No sabría valorar, ni siquiera entender, lo que nos ha pasado. Demasiado ruido informativo, demasiadas opiniones, demasiada cíclica agotadora tertulia (nos hemos convertido en expertos economistas, estadistas y gestores de la sociedad global, augures de los desastres por venir). No quiero hablar de la realidad sino de la ficción. "En los tiempos oscuros, ¿de qué se hablará?", se preguntaba Brecht. "Se hablará de los tiempos oscuros", respondía. Pero se hablará en modo ficcional. Nada de periodismo de barra madrileña. Tan sólo la ficción nos curará de una realidad incurable.
Este año he aprendido una cosa (cuento las que he aprendido y sólo me sale ésta): la ficción, cuando es buena, no es mera ficción sino una cura de la realidad. La ficción transforma y transfigura la realidad. Al menos nos cura de la realidad. He leído (estoy leyendo: es infinito) a David Foster Wallace (gracias de nuevo, Álvaro, tengo una deuda impagable contigo). DFW, hijo de un filósofo, comenzó su carrera escribiendo sobre metafísica de las modalidades, la zona más abstracta de la filosofía analítica y padeció un primer episodio de una recurrente depresión (que le llevaría a suicidarse en 2008) en el que comenzó a escribir relatos. Cada texto suyo, cada sección, cada párrafo de su escritura es como el jardín de los senderos que se bifurcan. DFW enreda las marcas de artículos de consumo con notas académicas, las descripciones líricas con episodios escatológicos, la poesía con la ficción. Lo mezcla todo. Uno sospecha que su cabeza discurría a la velocidad de los neutrinos mientras que sus dedos sólo alcanzaban la velocidad de la luz. Su mente pudo con su vida y no logró que lo escrito le salvara al final. Pero al menos lo hizo durante unos años y así contribuyó a salvarnos a los demás. DFW construye la ficción con los trozos de la realidad más inmediata. La broma infinita mezcla la literatura utópica con el periodismo deportivo: la realidad se transfigura por el ejercicio de la imaginación. Gracias a sus infinitos y enrevesados párrafos entendemos mucho mejor la realidad infinita y enrevesada que nos rodea.
He leído (estoy leyendo: es ilimitada) a Karen Blixen, Isak Dinessen. Al igual que DFW, ID tuvo una vida difícil e hizo de la literatura la terapia de la realidad. En El festín de Babette (no dejar de ver la versión cinematográfica), escrito poco antes de su muerte por inanición, debida a los dolores que le causaba en el aparato digestivo la sífilis avanzada (que le había contaminado su marido), describe a una cocinera huida de la Comuna de París, que al cabo de unos años en una comunidad de puritanos, consigue transformar su gris existencia de hipócrita austeridad con un banquete. "Una artista nunca está sola, señora" acaba con orgullo Babette-ID. Y estoy seguro que en aquellos tristes tiempos de ID esas palabras le ayudaron a soportar la realidad.
La ficción no es la huida de la realidad: es la forma en la que la transformamos reutilizando, reciclando, las experiencias en las que nos sumerge aquélla. La ficción es el modo en el que la imaginación nos transforma en seres distantes de lo real. En esta sociedad del espectáculo padecemos de una angustiosa escasez de imaginación y de ficción: como en las inundaciones se padece de escasez de agua y por las mismas razones.
Recordaré 2011 para siempre: fue el año en el que la ficción irrumpió en la realidad.