domingo, 28 de septiembre de 2025

El valor de la democracia

 



No cabe la menor duda de que estamos asistiendo a una profunda crisis de la democracia en el conjunto del Planeta. No se trata ya de la polarización entre progresismo y conservadurismo (o ultra-conservadurismo), sino de la extensión masiva de la creencia de que la democracia no es un sistema válido para proporcionar seguridad. Bajo el signo del nacionalismo se esconden deseos de orden jerárquico y de supresión del permanente conflicto de reivindicaciones en que consiste precisamente el orden democrático. Rawls lo había avisado en su libro clásico sobre el liberalismo político: las democracias han nacido hace poco y es probable que desaparezcan pronto. En países que hemos sufrido transiciones desde la dictadura o que han sufrido la invasión nazi o estalinista se había dado por descontado que la democracia era irreversible. Ya no es posible esta actitud. Es necesario pensar de nuevo el valor de la democracia. Pero cuando nos planteamos esta pregunta filosóficamente reparamos en que no es fácil responderla sin acudir a tópicos.

Las democracias y las ciencias y tecnologías modernas nacieron más o menos juntas como proyectos de orden social y de orden epistémico respectivamente. La idea misma de evidencia y de justificación contienen este doble aspecto de relación social y de relación epistémica con el mundo. Los claroscuros que han denunciado las múltiples críticas de la modernidad obligan a que la legitimación teórica y práctica sea una tarea permanente de la filosofía, a que sea necesario insistir en la pregunta por el valor tanto de la democracia como de la objetividad y la búsqueda colectiva de conocimiento.

A la democracia se le adscriben muchos adjetivos y en sus realidades históricas presenta numerosas formas, algunas muy alejadas de las otras, pero en general se condensa en una vaga fórmula de que el poder emana del pueblo y este tiene la capacidad de revocar a los poderes instituidos. Hay versiones procedimentalistas, versiones sustantivas e incluso epistémicas de la democracia, pero una formulación del problema general de la legitimación es el de determinar cuál es el valor de la democracia. Si es un valor por el que merece la pena esforzarse y si, en último extremo, como expresaba Pericles en su famoso discurso funerario, merece más la pena morir por ella que vivir sin ella. Parte de la dificultad filosófica de esta pregunta es que el problema del valor se une estrechamente con el problema de entender conceptualmente qué es la democracia, es decir, el problema teórico de un concepto de democracia y el problema mucho más aplicado de elaborar concepciones de la democracia que tengan efectos prácticos en nuestros órdenes sociales. Otra dificultad no menor es la constatación de que no existe ninguna democracia en el mundo que se acerque a algún modelo ideal. Las democracias contemporáneas, en un marco de economía capitalista, organizadas alrededor de partidos burocratizados y dominadas por grandes oligopolios de comunicación son también regímenes con altos grados de injusticia y en muchos casos bases para políticas imperialistas o neocolonialistas. Pese a ello, y precisamente porque están contemporáneamente desafiadas por modelos iliberales que se presentan como alternativas culturales y civilizatorias, es necesario el trabajo teórico aún en el lodo de estas contradicciones.

Al igual que en el caso del conocimiento, la tradición en axiología diferencia entre valores intrínsecos y extrínsecos, y lo que respecta a la democracia las posiciones se dividen entre las que abogan por un valor intrínseco frente a las que lo hacen por un valor instrumental. Los defensores del valor intrínseco de la democracia suelen acudir al argumento de que los procedimientos democráticos de decisión dan realidad al ideal valioso de igualdad política en tanto que conceden a todos las mismas oportunidades de defensa política de sus intereses). Y esto es un valor independientemente de cuáles sean los resultados de la decisión. Thomas Christiano es uno de los más conspicuos defensores del valor intrínseco del régimen democrático. En su libro The Constitution of Equality. Democratic Authority and its Limits (2008) desarrolla la estrategia argumental según la cual la democracia y la igualdad política se coimplican mutuamente, y de esta equivalencia derivan otros derechos fundamentales, por ello la democracia adquiere un valor intrínseco independientemente de cuáles sean los resultados que produzca su implementación. A primera vista el argumento es sólido. Parecería extraño negar la relación entre un régimen democrático y la idea de que todas las personas que participan de él como ciudadanos tienen igualdad política, al menos nominal, para influir sobre los planes colectivos. Pero ¿esto es un bien intrínseco?

Una primera duda nace de la idea de que la democracia pueda reducirse a igualdad política de los votantes. Es una formulación un tanto abstracta que parece explotar como rasgo principal lo que en las democracias reales se reduce al ejercicio ocasional del voto. No es lo mismo votar representantes que gobernar o legislar en lo que respecta al poder político. La igualdad abstracta de la condición de ciudadanía es compatible con desigualdades de poder político y, sobre todo, en términos hegelianos, la igualdad política abstracta del ciudadano está separada de su ser social, que no explica cómo puede ser, tal como afirma Christiano el fundamento moral de la democracia y la base de los derechos.

En segundo lugar, el que ocurra tan a menudo y de forma tan flagrante que las decisiones de los gobiernos democráticos produzcan situaciones de injusticia social, de exclusión e incluso de violencia tendría que llevar a quien defiende el valor intrínseco a que se conceda a estos actos algún valor por el hecho de ser democráticos y tendría que alegrarse o al menos suavizar su irritación por este hecho. Esta es una de las paradojas clásicas de la democracia (Mouffe, 2000) que conlleva dudas más que razonables sobre cualquier reivindicación de la democracia como valor intrínseco que justifique por sí mismo una preferencia por esta forma de orden político dejando a un lado que la variedad formas de orden “democrático” que encontramos en la historia es tan amplia como para inscribir nuevas dudas sobre su buena definición como concepto.

La otra opción tradicional de la legitimación de la democracia es por su valor instrumental. Se trata de un esquema de defensa que adopta la forma genérica de “la democracia es entre varias alternativas de orden político el que mejor obtiene P” donde P sí es un valor que se considere intrínseco desde el punto de vista moral o político. Por ejemplo, podemos encontrar variedades de esta estrategia en donde se defiende la relación de la democracia con la justicia social (Arneson, 2003) o, en el caso que me importa más en esta presentación, con el acierto o rendimiento eficiente desde el punto de vista cognitivo o epistémico. Para muchos marxistas, la democracia es siempre democracia burguesa, un paso puramente instrumental a la imposición hegemónica de otras formas de dominio. Podría ir repasando las muchas formas de instrumentalismo, pero me centraré en esta modalidad que es la denominada “democracia epistémica”, defendida por Landemore (2017), Robert Goodin, Spiekerman (2018), Ober (2010) entre otros. La democracia sería el régimen democrático que garantiza una mayor eficiencia cognitiva y práctica a largo plazo. Las dos líneas argumentales que se han esgrimido son la de a )el saber de las multitudes, basada en el Teorema de Condorcet y b) la del poder de la diversidad (frente a la mera cantidad), tal como ha sido desarrollada por Landemore. Ober, por su parte, ha argumentado desde el ejemplo histórico de la superioridad de la democracia ateniense en el mediterráneo por más de trescientos años frente a otras alternativas aparentemente más poderosas como las de imperio persa o el elitismo espartano. Los problemas que tiene la democracia epistémica son al menos de dos tipos: el primero es la distancia entre las afirmaciones abstractas de los teoremas en los que está basado y las dificultades empíricas para demostrar la mayor eficiencia de las decisiones por el hecho de ser democráticas. Desde un punto de vista teórico tiene el problema similar al concepto instrumentalista del conocimiento (como mejor sistema de alcanzar la verdad) y es el vaciamiento que produce la propiedad postulada como fin respecto al medio de alcanzarlo. Si lo que importa es la eficiencia, o el éxito cognitivo, el valor está en este resultado y el que sea o no la democracia es simplemente algo contingente, que podría ser cuestionado por otras posibles alternativas. Es un problema con el mismo concepto de valor.

Una alternativa muy distinta es la de quienes rechazan la aparente insalvable horquilla del valor intrínseco o instrumental. El hecho de que democráticamente se puedan promover ciertos logros valiosos en la historia no significa que ya se convierta en un argumento a favor de la democracia. No hay ninguna necesidad en la relación de la democracia y ciertos resultados sino, por el contrario, procesos contingentes que favorecen o retrasan esos logros que consideramos, sí, valores intrínsecos como son la justicia, los derechos (y los derechos a tener derechos) o la igualdad en varios órdenes de la existencia.

Me parece mucho más convincente la estrategia de Beerbohm (2012) que une la idea de democracia con la de complicidad o no complicidad con las injusticias producidas por un régimen político y social.  Beerbohm sostiene su posición sobre una base de agencia social y de actitud participativa en la que se producen mutuas interpelaciones entre los ciudadanos. Los actos y las omisiones siempre tienen efecto sobre otros y es en las demandas de segunda persona, en el hecho de que el otros siempre puede tener un punto de razón para su interpelación en donde encontramos una base no tanto para defender la democracia sino para probar que la democracia es un modo de repartir esas responsabilidades y complicidades con las situaciones sociales. Beerbohm da una versión ética de esta posición al proponer que la democracia se fortalece en la medida en que lo hacen tres modalidades de actitud: una ética de la participación, que incluye la sensibilidad hacia la complicidad o no complicidad (“no en mi nombre”) con las políticas, una ética de la creencia, en tanto que los ciudadanos deben ser conscientes de que sus creencias no son asuntos puramente privados, sino que tienen efectos muy reales sobre las vidas de otros, y que por consiguiente hay responsabilidades epistémicas en la democracia, y por último, una ética de la delegación, quizás el componente más crítico, pues la delegación, sea en fideicomisarios representantes (trustees) o mandatarios de la asamblea es siempre fruto de una cesión de agencia y de autoridad. La conciencia de esta delegación es siempre normativa y crea responsabilidades de algún modo por lo que los delegados pueden hacer en nombre de los ciudadanos que han delegado en ellos su parte de poder.

Una vez planteado este marco interpersonal o secundo-personal como base de las responsabilidades, Beerbohm se pregunta cuánta es la exigencia que puede ser puesta sobre los hombros de los ciudadanos: ¿hay que considerar a los ciudadanos super-deliberadores, expertos, activistas y militantes? En algunas formulaciones de la democracia deliberativa o del republicanismo parecería que la condición de ciudadanía incluye cargas de este tipo. En este sentido, tienen razón los críticos de la democracia como Jason Brennan que aducen los ejemplos de los múltiples sesgos en que incurren los ciudadanos. Las posiciones cognitivas de los ciudadanos son, por supuesto, frágiles, vulnerables, llenas de autoengaños, ideologías y otros modos de posiciones epistémicas degradadas, así como de falta de entusiasmo participativo, anomia, miedos, etc. La cuestión no es exigir una democracia de héroes sino un sistema de reparto de responsabilidades afín a como se plantea en epistemología política. ¿Cuáles son las cegueras y metacegueras inexcusables? ¿Cuáles son los sesgos cognitivos que producen daños a otros? La democracia, tal como la plantea Beerbohm es un sistema de exigencia de responsabilidades y de reflexión sobre las complicidades.

Estoy muy de acuerdo con Beerbohm: la democracia es un sistema de reparto de responsabilidades y de aceptación de complicidades. Las explícitas y las implícitas, las que derivan de un acto positivo de aceptación y las que nacen de la omisión y la ignorancia voluntaria. Es un modo de vivir juntos, sin ciudadanos ideales ni políticos ideales, pero un modo que exige lucidez en la conciencia colectiva de la complicidad y la responsabilidad. Otros sistemas permiten ceder responsabilidad al poder, es un descargo de conciencia que dota aparentemente de tranquilidad. El precio es la complicidad sin límites, la entrega de aquello que nos hace humanos: la agencia y la capacidad de ordenar personal y colectivamente el mundo.


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