sábado, 22 de marzo de 2025

La desmoralización programada

 



¿Qué hacer en la era del capitalismo de la vigilancia? Este es el tema que Belén Gopegui explora en su reciente novela Te siguen. Aunque "qué hacer" es una cuestión que nos conduce a la lista completa de las  famosas preguntas de Kant; "¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, que se resumen en (parafraseémos a Kant): ¿qué es un ser humano decente en un tiempo en que ser decente ya no es suficiente? En Lo real afirmaba Belén que la mayoría entendemos los dilemas de la práctica como disyunciones (hacer esto o lo otro) cuando en realidad deberíamos entenderlas como divisiones: en cada decisión que tomamos nos sentimos partidos por algo y en algo. Sartre lo había explicado en su tesis sobre la libertad humana y el compromiso (¿por qué se ha abandonado esta palabra?): quedarse a cuidar de la madre o entrar en la resistencia. Ser decente no basta para tomar una u otra senda, hay que sentirse partido, es decir, hay que activar las emociones morales y vivir con ellas. Y arrepentirse cuando se ha tomado la decisión incorrecta. Y ser capaces de indignarse por la culpa ajena cuando el daño provocado por las malas conductas intencionales de otros nos piden una respuesta.

Los personajes centrales de la novela, Casilda y Jonás no solo son personas decentes. Son también personas morales: Jonás se ha arrepentido y su arrepentimiento ha sido efectivo porque le ha llevado a decisiones radicales en su vida. Casilda está enojada por la culpa ajena y está implicada en acciones colectivas (una funcionaria de un servicio de protección civil que se toma en serio la protección civil). Son seres normales, decentes y, más que decentes. Son seres morales. Y por ello peligrosos. Deben ser vigilados. 

La novela metamorfosea el género de detectives y nos traslada a un tiempo en que la vigilancia ya no la ejerce solamente el estado sino grandes, enormes, descomunales, empresas de vigilancia que toman en sus manos el control del estatus quo. Como la Agencia Pinkerton que se encarga en Estados Unidos desde el siglo XIX hasta ahora de controlar a los huelguistas y a los sindicatos. Dos empleados de sendas compañías han emprendido la tarea de explorar la vida de nuestros dos personajes para prevenir lo que más temen: que sus emociones morales conduzcan a entretejerse y llevar a una más peligrosa emoción moral para los poderosos: el rencor y la indignación de los de abajo, del 99%. 

Planteada así, parecería que la novela explorará la omnipotencia de los poderosos, la debilidad de dos personas decentes ante la fuerza desbordante de las grandes plataformas (pues ahora son las plataformas digitales las que tienen la fuerza y el poder de la vigilancia y el control). Pero no, Belén Gopegui, también en la línea de las mejores novelas de detectives, explora las chapuzas, incompetencias y contradicciones del poder. 

El capitalismo de la vigilancia es ahora un conjunto de dispositivos extractivos de datos (también de energía y materias primas) que usa instrumentos de inteligencia artificial para reforzar su poder de control. Y en la novela, junto a los dos detectives, León y Minerva, aparece la voz de IG3, una suerte de IA que pretente ser omnisciente y todopoderosa, especializada en inferir líneas represivas tomadas de los informes de los informantes León y Minerva. Este es el hilo de la intriga del thriller que es la novela: ¿se impondrá esta máquina híbrida de humanos e inteligencias artificiales sobre el poder recalcitrante de las gentes morales, ("recalcitrantes" en la novela)?

Hay una hipótesis de fondo en el marco social que describe el relato con el que estoy completamente de acuerdo, y que me parece luminoso (la luz es un agente moral en el texto): todo el aparato hipertecnológico que parece dirigirse a nosotros en persona, tratándonos como seres singulares, que nos ofrece un mundo customizado no es sino un proyecto de desmoralización programada. 

La técnica es una producción que produce sujetos, sostuvo Marx en los Manuscritos y el capitalismo de la vigilancia con todo su barroco arsenal de dispositivos no es un sistema pasivo sino un programa de subjetivación, de generación de yoes que en su carrera (en su currículum vitae) ya no tienen tiempo no para el arrepentimiento (una emoción antieconómica (sunk costs se denomina en la jerga) ni mucho menos para sentirse interpelados por la culpa ajena. 

Desactivar las emociones morales es la primera de las prioridades del poder. Edgar Strahele en su calrificador libro Los pasados de la revolución sostiene que la actitud reaccionaria y contrarrevolucionaria no es una simple reacción a una revolución fracasada (casi todas lo han sido) sino un miedo creciente a que pueda ocurrir una que no fracase. El poder trata de infundir miedo. La ideología del determinismo, de que todo ya está escrito y programado es la nueva ideología que expande el miedo y la impotencia. Pero la realidad es que el poder está hecho también de miedo. Al 99% que es el objeto de su programación y que sabe que su futuro no está domado y que puede activar el rencor y la resolución. 

Este conflicto épico se juega en los espacios cotidianos, en las contradiciones de las almas partidas de los personajes, vigilados y vigilantes, en las estrategias de saber y poder, en las fuerzas de los lazos débiles (el poder sabe por teoría de juegos que los lazos débiles pueden desencadenar la masa crítica que produzca la acción colectiva. Granovetter escribió en los años 70 teoremas sobre ello). Este foco en lo cotidiano hace de la novela también una novela donde las subjetividades se interpelan, se aman o se separan, se inquietan por los otros y desarrollan, entretejen, redes que multiplican el poder recalcitrante. 

He leído la novela como una afirmación positiva, lúcida, esperanzadora sobre como resistir en las mareas bajas, sobre como saber que las conspiraciones del poder (esta es la tesis de Julian Assange) tienen demasiadas fugas, leaks, son mucho más chapuceras de lo que parece (permítaseme traer aquí el espectáculo que está dando uno de los oligarcas de esta desmoralización programada Elon Musk, con su DOGE (departamento de eficiencia gubernamental) que está sumiendo al gobierno de US en un pantano de ineficacia.)

La leo como una novela de esperanza lúcida. Mejor, de fe (secular) en la fuerza de los lazos humanos para cuya protección nacieron las emociones morales de la vergüenza, la culpa, la indignación y el rencor.

 

domingo, 16 de marzo de 2025

Economía de la experiencia

 



Un año antes del fin del milenio, dos divulgadores de escuelas de negocios, Joseph Pine y James Gilmore escribieron Economía de la experiencia, un libro dirigido a los gestores de empresas para señalarles la importancia que tenía el su producción y estrategias de venta la incorporación de la promesa de una experiencia. Su tesis era que la experiencia de la compra de un producto (o su uso) era un componente del valor que podía ser explotado.

No era una idea novedosa. Walt Disney la llevaba practicando desde que en 1955 fundó su primer parque temático Disneylandia, ofreciendo a los padres una experiencia inolvidable para sus hijos. Recuerdo un artículo de Vázquez Montalbán (pero no la cita, disculpas) en el que confesaba haber visitado uno de los parques temáticos y lo había disfrutado como un niño, aconsejando al futuro visitante de izquierdas que dejase colgada la ideología a la entrada. Y yo confieso haberlo hecho también por aquellos años en el parque de Orlando, en Florida. La promesa de la experiencia tiene un poder de atractivo tan fuerte como para haber transformado la economía del capitalismo avanzado.

Los estudios críticos de la sociedad de consumo y del consumismo, desde Marcuse y Baudrillard a Zygmunt Bauman han ido señalando las distintas fases por las que el artefacto de consumo se ha convertido en una fuerza de opresión. Marcuse señalaba el empobrecimiento de la vida y la alienación que producía el consumo. Baudrillard abría una senda novedosa de estudios del consumo al indicar que el objeto de consumo se había convertido en algo más que un objeto de uso, en un signo que entraba en las vidas del consumidor como una máscara de estatus. Este plus semántico del objeto estaba en la base de las tesis del autor francés sobre la sociedad del simulacro. Bauman, por su parte, pensando en el consumo adolescente de aparatos electrónicos de la ultimísima generación exponía que lo que convierte a una persona en consumidor es que sus compras están orientadas a que ella misma se convierta en producto, en mercancía del mercado de apariencias.

Hemos internalizado todas esas críticas y nadie quiere ser acusado de consumista o de haberse convertido en “consumidor”, por más que ya no sea una cuestión personal sino una forma estructural de los ciclos de producción y reproducción contemporáneos. No es infrecuente que el rechazo al consumo masivo sea un indicador de que se opta por un “consumo” razonable que generalmente se orienta hacia productos auténticos, en los que se aprecia una experiencia genuina alejada de la artificialidad de los artefactos y comidas ultraprocesadas.

El sistema entiende muy bien estos sentimientos y diversifica sus productos para que el “no-consumidor” pueda disfrutar de una experiencia de las afueras del consumismo mediante el acceso a productos que no parecen haber sido tocados aún por esa deriva civilizatoria.

Ocurrió primero, como puede imaginarse, en los sectores de la hostelería y el turismo. La experiencia de saborear vinos auténticos y bien criados transformó con rapidez la producción vinícola del mundo, extendiendo los procedimientos franceses a otras regiones como Napa Valley, Rioja, Ribera del Duero, Australia, Suráfrica, … etc. Algunos restaurantes comenzaron a servir carne de buey japonés para que el comensal sintiera la experiencia de comer lo que solo la familia imperial había comido hasta entonces. Y la Guía Michelín se convirtió en un mapa de experiencias sensoriales. El urbanismo de los años ochenta fue convirtiendo las ciudades y aldeas en parques temáticos de nostalgia para atraer los deseos de experiencias de autenticidad lejos de la masa que acudía a las playas. O las playas se reorganizaron para prometer una experiencia de exotismo y vida salvaje.

Apple fue la empresa que captó desde el principio el poder de la experiencia como aura del objeto. El diseño de sus productos no solo prometía lo último en tecnología, sino la sensualidad del tacto y la vista de sus artefactos y con ello el sentido de distinción que promovían. Desde los viejos Mac a los Iphone de nueva generación, vivir en el mundo-Apple ha sido la marca de distinción de generaciones de consumidores deseosos de mostrar que su elección obedecía a la búsqueda de la experiencia de calidad. La chica rebelde de Millenium cambiaba de mac pro para sus hackeos de la red, y sus clientes de la revista los usaban igualmente como muestra de su modernidad.

El mundo de la moda, sin duda, fue el territorio que se adaptó con mayor tranquilidad a la economía de la experiencia. Las viejas marcas que ofrecían productos sofisticados de diseños imposibles de llevar en la vida cotidiana mutaron a ofrecer productos auténticos: lanas frías, cahsmeres y algodones de supercalidad sin añadidos sintéticos para sentir que el cuerpo se vestía de una forma auténtica, sin productos degenerados.

Los supermercados tardaron un poco más, pero poco a poco aprendieron a ofrecer líneas que recordasen a los compradores los viejos mercados genuinos (cada vez más convertidos en remedos de sí mismos y centros comerciales para turistas buscando autenticidad) y comenzaron a ofrecer estanterías de productos orgánicos, de cercanías, etc., a los precios adecuados a estos productos tan cuidados de producción.

La experiencia visual, claro. El gran negocio del siglo: ¿cómo la necesidad de distracción de los ojos y la mente podría quedar al margen? No se trata solo de los videojuegos, que prometen la experiencia de calmar la ansiedad de violencia o lo que sea, es la ansiedad cotidiana la que ha sido colonizada por las pantallas de los smartphones, que abrimos cada vez que deseamos aislarnos de los de al lado.

Lejos de mi intención repetir las críticas que ya se han hecho tantas veces. Si el mercado ha usado la producción de experiencia para aumentar las ventas de productos es porque el consumo no es solo un acto de uso instrumental de objetos. Es una mala concepción de los artefactos el pensarlos así. La producción de objetos, mercancías o no, siempre tuvo un componente de producción de experiencias, de llenar el mundo y el entorno, lejano o cercano, de objetos que produjeran experiencias del más diverso tipo.

Hay un debate intenso sobre si se puede evitar el capitalismo depredador y destructor del Planeta y el consumo está en el centro de estos debates. El decrecimiento de un lado, la transformación del consumo en un consumo responsable de otro. Sea cual sea la línea que tenga la razón, la producción de experiencia será ya un componente estratégico de las economías futuras con más o menos sensibilidad ecológica. Porque la ecología humana incluye la construcción de entornos de experiencia: entender el territorio como paisaje, el alimento como cocina, el ruido como música, la piel y el tacto como caricia.


domingo, 9 de marzo de 2025

Epistemologías de la protesta

 



Qué difícil es cambiar el mundo cuando ni siquiera puedes entenderlo. Se te acumulan en los telediarios y en las pantallas solo accedes a los titulares, cada vez es más caro acceder al artículo entero noticias de aquí y de allá que mezclan temas de importancia geoestratégica con sucesos de corruptelas del día a día de la política; palizas o asesinatos de mujeres con desahucios, generalmente también de mujeres, ancianas o emigrantes; guerras en Centroeuropa y África con subidas y bajadas de la bolsa en China. No es solo que tu cabeza no sea capaz de asimilar este desbarajuste, es que el mundo está desordenado. El nuevo entorno comunicacional muestra un desorden que siempre estuvo, pero que ahora ha llegado a las capas más profundas, se ha extendido por cada punto conectado del Planeta por las cadenas de dependencias de poder o economía. Cuanto más conocemos sobre las cosas que ocurren menos entendemos lo que ocurre. La transparencia parece ofrecer un espectáculo de caos bajo los fractales de noticias que llenan los medios de comunicación.

La filosofía francesa de finales del siglo pasado avanzó la hipótesis de que habíamos entrado en una era de la sociedad del control, en la que la forma en que el poder se ejerce es a través de dispositivos de vigilancia y control activo o pasivo de las posibles expectativas de acción por parte de personas o grupos. La autora Shoshana Zuboff escribió en 2020 un texto ampliamente leído, “La era del capitalismo de la vigilancia” en el que se desarrollaba conceptos como los de “excedente conductual” o “poder instrumentario” para explicar cómo la economía basada en la extracción de datos refuerza la creciente desigualdad en el mundo y lo que se ha llamado “neofeudalismo” o “tecnofeudalismo”, un término que también ha popularizado Yanis Varoufakis, por el que poderosas élites vuelven a situar el patrimonio o la creación de patrimonio como el objeto de la economía, que termina derrotando a los ideales liberales de la sociedad del mérito.

Una segunda línea de interpretación de las derivas del mundo contemporáneo comenzó en los años ochenta y noventa del siglo pasado con la idea de la sociedad del riesgo. En la definición y explicación de este calificativo participaron Ulrich Beck, padre del término, en un texto homónimo que se convirtió rápidamente en un clásico, y el más tradicional Niklas Luhmann, discípulo del funcionalista Talcott Parsons, quien dedicó también un texto al riesgo. La idea de Beck era que nuestra sociedad habría mutado desde una modernidad basada en la seguridad que prometía la diferenciación en esferas autónomas: economía, política, instituciones de políticas públicas, educación, ciencia, etc., hacia una sociedad que estaba basada en la percepción de riesgos causados precisamente por esas instituciones, especialmente por la civilización científico-tecnológica. A Beck se le criticó el que no acababa de definir entre riesgo percibido y riesgo real y el que, desde el punto de vista histórico, los riesgos reales de la humanidad siempre fueron un horizonte próximo e incluso mucho más peligrosos que los presentidos actualmente, incluyendo el cambio climático (pensemos, solo por citar un caso, los cientos de millones de personas víctimas de las guerras del siglo XX, anteriores a la constitución de lo que Beck considera que es la sociedad del riesgo). Sin negar la importancia que tiene su diagnóstico y las zonas de la realidad que ilumina, me parece más revelador el proyecto de Niklas Luhmann. Para Luhmann, todas las sociedades crean sus propios dispositivos para hacerse cargo del riesgo: los seguros, bancos, etc., son formas tradicionales de negociar con el riesgo, que forman parte del proceso de diferenciación de instancias sociales como formas de seguridad contra el riesgo. Por ejemplo, la empresa tradicional fordista era una promesa de estabilidad de empleo no solamente para sus empleados sino en parte también para sus hijos, de los que se esperaba que se incorporasen al trabajo con mejores cualificaciones que sus padres.

Lo que detecta Luhmann es que el riesgo es algo más que una posibilidad real, es también y sobre todo en las nuevas formas sociales un modo estructural de observar la realidad, un modo de entender la toma de decisiones bajo condiciones de incertidumbre. Desde que la probabilidad se convirtió en la base representacional matemática de las decisiones sociales, el riesgo formó parte de todas las representaciones previas a los programas y decisiones, incorporando un cálculo de riesgos (menos de costos) y beneficios de cualquier decisión. Una característica de esta forma de racionalidad moderna sería pues la incorporación de la incertidumbre medida o esperada al proceso de toma de decisiones. Desde comienzos del siglo pasado, la economía primero y mucho más tarde todas las decisiones operativas de las instituciones fueron tomando la forma de decisiones bajo riesgo, creando toda una serie de instituciones de “consulting” para tratar de domesticar el riesgo.

El problema que detecta Luhmann es que a medida que se ha desarrollado esta forma de entender la acción humana también lo ha hecho una sociedad en la que la progresiva interacción entre sistemas hace imposible el cálculo real de riesgos. Es prácticamente imposible calcular cuáles son los riesgos ecológicos, políticos o económicos de cualquier proyecto. De este modo, la ignorancia se incorpora a la vida cotidiana y se extiende como una suerte de niebla que parece dañar la misma idea de futuro en la que se basa el conjunto de la cultura, la política y la economía que constituyen una suerte de cadena de promesas de futuro. Así, esta contradicción básica del capitalismo y la cultura contemporánea se comporta como una atmósfera que afecta a las estructuras de sentimiento tanto de los grupos dominantes y hegemónicos como de los dominados o subalternos. El lema de “No Future” parece acompañar como bajo continuo afectivo al conjunto de las acciones colectivas bajo condición de conflicto que conforman el panorama social. Se explica muy bien de esta forma el que la sociedad de control sea una especie de aspiración permanente por parte de las élites y sus grandes plataformas tecnológicas, al tiempo que el supuesto control que parecen ofrecer es cada vez menor a medida que incorporan ingentes y descomunales conjuntos de datos que contribuirían a diseñar políticas de control. No es pues extraño que se produzcan refugios en la acumulación de patrimonio y en los imaginarios de reclusión en zonas seguras económica, política y militarmente por parte de los nuevos poderes mundiales.

La era del neoliberalismo se basó con todo entusiasmo en estas políticas de incertidumbre, y creó formas de socializar el riesgo como las tristemente recordados paquetes subprime (que significaban créditos que ya se sabían impagables, pero que se suponían cancelables por un aumento continuo de los precios de la vivienda). La idea de Hayek y con él del neoliberalismo es que el mercado es un mecanismo de información basado en la ignorancia generalizada de los agentes que participan en él. Es el juego generalizado del mercado el que resuelve los riesgos y los lleva a un equilibrio más o menos aceptable. La era de los riesgos aceptables y de las compañías gestoras de ellos parece haber entrado en crisis. No es mal indicativo el que Trump haya cancelado los contrato del estado con las grandes empresas de consulting, como si creyera que su intuición vale tanto o más que los barrocos cálculos probabilísticos de aquellas.

Una parte de la izquierda, la que ahora siente nostalgia de la era de esplendor de la socialdemocracia y sus pactos sociales, también confiaba en que los riesgos asumibles podían ser cancelados por los equilibrios de las grandes fuerzas corporativas de empresas, estado y sindicatos. Los frágiles consensos podían ser más o menos formas de actuación arriesgada, pero que la necesidad histórica del capitalismo controlado podría llevar a una cierta forma de progreso y redistribución social de la riqueza.

Ese mundo parece haberse perdido con las desregulaciones financieras, la globalización de las comunicaciones, las dependencias de las cadenas de suministros y de las volátiles decisiones económicas que operan como bandadas de estorninos buscando nichos de rentabilidad por encima de todo. El mundo se ha vuelto mucho más incierto, y mucho más cuando estamos en un proceso de transición técnica hacia formas de producción y de fuentes de energía menos emisoras de carbono y más cercanas a la economía circular. La percepción de riesgos en esta situación de incertidumbre desborda los límites de todos los dispositivos y métodos de decisión racional de las últimas décadas.

No es pues, extraño que las estructuras de sentimiento produzcan miedos reaccionarios y melancolías de izquierda simétricas en su incapacidad de gestionar la incertidumbre.

Pero la idea de Luhmann de que el riesgo es un modo de observar la realidad tiene una cara positiva que es poco notada. Me refiero a todo lo que han detectado quienes se ocupan del poder de los movimientos sociales, del interseccionalismo y en general de las nuevas formas de alianzas improbables que la cultura dominante ha denominado “wokismo”. Se echa de menos la Guerra Fría y las políticas antisocialistas porque era un tiempo en que los sindicatos tenían fuerza. Ese tiempo se disolvió con la economía de la globalización, la externalización, el autoempleo, ..., y todo lo demás. Mucha izquierda se ha quedado anclada en esa nostalgia. También mucha derecha por razones inversas. Echan de menos la familia-familia, el municipio y sus pequeñas comunidades religiosas de fin de semana. D. J. Vance representa esta nostalgia reaccionaria.

La pregunta de ahora es por qué en todo el mundo suben al poder pequeños dictadorzuelos aupados por el antifeminismo (el antiwokismo lo llaman). Sería inexplicable si fuera algo que concierne a cuatro locas estropeafiestas. Algo ha cambiado en el mundo y la desubicación que siente mucha gente progre tiene que ver con la incapacidad de entender estos cambios. Donna Haraway y Bruno Latour lo explican muy bien: una, con su política de crochet, de entrelazar hilos. Latour, con su teoría de los ensamblajes heterogéneos e improbables. Un grupo se mueve contra la destrucción del Mar Menor, se encuentran en locales que usan otros grupos feministas de lecturas, se abre una librería que convoca a otra gente con intereses y demandas varias,..., Lo que a los trumps, putins, modis, abascales, mileis les ha llevado al poder es precisamente la fuerza de esos lazos débiles. La sociología de los ochenta lo trataba de teorizar: Granovetter y otra gente que reflexionaba sobre las condiciones en que se crea la masa crítica que resuelve los dilemas de la acción colectiva.

En estos procesos se generan formas de conocimiento que no se producirían bajo las condiciones tradicionales de diferenciación de esferas e identidades producidas por ellas: si la clase, el género, la raza, las afectividades, culturas y otras formas de identidad han devenido en hibridaciones, devenires y subdivisiones fractales que hacen prácticamente imposible las viejas políticas de identidad, por el contrario no han disminuido sino que han crecido las formas no visibles de entrelazamiento de deseos, actividades y cadenas de dependencia entre numerosas y distintas formas de protesta, que han producido precisamente esta reacción amedrentada por parte de las élites mundiales.

Y en estos movimientos se generar nuevos conocimientos sobre el mundo que nacen precisamente de las condiciones en las que crece la incertidumbre. Son epistemologías de la protesta, tal como ha teorizado José Medina (Epistemology of Protest Oxford UP, 2023), que desvelan estructuras básicas del mundo que subyacen a la niebla de incertidumbres. Puede que muchos de estos movimientos estén plagados de ecoansiedades, disforias, resentimientos y rencores puramente reactivos que creen imaginarios posapocalípticos poco utópicos, pero lo cierto es que la práctica real de las pequeñas protestas, conquistas, entrelazadas unas con otras, crean transformaciones en la conciencia general que desbordan incluso las propias expectativas de los activismos. Que estas epistemologías sean poco visibles, y que solo lo sean los climas y formas sociales que producen es quizás una de sus fortalezas más importantes, tal como estudiaron teóricos como James Scott en Las armas de los débiles.

Son formas de conocimiento menos basadas en los miedos, ansiedades y nostalgias que en la fe que nace de las continuas transformaciones que producen las acciones colectivas por minoritarias que parezcan. El problema de las masas críticas es uno de los factores de riesgo e incertidumbre que más acosa a los grupos dominantes y que, como señalo, explica estas reacciones desbordadas de autoritarismo que, como la historia ha comprobado, pueden producir daños mil, pero que entre sus consecuencias no queridas está el propiciar lo contrario de lo que se proponen.


sábado, 1 de marzo de 2025

Lo que importa

 


Hay días en que nos preguntamos como Hannah Arendt qué pudo haber ocurrido para que hayamos llegado a estas situaciones donde se permite que la insolencia reine por todas partes y en los que las gentes que sufren las amenazas sin cuento de los poderosos, y con ella se preguntan qué ha podido faltar para que se alcen hasta las cúpulas de la dominación personas tan funestas. Ella, la filósofa cuya mirada fue la más penetrante de su siglo, respondía que faltó la capacidad de juicio. Kant había llegado a conclusiones similares en una época no menos convulsa en la que se estaban produciendo rápidas curvas en las siempre azarosas sendas de la historia.

La facultad de juicio parece haber sido siempre el objetivo de la exploración del Kant maduro cuyo proyecto filosófico era responder a las preguntas fundamentales: ¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, ¿qué es el ser humano? Comenzó delimitando las posibilidades de las capacidades de conocer, estableciendo así las fronteras de la agencia epistémica, del juicio cognitivo; siguió inquiriendo la lógica del “deber”, del saber y poder práctico, de la agencia práctica si queremos llamarla así, una de cuyas vertientes básicas la forman la agencia y la identidad morales, lo que nos constituye como seres en el reino de los proyectos y los fines y nos enfrenta a las cuestiones básicas de con qué acciones y omisiones somos capaces de vivir y cargar.

Kant tenía claro que todo lo que había hecho aún no rozaba la cuestión básica, la de qué hacer cuando no hay principios claros que guíen la conducta, por ello emprendió la redacción de la obra que, al menos desde mi punto de vista, es la más grande de toda su impagable contribución al saber humano, la aproximación crítica a la capacidad de juzgar bajo condiciones de incertidumbre. En esta obra, Kant comienza mirando hacia abajo, uniendo lo humano al reino de la vida en donde nacen la fuerza y el impulso de continuar. Sin citarlo, Kant parece estar más cerca que nunca de Spinoza. Y sobre estas bases tan materialistas, tan fundadas en lo teleológico, Kant reconoce que nuestro juicio es vulnerable y acude a dos agarraderos no menos frágiles pero también no menos necesarios: el juicio de lo común, lo que llama el “gusto”, pero podría y debería haber nombrado con un concepto más amplio, y el juicio reflexionante, la auténtica capacidad de juicio.

Esta capacidad de juicio no es necesariamente moral, no puede confundirse con la moral ni es una capacidad ética. Tampoco, como parecía extenderse en la posmodernidad, es una capacidad estética, ni siquiera en la forma más aceptable de la capacidad estética que es lo que llamamos sensibilidad. Es la capacidad para delimitar lo que importa, lo que de verdad nos preocupa, lo que nos constituye como humanos y como seres cuyas vidas tienen sentido.

Harry Frankfurt ha ofrecido luminosas palabras sobre esta capacidad, que no puede reducirse ni al deseo ni a los principios ni conductas morales. Pues, aunque nuestras vidas estén dominadas por el deseo, o regidas por principios categóricos, puede que las sigamos considerando vidas sin sentido, pues nuestra capacidad de juicio nos indica que desearíamos no tener ni seguir esos deseos, o que esos principios no son los que nos hacen sentir vivos.

Esta tercera forma de agencia, que se añade a la agencia epistémica y la agencia práctica, cabría llamarla “agencia evaluativa”, sabiendo como Kant nos enseñó, que valorar no depende ya de códigos ni de “valores” en el sentido trivial del término, sino de otra forma de determinación más profunda, de nuestra capacidad para decidir lo que importa, de entender claramente qué es aquello que tenemos que cuidar.

Esta agencia está implicada, sin dominarlas, en la agencia epistémica y en la agencia práctica, que tienen sus propios espacios de autonomía, pero interactúa continuamente con ellas, como ellas lo hacen con la capacidad de juicio evaluativo. Así mismo, la agencia evaluativa supone una madurez epistémica y moral suficientes como para tener tanto grado de autoconocimiento y de sensibilidad moral como para formar parte de una colectividad de la que depende el futuro de la humanidad, y en buena medida, la preservación de la vida misma.

A veces, en ciertas épocas, la capacidad de juicio se degrada y las más oscuras nubes amenazan en el horizonte.

sábado, 22 de febrero de 2025

Antes del perdón

 


Me pidieron el lunes pasado en el programa de la SER “Hoy por Hoy”, conducido por Ángels Barceló, que hiciese algunos comentarios a propósito de las dificultades que se tienen para pedir disculpas y perdón, especialmente en casos de mucha relevancia mediática. No se citaron explícitamente estos casos, pero algunos de ellos habían ocupado las pantallas y portadas de los últimas semanas y  esa misma semana (esta) otro caso de acoso sexual volvía a la atención pública. Estas líneas recogen un poco más elaborado lo que pensé y dije en aquella ocasión.

Pedir disculpas y pedir perdón. No creo que sean lo mismo. Pedimos disculpas cuando hemos causado un inconveniente por nuestra torpeza, desidia o por accidente. Ponemos algunas excusas por ello y esperamos que la otra persona las acepte. A veces decimos “perdón” cuando la palabra adecuada era “disculpe”, pero eso no implica que los dos rituales y actos performativos sean equivalentes. John L. Austin, el filósofo británico que pensó y popularizó la idea de “actos de habla”, escribió un ensayo titulado “Un alegato en pro de las excusas” en el que discurre sobre algunas ocasiones de la vida cotidiana en las que se pregunta cuándo hay que pedir disculpas y cuándo no. Así, por ejemplo, si en una velada, quizás en la que el invitado ya ha tomado dos copas, se levanta del sofá y pisa la muñeca en el suelo, es correcto pedir disculpas. Pero si nuestro infortunado personaje pisa el bebé y le fractura un brazo no son disculpas lo que tiene que pedir. En las disculpas está el reconocimiento de un inconveniente. En el perdón hay un daño y lo que está en juego es mucho más serio y afecta a la misma trama de la relación social. “Tendría que haber mirado mejor”, “tendría que haberse dado cuenta”, “no puedo entender que hiciese eso”, “no tiene disculpa”,…, son expresiones cotidianas con las que señalamos ese punto de inflexión entre las disculpas y el perdón.

Los rituales o micro-rituales son actos normativos que reproducen los vínculos sociales o, en su caso, los restauran. Saludar, dar un beso por la mañana a nuestra pareja, preguntar “¿cómo estás?” a nuestros conocidos en el encuentro ocasional o diario en el trabajo, son micro-rituales que hacen saber a la otra persona que “todo está bien entre nosotros”, que el vínculo social no ha sido afectado. No implicarse en ellos cuando habría que hacerlo exige pedir disculpas, no perdón.

¿Cuándo entró el perdón en la historia como un ritual necesario de reparación? Mi amigo (no le olvido) el filólogo norteamericano David Konstan, se hizo esa pregunta e investigó exhaustivamente el mundo clásico y el tardo-romano, de donde salió este luminoso libro: Before Forgiveness: The Origins of a Moral Idea, en el que sostiene que en la Antigüedad no se contemplaba la exigencia de arrepentimiento antes de pedir perdón, sino que el acto similar trataba más bien de apaciguar la ira de la persona afectada, de pedirle olvido o al menos que no respondiese con una venganza esperada. Las oraciones a Jahvé o los ruegos a los poderes terrenales tenían esa esperanza de que el olvido o la generosidad hiciese menos probable o costoso el castigo.

Para bien o para mal, el arrepentimiento y la obligación de pedir perdón es uno de los componentes de la subjetividad moderna, que nace con el cristianismo pero que en realidad es fruto de una transformación de fondo en las pasiones que sostienen el yo de la modernidad. La petición de perdón entraña complejidades intersubjetivas de orden moral y político que articulan (de nuevo, sí, para bien o para mal) la estructura de lo cívico.

El acto de pedir perdón tiene un componente cognitivo, otro emocional y un tercero de orden social y moral. En primer lugar entraña el reconocimiento por parte del ofensor de que ha causado un daño real, no un simple inconveniente, del que es responsable porque tendría que haberse dado cuenta de lo que estaba en juego. Cuando el ofensor o victimario reacciona diciendo o pensando “no es para tanto”, “si te has sentido ofendido, disculpas”, etc., sabemos que hay un déficit cognitivo, una ignorancia voluntaria o estructural que añade un cierto grado de violencia al daño ya causado.

El componente emocional, lo que el catecismo llamaba arrepentimiento, es un ejercicio afectivo que llamamos “vergüenza”, por la que, como ha estudiado mi colega Alba Montes, el yo se siente expuesto, frágil, vulnerable, inferior y todo su ser está afectado por un miedo a ser mirado por la comunidad. El Génesis lo explicaba muy bien con la historia del ocultamiento de Caín después de su crimen. Sentir vergüenza es lo que de forma natural despierta el reconocimiento del daño. Y llamamos “sinvergüenzas” o “desvergonzados” a quienes padecen un déficit emocional y sociópata cuando infligen daño a otros.

El arrepentimiento es la parte sustancial de la fábrica del perdón. Entraña algo más que el reconocimiento y la vergüenza, entraña una transformación moral del yo, una suerte de nueva norma interna que refleja un “nunca más” en el comportamiento. Por eso Hannah Arendt sostenía que el perdón reinicia la historia, porque, en algún sentido bastante literal, implica una transformación del yo del victimario.

El catecismo católico tradicional exigía además “decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”.  Tenía razón Foucault en que esa condición de la emergencia del yo moderno contenía un ejercicio de poder. Pero no tenía razón en dejar su comentario en esta constatación de los cambios de nuestras relaciones. En realidad lo que significa el nuevo discurso del perdón como exigencia moral y política es “decir el daño a la víctima y ante toda la sociedad” y aceptar las consecuencias del acto.

Solo la víctima puede perdonar si considera que las condiciones del mundo, del victimario y de la sociedad han cambiado lo suficiente. En otro caso, su resentimiento le estará avisando de que algo aún no ha restaurado la vida cotidiana. Y la sociedad debe preguntarse si es así o no.

Bajo todas estas condiciones, el perdón, sí, puede retejer, al menos en parte, los lazos fracturados. No entraña olvido, todo lo contrario, exige una vigilancia para que el “nunca más” sea real y permanente. Pero es una condición de socialidad entre personas que mutuamente se reconocen como tales.

Ahora es más fácil responder a la pregunta de ¿por qué es tan difícil pedir perdón? Hay una resistencia explicable a pedir perdón. El yo del victimario necesita una revisión completa de su manera de estar en el mundo, de su propia trayectoria y cambiar hasta un punto bastante hondo su identidad narrativa. Y tiene que pasar vergüenza y sentirse expuesto y frágil. Pocos son lo suficientemente lúcidos y valientes para hacerlo. Prefieren que la historia siga y que sus víctimas sigan siendo unas resentidas y ofendiditas.

Pero hay un nuevo daño en esta incapacidad. Un daño que ya no es solo individual sino colectivo. El no pedir perdón no solo ha roto los lazos implícitos y explícitos con la víctima, ha debilitado también todos los lazos sociales y ha cooperado en la estructura de poder y dominación. El daño a una víctima entraña un daño colectivo pocas veces notado. La víctima sí lo hace, pero no siempre es escuchada.


sábado, 8 de febrero de 2025

El tiempo de los estados

 



El tiempo de la historia

La historia es según Hegel la historia de los estados. Los pueblos sin estado serían pueblos literalmente sin historia. Este relato eurocentrista une varios tiempos: el de la ciudad, el estado y la escritura. Durante miles de años una parte enorme de la humanidad vivió sin los tres componentes, sin que ello fuera óbice para que no desarrollaran estructuras culturales muy complejas y modos de vida social no menos complejos, tal como ha dado cuenta de ello la antropología y cada vez más la arqueología. Y sin embargo parece que la emergencia de los estados sobre las ciudades, apoyado en la memoria colectiva transmitida por la escritura fue un punto de inflexión en la historia en tanto que modificó radicalmente la propia condición humana.

Las condiciones que hicieron posible los estados son diferentes en su naturaleza ontológica. Varias de ellas tienen que ver con la cultura material, desde lo más básico de los materiales que permiten transformar a gran escala el mundo a las herramientas, espacios y prácticas que permiten estas manipulaciones. En este proceso, no determinista ni lineal, fueron centrales el sedentarismo, la domesticación del fuego, plantas y animales, la construcción de aldeas estables, la emergencia de las ciudades y la escritura. La convergencia de estos procesos crea temporalidades unidas a los registros físicos y externalizados en la escritura, modificando con ello las artes de la memoria y las proyecciones del futuro. Otras tienen que ver con el ascenso de grupos violentos que imponen su regla a la sociedad y crean jefaturas militares, monarquías e imperios.

En las afueras de estos relatos, la idea de que hay pueblos sin historia ha calado profundamente en el sentido común contemporáneo. La partición entre lo que aparece en las noticias y lo que aparece en documentales podría ser un índice de qué pueblos siguen aún en el lado de la historia no escrita, de la no historia y en las barranqueras de la clasificación de estados fracasados. El cuento determinista une el origen del estado con los asentamientos estables en ciudades, la agricultura y ganadería que permite alimentar a grandes multitudes hacinadas en espacios contraídos y la superioridad cognitiva que proporcionó la escritura, que hizo posible las leyes estables y las todavía más estables religiones de la palabra. Fuera de estos márgenes el tiempo es un tiempo sin relato ni medida, como si los pueblos que quedan empantanados en esos espacios sufran una suerte de presente continuo, condenados a ciclos sin sentido de pasado ni futuro. Las controversias sobre el origen del estado en el sedentarismo y la agricultura, en sus versiones del materialismo histórico determinista o en las no menos deterministas del culturalismo liberal, se extienden desde la historiografía a la filosofía política del presente. La forma estado en todas sus variantes parece ocupar el espacio completo de la sociedad y la cultura, incluso o sobre todo en las pretensiones neoliberales que prometen menos estado y más mercado, como si no encomendasen en la práctica a un estado cada vez más poderoso el lugar dominante del mercado en la sociedad y en la conversión de espacios de valor de uso en valor de cambio.

La emergencia de la forma estado en relación con las bases materiales de una sociedad con excedentes de producción plantea muchas cuestiones sobre la necesidad, la contingencia y la irreversibilidad de los cambios sociales. Relatos populares con pretensiones omniabarcantes como los de Yuval Harari, Steven Pinker o Jared Diamond han contribuido a reforzar el determinismo histórico, dejando a los azares del clima o las invasiones las únicas vibraciones de una historia conducida por el presunto éxito de los humanos en el conocimiento, la técnica y la moral. Para el materialismo histórico clásico de Marx y Engels, tal como lo presenta en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, este sería un hecho contingente y no necesario, pero derivado de la formación de núcleos de poder que controlaron los excedentes de producción generados por el desarrollo técnico de la agricultura. La contingencia aquí está matizada por un cierto determinismo tecnológico del que ni Marx ni Engels lograron desprenderse.

Qué difícil es navegar los peligrosos estrechos de la memoria histórica, mucho más turbulentos en las aguas oscuras del pasado lejano

 La domesticación de humanos, plantas y ganado: el domus.

El domus, sostiene Scott (Contra el estado cap 2) es un auténtico nicho ecológico creado por la ingeniería del entorno humana que transforma a todos sus moradores, incluidos los humanos. Es, afirma, una concentración de plantas en campos cultivados, de corrales, de almacenes de grano y semillas, de personas y animales que coevolucionan en interacción inacabable. A este ecosistema acuden comensales no invitados como los gorriones y urracas, ratas y ratones, junto con los parásitos que traen consigo los otros animales: pulgas, piojos, garrapatas, ácaros, mosquitos. Se modifica radicalmente el entorno suprimiendo los competidores y depredadores de los seres domesticados, haciendo por ello que estos dependan en delante de los cuidados agrícolas y ganaderos. Se modifican las conductas: los animales fácilmente domesticables, que ya eran de por sí gregarios, ahora se amansan y pierden capacidades de supervivencia. Los humanos, por su parte, transforman sus cuerpos a través de nuevas rutinas de trabajo que modifican y especializan sus sistemas motores, su percepción, su sensibilidad.

Con su estilo característico, lúcido casi siempre, con algunos tópicos también, Lewis Mumford[1] escribe sobre los orígenes de la ciudad. Asocia la aldea a una concurrencia de técnicas que él califica de femeninas, asociadas a lo sedentario, al cuidado, a la construcción de recipientes, frente a las herramientas móviles de cazadores y recolectores. Sin duda con tanta fantasía como erudición considera que la ciudad nace de la aldea, básicamente de dominio femenino, cuando se mezclan las artes masculinas del poder y la violencia con los entornos conservativos de la aldea.

En la aldea es tan importante lo ritual como lo instrumental y funcional. Están en germen, afirma, todas las instituciones de la ciudad: los centros sagrados y los alrededores profanos, el dentro y el fuera, los nuevos ritmos y trabajos que impone el sedentarismo y la agricultura y ganadería.  Pero no hay un camino único de la aldea a la ciudad ni de esta a los estados jerárquicos.

La ciudad es algo más que una aldea extendida. Significó una reestructuración de los espacios y tiempos, espacios públicos del poder político, militar y religioso, murallas que definen el espacio de seguridad, calles, plazas y zonas comerciales y de producción artesana, caminos de comunicación con otras ciudades y puertos, aparición de la división social del trabajo.

La controversia sobre el origen del estado y el determinismo,

De entre las diversas formas sociales que se producen en el Neolítico, en la transición de cazadores recolectores a agricultores y ganaderos sedentarios (una transición zigzagueante, con idas y venidas, rectas y revueltas), una de las que se convirtió en la trayectoria ideológicamente dominante de la historia fue la del estado, muy relacionada, aunque no en forma determinista, con la posesión privada de bienes, tierras y ganado. La construcción de espacios arquitectónicos permanentes permitió el control del futuro mediante la acumulación, la deuda y otras formas en que se manifestó el poder. Friedrich Engels en su (1884) El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado se apoya en las investigaciones de Lewis H. Morgan (La sociedad primitiva) para enlazar estas tres formas sociales en un proceso de realimentación. En este tema se trata de examinar la hipótesis bastante determinista que une las condiciones materiales del sedentarismo, la domesticación de vegetales y animales (agricultura) y el origen de las primeras ciudades en el Neolítico con la emergencia de estos tres elementos tan centrales en la historia humana que, por otro lado, están en profunda relación con el origen de la escritura, la religión y la ciencia y, en general de la cultura escrita. Según Engels, el patriarcalismo sucede al matriarcado en las sociedades primitivas, la propiedad a las formas de bienes en común y el estado a la organización de clanes. ¿Cuáles son las condiciones materiales que hicieron posible la emergencia de los estados?, ¿fue un proceso necesario o, por el contrario, una de las posibles trayectorias históricas?

El sociólogo Charles Tilly[2] une los procesos de urbanización, las dinámicas de acción colectiva y la formación de los estados en un mismo proceso: “Desde hace más de cinco mil años, los Estados son las organizaciones más grandes y poderosas del mundo. Definamos los Estados como organizaciones coercitivas
que se distinguen de los hogares y los grupos de parentesco y ejercen una clara prioridad en algunos aspectos sobre todas las demás organizaciones dentro de
territorios sustanciales. El término incluye, por tanto, las ciudades-estado, los imperios, las teocracias y los estados y muchas otras formas de gobierno, pero excluye tribus, linajes, empresas e iglesias como tales.” (p. 1). Son formas sociales cuyas actividades incluyen la violencia y la guerra contra sus rivales de dentro de su territorio o los enemigos externos, la expropiación de los medios que permiten esta violencia, la instauración de formas de ordenen la distribución de recursos y bienes a los miembros de la población y el control de la producción de bienes y servicios.

La controversia sobre el origen de los estados tiene una dimensión histórica pero también filosófica y política: ¿fue un proceso político necesario?, ¿fue voluntario o producto de la violencia de clase?, ¿fue un proceso cultural determinado por la domesticación de vegetales y animales, el sedentarismo y la agrupación de grandes cantidades de personas en un mismo territorio bajo la forma ciudad?, ¿estuvo relacionado con otras técnicas junto a la domesticación y selección, como el dominio de la arquitectura del barro y la construcción con mortero, la alfarería y la cerámica. Es una controversia en la que se entrecruzan varios temas y procesos: (1) el tipo de suelo del territorio donde se asientan los estados, bueno para el cultivo de cereales pero no tan generoso que permita que la población mantenga un régimen de cazadores, recolectores y ocasionales granjeros y ganaderos, no interesada en mejorar las plantas y animales, o tan poco generoso que obligue a un nomadismo permanente y a un control cuidadoso del tamaño de la población. (2) ¿Cómo llegó a preferirse la acumulación de gentes en el escaso terreno de una ciudad frente a la vivienda dispersa? Parece una cuestión de balance entre el miedo a invasiones de enemigos o miedo a las epidemias y enfermedades que conllevan las ciudades abarrotadas. (3) La invención de la escritura (ideográfica o alfabética), que registra eventos y nombres del poder y permite contabilizar deudas y granos almacenados o anticipaciones de cambios estacionales. (4) Surgimiento de una primitiva división social del trabajo en sectores primario, secundario y terciario.

La concepción tradicional es que estos fenómenos están relacionados por alguna suerte de necesidad histórica. Frente a esta concepción, James C. Scott y David Graeber[3] argumentan a favor de la contingencia histórica en la formación de estados. Razonan que los estados primeros fueron frágiles y efímeros a causa de las epidemias y enfermedades derivadas de la superpoblación, que se sostienen solo sobre la obligación de pertenencia basada en la violencia sobre los súbditos y que su base material es la agricultura cerealística, que permite la conversión del grano en una mercancía susceptible de ser usada para imponer impuestos y generar deudas estructurales en la población. Scott argumenta que el sedentarismo y la domesticación no fueron necesariamente juntos, sino que hubo asentamientos sin domesticación. Por su parte, Graeber y Wengrow critican también la concepción lineal y de progreso en la historia, tal como la defienden autores tan populares como Francis Fukuyama, Jared Diamond, Steven Pinker y Yuval Noah Harari, y afirma que el registro arqueológico permite observar que muchos asentamientos y formas sociales basadas en la ciudad no condujeron a la forma estado, como por ejemplo las sociedades olmeca, inca, maya, China en la dinastía Shang o el Egipto antiguo, entendiendo que el estado es el monopolio de la violencia, la burocracia y la información y la legitimidad de la autoridad.

La controversia se extiende desde la formación de los estados, una cuestión principalmente política, o sobre el lugar de la política en la historia, a la civilización, o el lugar de la cultura, especialmente de la cultura material en el desarrollo histórico de la humanidad.



[1] Mumford, Lewis (1961) La ciudad en la historia. Trad. Enrique L. Revol, Logroño: Pepitas de Calabaza

[2] Tilly, Charles (1992) Coertion, Capital, and the European States 990-1992, Oxford: Blackwell.

[3] Scott, James C. (2022) Contra el estado.  Una historia de las civilizaciones del Oriente Próximo antiguo, trad Antonio Cabo, José Riello, Ricardo Dorado,  Madrid: Trotta; Graeber, David, Wengrow, David (2021) El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, trad. Joan Andreano, Barcelona: Planeta, Wengrow, David (2020) What Makes Civilization? The Ancient Near East and the Future of  the West, Oxford: Oxford University Press.


sábado, 1 de febrero de 2025

Filosofía del presente

 



Casi todos los problemas filosóficos (casi todos los problemas humanos) contienen el tiempo en su núcleo interior. Hay tiempo porque la realidad es dinámica, como el río de Heráclito, porque hay cambio y transformación continua. El tiempo es el producto de estos cambios: hay tiempo porque hay mutación y causas y efectos. El tiempo es lo que nos indica la velocidad de estos cambios y su longitud. La heterogeneidad de los tiempos, su topología diversa es lo que convierte al presente en un tiempo denso. 

Hace trece mil quinientos millones de años empezó todo esto, el universo en que vivimos. Hace cuatro mil quinientos millones de años, el polvo de las estrellas construyó nuestra casa, el planeta Tierra, cerca de una estrella de mediana magnitud y media vida. Hace tres mil quinientos millones de años, la química del carbono construyó moléculas complejas, los aminoácidos, que se unieron en cadenas autorreproductivas y autocatalíticas, y crearon membranas para aislarse parcialmente del exterior. Así apareció la vida en las formas elementales de las arqueobacterias. Comenzó la larga historia del árbol de la vida en la zona crítica de la litosfera, respirando la nueva atmósfera de oxígeno que habían producido las bacterias anaerobias. 

Hace un millón y medio de años, en el Pleistoceno, el Homo ergaster, dotado de un cuerpo capaz de caminar erguido, con un cerebro mayor que otros homininos de los que descendía y escindido bicameralmente para que el lado izquierdo prestase atención a los detalles y su lado derecho comprendiese la trama de las cosas, talló bifaces con un trabajo cuidadoso y planificado, domesticó el fuego que aterrorizaba a los demas animales y creó espacios de intimidad a su alrededor, haciendo posible la explotación cultural de tres habilidades: la técnica, los lazos sociales y la comunicación compleja. Hace ciento cincuenta mil años Homo sapiens comenzó a colonizar el Planeta, dotado ya de técnicas de segundo orden (instrumentos para hacer instrumentos), estructuras de socialidad complejas (parentesco) y lenguaje articulado. Hace cuarenta y cinco mil años los grupos humanos crearon los símbolos externos: imágenes y signos que acumularon materialmente en las cuevas y las pieles la memoria del grupo.

 Hace catorce mil años domesticaron animales y plantas y comenzaron a intervenir activamente en la selección natural como nuevos agentes, modificando las especies y el suelo que las alimentaba. Hace cuatro mil años levantaron ciudades, escribieron leyes, constituyeron estados y establecieron clases, castas y violencia dominadora de hombres y mujeres. Hace trescientos años desarrollaron las tecnologías complejas del control de la energía fósil y de la producción de metales, especialmente acero, aglomerantes como el cemento y establecieron nuevos estratos geológicos en el Planeta en formas de ciudades, campos cultivados y redes de comunicación. 

Hace cien años modificaron el ciclo estable del carbono y sus emisiones comenzaron a producir un cambio en la temperatura media de la superficie terrestre. Hace cincuenta años desarrollaron el control de los campos electromagnéticos y crearon las memorias y los procesamientos electrónicos. 

Para decirlo rápidamente: el presente es tiempo congelado. Nuestros cuerpos, la carne y la mente, son depósitos de tiempo, documentos de naturaleza y de cultura, de evolución y de barbarie. Nuestro cuerpo es un documento de todos esos cambios. Contiene toda la sabiduría de la humanidad y todas las cicatrices de su violencia irracional. El tiempo de vida de la especie es finito, limitado, corto comparado con la vida de los árboles, largo comparado con otras especies animales, suficiente para crear estructuras estables autorreproductivas como los valores, las costumbres, los rituales, las instituciones. 

Y el poder. El poder es la capacidad de emplear el tiempo de los otros para los propios beneficios. Aprovechar sus ciclos de trabajo y descanso para producir mercancías convertibles en esa forma abstracta de poder que es el capital. Aprovechar los tiempos de sus sentimientos para inducir el miedo continuo a la violencia y crear la sumisión. 

Y la fe. La fe es la fuerza de la resistencia. El poder del presente donde se hace el pasado testimonio y el futuro objeto de proyectos e imaginaciones. Es el poder del cuerpo y la mente, en conjunción con otros cuerpos y mentes, con sus confabulaciones (relatos en común) y conspiraciones (respirando en común) y sus valore y compromisos compartidos, que se hace fuerza transformadora que crea tiempos de libertad. 

lunes, 20 de enero de 2025

Homeostasis. O la continuidad de naturaleza y cultura

 



La homeostasis es la base organizativa de la vida, lo que realmente introduce complejidad cualitativa en la inmensa cantidad de procesos que la constituyen. La homeostasis es la acción que producen redes de sistemas de control en forma de realimentación negativa (la mayor parte de las veces) y ocasionalmente positiva. Los procesos de realimentación dan una nueva consistencia al tiempo lineal, pues si tomamos la noción de tiempo leibniziana como “el orden de lo sucesivo”, un proceso de realimentación (o retroalimentación, o de feedback, pues son homónimos usuales) la causalidad parece ser retroactiva, dado que una parte del efecto de la acción de un sistema se emplea para reintroducirse como estímulo y corregir el posible error. Los sistemas de homeostasis han sido diseñados por la evolución para mantener ciertas sustancias o propiedades del sistema entre los límites cuantitativos que hacen posible el funcionamiento general. En el organismo, las redes encargadas de la homeostasis controlan la temperatura del cuerpo mediante realimentaciones positivas cuando el cuerpo está frío o enfermo (la fiebre, que lleva el cuerpo al límite para que no sobrevivan las bacterias, pero sí las células) o negativas, cuando el cuerpo necesita disipar el calor producido por el esfuerzo. Algunos otros sistemas de homeostasis son, por ejemplo: el control de glucosa en sangre, mediante secreción de insulina; el control de los niveles de hierro, de cobre, de gases en la sangre (CO2, O2); los niveles de calcio, la concentración de sodio y potasio, el balance de fluidos (el mecanismo de la sed), el pH de la sangre la presión arterial, el fluido cerebro-espinal que distribuye las sustancias que alimentan el cerebro, el sistema neuroendocrino que controla el funcionamiento de los músculos, el sistema de neurotransmisores que modula los procesos cerebrales, los procesos de control genético que permiten la expresión oportuna de los genes o, en general, el balance de energía que produce el apetito para reparar el gasto metabólico.

Estos procesos son muy dispares en sus bases físicoquímicas y en los órganos implicados en el mantenimiento, pero se ha buscado un esquema abstracto que pudiera encontrar analogías formales, e incluso isomorfismos entre los procesos fisiológicos y los mecánicos, en lo que en los años cincuenta se llamó cibernética o teoría del control (cybernetes, en griego era el piloto de la nave). El modelo más simple es el esquema general de flujo que forma la estructura abstracta de un sistema de feedback o realimentación.

Un mecanismo de realimentación es un subsistema acoplado a otro sistema que tiene entradas y salidas. El control se ejerce mediante un dispositivo de medición de una cierta cantidad o propiedad presente en la salida del sistema, una comparación o medida de distancia con respecto a un punto de adecuación, de modo que esa distancia se establece por exceso o por defecto, un controlador que establece qué curso de acción debe ponerse en marcha y un efector que actúa (retroactúa) modificando la entrada del sistema de modo que así se modificará la futura salida

undefined

Fig.: Fuente: Wikipedia “Feedback” CCO

La realimentación negativa establece una decisión del grado de error del sistema y en la realimentación reduce el flujo de entrada. En la realimentación positiva, la discrepancia se considera positiva y por ello la realimentación refuerza la entrada. Los sistemas de aprendizaje por error o por refuerzo y sus asincronías son ejemplos de estas dos modalidades de control, que formalizan de un modo abstracto el funcionamiento de un mecanismo de homeostasis:

 

undefined

Fig 2 JackPWarrick, CC BY-SA 4.0. Fuente Wikipedia, “Feedback”

 

 

 

undefined

Fig 3  JackPWarrick, CC BY-SA 4.0. Fuente Wikipedia, “Feedback”

 

La homeostasis es el fundamento de la autoorganización de los sistemas vivos, lo que le concede la apariencia de objetos teleológicos, como si hubieran sido diseñados para algún fin, aunque solo son sistemas complejos que producen orden a partir del caos.

***

La importancia creciente que tuvo la exploración de los procesos de homeostasis en la medicina de comienzos del siglo XX sugirió a posibilidad de una metafísica abstracta de los procesos dinámicos que Karl Ludwig von Bertalanffy (1901-1972) enunció como Teoría General de Sistemas (TGS) que se presentó con la promesa de ser una metateoría universal de toda la realidad, especialmente la biológica, que se unió a la promesa de la cibernética, creada por  Norbert Wiener, en el contexto de los laboratorios del MIT, donde se desarrollaban las ideas de computación que había introducido von Neumann y sus diseños de sistemas de realimentación entre rádares y cañones navales al final de la II Guerra Mundial. La TGS, explotaba la analogía abstracta entre sistemas de control por realimentación y homeostasis para ofrecer la promesa de una suerte de vida e inteligencia artificial, de máquinas inteligentes y, en otros órdenes de la organización humana, de sistemas sociales que se autorregulan, desde el cuerpo a las instituciones sociales básicas.

La importancia metafísica de la homeostasis es que ha resucitado en el último siglo una suerte de reacción romántica contra el seco mecanicismo que rigió la ciencia y la tecnología en las décadas de la Segunda Revolución Industrial. ¿Cuántos restos quedan en pie del concepto romántico de Naturaleza, que construyeron los Goethe, Schelling, Hegel y seguidores científicos, inspirados por los embriólogos del XVIII. Su imaginario estaba armado con dos ideas-fuerza: la de la unidad de todas las formas de energía de la naturaleza, unidad sobre la que se construye la misma idea de Naturaleza, en tanto que opuesta a Universo, o Cosmos, e incluso Mundo. En segundo lugar, la hipótesis de que esta unidad se despliega en un proceso de formación de seres y sistemas cada vez más complejos, desde lo inerte a lo autoconsciente, desde lo simplemente reactivo a los agentes autónomos. En cierta forma el Romanticismo fue la ideología de la revolución burguesa en su aspiración a reconciliar la unidad de lo natural y lo espiritual con una rígida ley del progreso desde lo bajo a lo alto hasta alcanzar los grados de complejidad del Estado y su identidad cultural, es decir, la Naturaleza una regida por los caminos de hierro del progreso.

La teoría darwiniana y los conflictos sociales, cada uno por su lado, supusieron un desafío mortal al romanticismo científico y social. El darwinismo entrelazaba la necesidad y el azar en la evolución de los seres vivos y esta invasión de lo indeterminado amenazaba a las pretensiones románticas de una jerarquía del ser y a sus pretensiones explicativas. Pues la inversión darwiniana de la explicación histórica de la vida era que no eran los fuertes o los más adaptados los que sobrevivían sino que los fuertes o más adaptados eran los que, por causas y azares, habían sobrevivido por las erráticas sendas de la evolución. El romanticismo tendría que verse obligado a dejar caer la idea de unidad de la naturaleza o bien la idea de progreso. ¿Cómo puede hacerse compatible el orden que observamos en las leyes básicas del mundo y sus regularidades adaptativas en los organismos con la irrupción permanente de lo inesperado, lo contingente, lo perturbador?, ¿cómo fue posible el orden biológico a partir del físico y el orden en general a partir del caos?, y ¿cómo sobrevivir al mito del progreso sin resbalar hacia el mito de la caída original, de la tesis rousseauniana de que el orden primitivo fue corrompido por la maldad moderna?

La aparición de múltiples sistemas de realimentación en el entorno técnico en la electrónica y la automática de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado estimuló la cibernética como base de la Teoría General de Sistemas, como si los seres vivos, los humanos, sus máquinas y sus sociedades fuesen todos ejemplificaciones de sistemas estabilizados por sistemas de realimentación análogos. La conjetura más amplia de todo aquel movimiento neorromántico fue sin duda la hipótesis Gaia formulada por James Lovelock en 1979, en donde se consideraba la biosfera como un sistema autorregulado y en equilibrio en sus ciclos básicos. Este resurgir del romanticismo de la unidad de la naturaleza tuvo y tiene aún muchos seguidores pues esconde, al igual que en la primera era de esta concepción, un componente cuasi-religioso de confianza, en aquel caso en el progreso, en esta nueva reedición en la estabilidad y el orden, en una suerte de nuevo naturalismo que respira una cierta atmósfera de misticismo. Pero la idea peligrosa de Darwin, la idea que parece disolverlo todo pende peligrosamente sobre todo intento de pretender que el holismo y el optimismo naturalista pueden ir juntos. Las expresiones de “la naturaleza es sabia” y otras similares se unen en un mismo coro con complejísimos modelos mentales, a veces incluso matemáticos, que tal vez ya no tienen el color del progresismo decimonónico, todo lo contrario, ahora se presentan como una patente demostración de que los humanos han roto las homeostasis del Planeta y son una suerte de metástasis que amenazan el sistema completo. Todo sería estabilidad hasta la llegada del ángel caído que destruyó la apacibilidad del Paraíso Terrenal.

En el lado conservador y liberal, se ha desarrollado una mirada no menos tendente a la continuidad de todos los procesos naturales. Me refiero al neodarwinismo que extiende el proceso de selección desde las bacterias a Bach, desde las acumulaciones de células al mercado de capitales. La fusión del primer darwinismo con la genética de poblaciones dio lugar al empleo de nuevos instrumentos matemáticos que trataron de modelar la selección natural, en particular, el intento de explicar la aparición de rasgos aparentemente poco adaptativos como, por ejemplo, las muestras de altruismo en muchas especies animales, que parecerían ir contra la ley de hierro del egoísmo reproductivo. La teoría de juegos, nacida en la economía para explicar la conducta racionalmente irracional de los agentes económicos, dio alas a un modelo general según el cual tanto la selección natural como el mercado, en ausencia de influencias externas, tienden a estados de equilibrio (en el sentido de Pareto de que cualquier cambio hace que una parte salga perdiendo). Si en la Teoría General de Sistemas los mecanismo de homeostasis se presentan como “mecanismos”, como especie de estructuras fijas que preservan el orden, en una suerte de temporalidad congelada y abstracta, en el neodarwinismo ortodoxo es el tiempo el que produce una suerte de homeostasis generalizada calificada como equilibrio. Hay aquí también una cierta mística de la homeostasis, ahora en la forma de selección tendente al equilibrio.

Las ideas de mecanismos de homeostasis y de selección por adaptación son ideas tan poderosas como peligrosas. En la lúcida metáfora de Dennett, disolventes universales que amenazan con disolver el contenedor que las acoge. ¿Es posible encontrar ruta de navegación en aguas que amenazan con hundirnos en la necesidad o la pura contingencia, entre el sistemismo y el historicismo, entre el orden y el caos, la estabilidad y el conflicto, la repetición y la diferencia, el sentido y el sinsentido?

En 1987 iniciamos una serie de seminarios un grupo de gente interesada en estos temas desde la filosofía de la técnica que, entonces, no era casi nada practicada en España: Miguel A. Quintanilla lo había promovido y a su alrededor nos unimos Javier Aracil, un ingeniero de talla internacional que había introducido en España el interés por la Dinámica de sistemas (no confundir con la Teoría General de Sistemas), Margarita Vázquez y Manuel Liz, profesores de La Laguna, muy interesados en la simulación de sistemas y en las lógicas temporales, Jesús Vega y Bruno Maltrás, doctorandos entonces e interesados por los saberes técnicos y yo mismo, muy implicado en la idea de diseño como forma de racionalidad en tecnología. En el desarrollo de las múltiples conversaciones en esos años Javier Aracil nos convenció a todos de las limitaciones intrínsecas de la Teoría General de Sistemas, e incluso de cualquier teoría de sistemas, como la que entonces profesábamos casi todos basados en nuestra admiración por la filosofía de Mario Bunge. Los mecanismos de realimentación, nos sugería, están al albur de múltiples irrupciones del caos en la forma de retardos que generan ciclos poco funcionales, como ejemplifica la experiencia que tantas veces hemos tenido en el baño de girar demasiado el mando del agua caliente, y quemarnos, para, a continuación helarnos porque no hemos calibrado bien el mando del agua fría. El control de la velocidad de los flujos, de la temporalidad contingente por tanto, es una trama básica en el funcionamiento de la realimentación. Hay otros muchos ejemplos que nos hablan de la vulnerabilidad de los sistemas de control por más estables que parezcan. He dado muchas vueltas desde entonces a la idea de fragilidad de los sistemas, probablemente porque la edad te confiere la gracia de experimentarla diariamente en propia carne. En La escala de las cosas introduje la idea de abandonar las metáforas asociadas con el modelo de organismo y adoptar, por el contrario la idea de holobionte, una asociación frágil, contingente, muy vulnerable y con una temporalidad limitada de órganos, redes de sistemas de homeostasis y una innumerable biota, unido todo a la proximidad de todos los otros organismos de los que depende uno, sea para los cuidados, sea para la alimentación. Es parte de este proyecto de navegación en aguas metafísicas turbulentas, donde los sistemas de homeostasis son parte de las cuadernas de la nave, una nave siempre en peligro y en reconstrucción constante.