Me pidieron el lunes pasado en el programa de la SER “Hoy por Hoy”, conducido por Ángels Barceló, que hiciese algunos comentarios a propósito de las dificultades que se tienen para pedir disculpas y perdón, especialmente en casos de mucha relevancia mediática. No se citaron explícitamente estos casos, pero algunos de ellos habían ocupado las pantallas y portadas de los últimas semanas y esa misma semana (esta) otro caso de acoso sexual volvía a la atención pública. Estas líneas recogen un poco más elaborado lo que pensé y dije en aquella ocasión.
Pedir disculpas y pedir perdón. No creo que sean lo mismo.
Pedimos disculpas cuando hemos causado un inconveniente por nuestra torpeza,
desidia o por accidente. Ponemos algunas excusas por ello y esperamos que la
otra persona las acepte. A veces decimos “perdón” cuando la palabra adecuada
era “disculpe”, pero eso no implica que los dos rituales y actos performativos
sean equivalentes. John L. Austin, el filósofo británico que pensó y popularizó
la idea de “actos de habla”, escribió un ensayo titulado “Un alegato en pro de
las excusas” en el que discurre sobre algunas ocasiones de la vida cotidiana en
las que se pregunta cuándo hay que pedir disculpas y cuándo no. Así, por
ejemplo, si en una velada, quizás en la que el invitado ya ha tomado dos copas,
se levanta del sofá y pisa la muñeca en el suelo, es correcto pedir disculpas.
Pero si nuestro infortunado personaje pisa el bebé y le fractura un brazo no
son disculpas lo que tiene que pedir. En las disculpas está el reconocimiento
de un inconveniente. En el perdón hay un daño y lo que está en juego es mucho
más serio y afecta a la misma trama de la relación social. “Tendría que haber
mirado mejor”, “tendría que haberse dado cuenta”, “no puedo entender que
hiciese eso”, “no tiene disculpa”,…, son expresiones cotidianas con las que
señalamos ese punto de inflexión entre las disculpas y el perdón.
Los rituales o micro-rituales son actos normativos que reproducen
los vínculos sociales o, en su caso, los restauran. Saludar, dar un beso por la
mañana a nuestra pareja, preguntar “¿cómo estás?” a nuestros conocidos en el
encuentro ocasional o diario en el trabajo, son micro-rituales que hacen saber
a la otra persona que “todo está bien entre nosotros”, que el vínculo social no
ha sido afectado. No implicarse en ellos cuando habría que hacerlo exige pedir
disculpas, no perdón.
¿Cuándo entró el perdón en la historia como un ritual
necesario de reparación? Mi amigo (no le olvido) el filólogo norteamericano
David Konstan, se hizo esa pregunta e investigó exhaustivamente el mundo
clásico y el tardo-romano, de donde salió este luminoso libro: Before
Forgiveness: The Origins of a Moral Idea, en el que sostiene que en la
Antigüedad no se contemplaba la exigencia de arrepentimiento antes de pedir
perdón, sino que el acto similar trataba más bien de apaciguar la ira de la
persona afectada, de pedirle olvido o al menos que no respondiese con una
venganza esperada. Las oraciones a Jahvé o los ruegos a los poderes terrenales
tenían esa esperanza de que el olvido o la generosidad hiciese menos probable o
costoso el castigo.
Para bien o para mal, el arrepentimiento y la obligación de
pedir perdón es uno de los componentes de la subjetividad moderna, que nace con
el cristianismo pero que en realidad es fruto de una transformación de fondo en
las pasiones que sostienen el yo de la modernidad. La petición de perdón
entraña complejidades intersubjetivas de orden moral y político que articulan (de
nuevo, sí, para bien o para mal) la estructura de lo cívico.
El acto de pedir perdón tiene un componente cognitivo, otro
emocional y un tercero de orden social y moral. En primer lugar entraña el
reconocimiento por parte del ofensor de que ha causado un daño real, no un simple
inconveniente, del que es responsable porque tendría que haberse dado cuenta de
lo que estaba en juego. Cuando el ofensor o victimario reacciona diciendo o
pensando “no es para tanto”, “si te has sentido ofendido, disculpas”, etc.,
sabemos que hay un déficit cognitivo, una ignorancia voluntaria o estructural
que añade un cierto grado de violencia al daño ya causado.
El componente emocional, lo que el catecismo llamaba arrepentimiento,
es un ejercicio afectivo que llamamos “vergüenza”, por la que, como ha
estudiado mi colega Alba Montes, el yo se siente expuesto, frágil, vulnerable,
inferior y todo su ser está afectado por un miedo a ser mirado por la
comunidad. El Génesis lo explicaba muy bien con la historia del
ocultamiento de Caín después de su crimen. Sentir vergüenza es lo que de forma
natural despierta el reconocimiento del daño. Y llamamos “sinvergüenzas” o “desvergonzados”
a quienes padecen un déficit emocional y sociópata cuando infligen daño a
otros.
El arrepentimiento es la parte sustancial de la fábrica del
perdón. Entraña algo más que el reconocimiento y la vergüenza, entraña una
transformación moral del yo, una suerte de nueva norma interna que refleja un “nunca
más” en el comportamiento. Por eso Hannah Arendt sostenía que el perdón
reinicia la historia, porque, en algún sentido bastante literal, implica una
transformación del yo del victimario.
El catecismo católico tradicional exigía además “decir los
pecados al confesor y cumplir la penitencia”. Tenía razón Foucault en que esa condición de
la emergencia del yo moderno contenía un ejercicio de poder. Pero no tenía
razón en dejar su comentario en esta constatación de los cambios de nuestras
relaciones. En realidad lo que significa el nuevo discurso del perdón como
exigencia moral y política es “decir el daño a la víctima y ante toda la sociedad”
y aceptar las consecuencias del acto.
Solo la víctima puede perdonar si considera que las
condiciones del mundo, del victimario y de la sociedad han cambiado lo
suficiente. En otro caso, su resentimiento le estará avisando de que algo aún
no ha restaurado la vida cotidiana. Y la sociedad debe preguntarse si es así o
no.
Bajo todas estas condiciones, el perdón, sí, puede retejer,
al menos en parte, los lazos fracturados. No entraña olvido, todo lo contrario,
exige una vigilancia para que el “nunca más” sea real y permanente. Pero es una
condición de socialidad entre personas que mutuamente se reconocen como tales.
Ahora es más fácil responder a la pregunta de ¿por qué es
tan difícil pedir perdón? Hay una resistencia explicable a pedir perdón. El yo
del victimario necesita una revisión completa de su manera de estar en el
mundo, de su propia trayectoria y cambiar hasta un punto bastante hondo su
identidad narrativa. Y tiene que pasar vergüenza y sentirse expuesto y frágil.
Pocos son lo suficientemente lúcidos y valientes para hacerlo. Prefieren que la
historia siga y que sus víctimas sigan siendo unas resentidas y ofendiditas.
Pero hay un nuevo daño en esta incapacidad. Un daño que ya
no es solo individual sino colectivo. El no pedir perdón no solo ha roto los
lazos implícitos y explícitos con la víctima, ha debilitado también todos los
lazos sociales y ha cooperado en la estructura de poder y dominación. El daño a
una víctima entraña un daño colectivo pocas veces notado. La víctima sí lo
hace, pero no siempre es escuchada.
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