No cabe la menor duda de que estamos asistiendo a una profunda crisis de la democracia en el conjunto del Planeta. No se trata ya de la polarización entre progresismo y conservadurismo (o ultra-conservadurismo), sino de la extensión masiva de la creencia de que la democracia no es un sistema válido para proporcionar seguridad. Bajo el signo del nacionalismo se esconden deseos de orden jerárquico y de supresión del permanente conflicto de reivindicaciones en que consiste precisamente el orden democrático. Rawls lo había avisado en su libro clásico sobre el liberalismo político: las democracias han nacido hace poco y es probable que desaparezcan pronto. En países que hemos sufrido transiciones desde la dictadura o que han sufrido la invasión nazi o estalinista se había dado por descontado que la democracia era irreversible. Ya no es posible esta actitud. Es necesario pensar de nuevo el valor de la democracia. Pero cuando nos planteamos esta pregunta filosóficamente reparamos en que no es fácil responderla sin acudir a tópicos.
Las democracias y las ciencias y tecnologías modernas
nacieron más o menos juntas como proyectos de orden social y de orden
epistémico respectivamente. La idea misma de evidencia y de justificación
contienen este doble aspecto de relación social y de relación epistémica con el
mundo. Los claroscuros que han denunciado las múltiples críticas de la
modernidad obligan a que la legitimación teórica y práctica sea una tarea
permanente de la filosofía, a que sea necesario insistir en la pregunta por el
valor tanto de la democracia como de la objetividad y la búsqueda colectiva de
conocimiento.
A la democracia se le adscriben muchos adjetivos y en sus
realidades históricas presenta numerosas formas, algunas muy alejadas de las
otras, pero en general se condensa en una vaga fórmula de que el poder emana
del pueblo y este tiene la capacidad de revocar a los poderes instituidos. Hay
versiones procedimentalistas, versiones sustantivas e incluso epistémicas de la
democracia, pero una formulación del problema general de la legitimación es el
de determinar cuál es el valor de la democracia. Si es un valor por el que
merece la pena esforzarse y si, en último extremo, como expresaba Pericles en
su famoso discurso funerario, merece más la pena morir por ella que vivir sin
ella. Parte de la dificultad filosófica de esta pregunta es que el problema del
valor se une estrechamente con el problema de entender conceptualmente qué es
la democracia, es decir, el problema teórico de un concepto de democracia y el
problema mucho más aplicado de elaborar concepciones de la democracia que
tengan efectos prácticos en nuestros órdenes sociales. Otra dificultad no menor
es la constatación de que no existe ninguna democracia en el mundo que se
acerque a algún modelo ideal. Las democracias contemporáneas, en un marco de
economía capitalista, organizadas alrededor de partidos burocratizados y
dominadas por grandes oligopolios de comunicación son también regímenes con
altos grados de injusticia y en muchos casos bases para políticas imperialistas
o neocolonialistas. Pese a ello, y precisamente porque están contemporáneamente
desafiadas por modelos iliberales que se presentan como alternativas culturales
y civilizatorias, es necesario el trabajo teórico aún en el lodo de estas
contradicciones.
Al igual que en el caso del conocimiento, la tradición en
axiología diferencia entre valores intrínsecos y extrínsecos, y lo que respecta
a la democracia las posiciones se dividen entre las que abogan por un valor
intrínseco frente a las que lo hacen por un valor instrumental. Los defensores
del valor intrínseco de la democracia suelen acudir al argumento de que los
procedimientos democráticos de decisión dan realidad al ideal valioso de igualdad
política en tanto que conceden a todos las mismas oportunidades de defensa
política de sus intereses). Y esto es un valor independientemente de cuáles
sean los resultados de la decisión. Thomas Christiano es uno de los más
conspicuos defensores del valor intrínseco del régimen democrático. En su libro
The Constitution of Equality. Democratic Authority and its Limits (2008)
desarrolla la estrategia argumental según la cual la democracia y la igualdad
política se coimplican mutuamente, y de esta equivalencia derivan otros
derechos fundamentales, por ello la democracia adquiere un valor intrínseco
independientemente de cuáles sean los resultados que produzca su implementación.
A primera vista el argumento es sólido. Parecería extraño negar la relación
entre un régimen democrático y la idea de que todas las personas que participan
de él como ciudadanos tienen igualdad política, al menos nominal, para influir
sobre los planes colectivos. Pero ¿esto es un bien intrínseco?
Una primera duda nace de la idea de que la democracia
pueda reducirse a igualdad política de los votantes. Es una formulación un
tanto abstracta que parece explotar como rasgo principal lo que en las
democracias reales se reduce al ejercicio ocasional del voto. No es lo mismo
votar representantes que gobernar o legislar en lo que respecta al poder
político. La igualdad abstracta de la condición de ciudadanía es compatible con
desigualdades de poder político y, sobre todo, en términos hegelianos, la
igualdad política abstracta del ciudadano está separada de su ser social, que
no explica cómo puede ser, tal como afirma Christiano el fundamento moral de la
democracia y la base de los derechos.
En segundo lugar, el que ocurra tan a menudo y de forma
tan flagrante que las decisiones de los gobiernos democráticos produzcan
situaciones de injusticia social, de exclusión e incluso de violencia tendría
que llevar a quien defiende el valor intrínseco a que se conceda a estos actos
algún valor por el hecho de ser democráticos y
tendría que alegrarse o al menos suavizar su irritación por este hecho. Esta es
una de las paradojas clásicas de la democracia (Mouffe, 2000) que conlleva
dudas más que razonables sobre cualquier reivindicación de la democracia como
valor intrínseco que justifique por sí mismo una preferencia por esta forma de
orden político ⎼dejando a
un lado que la variedad formas de orden “democrático” que encontramos en la
historia es tan amplia como para inscribir nuevas dudas sobre su buena
definición como concepto.
La otra opción tradicional de la legitimación de la
democracia es por su valor instrumental. Se trata de un esquema de defensa que
adopta la forma genérica de “la democracia es entre varias alternativas de
orden político el que mejor obtiene P” donde P sí es un valor que se considere
intrínseco desde el punto de vista moral o político. Por ejemplo, podemos
encontrar variedades de esta estrategia en donde se defiende la relación de la
democracia con la justicia social (Arneson,
2003) o, en el caso que me importa más en esta presentación, con el acierto o
rendimiento eficiente desde el punto de vista cognitivo o epistémico. Para muchos marxistas, la democracia es siempre democracia burguesa, un paso puramente instrumental a la imposición hegemónica de otras formas de dominio. Podría ir repasando las muchas formas de instrumentalismo, pero me
centraré en esta modalidad que es la denominada “democracia epistémica”,
defendida por Landemore (2017), Robert Goodin, Spiekerman (2018), Ober (2010)
entre otros. La democracia sería el régimen democrático que garantiza una mayor
eficiencia cognitiva y práctica a largo plazo. Las dos líneas argumentales que
se han esgrimido son la de a )el saber de las multitudes, basada en el Teorema
de Condorcet y b) la del poder de la diversidad (frente a la mera cantidad),
tal como ha sido desarrollada por Landemore. Ober, por su parte, ha argumentado
desde el ejemplo histórico de la superioridad de la democracia ateniense en el
mediterráneo por más de trescientos años frente a otras alternativas
aparentemente más poderosas como las de imperio persa o el elitismo espartano.
Los problemas que tiene la democracia epistémica son al menos de dos tipos: el
primero es la distancia entre las afirmaciones abstractas de los teoremas en
los que está basado y las dificultades empíricas para demostrar la mayor
eficiencia de las decisiones por el hecho de ser democráticas. Desde un punto
de vista teórico tiene el problema similar al concepto instrumentalista del
conocimiento (como mejor sistema de alcanzar la verdad) y es el vaciamiento que
produce la propiedad postulada como fin respecto al medio de alcanzarlo. Si lo
que importa es la eficiencia, o el éxito cognitivo, el valor está en este
resultado y el que sea o no la democracia es simplemente algo contingente, que
podría ser cuestionado por otras posibles alternativas. Es un problema con el
mismo concepto de valor.
Una alternativa muy distinta es la de quienes rechazan la
aparente insalvable horquilla del valor intrínseco o instrumental. El hecho de
que democráticamente se puedan promover ciertos logros valiosos en la historia
no significa que ya se convierta en un argumento a favor de la democracia. No
hay ninguna necesidad en la relación de la democracia y ciertos resultados
sino, por el contrario, procesos contingentes que favorecen o retrasan esos
logros que consideramos, sí, valores intrínsecos como son la justicia, los
derechos (y los derechos a tener derechos) o la igualdad en varios órdenes de
la existencia.
Me parece mucho más convincente la estrategia de Beerbohm (2012)
que une la idea de democracia con la de complicidad o no complicidad con las
injusticias producidas por un régimen político y social. Beerbohm sostiene su posición sobre una base
de agencia social y de actitud participativa en la que se producen mutuas
interpelaciones entre los ciudadanos. Los actos y las omisiones siempre tienen
efecto sobre otros y es en las demandas de segunda persona, en el hecho de que
el otros siempre puede tener un punto de razón para su interpelación en donde
encontramos una base no tanto para defender la democracia sino para probar que
la democracia es un modo de repartir esas responsabilidades y complicidades con
las situaciones sociales. Beerbohm da una versión ética de esta posición al
proponer que la democracia se fortalece en la medida en que lo hacen tres
modalidades de actitud: una ética de la participación, que incluye la
sensibilidad hacia la complicidad o no complicidad (“no en mi nombre”) con las
políticas, una ética de la creencia, en tanto que los ciudadanos deben ser
conscientes de que sus creencias no son asuntos puramente privados, sino que
tienen efectos muy reales sobre las vidas de otros, y que por consiguiente hay
responsabilidades epistémicas en la democracia, y por último, una ética de la
delegación, quizás el componente más crítico, pues la delegación, sea en fideicomisarios
representantes (trustees) o mandatarios de la asamblea es siempre fruto de una
cesión de agencia y de autoridad. La conciencia de esta delegación es siempre
normativa y crea responsabilidades de algún modo por lo que los delegados
pueden hacer en nombre de los ciudadanos que han delegado en ellos su parte de
poder.
Una vez planteado este marco interpersonal o
secundo-personal como base de las responsabilidades, Beerbohm se pregunta
cuánta es la exigencia que puede ser puesta sobre los hombros de los
ciudadanos: ¿hay que considerar a los ciudadanos super-deliberadores, expertos,
activistas y militantes? En algunas formulaciones de la democracia deliberativa
o del republicanismo parecería que la condición de ciudadanía incluye cargas de
este tipo. En este sentido, tienen razón los críticos de la democracia como
Jason Brennan que aducen los ejemplos de los múltiples sesgos en que incurren
los ciudadanos. Las posiciones cognitivas de los ciudadanos son, por supuesto,
frágiles, vulnerables, llenas de autoengaños, ideologías y otros modos de
posiciones epistémicas degradadas, así como de falta de entusiasmo
participativo, anomia, miedos, etc. La cuestión no es exigir una democracia de
héroes sino un sistema de reparto de responsabilidades afín a como se plantea
en epistemología política. ¿Cuáles son las cegueras y metacegueras
inexcusables? ¿Cuáles son los sesgos cognitivos que producen daños a otros? La
democracia, tal como la plantea Beerbohm es un sistema de exigencia de
responsabilidades y de reflexión sobre las complicidades.
Estoy muy de acuerdo con Beerbohm: la democracia es un
sistema de reparto de responsabilidades y de aceptación de complicidades. Las
explícitas y las implícitas, las que derivan de un acto positivo de aceptación
y las que nacen de la omisión y la ignorancia voluntaria. Es un modo de vivir
juntos, sin ciudadanos ideales ni políticos ideales, pero un modo que exige
lucidez en la conciencia colectiva de la complicidad y la responsabilidad. Otros
sistemas permiten ceder responsabilidad al poder, es un descargo de conciencia
que dota aparentemente de tranquilidad. El precio es la complicidad sin
límites, la entrega de aquello que nos hace humanos: la agencia y la capacidad
de ordenar personal y colectivamente el mundo.
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