Preparo para mi curso y para una mesa redonda en El Comercial algunas reflexiones sobre identidades precarias y, buscando materiales, me encuentro con esta magnífica entrada de Jorge Moruno en Público sobre la condición de precariedad. Es al mismo tiempo sencillo y difícil hablar sobre el estado de precariedad como forma de identidad contemporánea. Es sencillo porque la experiencia es inmediata, interna, familiar: becarios, deliverys, call centers, encuestadores, emprecarios, emprendeudores; términos que nos remiten a una población que ya no está "proletarizada" sino directamente expulsada de la condición de ciudadanía. La sociedad de los dos tercios (dos tercios más o menos seguros, un tercio a la intemperie) ha mutado y se ha invertido (un tercio en la seguridad, dos tercios a la intemperie). Es fácil de pensar (no de vivir): solamente hay que estar y ser. Es difícil, sin embargo. Es difícil narrar lo que aún es inenarrable, la condición de precariedad. La precariedad es por sí misma autosocavante, impide hablar sobre ella porque el mismo lenguaje se hace precario y frágil para describir la experiencia de exclusión.
Descubrirse una mañana en precario es lo que le ha ocurrido a la sociedad en la que vivimos. Todo comenzó hace dos décadas como insinuaciones coyunturales, que a veces tenían cierta gracia, como la cosa de que las nuevas tecnologías permitían otra manera de estar en los mercados de trabajo y los mercados sociales. A finales de la década de los noventa Boltansky y Chiapello denunciaron que se trataba de un nuevo espíritu o una nueva forma de capitalismo, basada en la trampa de la flexibilidad y la creatividad como lazo de poder. Todavía durante un tiempo se pensó que aquello de los trabajos en precario era una respuesta a ciertas coyunturas económicas. Aprendimos un poco más tarde que lo que llamaban crisis no lo era. No era un tiempo corto sino tiempo largo, nueva estructura de orden social, económico, cultural.
Durante un tiempo, unos años, algunas capas sociales, sobre todo algunas generaciones tardías, semijubilados, herederos de imaginarios de tiempos de progreso, cambio y luz, creyeron que eran tormentas pasajeras (recuerdo algún imbécil gobernante de hace años que se negaba a usar la palabra "crisis", como si tuviera mal fario. La desgracia es que tenía razón. No era una crisis, era una reestructuración del mundo). Todavía, sobre los restos de un mundo que desaparece, un par de generaciones se aferraron (como hacían muchos judíos en los comienzos del Holocausto) a la esperanza de que no se atreverían, de que aquello era pasajero, de que estaban suficientemente protegidos y que no llegarían a tanto (los mayores nos hacemos viejos (de espíritu), ciegos, egoístas, miedosos). Mirando atrás, con la perspectiva de veinte años, que en la sociedad contemporánea son casi una era geológica, podemos saber ya que los senderos de la historia han tomado curvas no previstas, nuevas direcciones que no habían sido descritas en los relatos de origen de nuestra modernidad.
Aunque es fácil y difícil hablar sobre este nuevo existenciario que llamamos "precariedad", me atrevo a proponer una definición: precariedad es la expropiación del futuro.
Hubo fases del capitalismo (ligadas al contrato de trabajo), donde te expropiaban tu tiempo presente, los movimientos de tu cuerpo, para rendimiento del capital (se llamaba productividad). Desde el taller al fordismo (normalización del gesto productivo), el control de los tiempos presentes se convirtió en fuente de riqueza. No fue suficiente. En tiempos posteriores se expropió el tiempo de descanso. Se llamó la sociedad de consumo: producir mientras se (aparentemente) descansaba. Producir en el juego, en el turismo, en el deporte, en la jubilación anticipada llena de aventuras.
Por fin llegó la expropiación del tiempo futuro: la vida de la humanidad como hipoteca. Gastarse los recursos de generaciones futuras, gastarse el tiempo de atención, gastarse los imaginarios, gastarse los proyectos personales, gastarse las vocaciones, gastarse los hijos, los nietos, los afectos largos, el resentimiento y la esperanza. Gastarse el futuro porque el tiempo futuro era rentable.