domingo, 27 de agosto de 2017

La producción cultural de identidad



Conviene tener siempre a mano los libros de Manuel Castells, y en especial su biblia, la trilogía sobre la sociedad de la información. En 2010, la reedición del segundo volumen, sobre El poder de la identidad, contiene un sustancioso prólogo que recoge sus reflexiones sobre la primera década del milenio y continúa lo que yo llamaría ya la Paradoja de Castells: en la era de la globalización y la sociedad red, cuando parecería (y de hecho algo así ocurre) las formas de habitar se hacen más uniformes, la identidad se ha convertido en la fuerza más poderosa en la producción de conflictos y, a la vez, de vínculos comunitarios. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial todos los grandes conflictos han tenido un componente esencial de motivación identitaria: la época de los movimientos de descolonización; la modalidad de conflictos étnicos como la Guerra de los Balcanes y tantos conflictos africanos,..., la reclamación de identidad ha operado como una fuerza histórica sin otro precedente que la formación de los estados nación del siglo XIX.

En su nuevo Prólogo, Castells recorre los conflictos identitarios del nuevo milenio y las paradojas que presentan casi todas las explicaciones. Una de las perplejidades que expone es con la usual explicación de que son las religiones las causantes de los conflictos identitarios a través de los nuevos fenómenos del fundamentalismo. Comparto con él la actitud ilustrada y el ateísmo, pero también la inquietud por la superficialidad de esta explicación. Castells nos da algunos datos (estoy seguro que bien fundamentados, como los que él proporciona): sólo el 15% de la población del mundo se declara atea. Las grandes religiones no han dejado de crecer en las últimas décadas (cristianismos, formas de islam, hinduismo, budismo, taoísmo, sintoísmo) con tasas estables de expansión. Los fundamentalismos, y más claramente los fundamentalismos violentos, sin embargo, no están correlacionados con esta expansión sino que más bien colonizan esta expansión debido a otros procesos históricos. Hay muchos ejemplos históricos, pero quizás el más obvio sea el del fundamentalismo islámico, que, con toda la complejidad que presenta, no es un producto simple de las formas religiosas del islam.

Así, nos recuerda, la gran reivindicación identitaria del siglo XX, uno de los más poderosos movimientos de la historia reciente, fue el panarabismo, concebido no como una identidad religiosa sino todo lo contrario, como una concepción ilustrada de la cultura árabe en la edad contemporánea. El panarabismo tuvo muchas expresiones, casi todas laicas en su concepción, o al menos donde la religión no cumplía apenas otra función que la de la unidad lingüística (el árabe clásico) por encima de la diversidad de dialectos. Los movimientos panarabistas de Egipto, Siria, Irak, Palestina, Libia, Túnez, Argelia, ...) tuvieron una de las historias más tristes contemporáneas. A medida que iban siendo derrotadas sus aspiraciones, por causas externas e internas, la religión ocupaba un hueco movilizador en una historia de desesperanza. Las últimas y dañinas expresiones de Al Qaeda y el ISIS no son contraejemplos sino todo lo contrario. He escrito, y estoy completamente convencido, de que la apelación al terrorismo espectacular es un signo claro de derrota estratégica militar y social. Lo mismo puede afirmarse con respecto a la religión como recurso movilizador cuando los estratos más profundos de las aspiraciones humanas, como la posibilidad de construir futuros familiares y personales, culturales y políticos propios están ya casi definitivamente desplazados. El problema siguen siendo las extrañas derivas culturales que producen la fuerza de las identidades.

Conviene también releer con la distancia de más de veinte años otro de los best-sellers de la cultura contemporánea, Comunidades imaginadas de Benedict Anderson (1983 y 1991, 2ªed). En su segunda edición contiene también un prólogo con algunos reconocimientos de errores. Uno de ellos me parece fascinante e iluminador sobre las complejas y sinuosas sendas que producen culturalmente la identidad. En la edición de 1983 terminaba con una cita de ¿Qué es una nación? de Renan: "la esencia de una nación es que todos lo individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas (...) Todo ciudadano francés debería haber olvidado la San Bartolomé (la matanza de hugonotes del 24 de agosto de 1572) y las masacres del Midi (el sur de Francia) del siglo XIII". Anderson reconoce que cuando tomó y usó esta cita lo hizo como si Renan la hubiese escrito bajo el signo del cinismo y la ironía. Una década más tarde, tras el colapso de la Unión Soviética, que Anderson no había podido prever, sospecha de su propia ironía y cinismo:
"esta humillación (su malinterpretación de Renan) también me obligó a comprender que yo no había dado una explicación inteligible exactamente de cómo y por qué naciones nuevas se habían imaginado ser antiguas. Lo que en la mayoría de los escritos académicos parecía confusión maquiavélica o fantasía burgesa, o desinteresada verdad histórica, me pareció ahora algo más profundo y más interesante. ¿Y si la "antigüedad" fuese, en cierta coyuntura histórica la consecuencia necesaria de la "novedad"? Si el nacionalismo era. como yo suponía, la expresión de una forma radicalmente alterada de la conciencia, ¿no debía la conciencia de esa ruptura, y el necesario olvido de las conciencias anteriores crear su propia narrativa?"
También estas breves líneas de Anderson nos llevan a una paradoja y a un laberinto de oscuridades. Su libro de 1983 tenía el tono distante y la hibris del historiador que mira de lejos a sus objetos de estudio y distingue la verdad de la imaginación. En el título de "comunidades imaginadas" ya se expresa este desprecio. Ahora, más cauto, reconoce que la memoria y el olvido son consecuencias inmediatas de las circunstancias novedosas y de cómo una conciencia alterada por ellas produce una narrativa.

Las identidades, tendemos a pensar, son causas de las tensiones, pero estas paradojas del mundo contemporáneo nos deberían llevar a una conclusión contraria: las identidades son producto de adaptaciones a nuevas y crecientes tensiones que recorren un mundo globalizado donde el poder no es unívoco sino heterogéneo, multiforme, y genera resistencias y conciencias alteradas que, a su vez, se refuerzan con andamios culturales para resistir, produciendo estas formas de narrativas que llamamos identidades.

Las identidades son signos que señalan oblicuamente conflictos no resueltos. Conviene examinar los mecanismos culturales con los que se construyen, los discursos, su cultura material, sus medios de expresión y propaganda, las formas en las que la memoria y el olvido se va produciendo en estas dinámicas culturales, pero los signos son síntomas. La distinción entre síntoma y enfermedad es una de las grandes conquistas científicas de la medicina moderna que aún no ha llegado convenientemente a la sociología. Las contraestrategias culturales, que suelen ser las más usuales en los conflictos de identidad son, desgraciadamente, como la medicina antigua, soluciones mágicas que combaten el síntoma con un contrasíntoma y que, generalmente, producen otras contra-identidades no menos peligrosas. La formación de identidades son la reacción más humana a los avatares de la historia. Los caminos culturales de esta formación, insisto, son sinuosos, accidentados, muchas veces irónicos, pero son el modo en el que nuestras conciencias alteradas por los conflictos crean memoria, olvido, resentimientos y venganzas.

Tras el 11S, Bush-Cheney-Rumsfeld trataron de convertir lo que tendría que haber sido un caso de derecho y justicia internacional en un discurso identitario, mesiánico lleno de memorias y olvidos. Soñaron un mundo nuevo al que sus ejércitos llevarían la buena nueva de la democracia. Esa metamorfosis era y es un síntoma de muchos conflictos, entre los que no es menor el que su país estaba y está fracturado por múltiples tensiones. Envolverse en las banderas, en las cruces o las lunas, en las señas de identidad son recursos explicables. Tratar con aspirinas la neumonía creyendo que la fiebre es la enfermedad.

Los grandes movimientos de resistencia no produjeron identidades sino cuestionamiento de ellas. No recordaré, porque no es necesario hacerlo con amplitud, que los conflictos de clase del siglo pasado estaban orientados a la supresión de las clases, que los grandes movimientos feministas, de gays y lesbianas eran propuestas a la humanidad para disolver los géneros. Las culturas identitarias, la cultura obrera, las culturas queer, ... son, han sido, signos de resistencia. Lo que me lleva a mi insistente idea de que la cultura, como la identidad, es, son, signo/s de derrota.


domingo, 20 de agosto de 2017

Tal como éramos




En 1973 Sidney Pollack dirigió The way we were (Tal como éramos/ Nuestros años felices), una película protagonizada por Barbra Streisand Robert Redford. Es una película que quiere capturar en la historia de una pareja el cambio cultural que se produjo en Estados Unidos desde los años treinta a los sesenta. Pollack eligió dos personajes-tipo para ejemplificar este cambio: una muchacha activista y generosa, seria y siempre preocupada, y un galán superficial, simpático y triunfador. Fue escrita (por Arthur Laurents) y rodada en un momento de fractura cultural y política en Estados Unidos, en medio de la Guerra de Vietnam. He recordado la película más bien a causa de la maravillosa canción del mismo título cantada por Barbra Streisand a propósito de las ideas y conversaciones mantenidas con Fidel Moreno, un profundo conocedor de la cultura española contemporánea en sus múltiples facetas, y especialmente la musical.

La tesis de Laurents-Pollack, en su mirada nostálgica a la historia del país, es que la mejor gente podría estar en posiciones culturales y políticas opuestas y, sin embargo, guardar una secreta admiración por la otra parte y una afectividad común. Los autores apelaban a un estrato común más profundo y efectivo que las grandes rupturas más superficiales que dividían al país. No importa mucho si su visión era demasiado optimista juzgada desde la historia posterior de Estados Unidos, un país que mantiene e incluso ha profundizado las fracturas que lo dividen. Es más interesante el mismo hecho de postular la importancia de ese sustrato común cultural que, para una larga tradición que va desde el Romanticismo Alemán a los estudios culturales de Birmingham (Williams, Hogart,...), constituye el nivel esencial de la cultura.

No querría implicar que el nivel de lo común resuelva las fracturas, ni que sirva de mucho la apelación a estos estratos para pretender una unidad que seguramente no será más que verbal, pero sí es cierto que sin pensar en los tejidos básicos comunes, todas las teorías sobre hegemonías culturales, o, en el lado contrario, teorías de la identidad "nacional" (digamos, las disputas actuales en España entre las nuevas actitudes culturales y la "Cultura de la Transición" que siguen representando algunos de los grandes medios de masas) pierden de vista y equivocan la inteligibilidad de los cambios culturales.

Si se adopta una actitud de estudio con cierta distancia, como la que Fidel Moreno adopta en sus estudios sobre el cambio cultural en la España contemporánea (o Miguel Ángel Gil Escribano, otro amigo y colaborador, con quien trabajo en estos terrenos) una primera observación que produce la mirada atenta a las múltiples facetas de la cultura es, por un lado, el cambio tan profundo que se ha producido en tres o cuatro generaciones, por otro lado, la inobjetable uniformidad que encontramos por debajo de las diferencias superficiales.

Las divisiones entre formas de vida, señas de identidad y lenguajes correspondientes a barrios culturales distintos (hipsters y barriobajeros; conservadores, activistas,,,) no ocultan una mucho más profunda uniformidad en lo que respecta a las estructuras más constitutivas de lo cultural. Manuel Vázquez Montalbán, en una de sus habituales crónicas de la realidad cultural del momento, recuerdo, observaba cuán profundamente indicativo del cambio cultural que estaba ocurriendo en España (creo que era un articulo de finales de los setenta) era la incorporación de la crema de leche a la cocina. Sus novelas de Pepe Carvalho, que son realmente ensayos antropológicos de la España de los setenta/ochenta, son tratados de cultura material que desvelan mucho más que cualquier análisis de contenido la trama de la sociedad del momento. La cocina, la música, las prácticas eróticas, las prendas de vestir,..., nos hablan de cómo construir presentaciones de sí y signos de identidad en cada momento histórico.

La necesidad de ser entendido y aceptado es mayor que la de establecer las pequeñas diferencias. Así, aunque apariencias como la corbata y el traje frente al vaquero y la camiseta parecen expresar grandes diferencias culturales, de hecho las homogeneidades y concomitancias son mucho mayores. Repitiendo el cliché de Paul Valery de que lo más profundo es la piel, también lo son las formas de comer, de follar o de bailar. Se asombraba el personaje de Edurne Portela en su magnífico libro sobre el conflicto vasco, El eco de los disparos, de que cuando pasaba (era una niña que observa el conflicto) con sus padres al otro lado de la muga a celebrar alguna fiesta con la parte huida de la familia, la celebraban con Rioja y cordero castellano, dos de las señas de identidad del enemigo. En el otro lado, cuando el diputado de Podemos se viste para presentarse en su parlamento central o autonómico lo hace con ropas informales que representan el consumo masivo de bienes, y que significan, aunque él no lo desee así, la ropa que el diputado vestido con un traje de rebajas de El Corte Inglés se pondrá por la tarde cuando vuelva a su casa.

Comentaba en entradas anteriores la aparente paradoja de que la cultura es a la vez un producto de la sociedad y una fuerza de producción y reproducción de la sociedad. Lo es en el plano colectivo y lo es en el individual: la cultura es el modo en el que nos reproducimos no biológicamente. Por eso los hijos nacen y se desarrollan en una cultura de sus padres. Pero a su vez, las transformaciones sociales (de estatus, de trabajo, salario, espacio, relaciones, etc.) producen transformaciones culturales que reflejan el cambio social. Mi generación vivió una profunda ruptura cultural con las formas de vida de la anterior, en todos los niveles de existencia. Pero observada con distancia (y yo lo hago habitualmente en mis clases de mayores, y en general en el contacto con la gente de mi edad) se puede comprobar cuán profundos son los hilos que nos atan a la generación de nuestros padres a pesar de que creamos ser tan diferentes.

No creo que se puedan extraer grandes lecciones políticas de esta uniformidad. Pero tampoco lo creo de las luchas por las diferencias. Las grandes corrientes de cambio social y cultural son mucho más inobservables de lo que parece, o quizás lo sean más cuando leemos el subtexto y las formas profundas de los diversos objetos culturales. No es por casualidad que una canción de Sabina se parezca tanto a una copla (a pesar de sus esfuerzos por parecerse a Dylan). La necesidad de hacerse inteligible opera en el subconsciente a través de formas y formatos culturales que están por debajo de las señas de identidad superficiales. Por eso, con Pollack y Laurents, creo que hay que estudiar con cuidado los procesos largos, hacerlo con tanta actitud crítica como compasión y entender los ríos subterráneos de la cultura, es decir, las tramas donde la gente, la nuestra, construye o construimos los planes de vida, los proyectos de futuro y las nostalgias del pasado.

domingo, 13 de agosto de 2017

Una pequeña ciudad de Vasconia



Las novelas sobre la violencia son formas ficcionales de testimonio. Este aparente oxímoron deja de serlo cuando nos preguntamos sobre qué es lo que se pretende conocer sobre un periodo de violencia. Por un lado, están los hechos tal como van siendo conocidos a través de la prensa y medios de comunicación. Están los hechos, tal como son elaborados, en los momentos de transición, por comisiones ad hoc, como son las comisiones de verdad o las comisiones institucionales creadas para tal fin. Por otro lado, están las múltiples voces, los imaginarios sociales y estereotipos que se crean en las distintas poblaciones implicadas, o en las sociedades más o menos distantes, y que se pueden observar a través de un examen de los reflejos que tienen en los medios de comunicación, en los comentarios y editoriales. Por último, están las consecuencias de la violencia: las víctimas supervivientes, los familiares de muertos y desaparecidos, los desplazados y secuestrados, los torturados, las comunidades destruidas por los periodos de violencia. Todos ellos forman parte de un registro vivo, aunque no siempre o casi nunca sean capaces de expresar su experiencia, precisamente por su carácter de víctimas.

Todo este conjunto de información objetiva y subjetiva, desnuda o ya trabajada por la reflexión colectiva, es el producto cultural de la violencia sufrida por una sociedad. Tras ello, está la necesidad de conocer y comprender, de comprender y conocer. De tener un acceso fiable a la verdad y de ser capaces de dar sentido a lo ocurrido, es decir, de convertir lo pasado en experiencia. Es una tarea personal y colectiva. Probablemente múltiple y heterogénea, agonística, de voces en conflicto y de poliédricas representaciones. Dar sentido y conocer no es crear un sentido único y una historia, es crear la posibilidad de responder a preguntas inquietantes.

Las dos formas en las que obtenemos conocimiento y comprensión son a través de los conceptos y a través de los relatos. Los conceptos permiten discriminar en lo múltiple aquello que puede ser juzgado. Así nacieron términos y conceptos como tortura, genocidio, violencia de género, crimen de odio y otros similares que nos dotan de recursos léxicos y cognitivos con los que elaborar el daño. Los conceptos suelen ser productos tardíos, frutos a posteriori de múltiples experiencias que permiten distinguir lo accesorio y lo esencial, lo contingente de lo necesario. Los conceptos son una conquista del conocimiento, pero en la producción de conocimiento y comprensión no siempre son suficientes y algunas veces no son necesarios, aunque puedan serlo para otros fines de órdenes normativo e institucional, como el de construir instituciones, barreras a la barbarie, estipulaciones morales. El otro instrumento han sido los relatos. Los malos y los buenos relatos, los relatos simples y los complejos.

El relato es, como sabemos por las diversas teorías narrativas, la de Paul Ricoeur en particular, un modo de dar sentido a la mera exposición de hechos, a los anales, la pura crónica, lo que entraña su articulación en una trama, en una forma particular de estructuración lingüística, de puntos de vista, de organización diegética y extradiegética, de construcción implícita de un narratario y, sobre todo, de hacer posible la apropiación por el oyente o el lector, que le facilita su formación experiencial.
Mientras que los conceptos y el juicio basado en conceptos tienen no pocas veces el peligro de la pérdida del sentido que solamente se encuentra en los matices de lo singular, también el relato puede incurrir en un defecto contrario simétrico, el de convertirse en una forma extendida de estereotipo. El relato es, muchas, desgraciadamente demasiadas, veces un elemento productor de ceguera, cuando confunde la búsqueda de sentido y claridad con la conversión de los grises en definidos claroscuros, en blancos y negros que acomodan la realidad a las expectativas del lector, y que, sobre todo, expulsan el antagonismo y la interpelación de la construcción narrativa.

La verdad estética, que no se encuentra en la historia ni en el puro relato judicial, trabaja en la zona gris.  Primo Levi, creador del concepto, recuerda la desolación doble de quienes llegaban a los campos y descubrían que, además de la crueldad de los nazis, estaba la compleja jerarquía interna de los recluidos, que iba desde la cooperación con los verdugos al desprecio y falta de solidaridad con respecto a los recién llegados. Juan Mayorga, quien en su obra dramatúrgica lo sigue de cerca, pone como ejemplo de esta niebla moral un video que difundió la prensa de una agresión muy violenta a una persona en un vagón del metro. En el vídeo aparecía brevísimamente el rostro de un espectador que no hizo nada por detener los golpes que recibía la víctima. El juicio moral inmediato contra esa persona, nos dice Mayorga, se puso en cuestión cuando al poco la prensa informó también de que era un emigrante sin papeles. Primo Levi y Juan Mayorga acuden a la zona gris como espejo oscuro que le devuelve al lector o espectador la pregunta: “¿qué habrías hecho tú entonces?”. En la zona gris, víctimas y verdugos oscurecen a veces sus límites, en donde el juicio se tuerce y donde el lenguaje debe hacerse indirecto, no con el objeto de eliminar responsabilidades, sino de cuestionar el concernimiento del lector, de interpelar a su propia capacidad de juicio. Para lo otro, para definir social, jurídica y moralmente las responsabilidades están otras instancias no menos necesarias que la estética. Pero también, por eso mismo, el acercamiento estético es imprescindible para dejar abiertas preguntas que probablemente queden en un cierre apresurado de las heridas sociales. 

Al final de los procesos de violencia siempre hay un antagonismo por la conquista del “relato” sobre el proceso. Es la función de las narrativas: agrupar lo múltiple en unas pocas historias singulares que puedan ser característicamente representativas, y cuya fuerza estética sea reconocida y aceptada por la gran mayoría de la sociedad en conflicto.  Es interesante preguntarse por cómo la cultura, la novela, el cine, consigue que obras en particular adquieran este estatus de determinantes y expresión de los imaginarios dominantes sobre la sociedad. Desde este punto de vista, me refiero a la novela de Fernando Aramburu, Patria,  que ha sido recibida casi unánimemente por la prensa y muchos críticos y escritores como la novela más lograda sobre ETA y el conflicto vasco. Mi opinión es que no es tal relato del conflicto y que lo interesante es descubrir por qué no, a pesar de que el éxito editorial y los múltiples comentarios elogiosos en las redes parezcan haberla subido a ese altar.

La novela narra la historia de un asesinato de ETA, el de un pequeño empresario vasco que no ha pagado su cuota requerida por la organización, y la historia de dos familias del mismo pueblo, la familia de la víctima y la del posible asesino. Dos familias cuyos padres fueron amigos y que el conflicto distanció. Dos generaciones, la de los padres y la de los hijos. Es una novela larga, estructurada retrospectivamente desde el momento en que la viuda decide volver al pueblo tiempo después del asesinato. Aramburu reconstruye coralmente la historia y atmósfera desde los tiempos anteriores al asesinato hasta el periodo final de derrota y abandono de las armas por ETA.




La novela se lee bien; la trama se organiza en múltiples senderos que confluyen en una suerte de despertar moral de los personajes: el asesino se arrepiente, deja ETA y escribe una carta de perdón, las dos madres, la viuda del asesinado y la madre del asesino (matriarcas simétricas, las describe Zallo) acaban en un abrazo reconciliatorio. Los hijos, al comienzo distantes de todo lo ocurrido (salvo el militante, claro), adquieren también una conciencia de la complejidad de todo lo ocurrido. Es, pues, una novela de aprendizaje, un Bildungsroman, que aspiraría a ejercer también un papel educador sobre la propia colectividad de lectores.

Voy a tomar algunos de los argumentos de una crítica de la novela que a mí resulta muy lúcida y con cuyos argumentos ya coincidía antes de haberla leído. Me refiero a la del catedrático de comunicación audiovisual de la Universidad del País Vasco Ramón Zallo.  Algunos de los problemas que presenta la novela tienen que ver con las elecciones de Aramburu de personajes activos o implícitos y cuáles son las zonas en negro de las que no se habla en la novela. Los personajes elegidos son dos familias vascas del mismo pueblo y acaso breves apariciones de vecinos o personajes secundarios, casi todos cercanos al círculo. Pero hay ausentes que habrían sido centrales para su función de relato colectivo. Así Zallo, 2017 escribe
Aramburu (…) nos narra el sufrimiento oculto de las víctimas de ETA, el miedo al atentado, su aislamiento social en algunos lugares o el vacío a los familiares. Sin embargo lo hace desde el dibujo de un mundo dual en el que solo están ETA + Izquierda Abertzale versus candidatos a víctimas a las que no puede proteger el Estado y, en medio, como un coro mudo y comparsa, el miedo, la cobardía y el silencio general. Solo dos bandos y un solo conflicto (demócratas –violentos).  No fue así porque hace desaparecer del escenario al principal protagonista que siempre ha sido la inmensa mayoría de la sociedad vasca: las bases votantes del PNV, la capacidad reactiva del socialismo guipuzcoano, fenómenos como Elkarri o Gesto y su movilización constante, la trama amplísima de sociedad civil, mucha base de las izquierdas  abertzales que renegaba de ETA, los resultados electorales, las instituciones funcionando, las decenas y decenas de manifestaciones o concentraciones contra atentados y secuestros de ETA ya desde finales de los 70. (….) En la novela no hay ni rastro ni eco de una sociedad movilizada por causas varias (Autovía, OTAN, objetores, huelgas obreras…) desde los 70 hasta los 90 mientras en España se vivía el desencanto, la pasividad y la anomia social. No están la movilización contra las violencias de cada momento ni los ensayos sociales para erradicar a ETA o avanzar en el derecho de decisión (Lizarra 1998, Loiola 2006…). La sociedad vasca ha sido durante décadas la más viva, de mejor criterio y más politizada de todo el Estado. (Zallo, 2017, 1)
Junto a esta oclusión, me parece que el principal defecto de la novela es su tratamiento de los personajes implicados: los caracteres apenas tienen matices, se dividen rápidamente entre los abertzales más bien cortos de inteligencia y expresión, frente a la modernidad y sofisticación de quienes rechazan la violencia (viajes al extranjero, dedicación a la literatura, opción homosexual…). La poca profundidad psicológica contrasta con un uso y abuso persistente del estilo libre indirecto, en donde la circunstancia del personaje nos abre a su perspectiva subjetiva. Es un instrumento que desde Henry James y Virginia Woolf ha sido una forma literaria básica para mostrar cómo en las conciencias de los personajes resuenan o se asocian hechos objetivos. En el caso de la novela, tienden a ser puros instrumentos para describir los clichés con los que se ha construido la vida interna del sujeto en cuestión. Así, en uno de los momentos cúlmenes, cuando el etarra José Mari cambia su mente tras años de cárcel, leemos este ejercicio de estilo libre indirecto:

En otros tiempos habría buscado el debate, soltado la parrafada. Ahora hablaba lo justo; algunos días, ni siquiera eso. Se había vuelto solitario, caviloso. Parecía tranquilo, pero la suya era la tranquilidad del árbol caído. Su soledad deliberada, la de un hombre cada día más cansado. Y tanto como cansado, escamado. Sus cavilaciones, las de una conciencia en la que poco a poco habían dejado de resonar consignas, argumentos, toda esa chatarrería verbal/sentimental con la que durante largos años él había oscurecido su verdad íntima. ¿Y cuál era esa verdad? Cuál va a ser. Pues que había hecho daño y había matado. ¿Para qué? Y la respuesta le llenaba de amargura: para nada. Después de tanta sangre, ni socialismo, ni independencia, ni pollas en vinagre. Abrigaba la firme convicción de haber sido víctima de una estafa. Supongo que la ama, tan devota de Ignacio de Loyola, sabrá que también el santo fue en su juventud un hombre de armas. ¿Mató? Joxe Mari anduvo buscando el dato en una enciclopedia que había en la biblioteca de la cárcel. No lo encontró, pero lo daba por seguro. Mató y es santo. Mató y estará en el cielo. El cambio, en su caso, no lo determinaron heridas de guerra ni la lectura de unos libros piadosos. Piensa que hubo causas múltiples. Y causas de causas que llevaron a nuevas causas y a la situación actual, la de un hombre sin más paisaje que las cuatro paredes de su celda, abrumado bajo el peso de lo que hizo en nombre de unos principios que otros idearon y él, obediente, ingenuo, asumió. 
Este es un botón que muestra el cariz de una gran mayoría de párrafos con los que Aramburu va articulando la transformación mental de sus protagonistas. Nos encontramos con una elección de estilo que se acomoda a la pretensión del relato de “enseñar” “educar” a la sociedad vasca sobre la experiencia del conflicto armado, y tal vez de olvidar los otros muchos conflictos que se entreveraron con el armado, por más que éste, como un agujero negro, acabase por determinar y ensuciar a todos los demás.

Al final, la distancia que hay entre una obra de alcance estético y un best-seller no está tanto en la sofisticación formal (algunos best-seller pueden ser bastante complejos narrativamente) sino en la pretensión de que el relato sea rápida y fácilmente apropiado por el lector común que ya tiene un estereotipo formado y crecido en la lectura y visión de los medios. El best-seller borra los grises para dejar luces y sombras limpias, y sobre todo borra las zonas grises de los actos y conciencias de sus personajes. No está destinado a hacer preguntas inquietantes, sino a producir respuestas consoladoras. La facilidad de lectura es el premio que se le da al lector por haber aceptado el trabajo de Photoshop de lo real para acomodarla a un sentido común mayoritario, que excluye el antagonismo de otros relatos diferentes, de voces incluso, aún incapaces de construir su propio relato.  En los best-seller desaparece la ironía, la distancia, las asociaciones contradictorias, los símbolos oscuros y poco legibles, es decir, todos los indicadores de la dificultad de la palabra para representar la realidad sin distorsionarla y reducirla a un estereotipo.

No puedo ponerme en lugar de las víctimas y de sus familiares, pero sospecho que muy pocos se sentirán medianamente retratadas en los personajes de Patria. Tampoco, creo, queda reflejada la compleja sociedad vasca desde los años setenta, ni las formas fracturadas de oposición a ETA, tan disformes y heterogéneas. La elección de una pequeña ciudad de Vasconia como ejemplo del complicado tejido social de la España de la Transición, obligado a referir todas sus fracturas, tensiones y antagonismos a la negra semántica de ETA, no hace de Patria el relato del conflicto. Contribuye, eso sí, a crear buena conciencia y hacer creer que un rápido abrazo puede sustituir a las necesarias comisiones de la verdad que aún necesitamos, y la lenta elaboración conceptual del daño y la fractura sufrida por tanto por la sociedad vasca como por la del resto de España.

domingo, 6 de agosto de 2017

Teoría de la piel




Leo poesía con asiduidad para no olvidar las verdades profundas de la porosidad de la piel. En el poema se negocia lo interior y exterior al modo de un caleidoscopio. El sentido nace de la yuxtaposición de fragmentos de realidad que no distinguen lo objetivo de lo subjetivo, que no distinguen el cuerpo del paisaje ni la enfermedad de la historia. Francis Bacon estaba obsesionado también por esta idea de la delicuescencia de la piel, de su capacidad para atraer la humedad del aire y liquidarse lentamente. Thomas Mann en La montaña mágica o en La muerte en Venecia, de la misma manera, emborrona las fronteras entre un cuerpo y una sociedad enferma. En el arte, uno aprende que la piel no separa sino que establece convenciones entre dos afueras.

Escucho distraído continuas conversaciones sobre enfermedades, dolores, alergias, peligros supuestos de alimentos, estrategias para no engordar, quejas de la seguridad social, sé que están hablando de la historia, de cómo dar sentido a lo que no se acaba de entender, que el cuerpo es un signo de lo que nos pasa. Leo textos de jóvenes discutiendo sobre geopolítica, sospecho que hablan de sus miedos y del frío del amanecer. Escucho las quejas de los lacanianos sobre el sujeto de la historia, sus imaginarios, objetos, realidades, presumo que tras sus palabras difíciles de entender está su experiencia del sinsentido de las cosas, su desesperado afán de ordenar el caleidoscopio.

En muchas ocasiones, los textos de filosofía se me hacen extraños. Hace tiempo que la filosofía olvidó que también los conceptos no son sino frágiles acuerdos para que la experiencia sea expresable. Exploramos palabras cuando las palabras ya han sido heridas por la historia. Exploramos la historia, las grandes escenografías donde se confrontan las fuerzas suprahumanas y olvidamos la fragilidad de las palabras y el cómo cada término elegido deja transparentar sin que lo sepamos nuestras incertidumbres y la vulnerabilidad de nuestra existencia. A veces trato de leer la filosofía entre líneas, asomándome al muro de palabras que se ha levantado para dejar fuera la experiencia. Infinito desamparo que, como el sudor de la piel, se destila por las fronteras de las frases. Leer la Crítica de la razón pura como un grito de angustia, a Quine como el llanto del nativo que no quiere ser entendido por el antropólogo colonizador.

Teoría de la piel como lugar osmótico que transmuta los sentidos: hace de la opresión enfermedad o depresión; de los disturbios emocionales augurios de la historia,  de los conceptos metáforas y de las palabras quejidos. En ese territorio incierto, los mapas confunden sus significados y simbolizan lo contrario. Allí un eccema es un signo político y una reacción alérgica una forma en que la historia manifiesta su sentido.

Enseñar a leer la historia y la sociedad en la cartografía de la piel, a entender el lenguaje del cuerpo para no confundir las cosas. Cuenta la psiquiatra Françoise Sironi, especialista en psicopatología de los traumas producidos por la violencia, que una forma habitual de tortura es colgar a la víctima por los pies. Al cabo de un tiempo la víctima experimenta a su cuerpo como el enemigo: su estómago, su hígado, le impiden respirar. Su interior le traiciona y termina odiando su propio cuerpo. Es lo que pretende el verdugo. Es lo que hace también la historia con nuestro cuerpo: nos cuelga de pies para que confundamos los sentidos. Recordar de nuevo la verdad olvidada del abrazo y la caricia: que compartir la piel es construir una frontera contra el miedo, un muro de cuerpos contra la opresión.