domingo, 16 de marzo de 2025

Economía de la experiencia

 



Un año antes del fin del milenio, dos divulgadores de escuelas de negocios, Joseph Pine y James Gilmore escribieron Economía de la experiencia, un libro dirigido a los gestores de empresas para señalarles la importancia que tenía el su producción y estrategias de venta la incorporación de la promesa de una experiencia. Su tesis era que la experiencia de la compra de un producto (o su uso) era un componente del valor que podía ser explotado.

No era una idea novedosa. Walt Disney la llevaba practicando desde que en 1955 fundó su primer parque temático Disneylandia, ofreciendo a los padres una experiencia inolvidable para sus hijos. Recuerdo un artículo de Vázquez Montalbán (pero no la cita, disculpas) en el que confesaba haber visitado uno de los parques temáticos y lo había disfrutado como un niño, aconsejando al futuro visitante de izquierdas que dejase colgada la ideología a la entrada. Y yo confieso haberlo hecho también por aquellos años en el parque de Orlando, en Florida. La promesa de la experiencia tiene un poder de atractivo tan fuerte como para haber transformado la economía del capitalismo avanzado.

Los estudios críticos de la sociedad de consumo y del consumismo, desde Marcuse y Baudrillard a Zygmunt Bauman han ido señalando las distintas fases por las que el artefacto de consumo se ha convertido en una fuerza de opresión. Marcuse señalaba el empobrecimiento de la vida y la alienación que producía el consumo. Baudrillard abría una senda novedosa de estudios del consumo al indicar que el objeto de consumo se había convertido en algo más que un objeto de uso, en un signo que entraba en las vidas del consumidor como una máscara de estatus. Este plus semántico del objeto estaba en la base de las tesis del autor francés sobre la sociedad del simulacro. Bauman, por su parte, pensando en el consumo adolescente de aparatos electrónicos de la ultimísima generación exponía que lo que convierte a una persona en consumidor es que sus compras están orientadas a que ella misma se convierta en producto, en mercancía del mercado de apariencias.

Hemos internalizado todas esas críticas y nadie quiere ser acusado de consumista o de haberse convertido en “consumidor”, por más que ya no sea una cuestión personal sino una forma estructural de los ciclos de producción y reproducción contemporáneos. No es infrecuente que el rechazo al consumo masivo sea un indicador de que se opta por un “consumo” razonable que generalmente se orienta hacia productos auténticos, en los que se aprecia una experiencia genuina alejada de la artificialidad de los artefactos y comidas ultraprocesadas.

El sistema entiende muy bien estos sentimientos y diversifica sus productos para que el “no-consumidor” pueda disfrutar de una experiencia de las afueras del consumismo mediante el acceso a productos que no parecen haber sido tocados aún por esa deriva civilizatoria.

Ocurrió primero, como puede imaginarse, en los sectores de la hostelería y el turismo. La experiencia de saborear vinos auténticos y bien criados transformó con rapidez la producción vinícola del mundo, extendiendo los procedimientos franceses a otras regiones como Napa Valley, Rioja, Ribera del Duero, Australia, Suráfrica, … etc. Algunos restaurantes comenzaron a servir carne de buey japonés para que el comensal sintiera la experiencia de comer lo que solo la familia imperial había comido hasta entonces. Y la Guía Michelín se convirtió en un mapa de experiencias sensoriales. El urbanismo de los años ochenta fue convirtiendo las ciudades y aldeas en parques temáticos de nostalgia para atraer los deseos de experiencias de autenticidad lejos de la masa que acudía a las playas. O las playas se reorganizaron para prometer una experiencia de exotismo y vida salvaje.

Apple fue la empresa que captó desde el principio el poder de la experiencia como aura del objeto. El diseño de sus productos no solo prometía lo último en tecnología, sino la sensualidad del tacto y la vista de sus artefactos y con ello el sentido de distinción que promovían. Desde los viejos Mac a los Iphone de nueva generación, vivir en el mundo-Apple ha sido la marca de distinción de generaciones de consumidores deseosos de mostrar que su elección obedecía a la búsqueda de la experiencia de calidad. La chica rebelde de Millenium cambiaba de mac pro para sus hackeos de la red, y sus clientes de la revista los usaban igualmente como muestra de su modernidad.

El mundo de la moda, sin duda, fue el territorio que se adaptó con mayor tranquilidad a la economía de la experiencia. Las viejas marcas que ofrecían productos sofisticados de diseños imposibles de llevar en la vida cotidiana mutaron a ofrecer productos auténticos: lanas frías, cahsmeres y algodones de supercalidad sin añadidos sintéticos para sentir que el cuerpo se vestía de una forma auténtica, sin productos degenerados.

Los supermercados tardaron un poco más, pero poco a poco aprendieron a ofrecer líneas que recordasen a los compradores los viejos mercados genuinos (cada vez más convertidos en remedos de sí mismos y centros comerciales para turistas buscando autenticidad) y comenzaron a ofrecer estanterías de productos orgánicos, de cercanías, etc., a los precios adecuados a estos productos tan cuidados de producción.

La experiencia visual, claro. El gran negocio del siglo: ¿cómo la necesidad de distracción de los ojos y la mente podría quedar al margen? No se trata solo de los videojuegos, que prometen la experiencia de calmar la ansiedad de violencia o lo que sea, es la ansiedad cotidiana la que ha sido colonizada por las pantallas de los smartphones, que abrimos cada vez que deseamos aislarnos de los de al lado.

Lejos de mi intención repetir las críticas que ya se han hecho tantas veces. Si el mercado ha usado la producción de experiencia para aumentar las ventas de productos es porque el consumo no es solo un acto de uso instrumental de objetos. Es una mala concepción de los artefactos el pensarlos así. La producción de objetos, mercancías o no, siempre tuvo un componente de producción de experiencias, de llenar el mundo y el entorno, lejano o cercano, de objetos que produjeran experiencias del más diverso tipo.

Hay un debate intenso sobre si se puede evitar el capitalismo depredador y destructor del Planeta y el consumo está en el centro de estos debates. El decrecimiento de un lado, la transformación del consumo en un consumo responsable de otro. Sea cual sea la línea que tenga la razón, la producción de experiencia será ya un componente estratégico de las economías futuras con más o menos sensibilidad ecológica. Porque la ecología humana incluye la construcción de entornos de experiencia: entender el territorio como paisaje, el alimento como cocina, el ruido como música, la piel y el tacto como caricia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario