He ido observando desde hace años, con la distancia que se le supone a un filósofo, cómo ha ido transformándose en España la mayoría que pudiéramos llamar de izquierdas (los nombres y el trabajo cansan) en una mayoría de derechas (o conservadora, o como sea). Es un proceso tan fascinante como simétrico. Las varias fracciones políticas conservadoras de la transición, formadas básicamente por funcionarios del régimen franquista, divididos en varias familias ideológicas, sin mucho contacto con la sociedad, han logrado en unas décadas formar un partido de varios cientos de miles de militantes, entusiastas y organizados. Se entrelaza la parte política con un sinfín de redes sociales y de organizaciones, muchas o la mayoría de origen religioso, que se asientan en la sociedad civil y crean una trama de relaciones y comunidades que permite pensar en un bloque hegemónico, tal como lo pensó con cuidado Gramsci. No es casual porque en buena medida ha sido construido con criterios gramscianos. Está por estudiar el origen ideológico de las nuevas formas conservadoras, pero en el caso español tiene mucho que ver con la aplicación al bloque conservador de sistemas y formas que habían sido creadas por la izquierda social. En los años setenta, ciertos movimientos religiosos de la izquierda quedaron fascinados por cómo en Italia se estaba reconformando una división social entre dos culturas:
Comunione e Liberazione, un grupo cercano a los movimientos de
Autonomía Operaia, comenzó a teorizar la simetría cultural de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista. Ambos, sostenía, eran ya movimientos interclasistas y de similares formas y características, a los que únicamente separaba una cierta atmósfera cultural: un vago clericalismo, en un caso, un vago anticlericalismo en el otro. Sostuvo CL que era más fácil transformar la Democracia Cristiana que el Partido Comunista, que podía introducir allí una profunda renovación cultural, estética, moral y política. Varios otros movimientos vieron algo parecido en otros lugares. Estos movimientos cambiaron radicalmente la Iglesia Católica en los años noventa. Acabaron con la vieja estructura episcopal y teológica y la transformaron en la máquina social que hoy es. En la derecha económica y política ocurrió algo parecido: militantes de izquierda, muchos ex-maoistas o ex-comunistas, llegaron a similares conclusiones y políticas: transformar la cultura conservadora con metodología de izquierdas. Leyeron a Hayek y a Popper con una sabiduría gramsciana y elaboraron un programa de hegemonía cultural y simbólica cuidadoso, efectivo, bien armado. No se preocuparon por las elecciones y sí por los colegios, por la prensa, radio y televisión, por las organizaciones y agrupaciones, por los másteres y las redes sociales que formaban. Lo demás vendría después.
La izquierda, también con mucho cuidado, se encargó de desmontar todos los movimientos sociales que la habían llevado al poder: corrompió a los militantes obreros convirtiéndolos en liberados sindicales, a los militantes de barrio en concejales; abandonó todas las asociaciones, organizaciones de barrio, ongs, (casi todas pasaron a formar parte de la sociedad civil ligada a lo religioso); construyó los partidos como sindicatos de cargos políticos; transformó las casas del pueblo en un pueblo de casas (hipotecadas) con la creencia de que eso era la modernidad; dejó la cultura y los símbolos en manos de periodistas, cantantes, poetas de la experiencia y novelistas costumbristas que degradaron el trabajo cultural a suplementos semanales; llenó de dinero los servicios públicos, pero abandonó todos los movimientos renovadores que habían entendido los servicios públicos como lugares de transformación social. En treinta años logró convertir el pensamiento emancipador en un garabato ideológico de eslóganes vacíos.
Ayer Cayo Lara, el coordinador de Izquierda Unida, no entendía que le despreciase un grupo que había acudido a defender a las víctimas de un desahucio. No podía entenderlo. Lo comprendo. Para hacerlo necesitaría repensar de nuevo toda una trayectoria histórica.
Hoy muchos están aterrorizados por los próximos y predecibles resultados electorales. Pobres optimistas. Si pudiera recomendarles algo les diría: "toma tus trajes de rebajas de El Corte Inglés, toma tus cargos y privilegios y, con mucho cuidado, llévalos al punto de reciclaje; vuelve al curro, si aún lo recuerdas o lo tienes, vuelve a las colas de la Seguridad Social, vuelve al bar del barrio. Verás que hay esperanza donde crees que no había nada. Vuelve a confiar en la gente y, con el tiempo, verás que confían en tí. Vuelve a leer a Gramsci. Vuelve (no, comienza) a leer a Simone Weil. Es bueno para la tensión. Todo lo demás vendrá por añadidura.