Un año antes del fin del milenio, dos divulgadores de
escuelas de negocios, Joseph Pine y James Gilmore escribieron Economía de la
experiencia, un libro dirigido a los gestores de empresas para señalarles
la importancia que tenía el su producción y estrategias de venta la
incorporación de la promesa de una experiencia. Su tesis era que la experiencia
de la compra de un producto (o su uso) era un componente del valor que podía
ser explotado.
No era una idea novedosa. Walt Disney la llevaba practicando
desde que en 1955 fundó su primer parque temático Disneylandia, ofreciendo a
los padres una experiencia inolvidable para sus hijos. Recuerdo un artículo de
Vázquez Montalbán (pero no la cita, disculpas) en el que confesaba haber
visitado uno de los parques temáticos y lo había disfrutado como un niño,
aconsejando al futuro visitante de izquierdas que dejase colgada la ideología a
la entrada. Y yo confieso haberlo hecho también por aquellos años en el parque
de Orlando, en Florida. La promesa de la experiencia tiene un poder de
atractivo tan fuerte como para haber transformado la economía del capitalismo
avanzado.
Los estudios críticos de la sociedad de consumo y del
consumismo, desde Marcuse y Baudrillard a Zygmunt Bauman han ido señalando las
distintas fases por las que el artefacto de consumo se ha convertido en una
fuerza de opresión. Marcuse señalaba el empobrecimiento de la vida y la
alienación que producía el consumo. Baudrillard abría una senda novedosa de
estudios del consumo al indicar que el objeto de consumo se había convertido en
algo más que un objeto de uso, en un signo que entraba en las vidas del consumidor
como una máscara de estatus. Este plus semántico del objeto estaba en la base
de las tesis del autor francés sobre la sociedad del simulacro. Bauman, por su
parte, pensando en el consumo adolescente de aparatos electrónicos de la
ultimísima generación exponía que lo que convierte a una persona en consumidor
es que sus compras están orientadas a que ella misma se convierta en producto,
en mercancía del mercado de apariencias.
Hemos internalizado todas esas críticas y nadie quiere ser
acusado de consumista o de haberse convertido en “consumidor”, por más que ya
no sea una cuestión personal sino una forma estructural de los ciclos de
producción y reproducción contemporáneos. No es infrecuente que el rechazo al
consumo masivo sea un indicador de que se opta por un “consumo” razonable que
generalmente se orienta hacia productos auténticos, en los que se aprecia una
experiencia genuina alejada de la artificialidad de los artefactos y comidas
ultraprocesadas.
El sistema entiende muy bien estos sentimientos y
diversifica sus productos para que el “no-consumidor” pueda disfrutar de una
experiencia de las afueras del consumismo mediante el acceso a productos que no
parecen haber sido tocados aún por esa deriva civilizatoria.
Ocurrió primero, como puede imaginarse, en los sectores de
la hostelería y el turismo. La experiencia de saborear vinos auténticos y bien
criados transformó con rapidez la producción vinícola del mundo, extendiendo
los procedimientos franceses a otras regiones como Napa Valley, Rioja, Ribera
del Duero, Australia, Suráfrica, … etc. Algunos restaurantes comenzaron a
servir carne de buey japonés para que el comensal sintiera la experiencia de
comer lo que solo la familia imperial había comido hasta entonces. Y la Guía
Michelín se convirtió en un mapa de experiencias sensoriales. El urbanismo de
los años ochenta fue convirtiendo las ciudades y aldeas en parques temáticos de
nostalgia para atraer los deseos de experiencias de autenticidad lejos de la
masa que acudía a las playas. O las playas se reorganizaron para prometer una
experiencia de exotismo y vida salvaje.
Apple fue la empresa que captó desde el principio el poder
de la experiencia como aura del objeto. El diseño de sus productos no solo
prometía lo último en tecnología, sino la sensualidad del tacto y la vista de
sus artefactos y con ello el sentido de distinción que promovían. Desde los
viejos Mac a los Iphone de nueva generación, vivir en el mundo-Apple ha sido la
marca de distinción de generaciones de consumidores deseosos de mostrar que su
elección obedecía a la búsqueda de la experiencia de calidad. La chica rebelde
de Millenium cambiaba de mac pro para sus hackeos de la red, y sus clientes de
la revista los usaban igualmente como muestra de su modernidad.
El mundo de la moda, sin duda, fue el territorio que se
adaptó con mayor tranquilidad a la economía de la experiencia. Las viejas
marcas que ofrecían productos sofisticados de diseños imposibles de llevar en
la vida cotidiana mutaron a ofrecer productos auténticos: lanas frías,
cahsmeres y algodones de supercalidad sin añadidos sintéticos para sentir que
el cuerpo se vestía de una forma auténtica, sin productos degenerados.
Los supermercados tardaron un poco más, pero poco a poco
aprendieron a ofrecer líneas que recordasen a los compradores los viejos
mercados genuinos (cada vez más convertidos en remedos de sí mismos y centros
comerciales para turistas buscando autenticidad) y comenzaron a ofrecer
estanterías de productos orgánicos, de cercanías, etc., a los precios adecuados
a estos productos tan cuidados de producción.
La experiencia visual, claro. El gran negocio del siglo:
¿cómo la necesidad de distracción de los ojos y la mente podría quedar al
margen? No se trata solo de los videojuegos, que prometen la experiencia de
calmar la ansiedad de violencia o lo que sea, es la ansiedad cotidiana la que
ha sido colonizada por las pantallas de los smartphones, que abrimos cada vez
que deseamos aislarnos de los de al lado.
Lejos de mi intención repetir las críticas que ya se han
hecho tantas veces. Si el mercado ha usado la producción de experiencia para
aumentar las ventas de productos es porque el consumo no es solo un acto de uso
instrumental de objetos. Es una mala concepción de los artefactos el pensarlos
así. La producción de objetos, mercancías o no, siempre tuvo un componente de
producción de experiencias, de llenar el mundo y el entorno, lejano o cercano,
de objetos que produjeran experiencias del más diverso tipo.
Hay un debate intenso sobre si se puede evitar el
capitalismo depredador y destructor del Planeta y el consumo está en el centro de
estos debates. El decrecimiento de un lado, la transformación del consumo en un
consumo responsable de otro. Sea cual sea la línea que tenga la razón, la
producción de experiencia será ya un componente estratégico de las economías
futuras con más o menos sensibilidad ecológica. Porque la ecología humana
incluye la construcción de entornos de experiencia: entender el territorio como
paisaje, el alimento como cocina, el ruido como música, la piel y el tacto como
caricia.
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