sábado, 5 de septiembre de 2020

Tras el humanismo

 



Se cumplen poco menos de setenta y cinco años de la Carta sobre el humanismo de Heidegger, en respuesta al El existencialismo es un humanismo de Sartre y poco más de veinte de Normas para el parque humano. Crítica de la Carta sobre el humanismo de Heidegger de Sloterdijk, que suscitaría una triste y olvidable polémica en los periódicos con Habermas, quien escribiría, como respuesta a Slotedijk en 2001, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?. Las dos discusiones forman parte de una muchísimo más larga controversia sobre la dignidad de los humanos y cuál pudiera ser su fundamento y responsabilidad. Tan larga como los documentos que conservamos escritos de la humanidad, como el Mahabhárata, el Génesis o las tragedias de Sófocles.

La Carta de Heidegger es un pequeño resumen de su filosofía. Responde a la tesis de Sartre de la prioridad de la existencia y de la acción, y de paso al pragmatismo, al marxismo, al materialismo y a todo intento de relacionar lo humano con lo animal. Su respuesta es que el horizonte de lo humano es el pensar interpelado por el Ser. Sin átomo de modestia, Heidegger se declara más allá de la filosofía. La Carta termina con un párrafo de post-apocalipsis cultural:

Ya es hora de desacostumbrarse a sobreestimar la filosofía y por ende pedirle más de lo que puede dar. En la actual precariedad del mundo es necesaria menos filosofía, pero una atención mucho mayor al pensar, menos literatura, pero mucho mayor cuidado de la letra. El pensar futuro ya no es filosofía, porque piensa de modo más originario que la metafísica, cuyo nombre dice la misma cosa. Pero el pensar futuro tampoco puede olvidar ya, como exigía Hegel, el nombre de amor a la sabiduría para convertirse en la sabiduría misma bajo la figura del saber absoluto. El pensar se encuentra en vías de descenso hacia la pobreza de su esencia provisional. El pensar recoge el lenguaje en un decir simple. Así, el lenguaje es el lenguaje del ser, como las nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con paso lento, abre en el campo.

Lo que Heidegger dice que hace ya no es filosofía sino una forma de lenguaje que es el lenguaje del ser: “el pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con paso lento, abre en el campo”.  No hay que ser muy sutil como para reparar en que Heidegger quiere responder aquí a la tesis XI sobre Feuerbach de Marx, y con él a todos los que anteponen la acción al pensamiento. No puedo decir que me guste mucho lo que piensa Sloterdijk, pero su sarcasmo sobre Heidegger en Normas debería entrar en una antología de la ironía. El texto del entonces joven y mediático filósofo sostiene que todo esto que hace Heidegger es lo que han hecho siempre los escritores del humanismo. No otra cosa que cartas que se escriben entre sí gente que sabe leer y que cree que lo escrito salvará a los humanos de su condición caída. Filósofos que no son más que filólogos queriendo salvar el mundo como super héroes con sus redefiniciones de palabras, algo así como Agamben con máscara de Spiderman.

Tampoco puedo decir que me guste mucho la críptica respuesta de Habermas a Sloterdijk, a quien acusa de que su propuesta de “domesticación” del ser humano implicaría una suerte de eugenesia disfrazada de intervención en las líneas germinales y la reproducción de generaciones futuras.  Pero sí es cierto que el argumento de Sloterdijk, después de sus denuestos a Heidegger, es más o menos el argumento que tomarán los transhumanistas épicos como base ideológica: hasta ahora el humanismo ha sido una cultura que pretendía mejorar al ser humano a través de la educación. Ha fracasado estrepitosamente, así pues, dejemos que ahora se encargue la ciencia, que podría planificar un ser humano futuro libre de todas las lacras de comportamiento violento y del destino al sufrimiento constante.

El argumento del transhumanismo radical, épico, el de la transformación sin restricciones de las líneas germinales o de la investigación sobre prótesis informacionales en el cerebro, e incluso la “descarga” de la memoria en una nube digital, me parece uno de los más lamentables argumentos de la historia. Resulta que el humanismo, que desde el Renacimiento e incluso desde Grecia constituía la base de la educación, uno de cuyos productos es la ciencia, ha fracasado, pero la ciencia, ahora sin humanismo, podrá triunfar imponiendo a las futuras generaciones temperamentos genéticamente inscritos. No se tarda mucho en encontrar unos cuantos auto-socavamientos en este modo de argumentar. Lo dejo como tarea práctica para el lector.

Pero aún queda la cuestión del humanismo. Lo hemos tomado como una tradición unitaria, como si supiésemos a qué nos referimos, cuando de hecho a poco que escarbemos es una tradición siempre en controversia, siempre en sospecha de sí. Nietzsche y Foucault, por ejemplo, se declaran abiertamente antihumanistas, pero su concepción histórica de lo humano es quizás una de las formas más sutiles de humanismo. Lo mismo ocurre con la línea del posthumanismo crítico que representa, por ejemplo, Rosi Braidotti, que, siguiendo las críticas desde el feminismo y el pensamiento ecológico, acusa a muchos humanismos de antropocentrismo, de olvido de la vida en favor de una supuesta superioridad del ser humano y, sobre todo, de estar contaminado de androcentrismo y etnocentrismo. Pero Braidotti, como Geneviève Lloyd, como Moira Gatens, como antes Deleuze y Guatari, se declaran posthumanistas herederas de Spinoza y su reivindicación de la fuerza de la vida. El posthumanismo crítico, afirma Braidotti, no es un “post” en un sentido de “después” sino una crítica a la contaminación supremacista de toda la autorreferencia a lo que somos, incluyendo en este “nosotros” un espectro mucho más inclusivo que el de las figuras que generalmente ha supuesto el humanismo, y que podríamos resumirlas gráficamente en el famoso canon de Da Vinci.

Habermas, en su discusión con Sloterdijk, habla de la "dignidad de los seres humanos", que se basaría según sus palabras en la capacidad de auto-comprensión de la especie humana, que sería puesta en cuestión dejando libre a la ingeniería genética. Pero esta dignidad, que según nos enseña la etimología consiste en considerar que los seres humanos como tales son merecedores de algo, no puede ya ser insolidaria con la dignidad de los seres vivos. Parte de nuestra auto-comprensión es quizás el sabernos indignos de pertenecer al árbol de la vida, y proponernos recuperar el ser dignos de aquel. En esto, creo, consistiría el posthumanismo, en un ganarse la dignidad luchando por la de todos aquellos seres que no habrían cabido en el círculo que dibuja el canon de Da Vinci.









sábado, 29 de agosto de 2020

La ciudad como artefacto

 


Foto de Charles Marville de las obras en París en la época de Haussmann


"Marx sostenía algo que había tomado de Saint-Simon: que ningún orden social puede cambiar sin que los rasgos de lo nuevo se encuentren en el estado existente de las cosas. Si aplicamos rigurosamente ese principio a lo que sucedió en 1848 y en los años posteriores, veríamos no sólo a Flaubert, Baudelaire y Haussmann, sino también al propio Marx bajo una luz muy especial. El hecho de que todos ellos alcanzaran su esplendor de manera tan espectacular solamente después de 1848 apoya el mito de la modernidad como una ruptura radical" Harvey, París, capital de la modernidad (p. 25)

 

De esta forma describe David Harvey las transformaciones que se están produciendo continuamente en la ciudad. ¿Cómo cambia la ciudad en relación con la sociedad y cómo cambia la sociedad en relación con los cambios que se producen en el espacio urbano? Harvey dedica su libro París, capital de la modernidad a la figura de Haussmann, el destructor-constructor de París, el pionero de los urbanistas modernos (que se corresponde en nuestro país con Ildefonso Cerdá, en Barcelona o el Marqués de Salamanca en Madrid), quien, según Harvey, habría creado su propio mito como destructor del pasado, que incluía el pasado revolucionario de París y sus reiteradas barricadas. El libro entrelaza la historia de la lucha de clases en París con los cambios urbanísticos, para mostrar cuán compleja es esta relación y cómo no cabe interpretarlo como una calle de dirección única, por citar el título de Benjamin.

Harvey se mueve en un territorio intermedio entre dos tradiciones persistentes en los estudios urbanos, una línea cultural que llenaría bibliotecas enteras. De un lado, la tradición reduccionista según la cual la ciudad es el producto de otras fuerzas sociales.  En su libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, Francisco Javier Ullán de la Rosa cataloga en esta posición a Marx y Engels, Weber, Tönnies, Durkheim, a quienes habría que añadir a Manuel Castells, influido en sus comienzos por Althusser. En el otro lado estaría la tradición que considera la ciudad como una variable independiente, que produce efectos sin ser necesariamente un producto lineal de otras fuerzas históricas. Ullán recuerda aquí a Simmel, Werner Sombart, y Maurice Halbwachs, entre los padres clásicos de la sociología, pero habría que introducir sin la menor duda a Walter Benjamin, Siegfried Krakauer y, más tardíamente a Henry Lefebvre, enfrentado en este punto a Castells, a quien acusa de ambigüedad política.

Harvey intenta mediar entre estas dos tradiciones, como estudioso del espacio desde la perspectiva marxista. Con este fin construye un relato del París que se extiende en el tiempo desde la subida al trono de Luis Felipe en 1824 a la masacre tras la Comuna de París en 1871. El libro es un homenaje rendido a Balzac, al ilustrador Daumier y al fotógrafo Marville. Los tres ofrecen una representación de la vida de la ciudad que ningún dato estadístico o documento ofjcial puede alcanzar en profundidad. El valor del libro, sin embargo, excede con mucho el interés puramente histórico y se convierte en una declaración programática de lo que tendría que ser una aproximación holística a una ciudad: la ciudad narrada, representada gráficamente, la ciudad de los conflictos sociales, la ciudad de las intervenciones técnicas, la ciudad como flujo de capitales y créditos, la ciudad como un organismo metabólico que insume mercancías y expele residuos, la ciudad como un sistema de producción, de lo artesano a lo industrial y a los nuevos negocios, la ciudad como un sistema de auto-reproducción, de consumo, educación y ocio, la ciudad como un espacio imaginado, entre lo utópico y distópico.  Al final, pese a su intento de mediar, el final del libro produce la impresión de que Harvey está más del lado de Simmel que del de Weber.

Si Harvey hubiese estado más familiarizado con la teoría antropológica y filosófica de la cultura material posiblemente habría encontrado un mejor modelo para lidiar con el debate sobre la naturaleza de la ciudad. Me refiero a que si considerase la ciudad como un artefacto que produce a la vez que es producido, podría haber encontrado un marco conceptual más adecuado para mediar entre las dos tradiciones. La gran aportación de la cultura material es la consideración de los artefactos como mediadores activos, que son producto a la vez que producen: identidad, tensiones y antagonismos, imaginación, posición social, etcétera.



Le Corbusier consideró la casa como una máquina de habitar. Es una de las primeras formulaciones del espacio habitacional concebido como un artefacto. Le Corbusier acertaba en lo general y se equivocaba en lo particular, en la identificación del artefacto como “máquina”. Al fin y al cabo vivía en una época del dominio industrial del maquinismo, pero hay otras opciones más interesantes. La ciudad es un artefacto de habitar colectivo, también de producir, de reproducir y de imaginar y fascinarse, pero no es una máquina. Tiene más de organismo o de bioartefacto que de máquina en su constructo estereotípico.

Se construye un entorno que es a su vez uno de los más poderosos medios de construcción de subjetividad. El Lefebvre más maduro desarrolló este carácter de bioartefacto a través de su concepto de ritmoanálisis. Es la aportación de un concepto temporal por parte de quien fuera maestro de los estudios espaciales y del giro espacial en las ciencias sociales. La parte emergente de la ciudad respecto a lo individual se manifiesta en los ritmos, en el orden del espacio y tiempo, en el modo en que los cuerpos se mueven cíclicamente en el espacio producido. En los estratos y composiciones de esos ritmos encontramos el poder de la ciudad para expresar las formas de poder y sumisión, también de antagonismo. Ritmos que son los que ordenan nuestra vida cotidiana en el espacio de la habitación, del trabajo, del consumo y de la imaginación. Esta organización cíclica es el trasfondo del tiempo y espacios comunes y públicos. El poder ordena precisamente porque sincroniza los ritmos. Esa ha sido siempre su principal función desde que la sociedad se articuló en formas de poder.

Al considerar los ritmos damos paso a una forma más compleja de entender la ciudad que la puramente espacial como a veces se olvida en las perspectivas más estrechas. Lo espacial aisladamente solo conecta posiciones estáticas, no dinámicas continuas. En este sentido, habría que complementar las representaciones de Balzac con las representaciones dinámicas que hicieron Dziga Vertov de Moscú y Water Ruttman de Berlín, en sus respectivas películas, El hombre de la cámara  y  Berlín, sinfonía de una ciudad.

Contra el marco y trasfondo de los ritmos que sincronizan la vida cotidiana aparecen los momentos singulares, la expresión del acontecimiento y la dimensión del tiempo como Kairós, las ocasionales desviaciones de lo normal para dejar emerger lo nuevo que ya había estado en germen en las distorsiones de los ritmos. En el juego del tiempo como Kronos y como Kairós está la ciudad como artefacto de antagonismos y tensiones. Similar a un organismo que sobrevive por sus ritmos, que son interrumpidos por movimientos particulares, por cambios o enfermedades que muestran las distorsiones del holobionte que es, la ciudad nunca reproduce lo mismo. Cada repetición transforma del mismo modo que prepara o dispone otra crisis.  Entre otras cosas porque sus habitantes son continuamente transformados por el ritmo de las horas, los días y los años.

Los dos grandes experimentos sociales recientes a escala mundial han sido, en la transición de siglos, la extensión de la "financiarización" de la economía a la economía doméstica. La ideología del neoliberalismo convirtió la vivienda en un indicador o signo de integración social. No tener vivienda propia era algo así como no tener papeles reales. La ola de endeudamiento colectivo recorrió el mundo y provocó en parte la crisis económica de 2008. Los desahucios fueron la consecuencia de esta crisis y con ellos la conciencia de que que el vínculo con la ciudad basado en la cláusula de propiedad de una mercancía había sido nada más que un instrumento ideológico de dominación y de explotación a través de los mecanismos del mercado. La desigualdad en la deuda era asimétrica: tener una deuda enorme no era más que un pasaporte para el auxilio público, tener una deuda pequeña significaba la exclusión y el empobrecimiento absolutos. El segundo experimento ocurrió en la segunda década del siglo y tuvo como protagonistas a las plataformas informacionales del turismo: Airbnb, Booking, etc.: el pequeño propietario de alguna vivienda anteriormente en alquiler decidió que era más rentable alquilarla a precios de hotel a través de estas plataformas, de manera que los precios de los alquileres crecieron pasmosamente produciendo una nueva, y cíclica expulsión de multitudes hacia las periferias y barrios ya antes congestionados. Las cosmópolis del siglo XXI repetían estos exilios cíclicos que convertían a la ciudad en un medio nuevamente de dominio y explotación. 

Raquel Rolnik, una relatora brasileña de las Naciones Unidas, en su libro La guerra de los lugares, ha dado cuenta de estas nuevas dislocaciones que dan la razón a Harvey en su conocida tesis de que el capitalismo transforma las ganancias decrecientes en la explotación del tiempo de los trabajadores mediante técnicas de expropiación y especulación del espacio. El artefacto de habitar conjuntamente, así, la ciudad, se convierte, como tantos otros artefactos, en un instrumento de alienación y extrañamiento. 



El libro de Raquel Rolnik es un recorrido de experiencias por ciudades de todo el mundo de Azerbaiyán a Barcelona pasando por las Maldivas. Por todas partes el mismo espectáculo. La ciudad es un artefacto, a veces refugio y a veces máquina centrifugadora, territorio de nómadas. 

Queda aún la paradoja que detecta Harvey en París: expulsados de sus casas hacia barrios de nuevo más insalubres, convertidos en nómadas en su ciudad, sin embargo, los obreros de París, rodeados por los prusianos y abandonados por su ejército y gobernantes, toman en sus manos la defensa de una ciudad a la que tendrían que odiar y sin embargo amaban. Fue la Comuna de 1871. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Marx y las máquinas



Una de las facetas menos estudiadas de Marx es su contribución a la filosofía de la técnica. En este campo, sus ideas se entremezclan con el análisis del capitalismo y quizás haya sido la razón por la que no suelen figurar en la historia de la filosofía de la técnica, pero es precisamente la indisolubilidad de la forma histórica de una sociedad y de su entorno técnico la gran aportación que realiza a la comprensión de la técnica. En el centro de este pensamiento está el análisis del trabajo en los dos grandes hilos conductores de su obra: producción y alienación. El trabajo es la forma característica humana de reproducción social a través de la producción de bienes y no simplemente de su consumo. Este es el rasgo que lo diferencia de los animales. La producción es la transformación de la naturaleza a través del trabajo guiada por la inteligencia. Bajo el capitalismo, sin embargo, el trabajo humano se presenta como alienación completa del trabajador en una doble dirección: extrañamiento o expropiación del producto de trabajo y reificación u objetificación: conversión en mercancía y en mero medio de producción no distinto más que superficialmente a la máquina, de la que no es en ocasiones más que un mero apéndice.  Marx maduró a lo largo de su vida el análisis de la producción y la alienación a medida que estudiaba tanto la economía como los desarrollos científicos. Esta evolución de su teoría es muy aprovechable para entender cómo la técnica y las formas sociales se entremezclan.

Los Manuscritos de economía y filosofía de 1844 son sin duda la reflexión más humanista de Marx, en un tono aún muy de la escuela hegeliana, Feuerbach especialmente, centrada sobre la alienación del trabajador bajo el capitalismo: enajenación de su producto, extrañamiento de la misma actividad del trabajo, escisión de la naturaleza y de la misma sociedad. Marx comienza aquí el análisis de la significación de las dos grandes características del trabajo en el capitalismo, de acuerdo a Adam Smith: el trabajo asalariado, que sería consecuencia de el mercado, entendido como un sistema de intercambio: “un sueldo justo por un trabajo honrado”, y la división del trabajo como modo de incremento de la productividad mediante la distribución de trabajos de acuerdo a las habilidades. Marx intuye que la propiedad privada y el dinero hacen que el mercado no sea un sistema de intercambio sino una forma de transformación radical de la condición humana.

“La diferencia entre la demanda efectiva basada en el dinero y la demanda sin efecto basada en mi necesidad, mi pasión, mi deseo, etc., es la diferencia entre el ser y el pensar, entre la pura representación que existe en mí y la representación tal como es para mí en tanto que objeto real fuera de mí. Si no tengo dinero alguno para viajar, no tengo ninguna necesidad (esto es, ninguna necesidad real y realizable) de viajar. Si tengo vocación para estudiar, pero no dinero para ello, no tengo ninguna vocación (esto es, ninguna vocación efectiva, verdadera) para estudiar. Por el contrario, si realmente no tengo vocación alguna para estudiar, pero tengo la voluntad y el dinero, tengo para ello una efectiva vocación. El dinero en cuanto medio y poder del universales (exteriores, no derivados del hombre en cuanto hombre ni de la sociedad humana en cuanto sociedad) para hacer de la representación realidad y de la realidad una pura representación, transforma igualmente las reales; fuerzas esenciales humanas y naturales en puras representaciones abstractas y por ello en imperfecciones, en dolorosas quimeras, así como, por otra parte, transforma las imperfecciones y quimeras reales, las fuerzas esenciales realmente impotentes, que sólo existen en la imaginación del individuo, en fuerzas esenciales reales y poder real. Según esta determinación, es el dinero la inversión universal de las individualidades, que transforma en su contrario, y a cuyas propiedades agrega propiedades contradictorias.”

En los Manuscritos, Marx ya sabe que la forma dinero cambia radicalmente la realidad social, que la transformación de las viejas formas de intercambio Mercancía- Dinero- Mercancía han mutado en Dinero- Mercancía- Dinero, y que la extensión de esta nueva forma de reproducción social implica consecuencias radicales para las formas de vida. A Marx le faltaba aún descubrir y explicar cómo se produce esta transformación. Fue el trabajo fundamental de su obra. En ella hay un análisis del modo en que el capital convierte en mercancía todo aquello que cae bajo su alcance, y lo primero será, en el capitalismo industrial, los medios de producción: instrumentos y trabajo, y, por otro lado, el estudio de cómo el estado del conocimiento científico y de la invención técnica ha creado una base para la objetificación de todo aquello que se convierte en mercancía. En este segundo aspecto, Marx fue dirigiendo su atención hacia la ciencia y la técnica de su momento y cómo se entrelazaron con este proceso socioeconómico.

Los años inmediatos a 1848 fueron para Marx, como para el conjunto de la cultura, años de un intenso aprendizaje. Las revoluciones de 1848 habían sido derrotadas y, en adelante, los movimientos obreros y las conspiraciones burguesas se instalarían en una irreversible desconfianza mutua de la que Marx tomó buena nota y extrajo consecuencias que habrían de traducirse en sus escritos recogidos en La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850. El segundo gran cambio se estaba produciendo en las ciencias y la técnica por esos años. Consistió en la emergencia del concepto de energía que habría de transformar radicalmente la imagen del mundo y en particular, darle sentido a la noción de naturaleza, que había sustituido en el Romanticismo al concepto de universo. El concepto de energía nació a la par que el descubrimiento de que las fuerzas de la naturaleza se transmutan unas en otras y en esos cambios hay algo que permanece constante. Fue un descubrimiento, como estudió Thomas S. Kuhn, que no se produjo en la mente de una persona sino que fue resultado de la convergencia de múltiples fuentes: en la física experimental, Michel Faraday, siguiendo la línea de Ampère, había mostrado las múltiples transformaciones de la electricidad en magnetismo, y a la inversa, y de la electricidad y el magnetismo en movimiento, y a la inversa. James P. Joule había la conexión del movimiento y el calor a través de la idea física de “trabajo”.  El francés Sadi Carnot, un par de décadas antes había reflexionado sobre las máquinas de vapor y había desarrollado la idea de una máquina ideal, una de las grandes conquistas en la conexión entre ciencia (la ciencia del calor, aún muy atrasada) y técnica (la ingeniería del vapor, ya muy desarrollada). La aportación de la filosofía romántica fue fundamental en este cambio. El concepto de Naturphilosophie de Schelling había introducido la idea de que la Naturaleza estaba formada por una unidad fundamental de todo tipo de fuerzas que se organizaban en diversos niveles de complejidad. Esta idea se extendió en la medicina alemana, principalmente en Justus von Liebig y Ludwig Büchner, quienes concibieron a los organismos como sistemas metabólicos de intercambio de energía con el medio. Herman von Helmholtz, físico y fisiólogo unió todas estas convergencias y en 1847 impartió en Berlín su famosa conferencia sobre la conservación de la energía. Comenzaba así una de las más profundas revoluciones de la metafísica.

En cuanto a Marx, exiliado en Londres y en el refugio intelectual de la biblioteca del British Museum, bajo el deprimente horizonte de las derrotas de las revoluciones por toda Europa, se dedicó a estudiar intensamente estos desarrollos científicos en los años cincuenta. Su intercambio de cartas con Engels de estos años da fe de su creciente interés por la ciencia de la energía como explicación del maquinismo. Tomó numerosísimas notas y escribió cuadernos que habrían de ser publicados un siglo más tarde y conocidos como los Grundisse o Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Es en ellos en donde encontramos el núcleo fundamental de la filosofía de la técnica de Marx:

Así integrado en el proceso de producción del capital, el instrumento de trabajo sufre todavía numerosas metamorfosis, la última  de las cuales es la máquina o, mejor, el sistema automático de máquinas, movido por un autómata que es la fuerza motriz que se pone a sí mismo en movimiento. (El sistema de la maquinaria: solo llegando a ser automática la maquinaria encuentra su forma más perfecta y adecuada y puede transformarse en un sistema.
Este autómata está formado por numerosos órganos mecánicos e intelectuales, lo que determina a los obreros a no ser más que accesorios conscientes.
En la máquina –y aún más en el sistema de máquinas automáticas—el medio de trabajo queda transformado, hasta en su valor de uso y su naturaleza física, en un modo de existencia correspondiente al capital fijo y al capital en general. La forma que reviste el instrumento de trabajo inmediato, en el momento en que ha sido integrado en el proceso de producción capitalista queda abolida: en lo sucesivo se adecúa al capital y es su producto. La máquina no tiene ya nada en común con el instrumento del trabajador individual. Se distingue perfectamente del útil que transmite la actividad del trabajador al objeto. En efecto, la actividad se manifiesta más bien como hecho exclusivo de la máquina, supervisando el obrero la acción transmitida por la máquina a las materias primas y protegiéndola contra los desajustes.
Con el útil ocurría todo lo contrario: el trabajador lo daba vida gracias a su maestría y a su habilidad, porque el manejo del instrumento dependía de su destreza. En cambio, la máquina, que posee habilidad y fuerza para reemplazar al obrero, detenta la destreza de ahora en adelante, porque las leyes de la mecánica que actúan en ella le han dotado de un alma. Para permanecer constantemente en movimiento debe consumir por ejemplo carbón y aceite (materias instrumentales), como el obrero necesita alimentos.

Este texto de los Grundisse  es luminoso sobre la concepción de Marx de la técnica y sobre el concepto de trabajo. El historiador de la cultura Anson Rabinbach[1] y la filósofa Amy Wendling han explicado cómo el concepto de trabajo entrelaza la noción científica de energía con el análisis de Marx del funcionamiento del trabajo en el capitalismo industrial. La gran aportación de Marx es que tanto desde el punto de vista material como desde su papel en el proceso de producción hay una equivalencia entre máquinas y trabajadores: ambos son sistemas de transformación de energía que consumen materiales para poder ejercer su trabajo. Marx insiste en que esta equivalencia es mucho más profunda de lo que parece: por un lado, las máquinas evolucionan hacia una creciente similitud con los mecanismos (una idea que el filósofo francés de la técnica Gilbert Simondon convertirá en los años sesenta del siglo pasado en la base de su filosofía de las máquinas), por otro lado, el trabajo humano en la fábrica se convierte cada vez más en mecánico y en complementario de las máquinas. Esta convergencia se basa en la común naturaleza de que ambos son sistemas de transformación de la energía que consumen y producen, pero también y sobre todo en algo que Marx señala como el elemento central de su filosofía, que se enraíza con los Manuscritos: que el complejo humanos-máquinas es algo característico de lo humano, no de la naturaleza, por más que sea un ejemplo de la conservación de la energía.

Esta equivalencia desde el punto de vista metabólico es para Marx en una primera instancia algo puramente descriptivo que no tiene por sí misma connotaciones morales o políticas. Es en el capitalismo en donde adquiere la forma malévola de ser el soporte de la alienación. En los Grundisse  comienza este análisis, pero será en El Capital en donde quedarán más claras las consecuencias. Desde el punto de vista capitalista, el complejo humano-máquina forman el capital fijo encargado de la producción. La única diferencia será que el trabajo humano es trabajo vivo, que tiene que reproducirse todos los días y las máquinas son trabajo objetivado de anteriores trabajos, y tiene que reproducirse cuando se agote su vida funcional.  El trabajador solo es humano bajo la forma mercancía, bajo la forma de trabajo asalariado. Fuera del trabajo, afirma Marx, queda reducido a sus dimensiones biológicas de reproducción.

La actividad del obrero reducida a pura abstracción está determinada en todos los sentidos por el movimiento conjunto de las máquinas, lo inverso no es correcto. La ciencia constriñe, en virtud de su construcción, a los elementos inanimados de la máquina a funcionar como autómatas útiles. Esa ciencia no existe ya en el cerebro de los trabajadores: a través de la máquina actúa más bien sobre ellos como una fuerza extraña, como la fuerza misma de la máquina.
La apropiación del trabajo vivo por el trabajo objetivado –de la fuerza y de la actividad valorizantes por el valor en sí—es inherente a la naturaleza del capital […] Por eso el proceso de producción deja de ser un procedo de trabajo en el sentido en que el trabajo constituiría su unidad dominante. En los numerosos puntos del sistema mecánico, el trabajo no aparece más que como ser consciente, en forma de algunos trabajadores vivos. Dispersos, sometidos al proceso de conjunto de las máquinas, no forman más que un elemento del sistema, cuya unidad no reside en los trabajadores vivos, sino en la maquinaria viva (activa) que, con respecto a la actividad aislada e insignificante del trabajo vivo, aparece como un organismo gigantesco.

Esta maquinización del trabajo, que transforma el trabajo concreto en trabajo abstracto, es absolutamente central en el examen de Marx de lo que ocurre con el trabajo y la máquina bajo el capitalismo. En los Grundisse no abandona el componente humanístico que llenaba los Manuscritos, pero ahora está teñido de un tono mucho más pesimista. Desde del punto de vista de económico, sostiene Marx, los bienes se presentan bajo la forma de riqueza o de valor. En el capitalismo todo lo que tiene contenido económico lo es solo bajo la forma de valor de cambio, de mercancía. La riqueza de la vida, de la transformación de la naturaleza, lo que sería una producción como ejercicio creativo de los complejos humanos-máquina no tiene sentido en el capitalismo sino es bajo la forma mercancía, el trabajo asalariado que maquiniza al trabajador y lo somete al mismo estrés que somete a las máquinas porque ambas son parte del mismo componente de la dinámica C-M-C: no hay ya producción de riqueza sino tan solo producción de valor.

La alternativa, la liberación de la potencia vital y energética del complejo humanos-máquinas, piensa Marx, queda para una sociedad libre del trabajo asalariado y de la división del trabajo que va asociada a ella.

Hasta aquí Marx, de cuya teoría sobre las máquinas aún queda mucho por decir, lo que desborda la intención de este texto. Pero podemos plantearnos cómo su teoría sobre la equivalencia humanos-máquinas desde el punto de vista de la base material puede recuperarse en el siglo XXI, en una era del capitalismo postindustrial y postfordista.

Las últimas décadas, el capitalismo que nace de la Segunda Guerra Mundial, ya no se basa solo en la mercantilización de complejos energéticos sino en otro descubrimiento que llena el nuevo siglo: la información.

Desde el punto de vista físico, la información se basa también en la termodinámica, pero en este caso nace de la explotación de la segunda ley, en donde aparece como factor esencial la entropía, un concepto probabilístico ligado a la forma particular de la energía, un concepto que mide el potencial de reversibilidad de un proceso de transmisión de energía en un sistema físico. En una primera aproximación, la información es lo inverso a la energía: mide el grado de estructura que tiene un sistema. También el concepto de información se originó en un proceso de convergencia entre desarrollos técnicos, científicos y filosóficos: en su origen fue un concepto ingenieril para medir la capacidad de un canal para transportar mensajes; más tarde se convirtió en un concepto esencial de las nuevas máquinas, los computadores, entendidos como sistemas de símbolos y por tanto como sistemas de procesamiento de información. La biología basada en el descubrimiento del “código” genético fue la segunda gran rama de convergencia. La teoría representacional de la mente fue la consecuencia metafísica. El resultado lo conocemos bien desde los años setenta del siglo pasado: el capitalismo industrial basado en los complejos humanos-máquinas basadas solamente en transformación de la energía se convirtió en un capitalismo de complejos humanos-máquinas basadas en el procesamiento de información.

Está por ver aún cómo las reflexiones de Marx en los Grundisse  y El Capital sobreviven al capitalismo informacional. Antonio Negri y Michel Hardt han basado una parte sustancial de su filosofía en estas reflexiones. Su idea es que la división entre trabajo vivo y trabajo objetivado en máquinas como componentes del capital cambia radicalmente bajo el capitalismo informacional y crea nuevas contradicciones. Se abre, explican, la posibilidad histórica de una nueva forma de trabajo creativo.

En su conocido libro Imperio parecen adoptar una teoría optimista respecto a las nuevas formas de capitalismo: 

En resumen, podemos distinguir tres tipos de trabajo inmaterial que conducen al sector servicios la tope de la economía informacional. El primero está implicado en una producción industrial que se ha informacionalizado e incorporado tecnologías de comunicación de modo tal que transforman al propio proceso de producción. La manufactura es considerada un servicio, y el trabajo material de la producción de bienes durables se mezcla y tiende hacia el trabajo inmaterial. El segundo es el trabajo inmaterial de las tareas analíticas y simbólicas, el que se subdivide en manipulaciones inteligentes y creativas por un lado y tareas simbólicas rutinarias por otro. Finalmente, un tercer tipo de trabajo inmaterial implica la producción y manipulación de afectos, y requiere contacto humano (virtual o real), trabajo en modo  corporal. Estos son los tres tipos de trabajo que dirigen la posmodernización de la economía global.
Antes de movernos hacia estas tres formas de trabajo inmaterial debemos señalar que la cooperación en completamente inherente al propio trabajo. El trabajo inmaterial involucra inmediatamente cooperación e interacción social. En otras palabras, el aspecto cooperativo del trabajo inmaterial no es impuesto u organizado desde afuera, como lo era en las formas previas de trabajo, sino que, la cooperación es completamente inmanente a la propia actividad laboral. 22 Este hecho lleva a cuestionar la vieja noción (común a la economía política clásica y marxiana) por la cual la fuerza de trabajo es concebida como "capital variable", es decir, una fuerza activada y vuelta coherente sólo por el capital, porque la fuerza cooperativa de la fuerza de trabajo (en particular de la fuerza de trabajo inmaterial) le otorga al trabajo la posibilidad de valorizarse a sí mismo. Las mentes y los cuerpos aún necesitan de otros para producir valor, pero los otros que necesitan no son necesariamente provistos por el capital y sus capacidades de orquestar la producción. La actual productividad, riqueza y creación de excedente social toma la forma de interactividad cooperativa a través de redes lingüísticas, comunicacionales y afectivas. En la expresión de sus propias energías creativas, el trabajo inmaterial parece poder proveer el potencial para algún tipo de comunismo elemental y espontáneo.

No puedo entrar ahora en la crítica a los análisis de Negri y Hardt, pero avanzo mi escepticismo radical respecto a sus posiciones. Deberían haber sido conscientes de que el concepto de información, y la información como proceso real, es una restricción del concepto de energía, y que el procesamiento de información no es sino un proceso termodinámico. Los complejos humanos-máquinas bajo el capitalismo informacional no son distintos a lo que Marx había observado. Por supuesto ya no tienen tanta importancia los trenes de montaje, que quedan para las partes más periféricas de la producción, pero la maquinización del trabajo y la consecuencia de la alienación, la fatiga y el estrés no solo no han disminuido sino que han alcanzado a niveles más profundos del cuerpo como sistema termodinámico: el capitalismo actual, como capitalismo de la atención no es sino una forma avanzada del proceso de deshumanización, de conversión en mercancía de todos los niveles de orden de la naturaleza, de extrañamiento y alienación (En realidad, esta observación necesita una revisión crítica del pensamiento de Maurizio Lazzarato y de su noción de trabajo inmaterial y su uso de las ideas de Guattari de "máquina" y semiótica no significante, pero esto queda más allá también del objeto de este texto. Vd. Lazzarato, M. (2020) Signos y máquinas, Madrid: Enclave de Libros)

El Marx político y economista político siempre creyó que las contradicciones del capitalismo entre fuerzas productivas (complejo máquinas-humanos) y las relaciones de producción del trabajo asalariado conducirían a una rápida desaparición del capitalismo. La filosofía de las máquinas de Marx, en los Grundisse y El Capital no admiten esta rápida conclusión. Por el contrario, la explotación de lo humano, de la riqueza y de su conversión en puro valor abstracto de mercancía, aparece por su propia naturaleza como un proceso cuyos límites, aunque son energéticos, en las formas que asume la energía, de la transformación de lo mecánico en automático, de lo automático en cibernético, de lo cibernético en informacional, de lo informacional en artificialmente inteligente, crean espacios de supervivencia del capitalismo mucho más extenso de lo que suponía su concepción política, velis nolis, algo influida por un cierto wishful thinking.



[1] Rabinbach, Anson (1990) The Human Motor: Energy, Fatigue, and the Rise of  Modernity. New York: Basic Books; Wendling, Amy E. (2009) Karl Marx on Technology and Alienation, Londres: Palgrave MacMillan


sábado, 15 de agosto de 2020

Biografías de cosas y personas

 


Las cosas de las que nos rodeamos no son simples herramientas u objetos de deseo, son también , al igual que las personas, el medio en el que se desarrolla el carácter, los hábitos y, en general, las sendas de nuestra biografía. Pero esas mismas cosas tienen también una biografía: algunas se compran, otras no, algunas se consumen, otras no, algunas se convierten en basura, otras no.

El texto casi fundacional de Appadurai y Kopytoff, La vida social de los artefactos, se origina en el análisis de la tensión entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto: cuando los artefactos se socializan bajo la forma mercancía entran en un circuito de dependencias que expresan los grados de valor que tienen para una sociedad. Intercambiar cosas significa un cálculo sobre la equivalencia de costos y deseos. Algo es mercancía porque personal o socialmente deja de tener una irreductible individualidad para hacerse equivalente a otras cosas. Imaginemos unos hijos que han decidido vender la vivienda de sus padres: ha dejado de ser ya un espacio biográfico para entrar en otra forma social de existencia que es el mercado inmobiliario. Algunos objetos o muebles serán rescatados como recuerdos, otros irán a eBay o Wallapop para ser intercambiados por dinero. Pero no cualquier objeto entra en esa categoría. Hay cosas y trozos de nuestra vida que no podemos concebirlas bajo la categoría de mercancías o mercantilizables. Objetos irremplazables. Nadie vende su cuerpo por dinero voluntariamente o, menos aún, vende a sus hijos. Hay cosas que no entran en la lógica de la uniformidad, sino que su existencia social se desarrolla como sustento de identidad, biografía, lazos y afectos sociales. La mercancía universaliza los valores y deseos, al hacerlos calculabres, los dones, los objetos que nos definen, entran en otras escalas de valor.

La tradición de William Morris en el diseño y su reivindicación de la artesanía tiene como trasfondo los procesos de estandarización y manufactura industrial que han constituido la base de nuestra sociedad de consumo, pero también podemos observar en los estudios de cultura material una reivindicación del diseño del entorno como una actividad que es común a la mayoría de los seres humanos. Hasta el prisionero en su celda o la familia depauperada en su chabola se esfuerzan por personalizar de algún modo su espacio personal. El joven de barrio que tunea su automóvil o motocicleta, la estudiante de secundaria que decora su cuaderno de apuntes o bullet journal: el deseo de individualizar lo próximo se enfrenta como una fuerza reactiva poderosa a la que impulsa la equivalencia de los deseos a través de un sistema de intercambios.

La vida social de las cosas no puede ser analizada desde un cielo distante, sino a la luz de los métodos etnográficos de observación participante, y esa es una de las grandes lecciones metodológicas de la teoría de la cultura material. Son los espacios cercanos en los que discurre lo cotidiano. El discurso a veces cósmico de la filosofía de la técnica que se refiere a los grandes espacios de la civilización contemporánea ha olvidado la textura de los espacios en distancias cortas, en donde encontramos lo doméstico, con sus entornos sensoriales de un espacio de olores característico de cada casa y ciudad; del paisaje que individualiza mediante la mirada el espacio y lo convierte en lugar; de los paisajes sonoros donde se forma la memoria auditiva, lo que popularmente llamamos la “banda musical” de nuestras vidas, con más acierto del que cabría de suponer por el carácter tópico de esta expresión, pues ciertamente nuestras vidas se configuran narrativamente y las pensamos al modo de películas en las que ciertas melodías refuerzan la memoria y el contenido emocional de las experiencias; el tacto y el contacto de la piel, que nos hace apreciar ciertas texturas de tejidos en la ropa o en las sábanas o los asientos.

En el subrayado del carácter reticular de las dependencias de los artefactos, de su vida social contingente e histórica, de la necesidad de una observación cercana y participante está el más importante de los supuestos teóricos sobre la cultura material: el carácter reticular interdependiente, sistémico y holístico de los entornos técnicos que rodean nuestras vidas no es una cuestión meramente “técnica” sino una expresión del orden de sentidos que articula la existencia humana.  Conceptos y artefactos son los modos en los que la espontaneidad humana introduce orden en una realidad física y biológica. Al igual que hablar un lenguaje es dominar una forma de vida también lo es vivir “entre” un mundo de objetos artificiales.

La gran aportación de Kopytoff al libro que editó con Appadurai es señalar la importancia de la historia en el discurrir de los artefactos en el tiempo. Si las interdependencias funcionales y de uso obligan a un antiesencialismo respecto a los artefactos, similar al que exigen los conceptos cuando los pensamos como prototipos que sirven para orientarnos en los caminos del lenguaje y el pensamiento, pero que no tienen fronteras bien definidas ni componentes esenciales que pertenezcan a todos los objetos que discriminan y clasifican, así también los artefactos cambian de sentido en diferentes contextos culturales y sociotécnicos. Esta actitud pluralista se refuerza cuando introducimos el tiempo y consideramos los artefactos como objetos que transforman sus propiedades funcionales en una sucesión de contingencias que dependen a veces de su existencia social y a veces de las dependencias funcionales con otros artefactos. Mi primer portátil, un laptop comprado rebajas en Providence, en 1990, era un Sharp MZ-100, con un sistema operativo DOS, con dos ranuras para disquetes, uno en el que introducía un procesador de textos muy primitivo y otro en el que guardaba el documento. Pesaba casi cinco kilogramos y era poco más que una máquina de escribir eléctrica, pero me hizo feliz durante unos años, al poder moverme con él sin tener que transportar un PC. Su obsolescencia fue rápida y ahora ya no encontraría siquiera los discos para hacerlo funcionar, pero no ha desaparecido de mi casa. Lo conservo como un bien inútil y entrañable y resisto todas presiones familiares para la limpieza de armarios. Los artefactos tienen historia personal y colectiva. La obsolescencia programada es parte de nuestro mundo basado en una de las posibles líneas de innovación: innovaciones destinadas a cancelar los artefactos, no a preservarlos o mejorarlos. Aún recuerdo con cierta nostalgia los viejos anuncios de computadoras personales en los que se proponía como una de sus principales virtudes la escalabilidad. Ahora sería un chiste. Incluso en la historia de los artefactos hay desigualdades sociales: en las capas económicamente más deprimidas, la obsolescencia programada conlleva la pronta producción de basura, mientras que en las capas acomodadas los objetos pueden llevar (como ocurre en mi caso) una segunda existencia como objetos de culto.

La biografía de los artefactos se teje con la biografía de sus usuarios. “Biografía”, como su nombre indica, alude a una representación del curso de la vida, un relato que encadena sucesos para producir un sentido, pero es admisible la metonimia desde la representación a la cosa misma: la identidad personal tiene irreductiblemente un componente narrativo en donde los sucesos adquieren significado y crean marcos para las trayectorias futuras. El entorno material es, en este sentido, tan central como el entorno social en la producción de una historia. Los diferentes aspectos de la vida:  los afectos y amistades, el trabajo y el ocio, los bienes y tareas son una parte sustancial de la constitución de la identidad, del ser la persona que se desea ser o la que uno lamenta ser o haber sido. Como aprendimos de Virginia Woolf, la conquista material de un espacio de intimidad y de un salario o medio de vida propio es para tantas mujeres una condición de apropiación de su vida, de abandonar la condición de ser-en-otro para alcanzar la de ser-en-sí. No solo los espacios, es también lo que los artefactos hacen con el cuerpo: el vestido, el calzado, los alimentos, libros y medios de información, herramientas, ajuares y mobiliarios. Los altibajos de la vida tienen su expresión en una cultura material personal y colectiva.

Pues también la posición social y su dinámica tiene una cultura material. Si concebimos la sociedad no como una simple conjunción de individuos sino como un sistema complejo de posiciones y relaciones, es muy evidente que la base material es también la base sobreviniente de la posición social: las relaciones de propiedad, el conjunto de artefactos que ordenan la existencia son también materiales. Como ha analizado la teoría de las capacidades propuesta por Amartya Sen, los grados de justicia y libertad de los que gozan los grupos están definidos por los planes de vida que pueden llevar a cabo y estos lo están por la base material. La teoría social y la antropología de Pierre Bourdieu, que está basada sobre esta concepción topológica de la sociedad, establece muy bien cómo las dinámicas de distinción por las que se van configurando las identidades de grupo y clase, son dinámicas de diferenciación material en prácticas de interacción con artefactos. La base social de la desigualdad es también una base material, y todas las demás desigualdades dependen de esta primaria desigualdad material. Lo mismo podemos afirmar de las demás identidades sociales y políticas. Cristina Bernabéu está presentando estos días una tesis doctoral sobre cómo los artefactos tienen y configuran el género. Y del mismo modo, toda transformación social entraña la transformación de la base material. No es casual que las primeras utopías sean un listado de artefactos y de modos de organizarlos.  No por casualidad que Lenin declarase en 1920, en el VIII Congreso de los Soviets: «El comunismo, es el poder soviético más la electrificación de todo el país». Soviets y electrificación: una transformación social y una transformación material.

 


sábado, 8 de agosto de 2020

El lugar de lo cotidiano

 


Lo cotidiano como “mundo” real es posiblemente una de las más controvertidas victorias de la filosofía contemporánea. Es una victoria contra la herencia de la concepción moderna de lo real, que extendió por la cultura de la ansiedad por la irrealidad de lo cotidiano.  Las controversias sobre lo que es real y objetivo y lo que es pura apariencia está en el origen de la epistemología contemporánea, en Descartes y Galileo, y prosigue hasta la dicotomía entre lo que Wilfred Sellars llamó la “imagen científica” y la “imagen manifiesta”. Pero no hay que culpar solamente a la cultura moderna: a pesar de que esta se basa en el escepticismo sobre la existencia del mundo, el desprecio a lo cotidiano tiene profundas raíces metafísicas y religiosas. Jorge Manrique, en las “Coplas a la muerte de su padre”, una elegía que contiene la esencia de la metafísica, expresa con una pasmosa lírica la tesis de la irrealidad de lo vivido:

 

     Los plazeres y dulzores

de esta vida trabajada

que tenemos,

¿qué son sino corredores,

y la muerte, la celada

en que caemos?

No mirando a nuestro daño,

corremos a rienda suelta

sin parar;

desque vemos el engaño

y queremos dar la vuelta,

no hay lugar.

 

Toda la filosofía barroca desde Calderón a Descartes se basa en esta angustiosa sospecha de lo cotidiano. No hay lugar para lo cotidiano en lo real. La mesa del carpintero ocupa vicariamente el lugar del verdadero poder que es el complejo de energías y partículas físicas que la constituyen. Lo que Ricoeur llamó la Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche, Freud, enlaza con esta tradición, al menos en cuanto mantiene la ansiedad sobre la realidad de lo cotidiano: ideología, moral y neurosis son las formas de autoengaño en las que discurre la vida humana. La filosofía de la sospecha prolonga su sombra por toda la contemporaneidad. Foucault es heredero de Nietzsche y Lacan de Freud. Es curioso cómo Lacan repite la escisión cartesiana, aunque ahora la convierta en una tripartición entre lo imaginario, lo simbólico y lo real: de lo real no se puede hablar porque no hay medios representacionales para hacerlo, el mundo de lo cotidiano, por otro lado, no es sino un mundo vicario que sustituye los deseos inconfesables por pequeños sustitutos. Nada muy lejano al universo religioso de Manrique.

Por eso ha sido y es tan controvertida la reivindicación del mundo cotidiano que significa Wittgenstein (y en parte Heidegger: solo el dasein tiene mundo, habita). Si el término de lo "cotidiano" resulta a veces irritante para mucha gente en filosofía puede que haya sido porque la filosofía que más lo ha propagado ha sido la parte más adusta y desabridamente académica de la filosofía analítica, que tiende a confundir lo cotidiano con el pequeño mundo de las high tables oxonienses y los debates de tribu escolar. Sin embargo, la reivindicación de lo cotidiano, con una mirada crítica pero no derogatoria, situándose en la escala humana y no en la cósmica o la histórica, ha tenido otras versiones mucho más interesantes como el pragmatismo de Dewey, el marxismo de Henry Lefébvre, el pensamiento libertario de Guy Debord, la antropología de los pobres de Michel de Certeau y James Scott o la sociología de Pierre Bourdieu.

La reivindicación de lo cotidiano no es, como a veces sospechan quienes se instalan en la filosofía de la sospecha, una justificación de lo cotidiano, como si admitir la realidad de este horizonte no fuese sino ceder a una suerte de trampa ideológica pequeñoburguesa. Por el contrario, es un lugar de tensiones y fuerzas antagónicas, que son reales pero lo son en el ámbito de lo cotidiano.

Arjun Appaduray e Igor Kopytoff mostraron en su clásico libro, que en cierta forma inaugura la corriente de la cultura material, The social life of things, cómo un artefacto cotidiano puede pasar por diversas fases de existencia todas ellas reales. Marx pensaba que la tendencia general del capitalismo a convertir todo en mercancía borraba irremisiblemente el valor de uso de las cosas, y con ello su existencia real, que pasaba a ser una existencia fetiche (el trabajador solo es humano cuando es mercancía en el trabajo y animal cuando deja de trabajar). Pero esa ley de hierro, sostienen los autores, no da cuenta de la vida social real de las cosas: el anillo que un día comprase una abuela y que ha ido pasando de mano en mano de sus hijas fue una mercancía en su momento, pero se convirtió en un objeto cargado de un valor invaluable en el resto de su existencia.

Para Marx, el consumo era simplemente la reproducción biológica apenas suficiente del trabajador, la parte animal del ser humano, cuya verdadera forma de vida tendría que ser la producción. E. P. Thompson, en su imprescindible historia de la formación de la clase obrera en Inglaterra, reivindicó para siempre lo cotidiano como el lugar donde se constituyen las identidades de clase: la escuela, el pub, la visita a la iglesia, las canciones y fiestas, las revistas, el lenguaje. Thompson pensaba que todo ese complejo de realidades constituía el lugar donde se hace la historia; que las clases no son, sino que devienen en sus modos de articular la vida cotidiana, en sus relaciones con los objetos, en las formas en que esos objetos constituyen maneras de estar y habitar el mundo incluida la construcción de la distancia entre el “nosotros” y el “ellos”.  Allí donde Marx solamente veía una vida miserable y animal, Thompson encontraba una ecología de la vida con una larga trayectoria histórica hecha de hábitos, costumbres y prácticas.

No hay otro modo de definir lo cotidiano sino como un ámbito de objetos y procesos que tienen significado, pero no en el sentido lingüístico o idealista sino en tanto que constituyen puntos de referencia de experiencias, que se articulan en historias y redes. John Dewey lo explicó con una metáfora bien materialista: podemos entender la vida como un conjunto inacabable de procesos químicos, sin embargo, el nacimiento y la muerte son puntos significativos que definen a un ser vivo, aunque sea en la forma tan mínima como la bipartición de una bacteria en otros dos clones. El significado, así, es un modo de caracterizar prominencias en el inacabable discurrir de la existencia. Lo cotidiano, el mundo y el espacio de lo significativo son coextensivos. Por supuesto, hay más cosas en la realidad que lo cotidiano, cosas que, para usar un término de teoría de la relatividad, están al otro lado del “horizonte de sucesos” o de los objetos y seres con los que podemos interactuar. Al desarrollar nuestros medios de observación nuestro mundo se expande con las capacidades de interacción: si observamos la mancha nebulosa que proyecta la Vía Láctea en nuestros ojos, estamos interactuando con objetos del pasado, de nuestro pasado, que se hace presente por el viaje de los fotones que enviaron las estrellas de hace millones de años y que ahora llegan a nosotros. La luz de Próxima Centauri, la estrella más próxima a nosotros (a 1,3 pársecs, o 4.2 millones de años-luz) nos permite ver un pasado que en la Tierra corresponde a un mundo de homininos anteriores al género Homo, así que nuestro telescopio nos permite extender lo cotidiano a un tiempo anterior a nuestra existencia como género de grandes primates. En lo que respecta al futuro, el entorno de redes de artefactos amplía nuestra existencia en el tiempo y por ello amplía el ámbito de lo cotidiano a un horizonte de posibilidades sobre las que adquieren sentido nuestros planes de vida. Si nos encontramos desnudos en la Antártida en pleno invierno, nuestro horizonte de posibilidades es bastante magro y estrecho, pero si nos encontramos arropados, en compañía y conectados a otros grupos, la Antártida puede llegar a ser un hogar como otros. En esta concepción de lo cotidiano, nuestro hábitat, el planeta, define nuestro horizonte de posibilidades como personas y como especie. Es nuestro hogar cotidiano. 

Desde esta concepción materialista y al tiempo basada en lo que tiene significado, pueden reinterpretarse las tesis marxianas dándola más crudeza si cabe que las que su autor les dio en El Capital: el largo proceso de transformación de las cosas en mercancías, incluidas nuestras vidas y nuestros planes de futuro (“invertir en futuro”) puede entenderse como un proceso que al hacer todo equivalente destruye a la misma velocidad los significados de las cosas y, por ello, estrecha aceleradamente nuestro horizonte de posibilidades, incluyendo la destrucción real y no imaginaria de las posibilidades de vida. Algo así como un progresivo colapso en un agujero negro.


sábado, 1 de agosto de 2020

Diseño de interiores




Cuando  pregunto en clase qué artefacto técnico creen que ha influido más en nuestros modos de comportamiento y en la sociedad, hay casi unanimidad en señalar los smartphones y el uso de internet. No parece que pueda haber dudas de su importancia. Las estadísticas parecen confirmar la extensión del medio digital en nuestras vidas. Teléfonos móviles e internet han contribuido a una migración de prácticas cotidianas a un nuevo contexto de relación con la información, con las instituciones y, sobre todo con otras personas. Se han tratado mucho menos otros cambios en la oferta y demanda que son notorios y que merecen una atención cuidadosa a la fenomenología de nuestra vida cotidiana. Me refiero a las transformaciones que produce el consumo masivo de bienes relativamente accesibles que unen un grado aceptable de diseño con una oferta a todas las capas de la sociedad y que afectan de modo notable a la configuración de los espacios cercanos. Hablo, como se podrá adivinar, de lo que Heidegger llamó el “equipamiento” y nuestras abuelas llamaban el “ajuar”: la ropa y el amueblamiento doméstico. Es un espacio de lo mundano que ha tenido un destino desigual en la preocupación de la filosofía y las ciencias sociales, especialmente la antropología.

Algunas empresas y marcas han tenido un profundo impacto transversal en la vida de los miembros de las sociedades contemporáneas configurando los gustos y prácticas de consumo coloreando los planes y proyectos de vida de multitudes. Ikea, Inditex, Gap, Decatlón, … Me interesa de estas marcas lo resistentes que son a las aparentes leyes de hierro de las políticas de distinción de grupos y clases sociales que extendió la escuela de Bourdieu. Para decirlo muy rápidamente: los diversos grupos compiten por signos de gusto que expresan fronteras sociales, pero todas esas diferencias pueden encontrarse en los catálogos de Ikea, Zara o Uniqlo. No es muy pertinente aquí el mercado de lujo y sus conocidas marcas que, efectivamente, ha sido creado para discriminar el acceso a los bienes por sus altos precios y su muchas veces dudoso gusto estético, orientado al consumo de la burguesía de alto nivel económico y no tanto cultural. Es mucho más importante el hecho de que muy diversas capas sociales y culturales se encuentren los fines de semanas en los espacios de franquicia de estas marcas.

Para entender la fenomenología, la ética, estética y política de cómo nuestros interiores (de la casa, del cuerpo) diseñan nuestros interiores (de la imaginación, de los afectos) conviene que nos remontemos a los orígenes de la filosofía de la técnica en el atardecer del siglo XIX y el amanecer del XX. Son orígenes variados: Karl Marx, Ernst Kapp, Piotr Engelmeirer, Friedrich Desauer, a los que sucederían filósofos como Ortega y Gassett, Heidegger, Spengler y críticos culturales como Lewis Mumford, Jacques Elull y Siegfried Giedion, creando una tradición que seguirían Adorno y Horkheimer. Es una larga lista que se expande arbóreamente a lo largo del siglo XX y en el presente. Cabría dividirla en varias tendencias, pero quizás las dos más notorias son la que aborda la técnica con una perspectiva metafísica, como parte del tratamiento de qué es lo específicamente humano, y la que se centra más el relato de la civilización técnica que se origina con el capitalismo industrial. Querría, sin embargo, llamar la atención hacia una rama de esta tradición menos visible pero no por ello menos fructífera que dirige su atención hacia los detalles menores de la vida cotidiana. Es una tradición que comienza en la crítica a la vida cotidiana bajo el industrialismo y que entrelaza lo político con lo ético y estético.

El pensamiento sobre la técnica es esencialmente un pensamiento modernista. Todos los autores señalados más arriba, tienen su lugar en ese horizonte cultural. Si el romanticismo es la cultura de la revolución contra el Antiguo Régimen, la cultura que levanta barricadas por toda Europa hasta las derrotas de 1848, el modernismo representa la cultura de la Revolución Industrial, la conciencia de sus límites y al mismo tiempo del nuevo marco que estaba configurando la industrialización del mundo. La rápida industrialización de algunas zonas del planeta destruía los paisajes románticos y generaba una nueva civilización basada en la máquina. Fueron muchos los autores que se levantaron contra la cultura de la máquina, un artefacto que conformaba no solo en el paisaje sino la misma organización social. La máquina como metáfora entra muy pronto como icono cultural que se enfrentará a lo orgánico. Fueron muchos los autores que emigraron desde un temperamento romántico a una crítica entre ética y estética de la modernización dando lugar a una modalidad melancólica de modernismo. Entre nosotros, las diferencias notorias entre las dos formas de modernismo filosófico que representan Ortega de un lado, alineado con las grandes reflexiones metafísicas sobre la té3cnica, y Unamuno del otro, centrado en el lamento por el avance del industrialismo, caracterizan bien estas diferencias de tono y timbre.

En el origen de este modernismo melancólico que resalta la importancia de orden de los espacios interiores y de la gestualidad están sin duda los proto-modernistas ingleses que están representados por la Hermandad prerrafaelita y por el movimiento Arts&Crafts. Hay que entender estas formas de expresión como una rebeldía contra la doble moral y estética de la burguesía y nobleza victorianas que destruía por igual los lazos de la sociedad y la hermosura del paisaje. El movimiento Arts&Crafts, inspirado ideológicamente por la mezcla de sensibilidad social y estética de John Ruskin, se une en el plano cultural a lo que Marx estaba desarrollando en el plano de la revolución social. En 1853, William Morris lee excitado un texto de John Ruskin y lo discute con Edward Burne-Jones, uno de los pintores que reconocemos como pertenecientes al estilo prerrafaelita:

Hemos estudiado mucho y perfeccionado sobremanera, últimamente, ese gran invento de la civilización que es la división del trabajo; empero, le damos un nombre falso. Hablando en propiedad, no es el trabajo lo dividido, sino los hombres. Divididos en meros segmentos de hombres, rotos en fragmentos diminutos y migajas de vida; de modo que toda la inteligencia que le queda a un hombre no basta para fabricar un alfiler o un clavo, sino que se agota a sí misma en hacer la punta o la cabeza de un clavo (En “Por contraposición a gentleman”, John Ruskin citado por E.P. Thompson, William Thompson. De romántico a revolucionario, Valencia: Edicions Alfons el Magnanim, 1988)

E. P. Thompson recuerda cómo Morris mucho más tarde, junto a las palabras de Ruskin, otro texto de El Capital de Marx:

En el sistema capitalista, todos los métodos encaminados a  intensificar la fuerza productiva social del trabajo se realizan a expensas del obrero individual; todos los medios dirigidos al desarrollo de la producción se truecan en medios de explotación y esclavizamiento del productor, mutilan al obrero convirtiéndolo en un hombre fragmentario, lo rebajan a la categoría de apéndice de la máquina, destruyen con la tortura de su trabajo el contenido de éste, le enajenan las potencias espirituales del proceso del trabajo en la medida en que a éste se incorpora la ciencia como potencia independiente; corrompen las condiciones bajo las cuales trabaja; le someten, durante la ejecución de su trabajo, al despotismo más odioso y más mezquino; convierten todas las horas de su vida en horas de trabajo; lanzan a sus mujeres y sus hijos bajo la rueda trituradora del capital. Pero, todos los métodos de producción de plusvalía son, al mismo tiempo, métodos de acumulación... de capital. Por eso, lo que en un polo es acumulación de riqueza es, en el polo contrario, es decir, en la clase que crea su propio producto como capital, acumulación de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de despotismo y de ignorancia y degradación moral. (El Capital I, FCE, pgs. 546-547)

Marx centró su trabajo en desvelar la emergencia y desarrollo del capitalismo industrial y en su forma de funcionamiento. Su interés práctico era dotar al movimiento obrero de una comprensión teórica de los daños que producía el capitalismo y dotar de razones y visión lejana a la lucha de clases. En esta escala histórica, enorme, multitudinaria, bélica, se perdían los detalles de las pequeñas batallas que ocupaban las vidas diarias de los trabajadores y los micromecanismos que estaban en los trasfondos de sus sueños y aspiraciones a otras formas de vida. Es en las escalas más pequeñas de descripción de lo social donde cobran importancia las propuestas de Ruskin y, sobre todo, de la gigantesca figura de William Morris.

Ambos son disidentes de la burguesía que, como Dickens en la novela, miraron hacia el lado feo de la sociedad con la intención luchar contra la injusticia estética que se sumaba a todas las demás formas de injusticia. Las formas estéticas prerrafaelitas y sus propuestas de diseño son post-románticas y modernistamente antimodernas. Abjuran en pintura del abandono moderno del detalle y reivindican el cuidado del plano y la línea. Pero sin duda es en el diseño de interiores donde encontramos la faceta más utópica de William Morris. Creía que el introducir la belleza en los entornos inmediatos, el buen y cuidadoso diseño de los espacios y los muebles, era una forma de transformar la vida, tan importantes como otras más sobresalientes de orden económico.

Hoy pensamos el modernismo a través de las vanguardias, a través de la industria cultural que lleva a multitudes a ver los edificios de Gaudí y a los museos llenos de cuadros impresionistas, cubista, fauvistas y otros istas del comercio de la alta cultura convertida en cultura de masas. Pero en sus orígenes, la mayoría de las transformaciones del modernismo tuvieron propósitos más modestos y, como en los casos de Gaugin y Van Gogh más humildemente trágicos: eran sueños de otra vida hechas obras para que fueran acogidas en las casas de los amigos u ocasionales clientes nada pomposos. William Morris sabía que sus muebles eran caros por los materiales, sabía que no estaban al alcance de la clase obrera de su tiempo, pero no desesperaba de que algún día sus viviendas pudieran hospedar objetos bellos.

No querría que se interpretase estas líneas como una especie de alegato a favor de las nuevas multinacionales del consumo del vestido y del hogar. No. La idea que propongo es que si han sido posible los inmensos éxitos comerciales de Ikea o Zara lo has sido por la transformación cultural que ha llevado a pensar los planes de vida y los afectos como planes de diseño del cuerpo y del espacio. El estudiante que por primera vez tiene una habitación lejos de sus padres, la nueva pareja, el divorciado, …, la primera visita del nuevo plan de vida es a Ikea donde se proyecta un orden material que querría expresar un nuevo orden interior. Por una filosofía del diseño de interiores.




sábado, 25 de julio de 2020

El mundo no es suficiente





Non sufficit orbis fue uno de los lemas de Felipe II. Plutarco, en sus Moralia (Sobre la paz del alma, 4), adscribe el origen de la expresión a un lamento de Alejandro Magno en respuesta a su filósofo de cabecera, Anaxarco de Abdera, un seguidor del atomismo, quien le había comentado que Demócrito y Epicuro creían en la infinidad de mundos: “Alejandro lloraba al oír a Anaxarco hablar sobre la infinitud de mundos y, cuando sus amigos le preguntaban qué le sucedía, dijo: “«¿No es digno de llanto el que siendo infinitos los mundos aún no hayamos llegado a ser los amos de uno solo?»”. Paul Eluard, en su carta a Teofrasto Bombasto de Hohenheim recorta las infinitas ambiciones de Alejandro y Felipe II con su famosa frase: “hay otros mundos, pero están en este”.

El concepto de mundo está en el corazón de la metafísica. Se opone en la tradición occidental tardomedieval a Dios, el creador, y al alma, a la mente más tarde, como aquello que no puede estar en el mundo porque no es material. Esa misma tradición concede al ser humano el mundo como si fuese una finca para recrear o terminar la acción divina. El ser humano, algo intermedio entre el animal y el ángel, imagen del creador, ordena y domina el mundo. Mario Bunge, en su Tratado Básico de Filosofía (vol. 3, Ontología I) define el mundo como un monoide libre, es decir, una estructura algebraica formada por sus constituyentes, las cosas, y por ello equivalente a la realidad. Wittgenstein, con razón, saca una consecuencia inevitable de esta concepción: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.” (Tractatus 5.632).

Se ha observado numerosas veces que, en esta concepción, que separa sujeto y objeto, está implícita la forma de la historia que lleva al Antropoceno, a un mundo que pertenece al ser humano, no al que el ser humano pertenece. Hace un siglo, casi un siglo, comenzó una revolución metafísica en la que aún estamos. Un primer paso en el proceso fue la noción de “mundo” por la que aboga Ser y tiempo de Heidegger. El mundo no puede ser concebido como una entidad separada sino como lo que hace posibles y disponibles las cosas que dan sentido a la existencia. El dasein, ser cuya existencia se define por ser en el mundo, no puede distanciarse de él. El mundo está formado por todo lo que está a mano, por el equipamiento sin el que se hace imposible la existencia. La objetivación, la distancia que convierte las cosas a mano en objetos solo se da cuando algo funciona mal, como las gafas que se rompen.  La noción de mundo en Heidegger no se distancia mucho de las formas de vida y lo cotidiano que propuso Wittgenstein como el suelo desde el que pensar.

Un par de años después de publicar Ser y tiempo, en Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, soledad, finitud, Heidegger aclara un poco más su noción de mundo: “la piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo, el hombre configura mundo”. Es una teoría comparativa muy influida por la biología de su tiempo. Heidegger se embarca en un análisis conceptual que tiene sentido en el marco de la discusión entre el vitalismo y el mecanicismo sobre qué es un organismo y, sobre todo, sobre la relación entre organismo y medio ambiente, que había propuesto von Uexküll (Ummwelt), dando origen a la moderna ecología.  El ser humano está en el mundo, como están los animales pero no los minerales, en un entorno con el que interactúan: lo que les ocurre dentro se explica por su relación continua con el medio. El apotegma de Heidegger establece las diferencias entre los tres reinos. La diferencia de los humanos está en que ellos “comprenden” el mundo y lo configuran, producen posibilidades. Al final, Heidegger no está tan lejos metafísicamente de Marx: comprensión y producción son las formas bajo las que se da la vida humana.


En paralelo, un par de décadas más tarde, Merleau-Ponty llevó a cabo un nuevo paso en el abandono de la idea de lo mental como algo separado del mundo. A diferencia de Heidegger, piensa con más profundidad y radicalidad en los componentes corporales de la interacción entre la mente y su mundo. Los restos de idealismo que aún quedaban en Heidegger se disuelven: percibir y actuar no se diferencian, se co-elaboran. Las ideas de Merleau-Ponty fueron recogidas por James J. Gibson y Eleanor Gibson quienes propusieron en los años sesenta y setenta una concepción de la psicología revolucionaria que sólo en los últimos años ha ido produciendo sus frutos. En su tiempo era dominante la idea de la mente como información y el cerebro como la máquina húmeda que procesaba dicha información. Los Gibson consideraban que la mente es el modo en que describimos cómo los organismos se adaptan a un medio en el que encuentran posibilidades de supervivencia en sus propiedades físicas. El realismo ecológico de los Gibson dio un paso más en la idea de mundo: está formado por el conjunto de lo que llamaron affordances, una palabra intraducible que denota las propiedades físicas del medio que pueden convertirse en modos de acción.

Manuel Heras-Escribano, en su magnífico estudio The Philosophy of Affordances (Palgrave, 2019), ofrece un ejemplo luminoso que explica todo lo que los Gibson querían decir con la co-evolución y conformación de la percepción y la acción, del organismo y las affordances del medio. Pensemos en una copa: solamente los animales con un pulgar opuesto y prensil pueden percibir una copa como algo que puede agarrarse. Los humanos estamos en el mundo percibiendo posibilidades de acción y producción. Percibimos aquello que podemos agarrar, manipular,…

La noción de mundo como lo opuesto a la mente (y a Dios), que había comenzado a desmoronarse con Spinoza y que Heidegger había convertido en una ruina, pero aún llena de muros sin caer, que había comenzado a rehacer con su proyecto de “construir, habitar, pensar” estaba siendo completada por el realismo ecológico y la contemporánea psicología enactivista radical. Pero aún seguía en pie la distinción mente-mundo basada en una concepción romántica de los organismos como conjuntos bien ordenados de órganos.

El último de los pasos en esta transformación del “mundo” lo está dando una visión aún más radical de la concepción ecológica, ya no en la psicología sino en la fisiología de lo vivo. Los organismos son más que artefactos de un demiurgo o de la evolución. Son Holobiontes, ensamblamientos contingentes y en diversos grados de cohesión de tejidos y de bacterias y virus. No puede distinguirse ya el mundo externo del interno sino por la escala en la que hagamos la distinción. La última de las pandemias, la del covid19 que estamos sufriendo, nos muestra a los humanos (como antes a otros organismos huéspedes) como un entorno de affordances para esos nano-robots de ARN y proteínas que son los coronavirus. Explotan con eficiencia las células humanas, aunque a veces, como ocurre con algunos organismos, su acción sea excesiva y produzca la muerte del huésped. Los coronavirus, por su parte, son affordances para la acción tecnológica de producción de variantes que llamamos vacunas, que transformarán una parte del mundo económico y político y permitirán reconfiguraciones de las geoestrategias.

El mundo no es suficiente: necesitamos mapas y escalas. En una escala pequeña somos ensamblamientos de seres vivos que mantienen su identidad por un tiempo. En una escala mediana, somos historias, recuerdos, planes y afectos que crean entornos intermedios. En una escala aún mayor, somos una especie que, como el covid19, está produciendo sobrerreacciones en nuestro entorno huésped, el planeta Tierra, poniendo en peligro la supervivencia de un ilimitado número de especies incluida la propia especie humana.

Heidegger era aún un romántico con ciertos restos de idealismo. Era también un filósofo y, a pesar suyo, un humanista que creía en el programa de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. La escala humana, ciertamente, es la escala de los sentidos y significados, de los planes, de la vida y la muerte. Pero el mundo de los humanos es solo un mundo.

Tenía razón Paul Eluard. Tenía razón Shakespeare: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía.” Hamlet, Acto 1 Escena 5

sábado, 18 de julio de 2020

Biografía social de las cosas




La lana circulaba por ni niñez por sendas ajenas a los caminos del mercado. Digo la lana porque ese era el material comprado en la mercería para emprender a continuación largos relatos de transformación en prendas de abrigo que acompañaban las vidas mía y de mis hermanos. La economía de mi familia era solo parcialmente monetaria. Mis padres, maestros rurales en una aldea en la montaña de Gredos en los años cincuenta, intentaban criar a sus cinco hijos y pagar los costosos gastos médicos con imaginación y agotadores jornadas. Tras las horas de escuela, por las que recibían un escaso salario ("pasar más hambre que un maestro de escuela" se decía), comenzaba su segundo trabajo, impartir clases de permanencias pagadas con dificultad por las familias del pueblo, para complementar la formación a la que la escuela no llegaba y preparar a los niños que habrían de estudiar para la secundaria, o llevar sus estudios a distancia ("por libre", era el término). El trabajo comenzaba a las nueve de la mañana y acababa a las nueve de la noche, cuando los mayores (hablo de mis cuatro y cinco años) nos sentábamos después de cenar a devanar las madejas de lana que se convertirían en ovillos que, a su vez, mi madre convertiría en sus ratos libres en jerséis. Los jerséis eran objetos, artefactos, cuya vida se extendía por años y circulaba por nuestras vidas por complejos caminos. Cuando se quedaban pequeños, algo que podría suceder en meses, el jersey se rehacía deshaciendo el tejido, rehaciendo ovillos y tejiendo nuevas prendas. En el internado religioso en que pasé mi adolescencia, solía "estrenar" cada curso uno o dos jerséis de llamativos colores que había retejido mi madre con los restos de los que habían cubierto a mis hermanos más pequeños. En un mundo tan gris como el de aquellos oscuros y fríos pasillos, llevaba con orgullo (ahora recuerdo) un jersey con los colores de la bandera republicana francesa (mi madre no había caído en esa cuenta, pero los curas sí me lo hacían notar).

Pese a lo que creen los economistas de nuestros días, que sólo aprenden modelos matemáticos, es difícil saber cómo y cuándo una cosa se convierte en mercancía y cuál es la secreta historia subjetiva que lo impulsa. Esta es la lección de humildad que aprendemos en un libro que debería haber tenido un mejor destino que el que ha disfrutado. Me refiero al trabajo colectivo de varios antropólogos estadounidenses e ingleses, que se reunieron en la Universidad de Pensilvania en 1983 para descifrar el origen antropológico de la mercancía y cuyas discusiones fueron recogidas y editadas por Arjun Appadurai en 1986 con el título de La vida social de las cosas. Ha sido un libro muy citado en antropología y algo en estudios culturales, pero raramente leído por economistas, sociólogos y humanistas. Caiga la vergüenza sobre ellos. El segundo capítulo, escrito por el antropólogo de origen ruso Igor Kapytoff, "La biografía de las cosas", es sin la menor duda, el más sustancioso e iluminador.

El tema del trabajo de Kapytoff es el secreto de la mercancía: cuándo y qué se convierte en mercancía y cuándo y cómo deja de serlo. Kapytoff bebe en las fuentes de Simmel, de su Filosofía del dinero y sólo secundariamente de El Capital de Marx, quien, a pesar de su inmensa obra, tuvo problemas para entender el origen y la circulación de mercancías en las sociedades no capitalistas. ¿Qué es una mercancía desde el punto de vista antropológíco? Es algo que se intercambia por otro objeto o servicio con o sin la mediación de un equivalente como el dinero. Una mercancía es un acuerdo entre un deseo (o necesidad) y un sacrificio. Lo que se desea se obtiene a cambio del sacrificio de otra cosa que se posee. La medida del intercambio indica el valor relativo de lo intercambiado. Ese valor, el fruto del intercambio de deseo y sacrificio, es siempre un valor social y político. Es un indicador de un sistema de valores que estructura una sociedad y una cultural

Hay siempre un conflicto sistémico, explica nuestro autor, entre la cultura y el sistema de intercambio o mercantilización para definir qué es lo que en cada sociedad puede convertirse en mercancía. Por un lado, hay limitaciones tecnológicas al intercambio y a la mercantilización. Las sociedades no monetarias tienen dificultades obvias para intercambiar cosas, pero toda sociedad depende en cierta forma de su tecnología para la producción, intercambio y distribución de mercancías. Obtener cerezas en invierno, como ocurre cuando llegamos ahora a los supermercados, es fruto de la globalización, la tecnología de calor y frío y los transportes baratos, junto a toda la ingeniería financiera de nuestros días. El capitalismo es una forma económica que tiende a mercantilizar todo con un impulso irresistible. Pero la lógica de la mercantilización está presente de un modo u otro y con diversos niveles de energía en muchas sociedades aún no capitalistas. La mercantilización establece un orden de homogeneidad en el mundo: las cosas se ordenan de acuerdo a sistemas de equivalencia. Si toda cosa fuese original y no intercambiable la vida social sería imposible. Pero si todo fuese equivalente a otras cosas (la lógica de la fetichización de la mercancía que estudió Marx) la vida social también sería imposible.

La cultura es la encargada de definir históricamente qué es lo intercambiable y qué no. La cultura saca del mercado objetos y prácticas que se convierten en sagrados, o de un valor incalculable y no pueden ser intercambiados. Así, por ejemplo, la modernidad política y filosófica puede ser estudiada como un largo proceso por separar cosas y personas desde el punto de vista de su conversión en mercancía. La Guerra civil americana, por ejemplo, una guerra que posiblemente esté aún por terminar, es un acontecimiento en esta historia de la división de cosas y personas. Estaba en juego, en parte, qué era lo admisible en la mercantilización. Desde el lado de la Confederación, se aprobaba la mercantilización de personas, que dejaban de serlo para convertirse en cosas intercambiables por dinero, es decir, el sistema de esclavitud. Desde el lado federal esto no era admisible, aunque sí lo era la venta del tiempo de trabajo que habría de constituir pronto el sistema industrial del capitalismo americano. Hoy todavía seguimos discutiendo estos límites: la sangre humana es algo admisible como mercancía en Norteamérica, pero no en Europa. Tampoco los órganos para transplantes, un negocio que nos parece horrible. Pero seguimos discutiendo si es aceptable pagar por el embarazo de una mujer para obtener un hijo por otra pareja. El embarazo subrogado es motivo de arduas discusiones políticas. Lo mismo ocurre con el sexo: ¿pueden intercambiarse servicios sexuales por dinero? ¿Es aceptable vender nuestro tiempo de trabajo bajo la forma de contrato a una persona? ¿Debería, por el contrario, desaparecer del mundo la forma de trabajo asalariado?

La antropología de las cosas, su historia social es mucho más intrincada de lo que nos parece a la gente común, e infinitamente más compleja de lo que cabe en la cabeza de un economista. El inacabable conflicto entre cultura y mercado marca la historia de un modo muchas veces oculto para historiadores y sociólogos. ¿Pueden venderse los cargos o los servicios políticos? En una sociedad democrática esto nos repugna y lo calificamos como corrupción, pero una sociedad autoritaria se ordena sobre sistemas ocultos de intercambio de favores.

Las cosas, como los jerséis de mi niñez, a veces comienzan su vida en el mercado para después salir de él. Muchas mercancías están destinadas a desaparecer en el acto de consumo, como la comida o la ropa, pero pueden tener después otra larga vida. De los seis a los nueve años, tuve un abrigo, una sola prenda de invierno, que había sido en su origen el abrigo de mi padre y que cuando ya estuvo completamente desgastado en las mangas, se deshizo y rehízo para cubrir mi cuerpo. Lo llevaba con resignación y molestia, pues era un tejido demasiado pesado e incómodo para mi cuerpo, pero no había otra alternativa. Aquél abrigo, como el capote de Gogol, tuvo una larga biografía que entrelazaba la mía y la de mi padre. El otro día, en casa de mi hermana, reparé en la máquina Singer que siempre había sido el centro del cuarto de estar de mi niñez. La máquina Singer de coser merece mucho más estudio del que ha recibido (aunque no son pocos los trabajos que se le han dedicado). Fue, en el siglo XIX, uno de los primeros espacios de liberación femenina, cuando muchas mujeres pudieron acceder a compensaciones económicas distintas al salario del marido e incluso independizarse. En el caso de mi familia, como el de tantas otras de la España pobre, era el medio de producción y reproducción de ropa fuera del sistema del mercado. La máquina misma, un día fue mercancía pero ahora ya es otra cosa, un bien preciado e invaluable de la historia de mi familia.

La cultura tiene entre sus funciones otra forma de orden que el de la homogeneización que establece el mercado. Define el orden de lo sacro, de los derechos y de lo que no puede ser intercambiado bajo la forma mercancía sino bajo otras formas rituales como  el amor y el cuidado, el prestigio o la fraternidad. Un eterno y oculto conflicto.

El libro La vida social de las cosas está traducido y es fácil encontrarlo en pdf en la red.