Qué difícil es cambiar el mundo cuando ni siquiera puedes entenderlo. Se te acumulan en los telediarios y en las pantallas ⎼solo accedes a los titulares, cada vez es más caro acceder al artículo entero⎼ noticias de aquí y de allá que mezclan temas de importancia geoestratégica con sucesos de corruptelas del día a día de la política; palizas o asesinatos de mujeres con desahucios, generalmente también de mujeres, ancianas o emigrantes; guerras en Centroeuropa y África con subidas y bajadas de la bolsa en China. No es solo que tu cabeza no sea capaz de asimilar este desbarajuste, es que el mundo está desordenado. El nuevo entorno comunicacional muestra un desorden que siempre estuvo, pero que ahora ha llegado a las capas más profundas, se ha extendido por cada punto conectado del Planeta por las cadenas de dependencias de poder o economía. Cuanto más conocemos sobre las cosas que ocurren menos entendemos lo que ocurre. La transparencia parece ofrecer un espectáculo de caos bajo los fractales de noticias que llenan los medios de comunicación.
La filosofía francesa de finales del siglo pasado avanzó la
hipótesis de que habíamos entrado en una era de la sociedad del control, en la
que la forma en que el poder se ejerce es a través de dispositivos de vigilancia
y control activo o pasivo de las posibles expectativas de acción por parte de personas
o grupos. La autora Shoshana Zuboff escribió en 2020 un texto ampliamente
leído, “La era del capitalismo de la vigilancia” en el que se desarrollaba conceptos
como los de “excedente conductual” o “poder instrumentario” para explicar cómo
la economía basada en la extracción de datos refuerza la creciente desigualdad
en el mundo y lo que se ha llamado “neofeudalismo” o “tecnofeudalismo”, un
término que también ha popularizado Yanis Varoufakis, por el que poderosas
élites vuelven a situar el patrimonio o la creación de patrimonio como el
objeto de la economía, que termina derrotando a los ideales liberales de la
sociedad del mérito.
Una segunda línea de interpretación de las derivas del mundo
contemporáneo comenzó en los años ochenta y noventa del siglo pasado con la
idea de la sociedad del riesgo. En la definición y explicación de este
calificativo participaron Ulrich Beck, padre del término, en un texto homónimo
que se convirtió rápidamente en un clásico, y el más tradicional Niklas
Luhmann, discípulo del funcionalista Talcott Parsons, quien dedicó también un
texto al riesgo. La idea de Beck era que nuestra sociedad habría mutado desde
una modernidad basada en la seguridad que prometía la diferenciación en esferas
autónomas: economía, política, instituciones de políticas públicas, educación,
ciencia, etc., hacia una sociedad que estaba basada en la percepción de riesgos
causados precisamente por esas instituciones, especialmente por la civilización
científico-tecnológica. A Beck se le criticó el que no acababa de definir entre
riesgo percibido y riesgo real y el que, desde el punto de vista histórico, los
riesgos reales de la humanidad siempre fueron un horizonte próximo e incluso mucho
más peligrosos que los presentidos actualmente, incluyendo el cambio climático
(pensemos, solo por citar un caso, los cientos de millones de personas víctimas
de las guerras del siglo XX, anteriores a la constitución de lo que Beck
considera que es la sociedad del riesgo). Sin negar la importancia que tiene su
diagnóstico y las zonas de la realidad que ilumina, me parece más revelador el
proyecto de Niklas Luhmann. Para Luhmann, todas las sociedades crean sus propios
dispositivos para hacerse cargo del riesgo: los seguros, bancos, etc., son
formas tradicionales de negociar con el riesgo, que forman parte del proceso de
diferenciación de instancias sociales como formas de seguridad contra el riesgo.
Por ejemplo, la empresa tradicional fordista era una promesa de estabilidad de
empleo no solamente para sus empleados sino en parte también para sus hijos, de
los que se esperaba que se incorporasen al trabajo con mejores cualificaciones
que sus padres.
Lo que detecta Luhmann es que el riesgo es algo más que una
posibilidad real, es también y sobre todo en las nuevas formas sociales un modo
estructural de observar la realidad, un modo de entender la toma de decisiones
bajo condiciones de incertidumbre. Desde que la probabilidad se convirtió en la
base representacional matemática de las decisiones sociales, el riesgo formó
parte de todas las representaciones previas a los programas y decisiones,
incorporando un cálculo de riesgos (menos de costos) y beneficios de cualquier
decisión. Una característica de esta forma de racionalidad moderna sería pues la
incorporación de la incertidumbre medida o esperada al proceso de toma de
decisiones. Desde comienzos del siglo pasado, la economía primero y mucho más
tarde todas las decisiones operativas de las instituciones fueron tomando la
forma de decisiones bajo riesgo, creando toda una serie de instituciones de “consulting”
para tratar de domesticar el riesgo.
El problema que detecta Luhmann es que a medida que se ha
desarrollado esta forma de entender la acción humana también lo ha hecho una
sociedad en la que la progresiva interacción entre sistemas hace imposible el
cálculo real de riesgos. Es prácticamente imposible calcular cuáles son los
riesgos ecológicos, políticos o económicos de cualquier proyecto. De este modo,
la ignorancia se incorpora a la vida cotidiana y se extiende como una suerte de
niebla que parece dañar la misma idea de futuro en la que se basa el conjunto
de la cultura, la política y la economía que constituyen una suerte de cadena
de promesas de futuro. Así, esta contradicción básica del capitalismo y la
cultura contemporánea se comporta como una atmósfera que afecta a las
estructuras de sentimiento tanto de los grupos dominantes y hegemónicos como de
los dominados o subalternos. El lema de “No Future” parece acompañar como bajo
continuo afectivo al conjunto de las acciones colectivas bajo condición de
conflicto que conforman el panorama social. Se explica muy bien de esta forma
el que la sociedad de control sea una especie de aspiración permanente por
parte de las élites y sus grandes plataformas tecnológicas, al tiempo que el
supuesto control que parecen ofrecer es cada vez menor a medida que incorporan ingentes
y descomunales conjuntos de datos que contribuirían a diseñar políticas de control.
No es pues extraño que se produzcan refugios en la acumulación de patrimonio y
en los imaginarios de reclusión en zonas seguras económica, política y militarmente
por parte de los nuevos poderes mundiales.
La era del neoliberalismo se basó con todo entusiasmo en
estas políticas de incertidumbre, y creó formas de socializar el riesgo como
las tristemente recordados paquetes subprime (que significaban créditos
que ya se sabían impagables, pero que se suponían cancelables por un aumento
continuo de los precios de la vivienda). La idea de Hayek y con él del neoliberalismo
es que el mercado es un mecanismo de información basado en la ignorancia
generalizada de los agentes que participan en él. Es el juego generalizado del
mercado el que resuelve los riesgos y los lleva a un equilibrio más o menos
aceptable. La era de los riesgos aceptables y de las compañías gestoras de
ellos parece haber entrado en crisis. No es mal indicativo el que Trump haya
cancelado los contrato del estado con las grandes empresas de consulting,
como si creyera que su intuición vale tanto o más que los barrocos cálculos probabilísticos
de aquellas.
Una parte de la izquierda, la que ahora siente nostalgia de
la era de esplendor de la socialdemocracia y sus pactos sociales, también
confiaba en que los riesgos asumibles podían ser cancelados por los equilibrios
de las grandes fuerzas corporativas de empresas, estado y sindicatos. Los
frágiles consensos podían ser más o menos formas de actuación arriesgada, pero
que la necesidad histórica del capitalismo controlado podría llevar a una
cierta forma de progreso y redistribución social de la riqueza.
Ese mundo parece haberse perdido con las desregulaciones financieras,
la globalización de las comunicaciones, las dependencias de las cadenas de
suministros y de las volátiles decisiones económicas que operan como bandadas
de estorninos buscando nichos de rentabilidad por encima de todo. El mundo se
ha vuelto mucho más incierto, y mucho más cuando estamos en un proceso de
transición técnica hacia formas de producción y de fuentes de energía menos
emisoras de carbono y más cercanas a la economía circular. La percepción de
riesgos en esta situación de incertidumbre desborda los límites de todos los
dispositivos y métodos de decisión racional de las últimas décadas.
No es pues, extraño que las estructuras de sentimiento
produzcan miedos reaccionarios y melancolías de izquierda simétricas en su
incapacidad de gestionar la incertidumbre.
Pero la idea de Luhmann de que el riesgo es un modo de observar
la realidad tiene una cara positiva que es poco notada. Me refiero a todo lo
que han detectado quienes se ocupan del poder de los movimientos sociales, del
interseccionalismo y en general de las nuevas formas de alianzas improbables
que la cultura dominante ha denominado “wokismo”. Se echa de menos la Guerra
Fría y las políticas antisocialistas porque era un tiempo en que los sindicatos
tenían fuerza. Ese tiempo se disolvió con la economía de la globalización, la
externalización, el autoempleo, ..., y todo lo demás. Mucha izquierda se ha
quedado anclada en esa nostalgia. También mucha derecha por razones inversas.
Echan de menos la familia-familia, el municipio y sus pequeñas comunidades
religiosas de fin de semana. D. J. Vance representa esta nostalgia
reaccionaria.
La pregunta de ahora es por qué en todo el mundo suben al
poder pequeños dictadorzuelos aupados por el antifeminismo (el antiwokismo lo
llaman). Sería inexplicable si fuera algo que concierne a cuatro locas
estropeafiestas. Algo ha cambiado en el mundo y la desubicación que siente
mucha gente progre tiene que ver con la incapacidad de entender estos cambios.
Donna Haraway y Bruno Latour lo explican muy bien: una, con su política de
crochet, de entrelazar hilos. Latour, con su teoría de los ensamblajes heterogéneos
e improbables. Un grupo se mueve contra la destrucción del Mar Menor, se
encuentran en locales que usan otros grupos feministas de lecturas, se abre una
librería que convoca a otra gente con intereses y demandas varias,..., Lo que a
los trumps, putins, modis, abascales, mileis les ha llevado al poder es
precisamente la fuerza de esos lazos débiles. La sociología de los ochenta lo
trataba de teorizar: Granovetter y otra gente que reflexionaba sobre las
condiciones en que se crea la masa crítica que resuelve los dilemas de la
acción colectiva.
En estos procesos se generan formas de conocimiento que no
se producirían bajo las condiciones tradicionales de diferenciación de esferas e
identidades producidas por ellas: si la clase, el género, la raza, las
afectividades, culturas y otras formas de identidad han devenido en hibridaciones,
devenires y subdivisiones fractales que hacen prácticamente imposible las
viejas políticas de identidad, por el contrario no han disminuido sino que han
crecido las formas no visibles de entrelazamiento de deseos, actividades y cadenas
de dependencia entre numerosas y distintas formas de protesta, que han
producido precisamente esta reacción amedrentada por parte de las élites
mundiales.
Y en estos movimientos se generar nuevos conocimientos sobre
el mundo que nacen precisamente de las condiciones en las que crece la
incertidumbre. Son epistemologías de la protesta, tal como ha teorizado José
Medina (Epistemology of Protest Oxford UP, 2023), que desvelan
estructuras básicas del mundo que subyacen a la niebla de incertidumbres. Puede
que muchos de estos movimientos estén plagados de ecoansiedades, disforias, resentimientos
y rencores puramente reactivos que creen imaginarios posapocalípticos poco
utópicos, pero lo cierto es que la práctica real de las pequeñas protestas,
conquistas, entrelazadas unas con otras, crean transformaciones en la
conciencia general que desbordan incluso las propias expectativas de los
activismos. Que estas epistemologías sean poco visibles, y que solo lo sean los
climas y formas sociales que producen es quizás una de sus fortalezas más
importantes, tal como estudiaron teóricos como James Scott en Las armas de
los débiles.
Son formas de conocimiento menos basadas en los miedos,
ansiedades y nostalgias que en la fe que nace de las continuas transformaciones
que producen las acciones colectivas por minoritarias que parezcan. El problema
de las masas críticas es uno de los factores de riesgo e incertidumbre que más
acosa a los grupos dominantes y que, como señalo, explica estas reacciones
desbordadas de autoritarismo que, como la historia ha comprobado, pueden
producir daños mil, pero que entre sus consecuencias no queridas está el
propiciar lo contrario de lo que se proponen.
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