La relación entre la aflicción y padecimientos humanos y la
política es muy estrecha aunque este vínculo no sea claramente visible debido a la perversión
ideológica que consiste en remitir el daño a la naturaleza de la vida. Las
religiones suelen ser habituales soportes de esta naturalización del dolor al anclar en la
condición humana de caída la inevitabilidad del sufrimiento: “parirás hijos con
dolor y ganarás el pan con el sudor de tu frente”, como si el dolor del parto y
el sudor del trabajo fuesen el paradigma del sufrimiento. Simone Weil, en un
profundo escrito titulado La desgracia y el amor de Dios, establece una
distinción que nos ayuda a salir de esta perversión, a pesar de que su texto
fue redactado desde sus experiencias y convicciones religiosas. Es la distinción
entre lo que llama “desgracia” y el “sufrimiento”. La desgracia, dice, es un
estado de hundimiento que fractura la capacidad agente. El sufrimiento, por el
contrario, es una forma de dolor o padecimiento al que se da sentido y que
produce no solo un debilitamiento sino una ampliación de la agencia.
Ilustra Weil su distinción precisamente con el ejemplo
bíblico: el dolor del parto que, nos aclara, en general, no deja huella en el
alma. Más bien es una manifestación de vida y de amor a la vida. Es asumido
como todo lo antitético de una desgracia. El estado de desgracia es distinto del dolor; es, primero de todo,
un estado, algo producto de un daño. Es un modo de habitar el mundo en
el que no se encuentra respuesta al padecimiento. En el estado de desgracia no se halla sentido y la
persona que lo sufre se sumerge en la condición de víctima. Quizás haya
desgracias que tengan orígenes naturales, pero la inmensa mayoría de las
desgracias son debidas a causas sociales: la violencia, la tortura, el exilio, la
pobreza, la exclusión y marginalidad, la opresión. Para la víctima en
estado de desgracia, el simple hecho de pensar el futuro se vuelve casi
imposible; el pasado se impone no como memoria sino como retorno inmisericorde.
Lo peor de la desgracia, afirma Weil, es que la víctima sufre una quiebra en su
alma. Puede que ni siquiera distinga las causas de los efectos, que se crea
culpable en vez de víctima. La misma compasión y la capacidad de cuidado de los
otros se deteriora. Si acaso encuentra algún consuelo, lo será en la visión del mal
que otros comparten: “mal de muchos, consuelo de tontos” dice el refrán
castellano. La desgracia es, definitivamente, la condición caída de la
humanidad. Pero la desgracia, nos enseña Weil, no es un producto natural, es el
estado en el que caemos por causas sociales.
A diferencia de la desgracia, el dolor, la enfermedad y la
muerte son parte de la vida. La vida no es menos hermosa porque haya dolor y
muerte, como el mar no deja de serlo porque sus olas produzcan naufragios. El
dolor es un producto de nuestro cerebro, un necesario precio para evitar
peligros, y la muerte es parte de la reproducción de la vida. Todo esto puede
ser asumido sin caer en la desgracia que es un producto de lo que los filósofos
morales llaman daño: un padecimiento que podría haber sido evitado y que no lo
ha sido por causas de la violencia, el poder y el espíritu de dominio o de
indiferencia al dolor de otros.
A las víctimas, las compadecemos, ocasionalmente las
socorremos y las recordamos, pero, en esto coincido con Simone Weil, deseamos
que salgan del estado de desgracia. El sufrimiento, afirma, ocurre no cuando
deja de existir el padecimiento y la aflicción, sino cuando adquieren sentido.
Se puede tener una enfermedad o haber sufrido violencias y torturas y sin
embargo haber logrado superar el estado de desgracia cuando se da sentido a lo
que ocurre. No estoy con Weil, de hecho no soy capaz de entenderlo, en que esa
superación pueda darla la religión y el amor de Dios. Hay otras capacidades
humanas que sí pueden darnos la superación de la desgracia y su conversión en
sufrimiento.
A diferencia de lo que suele pensarse y escribirse, hay
formas de reacciones afectivas calificadas como negativas que pueden realizar
ese trabajo: hay formas de rencor y resentimiento que no fracturan la agencia,
que no autoculpabilizan a la víctima, que no la alejan de su capacidad de
compasión, cuidado y ayuda mutua. Hay modos de resentimiento que activan la
lucidez para comprender las causas, para diferenciar lo que puede cambiarse y
lo que no y, comprometerse en el cambio o aceptar el destino con lucidez y
amor. Amor y resentimiento no están necesariamente separados. En sus formas
activas están entrelazados y, de hecho, están en el fondo originario de la
política, en su mejor acepción de modos de socialidad y comunidad que pretenden la
transformación de las cosas.
En el origen de los estados, cuando la agencia humana se
comenzó a distinguir de la imposición de los dioses, surgieron diversos géneros
en donde la libertad se contraponía al poder. La tragedia griega fue uno de
ellos, los libros sapienciales, alguno de los cuales se ha conservado en la
Biblia, fueron otro de ellos. En esta literatura, espejo de los príncipes y los
ciudadanos, se contrasta el poder de interpelación de los débiles contra la
inmensidad del poder del estado o de los dioses. De todos ellos, Antígona, en
la tradición griega, y el Libro de Job, en la semítica, son sin duda dos textos
fundacionales de la filosofía política. El Libro de Job, quizás una réplica de
libros similares sumerios, sapienciales, trata de un justo que cae en estado de desgracia por
la apuesta de dos dioses: el más importante de todos, Yahvé, y un dios menor, Satán.
Job no se arredra y no escucha a sus presuntos amigos que quieren convencerle
de que la víctima lo será por algo merecido. Interpela a Yahvé, o Elohim o
Eloaj, pidiéndole explicaciones por su decisión, con todo el rencor de quien no
entiende por qué se le trata de esta forma. Y consigue que el mismo dios le
responda, por mucho que lo haga con palabras amenazantes. Dios o el estado,
aquí no importa: Job inaugura la agencia política en la nueva forma de la
humanidad:
Estoy hastiado de mi vida
daré rienda suelta a mi pena
hablaré de mi amargura.
Diré a Eloaj: No me condenes
hazme saber por qué me encausas.
¿Acaso te beneficias de mi opresión
mientras desdeñas el fruto de tus manos y
fulguras en el consejo a los culpables?
¿Son tus ojos de carne?
¿Ves como ve un mortal?
Job 10, 1-4
daré rienda suelta a mi pena
hablaré de mi amargura.
Diré a Eloaj: No me condenes
hazme saber por qué me encausas.
¿Acaso te beneficias de mi opresión
mientras desdeñas el fruto de tus manos y
fulguras en el consejo a los culpables?
¿Son tus ojos de carne?
¿Ves como ve un mortal?
Job 10, 1-4
La interpelación de Job al todopoderoso (dios o estado): "¿son tus ojos de carne?/¿ves como un mortal?" es la pregunta que nace desde el resentimiento de quien no entiende y desea comprender, de quien no se resigna a su estado de desgracia.
En un hermoso ensayo, Suffering, politics and power, la
filósofa Cynthia Halpern se plantea las diversas formas en las que se ha
justificado el estado. Desde sus orígenes, la filosofía política se ha ocupado
de los orígenes del estado. Orden, seguridad, justicia, libertad, etc., suelen
ser conceptos con los que se elaboran los argumentos sobre los que se legitima su
existencia. Halpern hace una relectura muy inteligente de Hobbes y de
Nietzsche, dos autores muy maltratados por la tradición, fijándose en cómo la
obra de aquellos funda la política en la negación del sufrimiento, en el
sentido de desgracia del que habla Simone Weil. Los dos niegan la
naturalización religiosa del sufrimiento. Ambos tienen una mirada lúcida y
científica respecto al dolor. Hobbes por su visión moderna del cuerpo humano y
de la mente como productora del dolor, Nietzsche, por su interés profundo en el
estudio de la vida y de la psicología (él se consideraba psicólogo moral, más
que otra cosa). Pero también ambos distinguen claramente entre el dolor y el
daño, es decir, el sufrimiento evitable.
La línea anarquista de pensamiento siempre ha sido muy
reacia a pensar sobre el estado o aceptarlo. “Anarquía es orden sin gobierno”,
leemos muchas veces escrito en los muros de la ciudad. Tiene razón el
anarquismo es su escepticismo y desconfianza del estado cuando se asienta sobre
conceptos abstractos como orden, seguridad, justicia, libertad y se olvida de
lo real y concreta que es la desgracia. Quienes caen en desgracia quedan
excluidos de la ciudadanía. Son descartados, se convierten en seres obscenos
(fuera de escena, en sus raíces etimológicas). Es entonces cuando el rencor y
el resentimiento pueden convertirse en actitudes reactivas de carácter político
que transformen la situación, que den sentido al padecimiento y que permitan la
comprensión de lo que ocurre y la transformación de la desgracia en sufrimiento
y resistencia. Cuando los estados se convierten en estados de desgracia, las
políticas del resentimiento son las únicas posibles para recordar a la sociedad
que la única justificación posible del estado es que evita el sufrimiento
evitable de sus ciudadanos. Por eso el anarquismo renace una y otra vez de sus
cenizas organizativas (casi siempre desorganizativas) como una voz disidente
que recuerda a nuestras olvidadizas memorias que la única secularización que
importa es la que niega la condición de caída de la humanidad, que lo único que
justifica la política es la salida del estado de desgracia.