jueves, 26 de agosto de 2010

Máscaras que nos hacen

En los años de tensión política antes de la democracia, uno de los rituales obligatorios de iniciación para un estudiante “comprometido” era “trabajar” política y en ocasiones materialmente en un medio obrero: una fábrica, un barrio. El trabajo implicaba necesariamente mezclarse en estilos de vida que, dependiendo de los orígenes, podían resultar completamente desconocidos si el estudiante pertenecía a la burguesía o, por el contrario, familiares, literalmente familiares por origen, pero en todo caso ya abandonados. Pues ser estudiante comprometido consistía principalmente en un ejercicio de ascetismo: humildad y pobreza en los vestidos, casi siempre vaqueros y guerreras de apariencia militar, boinas, barbas descuidadas. Varones y mujeres cultivaban por igual una apariencia ascética. Las mujeres abandonaban todo maquillaje, sólo se permitían pantalones cuando más gastados mejor, ropas holgadas que disimulasen sus formas, los varones se esforzaban en lo serio, adusto, militante. El estudiante comprometido ocultaba con pudor la sensualidad, junto con sus deseos, lo contrario que los varones y mujeres proletarios, quienes exhibían orgullosamente sus músculos y curvas, que en sus gestos y palabras tendían siempre a lo picante, lo insinuante, y que, desgraciadamente, veían a aquellos tontos como un sucedáneo de los curas que habían tenido que aguantar antes de la comunión. Sus ideales de vida chocaban como trenes: los realmente proletarios cuidaban mucho su aspecto, se arreglaban con cuidado para salir de fiesta, eran sobreabundantes en el consumo de comida y bebida, gastaban lo que podían, hablaban sin recato de sus deseos de consumo, ofrecían sus cuerpos y sus vidas con entusiasmo. El estudiante se encontraba distanciado precisamente por su imaginario de lo que era la vida proletaria. Muchos años más tarde, los años del grunge, los estudiantes repetían las mismas estrategias de distinción: zapatillas desatadas, camisetas y jerséis holgados y llevados abigarradamente unos encima de otros para manifestar descuido (un cuidado descuido).

Cuando se pasan varios años en la enseñanza universitaria no es difícil observar cómo va mutando la apariencia de los estudiantes desde la exuberancia que traen de la secundaria (no los de clase burguesa, que ya han aprendido en el bachillerato las formas de distinción) hacia una apariencia de seriedad y profundidad, pasando por una etapa de cuidado descuido desafiante. Es un efecto del cultivo material que tiene la cultura universitaria. En realidad sus hábitos pertenecen a lo que Nietzsche ya había calificado como ideal ascético:

“El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir depende en todo de aquel ideal […] El asceta trata la vida como un camino errado que se acaba por tener que desandar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se refuta –se le debe refutar--- mediante la acción: pues ese error exige que se le siga, e impone, donde puede, su valoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen.”

Tiene razón Nietzsche: los ideales ascéticos son uno de los hechos más extendidos y más duraderos. Porque también son una de los más eficientes estrategias de identidad. Nada da mejor la apariencia de profunda aristocracia que la humildad, la pobreza, la castidad en los arreglos de la existencia. Nada más alto que lo bajo, nada más profundo que la superficie. El desprendimiento como una cuidadosa estrategia de ordenamiento de sí. El estudiante que quería “integrarse” con los obreros descubría que no podía, pero no era capaz de admitir en sí mismo que era precisamente la distancia que establecía su ascetismo la causa sui, la razón de aquél. Deseos contradictorios: poder y ser amado.

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