Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 30 de agosto de 2015
¿Dónde estoy?. ¿qué hacer?
Una conversación con Josep Corbí me ha permitido aclarar/me sobre uno de los problemas sobre los que he pensado y escrito este verano: cuándo la opacidad mental es un problema de conocimiento y cuándo es un problema de capacidad práctica, de agencia diríamos en la jerga en la que me muevo. Imaginemos una situación como la siguiente: nos han invitado a un acto informal, pongamos una boda en un contexto amistoso. En el momento de asistir, piensas, ¿qué me pongo?, la mayoría son jóvenes, el lugar llama a lo informal, la gente de tu edad también. Te acercas y ves que la gente joven se ha vestido de gala, y tú estás ahí con tu vaquero y una camiseta con la que querías indicar al novio y a la familia "estoy con vosotros, esto es una boda que quiere ser un rito sin ser una losa de subordinación a las convenciones". Pero has visto que la gente de otra generación está subrayando la importancia que le dan al acto con su modo de presentación pública. Te derrumbas, literalmente; te dices, me he equivocado de lugar y posición, no puedo hacer esto, no puedo hacerle esto a mi amigo. Quizá después descubres que tenías cierta razón y que no estabas tan equivocado. Eso es lo de menos. Me interesa mucho el momento en el que tu yo ha entrado en una inestabilidad venenosa.
Por supuesto, no es el problema de "¿qué dirán de mi?" sino una cuestión que se ha explorado mucho en la literatura, por ejemplo Henry James: "¿dónde estoy?, ¿qué debo hacer?". Se trata de una pregunta que no es aún moral pese a que ha dejado de ser social. Ni las normas ni las convenciones tienen parte en esto. Se trata de una pregunta sobre el lugar del yo en un mundo que tiene demandas que no acabas de adivinar a ese yo que tampoco acabas de conocer del todo. El ejemplo es tonto, como es tonta la vida cotidiana, pero uno lo sufre en estas situaciones poco trascendentes y en otras que implican compromisos políticos, morales, profesionales o afectivos de importancia nuclear. Se trata de la pregunta por nuestro lugar en el mundo, sobre qué nos pide la situación, cuando la situación son, claro, los otros, a los que no acabamos de ver en la niebla de nuestras emociones o, tal vez, de la historia misma.
Hay dos modos de responder a la pregunta y ambos me parecen ejercicios del autoengaño en los que habitamos cotidianamente. El primero es el de quien dice "me importa un pimiento lo que piensen los otros, yo soy así", el segundo, claro, es la respuesta acojonada de quien depende de la mirada de los otros para crear su propia autoimagen. En medio estamos todos y todas. Estamos en los bosques de la ignorancia de las demandas de la relación entre el mundo y el yo.
La luz que uno encuentra en la filosofía para responder a estas preguntas es tan débil como las bombillas de pocas candelas que alumbraban los hogares españoles de la posguerra. Demasiadas sombras y zonas oscuras que abren tantas congojas y nuevas preguntas como respuestas nos da la pálida imagen de la lámpara. Nos sobran moralistas y nos sobran cínicos.
Hay dos cuestiones distintas en la pregunta: ¿dónde estoy? y ¿qué hacer? Definir nuestro lugar en el mundo, discriminarlo, es difícil y primigenio, algo así como darle nombre a las cosas cuando no lo tienen. Decidir qué hacer es aún más complicado porque implica reconocernos capaces o incapaces para hacernos cargo de la situación que acabamos de nombrar bajo una descripción (o un concepto, como decimos los filósofos). Todo lo que llamamos racionalidad es un proyecto humano sobre cómo evitar varios extremos: el que va del orgullo (injustificado) a la (falsa) humildad, y el que va desde la espontaneidad irreflexiva a la dudosa deliberación.
Depender de la mirada de los otros es tan poco fiable como confiar en la miopía de la propia
sábado, 22 de agosto de 2015
La necesidad del trabajo
Jorge Moruno cita en FaceBook esta interesante entrada de blog de Franco Berardi Bifo, "El trabajo ya no es necesario", donde el filósofo radical italiano acepta las tesis del libro escrito en 1995 por Jeremy Rifkin El fin del trabajo, en el que se anuncia el final de la era en la que el trabajo era el destino humano. El trabajo, en el tiempo de la productividad basada en la tecnología, se convierte en un bien escaso al que solamente accede una parte de la población. De un lado, la población semi-esclava de los países en desarrollo y de las tareas más esclavas de los países desarrollados (servicio doméstico y cuidado de mayores, recolección agrícola, prostitución, et cétera), De otro lado, el trabajo bien pagado de gestión o creación, situado, cada vez más, en menos centros geopolíticos donde se acumula el poder económico y tecnológico. La tesis que parece haberse convertido en dogma de fe es que el trabajo ya no es necesario, que ha llegado el fin del trabajo.
Berardi acepta sin reservas esta tesis y propone una solución que, por lo demás, no es nada nueva: si las clases trabajadoras tienen suficiente fuerza, deberían imponer la disminución de la jornada de trabajo y, en último extremo, conseguir la renta básica como respuesta al fin del trabajo. Berardi resume en unas brillantes líneas lo que es una convicción que se está generalizando sin mucha reflexión entre la izquierda, y que se ha convertido en una de las argumentaciones, más débiles, desde mi punto de vista, a favor de la renta básica.
Soy un partidario de la opción de la renta básica desde los orígenes de la idea, que están en ciertas propuestas económicas, bastante ortodoxas, pero sobre todo en un impulso ético en la economía. Se trataba de garantizar que una persona fuera ante todo un/a ciudadano/a que merece y necesita el apoyo social para llevar a cabo su plan de vida. En segundo lugar había una convicción política, la de resistir la ola del shock, la estrategia de la amenaza para debilitar la capacidad de resistencia frente a las estrategias, cada vez más devoradoras, del capitalismo global. Estrategias sin freno, por lo que hemos comprobado en las dos últimas décadas.
Pero la tesis del fin del trabajo, asumida acríticamente, me parece una tesis que confunde dos cosas radicalmente distintas: el trabajo alienante, bajo las condiciones particulares de la forma capitalista de producción, en sus variadas formas que incluyen la escasez de trabajo como forma de neoesclavismo, y la forma de existencia "trabajo" como una cualidad humana. El trabajo, de acuerdo al Marx más humanista, incluye dos momentos: en el primero, el trabajador o la trabajadora objetivizan su subjetividad en un producto que expresa lo que ellos y ellas son, subrayando el fuerte componente identitario de la producción, que es más claro en el arte pero no es menor en la artesanía, el trabajo doméstico y otras formas de trabajo generalmente ocluidas. El segundo momento es central: el trabajo de una persona satisface una necesidad de otra persona o de una comunidad. El trabajo es una forma en la que nos relacionamos unos con otros produciendo la satisfacción de las necesidades e intereses de otros y contribuyendo así a la reproducción de la especie bajo la condición de una especie social.
Pensado de esta forma, el trabajo no es solamente una necesidad social sino sobre todo una necesidad personal para ser parte de una comunidad. Necesitamos cubrir las necesidades de otros para llegar a ser personas. Y hacerlo de una forma productiva: transformando el espacio de posibilidades de otros debido a nuestro trabajo. Que otros puedan ser mas libres debido a nuestro trabajo.
Hay muchas formas de organizar el trabajo para todos, no necesariamente a través de formas como el "trabajo garantizado", que me parecen puramente burocráticas y, en el peor de los sentidos, sindicalistas. Hay formas creativas que buscan reconocer el aspecto social y creativo de muchas actividades. Desde hace muchos años las feministas reivindican el reconocimiento como trabajo del trabajo doméstico. Me parece que esta es la línea fundamental para transformar la economía. Reconocer jurídica, económica y antropológicamente las formas de trabajo ocultas que nadie quiere reconocer pero sin las cuales sería imposible la vida.
Hacer que cada intercambio social igualitario se convierta en trabajo. Un día se logrará.
lunes, 17 de agosto de 2015
La angustia del canon
Varias coincidencias de este verano me han hecho volver a las cavilaciones que desde hace tiempo me han llevado a creer que sería posible alguna suerte de debate colectivo sobre el estatus de la filosofía en las humanidades, y de las humanidades en nuestra sociedad, en el espacio que considero más mío, el de Latinoamérica (uno ya está globalizado, claro, pero siempre tiene sus preferencias). Acaban de publicarse online las actas del primer congreso de la Red Española de Filosofía (sintomáticas y en espera de algún análisis sociológico); tenía pendiente la lectura del libro de José Luis Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil, un ejercicio de análisis sociológico de la filosofía bajo la dictadura usando los esquemas de análisis de Bourdieu; en la Escuela de Verano de Podemos he estado debatiendo con gente inteligente la condición de investigador en la universidad de ahora; he leído el artículo del que un periódico digital español se hacía eco acerca de la decadencia de la atención en la ciencia, debido al incremento exponencial de publicaciones; en fin, se me han ido acumulando nuevas cargas a mi viejo daimon de estar perplejo sobre el tiempo y el lugar de la escritura y la lectura en filosofía.
Sé que es utópico creer que es posible un debate racional sobre el lugar y tiempo de la filosofía. Como estoy dedicando el verano a escribir sobre racionalidad, no me importa decir que, en realidad, no creo mucho en la posibilidad de los debates racionales. La racionalidad está al final, cuando examinamos la narrativa, no cuando estamos en la controversia, donde es difícil distinguir la parte de polémica (tratar de vencer) de la discusión (tratar de convencer). Al final, el guirigay desemboca en trayectorias de interacción que acaban en un equilibrio aceptable, como cuando el paciente que acude a la consulta psiquiátrica termina en un modus vivendi sin destrozos pese a que el historial de sesiones haya sido traumático.
José Luis Moreno Pestaña indica tres polos de tensión que definen lo que los seguidores de Bourdieu consideran la determinación del campo intelectual: el reconocimiento intelectual (que en nuestros países está definido por las idiosincrasias burocráticas), el reconocimiento de los pares y el reconocimiento, digamos, con mayúscula, de la Historia. Una de los tres ejes ha de helarte el corazón. Quienes elaboran su estrategia y relatos de vida sobre la primera, tienden a ser tácticos sobre cómo situarse en el mapa de influencias y probabilidades de reconocimiento y expectativas de trabajo que dependen de su propia evaluación de cómo están las cosas en cada momento. Quienes optan por el reconocimiento de los pares se arriesgan a competir con quienes les juzgarán con la lupa de quienes comparten las mismas jerigonzas y mañas. Quienes, inspirados por el viento cósmico, eligen ser juzgados por el tiempo futuro, despreciarán el sistema presente y dejarán al albur del tiempo el reconocimiento deseado, a sabiendas (sospechando) que la mirada del ahora es pura miopía. No sé si estas tres estrategias, que la escuela de Bourdieu considera que son intenciones de formación de lo que metafóricamente llaman "capital cultural", definen exhaustivamente la tipología de quienes se/nos dedican/mos al arte de sobrevivir socialmente en y de la filosofía (y cosas parecidas), pero me parece bastante lúcido como instrumento de análisis.
Dejo fuera a quienes creen en el poder del mercado como alternativa al espacio o campo intelectual. Paulo Colheo contra James Joyce, es decir, quienes acuden a sus ventas como criterio de valor de sus escritos. No hay manera simple de responder a quienes esgrimen tales insignias, más allá de responder con la vieja frase de "fama es el reconocimiento de muchos, prestigio es el reconocimiento de los que importan". Pero esta controversia nos lleva a una cuestión en la que no quiero entrar, acerca del elitismo. Una de las paradojas y justicias poéticas de la historia es que quien más defendió el elitismo intelectual, Ortega, de hecho deba su lugar en la historia a su lugar en el mercado mediático. Él se midió con Heidegger, y quizá lo hizo con buenas razones de mercado e influencia mediática, pero al final, hubo una distancia entre cómo configuraron ambos sus historias intelectuales o sus estrategias de capital cultural.
Desde el comienzo, la tensión entre las tres estrategias atiranta la psicología de quien quien desea dedicarse a la filosofía (o a otra cosa, me centro en lo que me importa). Cada una tiene sus propias exigencias, precios y galardones. En las políticas públicas, en los sistemas de evaluación, en los sistemas, en general, de reconocimiento, es difícil y frágil determinar qué trayectoria es la única y la verdadera. La primera tiene en contra el aparente cinismo del aggiornamento, que parecería una rebaja en las ambiciones. Pero en el realismo de las propias posibilidades hay una sabiduría implícita que debe tenerse en cuenta. En la segunda, el riesgo de los tiburones de los pares, hay audacia y autoestima, y capacidad para responder a la demanda de la mejor escritura del momento, pero hay también el albur de la escolástica y la acomodación a las veleidades de la academia. En la tercera hay una superior ambición, pero también una posible, más que posible, probable, hipervaloración del yo y de sus posibilidades ( los experimentos nos dicen que el 90% de los creadores se creen en el 10% de quienes están en el extremo superior, pongamos ahora juzgados por la historia).Me gustaría ser cínico, pero no puedo serlo. Cuando me preguntan, como el joven poeta a Rilke, "¿sirvo yo para esto?", respondo, "ésa es la pregunta que llevo haciéndome desde que empecé". Y ninguna de las estrategias sirve para tranquilizarme.
miércoles, 12 de agosto de 2015
Por qué soy empirista
La epistemología tiene una dimensión académica, técnica, y una dimensión social. Al comienzo y al final, toda posición política incluye una posición epistemológica por más que esté implícita, oculta o inconsciente. La epistemología trata de cómo elaboramos los juicios sobre lo que ocurre (la moral trata de los juicios sobre si tal cosa debería o no debería ocurrir o haber ocurrido), es decir, sobre el poder de los sujetos para abrir su mente al mundo y la sociedad. Esta apertura siempre está mediada por la realidad. A veces por la realidad mental, por ejemplo, por las emociones, como le ocurre a quien tiene miedo a volar y cree que las posibilidades de que su avión se caiga son muy altas y lo que le pasa es que su miedo sesga su juicio epistémico. El poder trata de preservarse, y por ello de sesgar el juicio sobre las posibilidades de cambio, por lo que contiene siempre una política epistémica, la de sesgar a través de amenazas la capacidad de juicio de los sometidos al poder. Por el contrario, quienes desean cambiar el mundo deben comenzar por cortocircuitar estos mecanismos de sesgo de las probabilidades. O sea, siempre hay una política de conocimiento en juego.
Durante la época que llamamos "posmodernista" estuvo de moda despreciar lo epistemológico, como si lo único que importase en política fuesen las opiniones y los deseos y no los juicios ajustados a la realidad, pero pronto o tarde el ajuste de nuestra apertura al mundo pasa sus facturas en la forma de los precios que tienen los autoengaños y los sesgos ideológicos. Marx diagnosticó que la ideología consistía en hacer pasar por natural e independiente de nuestra voluntad lo que de hecho es un producto de la sociedad y de sus convenciones y relaciones de poder. Nietzsche, profundizando aún más que Marx en la epistemología, nos enseñó que el juicio ideológico, el que sostiene que "siempre ha habido.... porque está en la naturaleza del hombre" no es más que una manifestación de lo que llamaba la moral de los esclavos, es decir, de quienes renuncian a poder cambiar las cosas. En ambos casos, superar la ideología consiste en fortalecer (ahora se dice "empoderar", pero me parece más justo el término tradicional) nuestra lucidez para separar lo que depende de nosotros y lo que no.
En la epistemología hay, a su vez, dos elementos esenciales: el primero es el modo en que nos implicamos en la realidad a través de las capacidades corporales (sensoriomotoras, emocionales) o técnicas (dependientes de la ampliación artificial de estas capacidades). El segundo es el modo humano de discriminar la realidad, que depende de cómo el lenguaje ha rediseñado el cerebro, y que se manifiesta en nuestras capacidades conceptuales, es decir, en que el modo en el que "vemos" la realidad es siempre un "ver como" a través de la organización del mundo que establecen los conceptos. Esta dualidad ha producido desde los comienzos de la filosofía una escisión entre quienes dan mayor o menor peso a uno de los dos elementos que determinan la forma humana de apertura a la realidad. Los idealistas son quienes confían más en los conceptos que en la experiencia. Los empiristas son los que confían más en la experiencia que en los conceptos. Más o menos. Para precisar esta distinción hay que contar casi entera la historia de la filosofía, lo que no ha lugar aquí.
Cuando me veo implicado en discusiones politicas y no filosóficas detecto muy rápidamente si quien está hablando está más del lado del idealismo o del empirismo. El idealista tiende a agarrarse a los términos, a las distinciones conceptuales, a las jergas que constituyen el haber común de las distintas comunidades epistémicas y políticas y a sostenerse sobre las convenciones lingüísticas que definen el carácter peculiar de esta comunidad. Es muy fácil distinguir las inclinaciones políticas por el tipo de conceptos que se usan para determinar el campo de lo real: los neoliberales, por ejemplo, se agarran a toda la parafernalia de los instrumentos conceptuales de la economía extendida a todos los ámbitos de la existencia. En fin, no pondré más ejemplos porque todos los tenemos en la cabeza. Por el contrario, el empirista suele emplear relatos como argumentos. No le importa mucho la determinación conceptual y sí la capacidad para suscitar resonancias vivenciales o emocionales en el oyente. Si el otro está hablando de relaciones de mercado, el empirista responderá con las dificultades que tiene una familia de cuatro miembros que tiene que llegar a fin de mes, pagando una hipoteca o un alquiler de cuatrocientos euros cuando en la casa solamente entran seiscientos cincuenta euros. Su argumento se apoya en la manera en cómo vive la realidad quien está en una u otra posición en el mundo. No importan los conceptos tanto como el modo de existencia.
Si me preguntan por qué soy empirista, no responderé hablando contra los conceptos, los lenguajes, las jergas, las teorías, etc., que son mediaciones sin las cuales no somos capaces de discriminar la realidad. Un empirista es quien se sabe parte del mundo y en un continuo flujo de materia, energía e información entre su organismo, su comunidad, y el entorno. Es empirista porque sabe, como nos decía Spinoza, que ignoramos cuánto puede un cuerpo, es decir, porque al final, se sabe en las manos de nuestro modo de estar en el mundo que es el de la experiencia vital y emocional, y cree que la apertura al mundo que está encarnada en nuestra constitución es más fiable que la que depende de las convenciones culturales en que consisten nuestros conceptos. En Esperando a los bárbaros, J.M. Coetzee, contaba, a través de los ojos de un torturador, que "un cuerpo siempre dice la verdad". Es inútil protestar contra los conceptos y las jergas, pero, cuando la realidad es nebulosa, el empirista siempre acude al relato de los cuerpos.
domingo, 2 de agosto de 2015
¿Qué hacemos cuando no hacemos?
La omisión ha sido por siglos uno de los complicados pantanos de la teoría moral y política. No es difícil ponerse de acuerdo en las responsabilidades por lo que se hace, pero no es nada fácil el consenso en las responsabilidades por lo que no se hace. Alemania año cero, cuando al pueblo alemán le pidieron responsabilidades por lo que no habían hecho: ni siquiera plantearse la cuestión de si sus líderes les estaban mintiendo y de si la realidad en la que vivieron durante diez años no fue acaso una inmensa mentira que se había colocado como autoengaño en sus propias conciencias. O las multitudes que negaron los crímenes cometidos por el autoritarismo llamado comunista. O España año cero. Quienes vivieron el franquismo saben que no hubo tal cosa como resistencia moral de la mayoría. La complacencia con la situación era tan masiva como desesperante. La irritación con quienes cuestionaban lo que ocurría era tan común que era tan temible el juicio del vecino como la persecución de la policía. No es casual que la idea de compromiso, ("engagement", que ahora en la Wikipedia se aplica solamente al compromiso del trabajador con su empresa) naciese en la terrible experiencia del colaboracionismo generalizado de los franceses con el nazismo. El existencialismo es hijo de la desesperación.
Pero ¿cuáles son los límites del compromiso? ¿cuáles son los deberes que tenemos con el mundo? ¿de qué cosas somos racional y moralmente responsables por no hacer? No sé si tengo autoridad moral para responder a estas preguntas. Bueno, sí lo sé: no tengo ninguna autoridad, más allá de la que me da el saberme tantas veces inactivo cuando debería haber hecho algo, y tantas veces racionalizador de mi akrasia. Pero no es necesario tener autoridad práctica para reconocer el mal allí donde se encuentra (tantas veces dentro de uno mismo).
No somos responsables de todo. No. Las filosofías morales que nacen de la idea de la "caída" del ser humano, las ideologías religiosas del desastre humano, acusan a la especie de llevar dentro de sí la responsabilidad por el mal del mundo. Si de mano te acusan de ser responsable del todo, es muy fácil esconder las responsabilidades por lo poco que a uno le cabe hacer en el mundo. ¿Qué es lo que podría no haber sido si uno conscientemente no hubiese permanecido quieto? Este no es primigeniamente un problema moral sino sobre todo un problema epistémico, un problema de relato sobre lo que podría no haber sido.
No todas las cadenas causales de la historia dependen de nosotros. Pero algunas sí. Algunas dependen de nuestra clara conciencia de que podrían ser las cosas de otro modo si uno aportase una mínima agencia al discurrir de la historia. ¿Cuáles son? Desde un punto de vista realista metafísico, podría volverse al punto inicial y sostener "todas": siempre se introduce una diferencia causal en el discurrir del universo. Pero, obviamente, de lo que estamos hablando es de la relevancia causal de nuestra acción.
Aquí es donde empieza la tragedia de Sartre: me quedo a cuidar a mi madre o me voy a la Resistencia. Este drama es el común a todos, el que nos quita autoridad para sentirnos superiores moralmente si se opta por una u otra opción. Es cierto. Nadie está investido de la autoridad suficiente para acusar al otro de quietismo. Ni siquiera los sacerdotes o sus sucedáneos filosóficos. Pero nadie está libre de la pregunta de cuáles son las condiciones bajo las que toma la decisión de quedarse a cuidar a su madre (o lo que sea que le concierne) o irse a la resistencia (o lo que sea que demande el momento). Este grado de lucidez sobre la propia acción es la esencia de la demanda existencialista, en un grito que viene desde Nietzsche: no importa tanto la verdad cuanto la mentira que te cuentas a ti mismo.
Una de las pocas cosas buenas que ha traído la crisis de la crisis de la modernidad es que se pueden decir de nuevo estas cosas en voz alta e incluso escribirlas. La crítica radical al sujeto derivó en la impunidad del sujeto. Pero uno puede seguir preguntando: "¿qué es lo que hacemos cuando no hacemos?"
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