Hay días en que nos preguntamos como Hannah Arendt qué pudo haber ocurrido para que hayamos llegado a estas situaciones donde se permite que la insolencia reine por todas partes y en los que las gentes que sufren las amenazas sin cuento de los poderosos, y con ella se preguntan qué ha podido faltar para que se alcen hasta las cúpulas de la dominación personas tan funestas. Ella, la filósofa cuya mirada fue la más penetrante de su siglo, respondía que faltó la capacidad de juicio. Kant había llegado a conclusiones similares en una época no menos convulsa en la que se estaban produciendo rápidas curvas en las siempre azarosas sendas de la historia.
La facultad de juicio parece haber sido siempre el objetivo
de la exploración del Kant maduro cuyo proyecto filosófico era responder a las
preguntas fundamentales: ¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos
cabe esperar?, ¿qué es el ser humano? Comenzó delimitando las posibilidades de
las capacidades de conocer, estableciendo así las fronteras de la agencia
epistémica, del juicio cognitivo; siguió inquiriendo la lógica del “deber”, del
saber y poder práctico, de la agencia práctica si queremos llamarla así, una de
cuyas vertientes básicas la forman la agencia y la identidad morales, lo que
nos constituye como seres en el reino de los proyectos y los fines y nos
enfrenta a las cuestiones básicas de con qué acciones y omisiones somos capaces
de vivir y cargar.
Kant tenía claro que todo lo que había hecho aún no rozaba
la cuestión básica, la de qué hacer cuando no hay principios claros que guíen
la conducta, por ello emprendió la redacción de la obra que, al menos desde mi
punto de vista, es la más grande de toda su impagable contribución al saber
humano, la aproximación crítica a la capacidad de juzgar bajo condiciones de incertidumbre.
En esta obra, Kant comienza mirando hacia abajo, uniendo lo humano al reino de
la vida en donde nacen la fuerza y el impulso de continuar. Sin citarlo, Kant
parece estar más cerca que nunca de Spinoza. Y sobre estas bases tan
materialistas, tan fundadas en lo teleológico, Kant reconoce que nuestro juicio
es vulnerable y acude a dos agarraderos no menos frágiles pero también no menos
necesarios: el juicio de lo común, lo que llama el “gusto”, pero podría y debería
haber nombrado con un concepto más amplio, y el juicio reflexionante, la
auténtica capacidad de juicio.
Esta capacidad de juicio no es necesariamente moral, no
puede confundirse con la moral ni es una capacidad ética. Tampoco, como parecía
extenderse en la posmodernidad, es una capacidad estética, ni siquiera en la forma
más aceptable de la capacidad estética que es lo que llamamos sensibilidad. Es
la capacidad para delimitar lo que importa, lo que de verdad nos preocupa, lo
que nos constituye como humanos y como seres cuyas vidas tienen sentido.
Harry Frankfurt ha ofrecido luminosas palabras sobre esta
capacidad, que no puede reducirse ni al deseo ni a los principios ni conductas
morales. Pues, aunque nuestras vidas estén dominadas por el deseo, o regidas
por principios categóricos, puede que las sigamos considerando vidas sin
sentido, pues nuestra capacidad de juicio nos indica que desearíamos no tener
ni seguir esos deseos, o que esos principios no son los que nos hacen sentir vivos.
Esta tercera forma de agencia, que se añade a la agencia
epistémica y la agencia práctica, cabría llamarla “agencia evaluativa”,
sabiendo como Kant nos enseñó, que valorar no depende ya de códigos ni de “valores”
en el sentido trivial del término, sino de otra forma de determinación más
profunda, de nuestra capacidad para decidir lo que importa, de entender claramente
qué es aquello que tenemos que cuidar.
Esta agencia está implicada, sin dominarlas, en la agencia
epistémica y en la agencia práctica, que tienen sus propios espacios de autonomía,
pero interactúa continuamente con ellas, como ellas lo hacen con la capacidad
de juicio evaluativo. Así mismo, la agencia evaluativa supone una madurez
epistémica y moral suficientes como para tener tanto grado de autoconocimiento y
de sensibilidad moral como para formar parte de una colectividad de la que
depende el futuro de la humanidad, y en buena medida, la preservación de la
vida misma.
A veces, en ciertas épocas, la capacidad de juicio se degrada y las más oscuras nubes amenazan en el horizonte.
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