domingo, 29 de noviembre de 2020

Ciudades de palabras

 




La República de las Letras es una expresión de Erasmo de Roterdam que nombra un sentimiento común de los humanistas del Renacimiento, el de la legitimidad que sentían como nuevos educadores de la humanidad en tiempos de barbarie. Es una expresión ambivalente en la que se depositan tanto los ideales como los peligros de la cultura. Así, las primeras utopías levantan planos de sociedades ideales con un nuevo orden pacífico e incluso comunista de existencia pero son a la vez manifiestos antidemocráticos que heredan de la República de Platón el elitismo y la oculta voluntad de poder de los intelectuales. ¿Quién tiene la ciudadanía de esa república y cuáles son los procedimientos por los que se gobierna? En cada momento histórico hay que hacer esta pregunta y si es razonable entender que la cultura renacentista estuviese contaminada aún de las jerarquías medievales, incluso si representaba ya a la nueva burguesía en ascenso, también lo son las suspicacias sobre las murallas que rodean a esa nueva polis. 

En el capítulo dedicado a María Zambrano, en Políticas de lo sensible, Alberto Santamaría se pregunta por qué Platón excluía a los poetas de esa ciudad. Stephen  Mulhall, en The Wounded Mulhall, un libro sobre literatura y filosofía que reflexiona sobre el personaje de Elizabeth Costello de Coetzee, comienza discutiendo a la honorable filósofa moral de Cambridge Onora O`Neill que desprecia toda filosofía que no sea argumentativa y analítica y excluye al estilo wittgensteiniano del espacio de la filosofía genuina. En el capítulo VI de su libro Memoria de la revolución, titulado "Los espacios de la tradición", Edgar Strehle discurre sobre la obra de Christine de Pizan (1364-1430): en lo que me parece que fue la primera utopía humanista, Christine de Pizan, en La ciudad de las damas, describe un reino habitado por todas las mujeres de la historia real o mítica cuyas gestas no son reconocidas por los hombres y que por ello se refugian tras esos muros de resistencia hechos de palabras. Pizan se siente llamada al acto de fundar esa ciudad, en un gesto que hoy reconocemos como un acto político instituyente. Ella fue de hecho, en una larga serie de escritos, una fina filósofa y consejera política, aunque la historia posterior haya confirmado sus temores de ser ocluida, hasta que recientemente las historiadoras feministas le han vuelto a conceder la ciudadanía de la república de las letras.

En los textos anteriores encontramos buenas razones en las que se reivindican los papeles de ciudadanía de quienes son excluidos por las visiones canónicas de la república de las letras. Alberto Santamaría, siguiendo a Zambrano, nos enseña por qué la poesía, que suspende la relación semántica entre palabra y cosas, entre lenguaje y realidad, debe figurar como una forma de conocimiento y como un ejercicio de filosofía. La poesía, nos dicen María Zambrano y Santamaría, expande lo sensible. Es una razón que los lectores de Rancière reconocemos y apreciamos y que nos resulta convincente. Nos lleva a las Cartas sobre la educación estética de la humanidad de Friedrich Schiller, en las que proponía que la educación de la sensibilidad era la única alternativa política aceptable en un mundo dividido entre la anomia y la violencia. Mulhall, por su parte, trata de explicar por qué la forma relato es tan importante como la forma argumento en la escritura y su razón es similar a la que propone Alberto Santamaría: los relatos, ciertos relatos, expanden "las afecciones del corazón", una expresión que Spinoza nos enseñó y que por él forma parte de la historia cultural de la sensibilidad. La historia de la escritura, como otras artes plásticas o escénicas, es la historia de la sensibilidad, una historia agónica de continua destrucción y reconstrucción de los muros que acogen y excluyen. 

Christine de Pizan, comienza su relato indignada por un escrito de un clérigo del tiempo contra las mujeres: 

Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.

Se le aparecen entonces tres damas que le encomiendan la fundación de la nueva ciudad: 

Debes saber que existe además una razón muy especial, más importante aún, por la cual hemos venido, y que vamos a desvelarte: se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. Durante mucho tiempo las mujeres han quedado indefensas, abandonadas como un campo sin cerca, sin que ningún campeón luche en su ayuda. Cuando todo hombre de bien tendría que asumir su defensa, se ha dejado, sin embargo, por negligencia o indiferencia que las mujeres sean arrastradas por el barro. No hay que sorprenderse por lo tanto si la envidia de sus enemigos y las calumnias groseras de la gente vil, que con tantas armas las han atacado, han terminado por vencer en una guerra donde las mujeres no podían ofrecer resistencia. Dejada sin defensa, la plaza mejor fortificada caería rápidamente y podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte adversa. En su ingenua bondad, siguiendo en ello el precepto divino, las mujeres han aguantado, paciente y cortésmente, todos los insultos, daños y perjuicios, tanto verbales como escritos, dejando en las manos de Dios todos sus derechos. Ha llegado la hora de quitar de las manos del faraón una causa tan justa.

Esa ciudad de resistencia que propone Pizan volverá a ser recuperada por Gloria Anzaldúa siglos más tarde cuando proponga a las mujeres, a todas, trabajadoras o intelectuales, que agarren un cuaderno y se pongan a escribir. Virginia Woolf había considerado con razón que, para entrar en la república de las letras, las mujeres tenían que conquistar antes un sueldo y una habitación propia, pero ella estaba pensando aún en la escritura como un ejercicio modernista de alta cultura. Anzaldúa llama a un ejercicio ilimitado de la escritura: toda persona debe escribir para pensar y para crear un espacio, una ciudad interior de resistencia. Escribir aunque sea medio a oscuras, con el cansancio de un día de trabajo y alboroto de niños, o de desesperación por la falta de trabajo y por las miserias del día. 

Una vez que derribamos esas murallas que dividen la alta cultura y la cultura popular, la escritura puede recuperar su viejo ideal de república de las letras que, como en la película Kamchatka de Marcelo Piñeyro, 2002, maravillosamente interpretada por Ricardo Darín y Cecilia Roth, se constituye en un último espacio de resistencia contra la realidad violenta y miserable, un lugar que levanta murallas a un tiempo territorios de imaginación futura y de sensibilidad presente.

El arte, la literatura, el pensamiento no tienen formas canónicas. Pueden constituir, como de hecho son, campos intelectuales de competencia, mercados de distinción que ordenan en jerarquías a la gente que entra es ellos, pero no tiene por qué ser así, algo que existe bajo una forma social de mercancía. La vieja idea de la república de las letras no es la del mercado de las palabras. Es la propuesta de una ciudad infinita en donde toda persona funde una ciudad de resistencia y acogida. 





sábado, 21 de noviembre de 2020

Ética de los objetos

 



La historia de la filosofía está llena de quejas contra la dicotomía sujeto-objeto. Hegelianos, heideggerianos y posmodernos han clamado contra esta división. Heidegger explicó con claridad que, en el mundo a mano, el equipamiento que nos permite continuar en la existencia, forma un continuo con otras característica de nuestro ser. La herramienta se hace a la mano como la mano se hace a la herramienta y sólo la notamos como una cosa, como un objeto escindido, cuando algo falla y no va bien. Para la carnicera y el cocinero los cuchillos no existen como tales hasta que no pierden filo y hacen necesario pensar en ellos, para mí, las gafas sólo aparecen como objetos cuando no las encuentro o cuando la mascarilla las empaña.

Por otra parte, como ya he tenido la ocasión de comentar en este blog, los objetos tienen vida social: a veces son mercancías, a veces regalos invaluables. La mercancía, aclaraba Simmel, es una cosa deseada que se resiste a ser poseída y que por ello exige un sacrificio: el de otra cosa que se intercambia por el objeto de deseo. Marx, por su parte, había teorizado por cómo la mercancía al circular bajo la forma dinero y reproducirse bajo la forma salario entrañaba una doble alienación: la del objeto de su productor y la del productor mismo convertido en mercancía por su salario. Producía, a su vez, el ocultamiento las relaciones sociales implicadas en la producción y circulación y por ello la cosificación de estas relaciones, como si fuesen los objetos mismos los que entrasen en acciones y reacciones.

Nunca como ahora son tan verdad estas apreciaciones, pero también se muestran cada vez más insuficientes para entender la complejidad de las formas sociales que caracterizan a los objetos en el capitalismo cognitivo. Arjun Appadurai había notado que la existencia de los objetos como dones o como mercancías es una vida social histórica y contingente: objetos que son muy apreciados pueden ser puestos a la venta y ciertas mercancías pueden devenir en objetos de culto. A pesar de estas relativizaciones que ha hecho la teoría de la cultura material, queda mucho por investigar y descubrir en el modo en que las redes de objetos se entrelazan con las redes de relaciones sociales en un entorno técnico en el que el conocimiento existe en una posición intermedia entre artefactos cada vez más activos y agentes cada vez más expertos.

La teoría del actor red de Bruno Latour, los análisis de la socióloga de la ciencia Karina Knorr-Cetina  y del promotor de la idea de la cognición distribuida, Edwin Hutchins, explicaron hace dos décadas que los procesos de conocimiento en la sociedad de conocimiento se producen por un entrelazamiento de acciones que se dan entre personas y objetos de forma indistinguible. Knorr-Cetina hablaba de objetos epistémicos para nombrar a los objetos cuyas relaciones entre sí no pueden separarse de sus relaciones con personas. Todo esto que se aplicaba muy bien a la vida del laboratorio o a los grandes superorganismos científicos como las máquinas del CERN se aplica ya a la vida cotidiana como parte de nuestro mundo a mano.

La persona mayor que aprende a usar el Whatsapp del móvil para hablar con sus familiares, el profesor reacio a las tecnologías digitales que se ve obligado por la pandemia a dar sus clases a través de una plataforma, la política astuta de la vieja escuela que se fía de su gestora en redes más que de sus asesores de ciencia política, todos ellos, se comunican y relacionan a través de un entramado cognitivo, emocional y técnico de objetos: algoritmos sensibles a las relaciones personales, redes de satélites y centrales de datos que se coordinan para no producir atascos de mensajes, compañías que explotan comercialmente los datos que obtienen de los usuarios,…

Todos estos procesos se desarrollan de forma tan implícita o subcognitiva como los procesos cognitivos subconscientes en el cerebro. Pero aquí están implicados intercambios de información e inteligencia tanto humanos como no humanos. Este carácter no consciente, incorporado en los procesos físicos al tiempo que informacionales, hace que los aspectos normativos de tales intercambios y de la relacionalidad de los artefactos quede oculta. Necesitamos un poco de conocimiento experto para que se hagan realidad nuestras relaciones sociales en un entorno como el digital, que exige a su vez grandes incorporaciones de inteligencia y conocimiento en los artefactos que median las relaciones. Cierto. Sin embargo, se podría creer que basta con ser un usuario experto para moverse en estos entornos y dejar las cuestiones de orden epistemologico, ético y político al margen. Y no es así. Al contrario. Nos concierne el conocimiento oculto y ocultado en la relacionalidad de los artefactos. Nos concierne epistemológica, ética y políticamente.

Se pueden aducir miles de ejemplos, y la crítica de las redes y las plataformas de las macroempresas oligopolistas ha ofrecido numerosas observaciones y razones. Pero la mayoría de los procesos en los que estamos implicados deja abiertas tantas preguntas que nos encontramos sumidos en nieblas que son tan peligrosas como las nieblas físicas para la conducción. Pensemos en objetos epistémicos como las pruebas PCR o de antígenos para detectar la carga viral en la pandemia de Covid19. Estos artefactos entran en relaciones emocionales, cognitivas, políticas, con los expertos, con las autoridades, con la gente en general, provienen de una historia singular de diseño y de puesta a prueba. Son objetos abiertos cuyo funcionamiento en la vorágine de prácticas es difícil de determinar incluso para los expertos, y cuya gestión social, económica y política es aún más enrevesada. Son, por su carácter relacional, objetos que tienen dimensiones epistemológicas éticas y políticas intrínsecas a su diseño y operación. 

Los objetos que nos rodean están sometidos a dinámicas abiertas. Se transforman, nos transforman, los transformamos, siguen sendas extrañas llenas de bifurcaciones todas ellas cargadas de consecuencias y muchas veces de valor. Introducimos un objeto en nuestra intimidad y su naturaleza relacional llama a otros objetos y procesos que, a su vez nos interpelan y hacen reaccionar. Objetos comunicativos como los televisores que se introdujeron en los salones y comedores de las casas de los años cincuenta, para hacer que las radios transformasen radicalmente sus formas y contenidos, y ahora se encuentran acorralados por las plataformas de contenidos, por las series o las producciones de youtubers exitosos, televisiones que cada vez quieren parecerse más a una inmensa tablet o quizás a un smartphone gigante que observa más que es observado, que toma más de lo que ofrece. Pensamos en mentes avispadas detrás de todos estos entornos y solo hay al final comerciales agobiados por los de recursos humanos que, a su vez, están agobiados por los departamentos de planificación, quienes, por su parte, son empujados por gráficos que nacen de algoritmos y programas que han tenido que aprender a usar pero no conocen bien.

La ignorancia de estas dimensiones es una de las formas de ceguera que nos aqueja. Similar a la ceguera que tantas generaciones han tenido con respecto al daño causado innecesariamente a los animales, por ejemplo en la experimentación o en las corridas de toros. Muchas de las intuiciones éticas, que fueron pensadas para entornos artificiales con características muy distintas, donde los objetos se dividían en pocas clases: objetos sagrados, objetos consumibles, herramientas, ..., no planteaban las capas de opacidad epistémica, ética y política que generan los nuevos sistemas sociotécnicos. Cuando leemos textos de ética aplicada a estos entornos, a las bioingenierías, a las inteligencias artificiales, etc., encontramos pocas alternativas más que consecuencialismos frente a éticas kantianas. No es sean incorrectas pero la sensación es que iluminan poco más que las viejas linternas de petaca, de luz mortecina y breve duración. Todos los detalles (donde habitan los diablos) quedan en la oscuridad. 

Necesitamos con urgencia pensar en estos aspectos epistémicos, éticos y políticos de los objetos, pero necesitamos también para ello nuevas antropologías de los entornos artefactuales en que vivimos. Los objetos relacionales en los que consisten nuestros ámbitos de existencia son objetos abiertos, que se despliegan en dinámicas contingentes, imprevisibles, irreversibles muchas veces, que exigen formas de conocimiento que aún están por desarrollar. Los grandes sistemas de ética nacieron de dicotomías sujeto-objeto que ya eran equivocadas cuando se originaron, pero que ahora necesitan nuevas ontologías y, sobre todo etnografías particularizadas de las extrañas sendas que recorren los complejos de comunidades humanas y no humanas. 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Entre Tolstói y Dostoievski

 


Es el libro de George Steiner que más ha logrado impresionarme: Tolstói o Dostoievski. Fue la primera obra de Steiner y sigue pareciéndome la mejor. Es una lectura de las obras de estos dos gigantes que contiene dos tesis: una, literaria, sostiene que la escritura de Tolstói es épica y que debe ser comparada con la de Homero mientras que la de Dostoievski es dramática y su referente es Shakespeare. Es una tesis intrigante para que la debatan quienes se ocupan, como Steiner, de literatura comparada. La segunda es mucho más apasionante y controvertida: Tolstói representa a la mentalidad profética, utópica, que cree y promueve el perfeccionamiento de la humanidad y afirma que el único reino de los cielos posible debe ser realizado en la Tierra. Dostoievski, por el contrario, representa la mentalidad conservadora, la que está segura de la maldad intrínseca de los humanos, de su maldición y de la imposibilidad de redención en esta vida.

Steiner, por convicción, está del lado de Dostoievski, pero su corazón e inteligencia le llevan a una admiración sin límites de Tolstói. En la confrontación de sus puntos de vista sobre la historia y el mundo están reflejadas las contradicciones más fundamentales del pensamiento de la humanidad. Cuando la filosofía se olvida de ella y se sumerge en los tópicos y modas del momento se acartona y convierte en puro funcionariado de la ideas. Homero y Tolstói están del lado de quienes conocen bien la violencia y capacidad destructiva de los humanos, el imperio de la violencia y el terror, pero tienen fe en las fuerzas de la vida, en el poder de la situación y en el valor de la agencia humana. Los relatos de Homero y Tolstói están llenos de objetos, texturas, descripciones concretas y de encuentros memorables de felicidad en los más terribles momentos de la historia. Un Aquiles desolado por la muerte de su amigo organiza unos juegos fúnebres que se llenan de alegría y placeres. Un Pierre Bezújov en el calabozo del ejército francés, mientras Moscú se derrumba en llamas y destrucción, encuentra la felicidad en una patata con sal que le ofrece un amigo que acaba de conocer. En esa patata, piensa Tolstói, se encuentra toda la promesa de salvación humana, la que se puede encontrar en medio de la desolación y que brilla con la luz de la fraternidad de los caídos. 

En el extremo contrario de la filosofía de la historia está la obra maestra de Dostoievski, Memorias del subsuelo, la obra que transformó a Nietzsche y está contenida en Kafka. Dostoievski, el urbano, el especialista en oscuros pasillos y malolientes habitaciones donde mora toda la miseria, dibuja una topografía de la mente y desciende al subsuelo con una falta de compasión que Freud tendría que admirar. Allí solo encuentra resentimiento, una reacción antisocial que aumenta con la inteligencia del protagonista, que se sabe en una doble condición y que habita en un yo dividido entre el ser público que habita las habitaciones del principal y el entresuelo y la miserable criatura que reside en los sótanos del alma. 

Dostoievski el inmisericorde se describe a sí mismo pero sobre todo retrata a brochazos la vaciedad de su generación, del superficial enfrentamiento entre el elitista Turgeniev de Padres e hijos y el nihilista de izquierdas Chernichevski del Qué hacer. Dostoievski solo cree en el pecado, en la irredención. Todas sus novelas comienzan o terminan en asesinatos infames, crueles más por el desprecio con que son realizados que por el acto en sí. La ciudad es el infierno interminable. La oscuridad de Petersburgo es todo a lo que puede aspirar el ser humano. No hay un cielo como el que admira el príncipe Andréi, caído en la batalla o Pierre en la oscuridad de Moscú, desde el trineo que le devuelve a su domicilio.

Es la contradicción metafísica fundamental, que no puede ser jamás confundida con posiciones políticas de izquierda o derecha. En los dos espacios, en todas las generaciones, encontramos la vaciedad de los salones y academias que horrorizan a Tolstoi, a seres oscuros como Andrei y a seres despreciables como Raskolnikov o malvados como el Piotr Verjovenski de Los demonios. Es raro encontrar ya en los textos de ética y filosofía moral interpelaciones a las profundidades de la mente y la agencia como las que significan las obras de Tolstói y Dostoievski, y la apelación a la elección entre la esperanza en esta vida y la desesperación irredenta. La muerte de Iván Illich es una suerte de respuesta a Memorias del subsuelo. No es una obra sublime como Anna Karenina o Guerra y paz, pero es una buena respuesta al personaje del subsuelo.

Leo con curiosidad la recién publicada Tercer acto de Félix de Azúa, una confesada falsa autobiografía de pretensiones generacionales con la curiosidad de quien busca alguna suerte de explicación más que nostalgia, conmiseración o ira contra los yoes del pasado que parece encontrar por doquier en sus irritados artículos, como fantasmas suyos del presente. No la encuentro. Me parece un diario que podría haber sido escrito por cualquiera de los varones que pueblan las tertulias de Tolstói. Una aparente autocrítica que no es sino autocompasión y desprecio elitista: 

Íbamos goteando sobre una Barcelona sin Franco como el líquido que escapa lentamente de los frenos hidráulicos, de modo que para cuando comprendimos que todo había vuelto a la así llamada normalidad ya era demasiado tarde y el pequeño grupo iría acelerando su caída hacia la insignificancia sin poder ponerle remedio: no funcionaban los frenos.

No están entre Tolstói y Dostoievski estas conmiseraciones de intelectual en su invierno, están, quizás, y así han sido saludadas por una crítica afín, todo lo más, entre Turgueniev y Chernichevski. 


sábado, 7 de noviembre de 2020

Hilando con Spinoza

 


Es en las épocas de grandes crisis cuando vuelven las preguntas sobre cuál es la dimensión de la agencia humana en una historia desbocada y en un mundo ordenado por las causas y los azares. Las ideologías religiosas y tantas veces las políticas han levantado mapas planetarios, geoestratégicos, que hablan de postrimerías, de fuerzas inconmensurables y procesos irreversibles en los que la voluntad de personas, grupos, movimientos e instituciones no parecen ser más que náufragos llevados por las corrientes de los océanos de la historia.  Economía, mercados y tecnología parecen haber tomado el testigo de los dioses de otro tiempo como escribas ciegos e iletrados que llenasen las páginas del porvenir de líneas sin sentido. Es en esas épocas de oscuros designios cuando se encienden pequeñas velas de esperanza y humanismo por allá y acullá llamando a redimensionar los mapas de la historia y levantar los planos de la vida usando una escala humana, la escala de la experiencia, del sufrimiento y de los anhelos y deseos.

Así, en la derrota de la democracia ateniense por las armas de la oligarquía aliada con los ejércitos de Esparta, Protágoras levantó su proclama de lo humano como medida de todas las cosas presentes o futuras. Cuando Tomás de Celano, amigo de Francisco de Asís, escribió en Dies irae, un canto a la esperanza en una Italia devastada por las guerras imperiales y papales. Un canto que resonó en el norte de la península italiana, en Petrarca, Dante, los retóricos y los humanistas de las repúblicas burguesas del Véneto, la Lombardía y, sobre todo la Toscana, en una exuberante fuente de escritos defendiendo la capacidad humana para sortear los azares de la fortuna, llamando a una fusión del pensamiento y la acción, de la pluma y la espada.

Pero fue Spinoza el judío excomulgado por su propia comunidad, aislado en una diáspora interior, quien en una Europa cruel, atravesada por la muerte, por el ascenso de imperios y autoritarismos, acosado por el asesinato de sus amigos republicanos, quien volvió a levantar las banderas de la esperanza con una filosofía de la potencia y la agencia humana, de la fusión del cuerpo y el entorno, de la superación por la creatividad y actividad humana de las fuerzas de los azares que afectan al cuerpo, personal y social.

La filosofía política del último tercio del siglo pasado, que veía el ascenso victorioso de la marea neoliberal, de la mano de Antonio Negri y Gilles Deleuze y tantos otros, volvió sus ojos al filósofo vulnerado y derrotado pero siempre resistente. En Spinoza. Filosofía práctica, escribe Deleuze:

Esta vida frugal y sin pertenencias, consumida por la enfermedad, este cuerpo delgado, enclenque, esta cara ovalada y morena con sus brillantes ojos negros, ¿cómo explicar la impresión que dan de estar recorridos por la Vida misma, de poseer una potencia idéntica a la Vida? Con toda su forma tanto de vivir como de pensar erige Spinoza una imagen de la vida positiva, afirmativa, contra los simulacros con los que se conforman los hombres. Y no sólo se conforman con ellos, sino que el hombre odia la vida, se avergüenza de la vida; un hombre de la autodestrucción que multiplica los cultos a la muerte, que lleva a efecto la sagrada unión del tirano y del esclavo, del sacerdote, el juez y el guerrero, siempre ocupado en poner cercos a la vida, en mutilarla, matarla a fuego lento o vivo, enterrarla o ahogarla con leyes, propiedades, deberes, imperios: tal es lo que Spinoza diagnostica en el mundo, esta traición al universo y al hombre. […] En el reproche que Hegel hará a Spinoza, haber ignorado lo negativo y su potencia, reside la gloria y la inocencia de Spinoza, su más propio descubrimiento. En un mundo roído por lo negativo, él tiene suficiente confianza en la vida, en la potencia de la vida, como para controvertir la muerte, el apetito asesino de los hombres, las reglas del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Suficiente confianza en la vida como para denunciar todos los fantasmas de lo negativo. La excomunión, la guerra, la tiranía, la reacción, los hombres que luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad, forman el mundo de lo negativo en el que vivía Spinoza […] Todas las formas de humillar y romper la vida, todo lo negativo, tienen, según su opinión, dos fuentes, la primera vertida hacia el exterior y la otra hacia el interior, resentimiento y mala conciencia, odio y culpabilidad. «El odio y el remordimiento, los dos enemigos capitales del género humano.»  Denuncia sin cansancio estas fuentes en su vinculación con la conciencia del hombre, y anuncia que no se agotarán sino con una nueva conciencia, bajo una nueva visión, en un nuevo apetito de vivir. Spinoza siente, experimenta su eternidad.

No es extraño que el humanismo del siglo XXI representado por las filósofas de lo positivo: Haraway, Butler, Braidoti, vuelvan a los mismos temas de la potencia de lo corporal, de la simbiosis con la vida, de la sensibilidad al daño ajeno y sean las herederas del guadiana humanista en un mundo posthumano.

La gran filosofía siempre ha desconfiado de lo positivo. Hay razones para ello. El pensamiento neoliberal, en su nuevas máscaras de lo humano ha difundido el “tú puedes”, los pensamientos positivos y los deseos de felicidad como ideologías que esconden la destrucción de las subjetividades, la nueva sumisión a un capitalismo salvaje y la destrucción del mundo. Pero no basta denunciar lo falso de este mensaje. Lo que hay que preguntarse es por qué cala tanto. En un magnífico libro que publicará muy pronto Antonio J. Antón Fernández, El sueño de Gargantúa. Distancia y utopía neoliberal, recorre el pensamiento político de la modernidad para sustentar la tesis de que la utopía que realmente ha funcionado en el mundo moderno ha sido la utopía liberal, la promesa de una familia, una casa, un trabajo estable y seguro, una protección contra la invasión del estado a través de la propiedad privada. El pensamiento de la izquierda, organizado por la lucha contra los agravios, prohibiendo siempre toda imaginación utópica por peligrosa, no ha entendido nunca la fuerza de la utopía liberal y cómo se ha construido en ideología persistente entre los grupos y estratos de la sociedad que aspiran a una existencia humana.

Es por eso que las débiles llamas de las filósofas neo-spinozianas, que recuperan la otra tradición utópica de trascendencia de un presente desolado puede que sean la última esperanza contra la ceguera y la sumisión voluntaria. La utopía, nos enseña Fredric Jameson, se entiende mal si la leemos como un relato de fantasía social. La utopía es un método, una estrategia de trascendencia de lo real y de sus aparentes determinaciones a través de la fuerza del deseo y del amor. Spinoza nos enseña que el amor y el miedo son las dos pasiones que ordenan la vida en plazos largos, y que solo el amor que protege el deseo de otro mundo puede acompañar a la fuerza de la razón para defender la potencia de la vida.

Donna Haraway, con su finura irónica y poética llena siempre de metáforas incisivas, ha ofrecido una que define el método utópico para los tiempos de desgracia: hacer croché, tejer lazos que nos abriguen de los fríos cósmicos de estos tiempos. Contra la utopía liberal de la casa-castillo y el ego autoalimentado, los entrelazamientos comprometidos en una nueva simbiosis de cuerpos, almas y entorno, sintiéndose, como ella también ha dicho, “animales de compañía”, porque nadie se come a los animales de compañía, ni ellos se comen a quienes acompañan. Devenir mestizas, que proponen Braidotti y Anzaldúa, devenir antígonas capaces de llorar las muertes de los otros estigmatizados por el poder, afirma Butler, poner en pie movimientos que no estén solo basados en políticas del agravio sino, más allá, en la fuerza de la utopía, propone Wendy Brown.

El imperio de la utopía liberal y la sumisión de la izquierda a la pura reacción del pensamiento negativo han sido las reglas que han ordenado la cultura moderna. El frágil Spinoza y la débil llama de la vela de su escritorio muestra otros túneles escondidos a los viejos topos de la historia.