio de alguien es un resultado
inevitable de la imposibilidad de resolución de las contradicciones internas
del mito del sueño americano.
La cara oculta del sueño americano extendido al conjunto del
planeta como imaginario neoliberal genera un persistente temor al fracaso
individual, trasunto del pecado. La represión sexual (para las mujeres
especialmente) fue el factor ansiógeno de la moral puritana decimonónica. Tenía
que ver con la ubicación de la familia en el orden del capitalismo
naciente. No es difícil detectar cuáles
son los factores ansiógenos en el siglo XXI. Han sido tratados en innumerables
obras: la fractura de las expectativas económicas de los años del bienestar, la
precariedad y la nueva dureza gerencial[5] en el
espacio y tiempo del trabajo, las dificultades de acceso a la vivienda en las
ciudades donde se encuentran los trabajos, el clima de guerra cultural, la
polarización sobre los temas centrales de la vida y la sociedad como la
identidad de género, la orientación afectiva, la racialización, los climas de
pánico respecto a la emigración, la inseguridad en las grandes ciudades,
asociada a la desigualdad y la exclusión, caldo de cultivo de delincuencias
organizadas, el miedo a las catástrofes ecológicas, sanitarias o tecnológicas.
La ansiedad no está centrada necesariamente en un objeto,
puede ser un estado difuso causado oblicuamente por convergencias de lo
temperamental y el entorno. Es parte de un mecanismo evolutivo de manejo del
riesgo y la incertidumbre pero, como ocurre con tantos dispositivos, es un
lugar que puede ser fácilmente colonizado por las fuerzas del entorno y lo que
fue adaptativo puede convertirse en dañino, al modo de los alimentos ricos en
azúcares y grasas. Cuando la ansiedad se extiende colectivamente, como ocurre
en la cultura contemporánea, se convierte en un componente de las estructuras
de sentimiento y en un resultado y a la vez espacio del conflicto que ordena y
desordena lo cotidiano y se manifiesta en formas diversas.
.
[1]
En general, forma parte del problema de la clasificación estadística de
desórdenes, tal como aparece en los influyentes manuales norteamericanos:
Schnitter, Jason (2017) The Diagnostic System. Why the Classification of Psychiatric Disorder
is Necessary, Difficult, and Never Settled, Nueva York: Columbia University Press.
[2] Schnittker, Jason (20219 Unnerved.
Anxiety, Social Change and the Transformation of the Modern Mental Health,
Nueva Your: Columbia University Press.
[3] López Mondéjar, Lola (2024) Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad. Barcelona: Anagrama
[4] Osborn, Caryl (2021) Tragic
Novels, René Girard and the American Dream, Londres: Bloomsbury.
[5]
Alonso, Luis Enrique, Fernández Rodríguez, Carlos J. (2018) Poder y
sacrificio. Los nuevos discursos de la empresa, Madrid: Siglo XXI
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