lunes, 27 de diciembre de 2021

Dulzuras del capital

 





El olfato se relaciona con la química de lo etéreo, el gusto añade la química de sólidos y líquidos, de plantas y animales, de mezclas elaboradas de sabores. Si las políticas de olfato construyeron las ciudades modernas, el gusto alimentario construyó la globalización planetaria en una escala que no ha sido suficientemente notada. Mucho antes, las reglas del comer y beber fueron la base ancestral de las religiones. En las normas del gusto se encuentran las raíces de lo social. Más allá de la mera función alimentaria, la cocina sirvió como molde para la constitución de la comunidad y de su reproducción no solo corporal sino también social. La gestión de los sabores pertenece a las ingenierías de la experiencia por las que una comunidad alimenta a sus miembros y a sus dioses y con ello reestablece en cada comida los lazos que la unen. Comer en común y repartir los alimentos es parte de la trayectoria de la cultura material que dio lugar a la especie humana. El estudio de la cocina y de las maneras en la mesa está en el origen de la antropología como ciencia de la cultura desde sus comienzos. Lévi-Strauss, en sus influyentes Mitológicas[1], integra la cocina en las dicotomías de lo natural y lo cultural, que para el constituyen el armazón hermenéutico de los mitos Bororo. Así, en el mito del origen de la tempestad, las tensiones en el clan respecto a derechos se relaciona con el fuego del hogar que es apagado a causa de las peleas. Mary Douglas[2], en el mismo espíritu, se propuso construir una especie de sintaxis general de las formas de cocinar y consumir los alimentos. Establecía dicotomías más complejas que las de Lévi-Strauss acudiendo a la preparación conjunta o separada de ingredientes, al orden del consumo, al orden social del acceso a según qué tipo de comestibles, a la división entre lo que comen los humanos y sus animales domésticos, todo dentro de lo que ella consideraba tan constitutivo de las identidades como el hiato de lo cultural respecto a lo natural, a saber, lo puro y lo impuro, que une la comida a las mismas raíces del totem y tabú que conforman lo social.

Las políticas de sabor contribuyen no solamente a reproducir los lazos comunitarios sino también a crear las categorías básicas de una sociedad. El Levítico, uno de los textos del Pentateuco en que se definen las reglas de comportamiento de la sociedad hebrea tras los desastres e invasiones asirias, y con el objeto de establecer las diferencias con las prácticas y creencias de los cananeos y de las religiones de Baal[3], dedica una parte sustancial a establecer qué se come y qué no y qué se ofrece a Yahvé y qué a los sacerdotes:

Los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda del Encuentro.  Desollará después la víctima y la descuartizará. Los hijos de Aarón, los sacerdotes*, pondrán fuego sobre el altar y echarán leña al fuego; luego, los hijos de Aarón, los sacerdotes, dispondrán las porciones, la cabeza y la grasa, encima de la leña que se ha echado al fuego del altar. Él lavará con agua las entrañas y las patas, y el sacerdote lo quemará todo sobre el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé Lev. 1, 5-9.

En la nueva religión ya no hay banquetes del rey ni espíritus del aire maligno que haya que conjurar, pero la cocina sacrificial hace evidente que se está gestando una sociedad sacerdotal que establece imperativamente lo puro e impuro, lo que puede entrar por la boca y lo que puede tocarse y lo que no. No hay explicaciones, solo normas que definen la pertenencia a la comunidad. Las posiciones en la mesa, el orden de los platos, quién parte el pan y quién sirve el vino, nos explica Michel de Certeau[4], hacen visible en las mesas de obreros del barrio de la Croix-Rousse de Lyon, la fábrica de las relaciones familiares y de hospitalidad. El pan y el vino articulan la doble dimensión de la cocina como alimentación y como rito:

Aquí todavía aparece el abismo simbólico que separa el vino y el pan. No imagina uno adecuadamente el ideal de quien come pan; no existe en las panaderías un juego de etiquetas que ofrezca por ejemplo un pastel al cabo de tantos panes consumidos. El pan es un símbolo nutricional estático, desde el punto de vista de la práctica cultural. El vino, hasta en su ambivalencia, constituye una dinámica socializante. Abre itinerarios en lo profundo del barrio; teje un contrato implícito entre socios factuales; los instala en un sistema de obsequio y contraobsequio cuyos signos articulan entre sí el espacio privado de la vida familiar y el espacio público del entorno social. Tal vez encontramos en esta actividad la esencia social del juegoen que consiste instaurar inmediatamente el sujeto dentro de su dimensión colectiva de socio[5]

La utopía antropológica que sueña con capturar una sintaxis de la cultura material de los sabores ha iluminado numerosas zonas de cómo se constituyen identidades y comunidades sobre la experiencia de la degustación de sabores, y sin embargo no despeja la sospecha de cierto esencialismo en su intención de capturar en unas cuantas dicotomías transformaciones históricas, sociales, económicas y culturales tan profundas como las que ha supuesto la modernidad en la modelación de los gustos. El minucioso e influyente trabajo del historiador Sidney W. Mintz[6] sobre la historia del azúcar en occidente en la modernidad explica con claridad cómo se entrecruzan la gran historia social y económica con los cambios en la alimentación. Lo dulce es un sabor que es apreciado de forma innata no solo por los humanos sino por muchos mamíferos dado que es el sabor de sustancias como la glucosa que son las fuentes más ricas en calorías. La miel ha sido la fuente tradicional, representada ya en pinturas rupestres, de modo que en pequeñas cantidades formó siempre parte de la dieta de glucosa junto con la fruta. Lo que explica Mintz es revolución que significó el comercio global del azúcar extraído de la caña de azúcar a partir de finales del siglo XV.  El cultivo de la caña de azúcar se difundió a través del Islam desde la India a Occidente, especialmente a Andalucía. Las cruzadas llevaron a Centroeuropa esa sustancia que fue usada como una especia más. Las potencias marinas de Portugal y España comenzaron a cultivarla en las islas recientemente conquistadas a mediados del XV: las Canarias, Madeira, Santo Tomé y Cabo Verde. Tras el Descubrimiento, se comenzó también a cultivar en pequeñas haciendas en Santo Domingo, La Española y Brasil. En esta fase, los procedimientos de zafra, molturación y obtención de la melaza y refino tenían mucho de artesanal y, aunque fue exportada a las metrópolis, no compitió nunca con otras políticas comerciales que fueron más importantes para las coronas, especialmente los metales preciosos. Los holandeses e ingleses, sin embargo, pronto comenzaron a explotar la caña de azúcar. Es un cultivo que exige trabajo intensivo en ciertos momentos, y siempre extensivo de mano de obra, por lo que dio origen al empleo masivo de mano de obra esclava importada de África. La introducción de la esclavitud y de molinos de cilindros mucho más eficientes, permitió la exportación de grandes cantidades de melaza que fueron empleadas en el refino del azúcar y en la fabricación del ron.

Lo que nos cuentan los historiadores es que el azúcar comenzó a usarse como condimento de alimentos y fabricación de dulces por parte de la aristocracia entre 1650 y 1750, cuando comenzó a difundirse entre todas las clases sociales, produciéndose una transformación radical en la dieta. A mediados del siglo XIX ya era un componente necesario de las dietas de toda la población europea. Había dejado de ser una especia de uso ocasional para convertirse en un elemento diario, especialmente en todo el Imperio Británico. El azúcar como endulzante de las nuevas sustancias estimulantes que el comercio global estaba difundiendo: té, café y chocolate. La unión del azúcar y las bebidas estimulantes condujo no solamente a la transformación de los gustos, sino también de las costumbres y los espacios: por todo el mundo se extendieron las cafeterías, salones de té y chocolaterías. Habermas explicó cómo esta difusión de espacios fue tan importante como la imprenta en la constitución de la nueva esfera de la opinión pública que habría de servir de germen a la transformación de la sociedad estamental.

La nueva adición a las calorías de la sacarosa y el esclavismo y el primer capitalismo comercial crecieron juntos. Mintz explica que estas haciendas, junto a los imprescindibles nuevos sistemas de financiación, y la creación de un mercado mayorista, minorista y, por supuesto, talleres de refino, fueron ya en el siglo XVIII ejemplos de capitalismo, aunque los beneficios aún no entrasen en el circuito que señaló Marx de capital-mercancía-capital, pues tal vez fueron solamente fuentes de enriquecimientos de la aristocracia y los grandes hacendados de colonias. Sin embargo, crearon la trama sobre la que años más tarde la revolución industrial aplicada a los tejidos y las máquinas transformaría el mundo. En la pequeña escala de los cuerpos, sin embargo, la transformación fue aún mayor: la dieta de calorías que las cocinas tradicionales obtenían de los granos y semillas, luego complementadas con la introducción de la patata, dio lugar a una ingesta diaria, masiva de sacarosa del azúcar refinado incorporado a desayunos, postres, meriendas y socializaciones varias cotidianas.  La dulzura entró en el vocabulario como sinónimo de afecto y de carácter al compás de las transformaciones en el metabolismo del hígado y páncreas. Los mecanismos de distinción por los que las clases populares asumieron costumbres de las clases pudientes fueron más poderosos que los sentimientos morales que podrían haber producido un rechazo general a productos de trabajo esclavo. Hacia mediados del XIX, cuando se produjeron escalonadamente las aboliciones de la esclavitud (excepto en Cuba, donde aún perseveró hasta finales de siglo) dieron paso a nuevas migraciones masivas de mano de obra india y asiática, quizás en condiciones similares o aún peores que las de la mano de obra esclava, pues al fin y al cabo los hacendados la mantenían cuidada mientras fuera útil. El capitalismo está asociado intrínsecamente a transformaciones del gusto: alcohol, tabaco, café, té, chocolate, sacarosa, quizás, en tiempos avanzados, sustancias aún más poderosas como el opio y sus derivados, la cocaína y las nuevas drogas de diseño. La ambivalencia experiencial de estas sustancias como fuente de placer o de resistencia en la selva de la vida contemporánea habla de cómo las identidades corporales se constituyen en el entorno material creado por la modernidad y el capitalismo.

Se puede escribir la historia del capitalismo recorriendo los cambios económicos y sociales, o bien, como ha propuesto Mintz, desenredando la de un producto como el azúcar que lleva directamente a tejer las historias de la experiencia y el modo de producción dominante. Al igual que el gusto, el tacto, la piel y los bienes materiales se entrelazan.



[1] Especialmente Claude Lévi-Strauss (1964) Mitológicas I: lo crudo y lo cocido, México: Fondo de Cultura Económica, 1968 y Claude Lévi-Strauss (1966) Mitológicas II: de la miel a las cenizas, México, Fondo de Cultura Económica, 1972

[2] Mary Douglas (1972) “Deciphering a meal” Daedalus 101/1, 61-68

[3] Mary Douglas (1988) Leviticus as Literature, Oxford: Oxford University Press

[4] Michel de Certeau (1994) La invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar, Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 1999.

[5] Certeau, o.c. pp. 99-100

[6] Sidney W. Mintz (1986) Sweetness and Power. The Place of Sugar in Modern History, Nueva York: Penguin Books. El trabajo de Mintz ha dado origen casi a un género de historias del azúcar que siguen sus tesis: Stuart B. Schwartz (2004) Tropical Babylon. The Making of Atlantic World 1450-1600, Chapel Hill: University of North Carolina University Press; James Wolvin (2018) Sugar. The World Corrupted, Nueva York: Pegasus Books, además del ya citado e imprescindible Franz Trentman (2016).


sábado, 18 de diciembre de 2021

La cultura del olfato

 


El olor del cuerpo, el olor de los animales, el olor de la ciudad, el olor de los otros: El historiador de la cultura Robert Muchembled recuerda que el olfato es un sentido que viene sin una programación previa de olores. Puede discriminar varios trillones de sustancias etéreas, por eso mismo es educado desde el mismo nacimiento. Los primeros olores que el niño identifica y que asocia es el cuerpo de la madre y el pezón. A partir de ahí, los olores malos y buenos están asociados a las formas de vida. La distinción es histórica. Por ejemplo, los excrementos no son malos olores más que a partir de la cultura moderna, al igual que el olor corporal moderno. La construcción de los olores es un indicativo muy importante de la transformación de las prácticas cotidianas. Fue muy importante en las ciudades modernas (siglos XVI-XVII) las primeras medidas para ordenar las materias fecales, basuras, etc., que eran arrojadas a la calle usualmente. “Como el dinero huele más dulce que la mierda, la materia fecal se convirtió en una fuente creciente de crecimiento económico en la era moderna. Al igual que la orina, vital para ciertos oficios y tratamientos médicos, los excrementos se convirtieron en una fuente de ingresos.”  

El olfato es el sentido más antiguo y compartido en la escala evolutiva. Está diseñado de diferentes formas para detectar sustancias químicas del entorno. Se produce la detección porque las proteínas G, receptoras olfativas, discriminan las moléculas de la sustancia química, previamente disuelta en algún líquido o mucosa del sentido olfativo y organizan una reacción en las neuronas receptoras. En el caso humano, como en el de todos los vertebrados, es el sentido que comunica de forma más rápida y directa los receptores con el cerebro: el circuito sensorial se establece entre el epitelio olfativo, que está situado en la cavidad nasal, y el bulbo olfatorio, una compleja red neuronal en el prosencéfalo, que envía señales al sistema límbico, activando pautas emocionales y con ellas marcadores profundos en la memoria. Esta cercanía hace del olfato un sentido muy rápido y que al tiempo produce efectos sin apenas mediaciones. Debido a la plasticidad del cerebro, las vías neuronales que se crean entre los receptores y las zonas más complejas del cerebro hacen que el olfato y la memoria estén profundamente relacionados y la memoria olfativa tenga tanta susceptibilidad de afección por el contexto cultural. Porque el olfato contiene esta dialéctica profunda de ser un sentido con un circuito de proximidad entre los receptores y las zonas profundas del cerebro y al tiempo ser tan culturalmente modificable.

Como miembro de una familia de enseñantes, desde pequeño notaba al llegar mis padres el olor de la escuela pegado a sus ropas, un olor de niños encerrados que siempre asociaré a la escuela primaria. Hice la secundaria en un internado religioso y puedo recordar aún las diferencias de olor en las habitaciones de mis compañeros, desde los más descuidados a los más limpios, a las mezclas de olores corporales con la fruta enviada por las familias. Puedo recordar aún el olor a humo de tabaco de las clases masivas en los primeros años de facultad, un olor persistente que al final de la tarde ya no se notaba, pero que estaba allí, recibiéndonos al día siguiente al llegar a la primera clase. La biografía es también una crónica de aromas, de mezclas volátiles que definieron situaciones y acontecimientos no menos complejos que aquellos olores de personas, sitios y momentos. Biografía, memoria y ubicación. El otro, afirma Zizek, es el que huele mal: la detección del otro en el espacio de interacciones sociales está relacionada estrechamente con poner a los otros en su lugar, con detectar cuál es su posición respecto a la nuestra. Los entornos humanos huelen; las casas de los otros huelen como no huele la propia; las ciudades que visitamos nos extrañan con sus aromas callejeros de puestos, mercados y zocos; las instituciones humanas huelen, como esos complejos de lejía y sudor que llenan los espacios cerrados de las cárceles; huele la misma historia, como los campos de batalla.

El olfato es un sentido que ha sufrido tradicionalmente un trato y prejuicio discriminatorios, como si fuese prescindible o de hecho se utilizase menos que los demás, como si fuese una cosa de perros y gatos y no tan funcionalmente de humanos. Es un error. El olfato está presente en las trayectorias corporales diarias, biográficas y comunitarias y sociales de un modo tan efectivo como poco notado. Su espectro de aplicaciones es amplísimo, desde la convergencia con el gusto en la alimentación, y por ello en la configuración de la cultura material de lo crudo y lo cocido, es decir de la cocina como estructura básica de la cultura, a la ordenación y modulación del espacio social. La cultura material crea aromatopos u odoramas, paisajes de olores producidos por las evanescencias de los cuerpos y las cosas, atmósferas cargadas por la vida diaria. Viejas tiendas de barrio como las droguerías, mercerías o ultramarinos, el taller de automóviles anterior a los nuevos entornos asépticos, donde los olores del aceite, los combustibles, las gomas y las baterías se mezclaban con el que despedía el soldador eléctrico; olor del viejo metro madrileño; olor de a heno y excrementos de vacas y cerdos en las casas rurales. Atmósferas que son testigos de prácticas y ordenamientos. En el orden inverso, las políticas del olfato, de purificación del espacio público de olores repugnantes y de entrelazamiento de la construcción moderna de la ciudad y la conciencia del mal olor de las calles. No puede entenderse el urbanismo moderno, como ingeniería de las ciudades, sin las estrategias desodorantes de las atmósferas pútridas que llenaban las urbes decimonónicas. La infraestructura sanitaria de casas y calles, las ventanas y la ventilación. El olor fue el signo de la corrupción y la contaminación, físicas y morales. Primero las grandes avenidas, el centro de la vida burguesa, como el París de Haussmann, el Madrid de José de Salamanca o la Barcelona de Ildefonso Cerdá. Diseño paliativo de los barrios obreros con las ciudades-jardín o los edificios de apartamentos que llenaron las ciudades de extrarradios.

En los entornos más cercanos del cuerpo, el perfume es una parte sustancial de la cultura material orientada al diseño de experiencias, diseño del olor del cuerpo o del olor de multitudes. Óleos e inciensos rituales en los momentos sacros de la muerte o la plegaria. El mismo término de perfume recuerda el modo más usual de estas ingenierías del aroma: quemar sustancias o maderas de olor.  En el siglo XVIII, al compás de otras tantas modificaciones civilizatorias de la vida en común, el perfume renació primero como atenuante de los olores corporales de una nobleza no habituada al baño, en las cortes ilustradas, más tarde, como elemento de distinción de clase, consumo de masas en nuestros días. La industria de la fragancia va directa de la química a la experiencia, de las sustancias tomadas de la naturaleza al nuevo diseño de moléculas volátiles. Olores que distinguen identidades y clases: perfumes infantiles, perfumes de clase obrera, baratos y de supermercado (clase obrera “Brummel”) o colonias de ejecutivo o de seducción erótica de clase alta.

En el capitalismo del consumo no es infrecuente hacer manifiesta el aura de la mercancía como fragancia: las franquicias contemporáneas diseñan sus propias atmósferas, a diferencia de las viejas tiendas; los productos llevan incorporadas fragancias de marca: ropa íntima, juguetes, artículos de regalo, automóviles, …, la publicidad deja de ser exclusivamente visual o auditiva para hacerse material en el envoltorio y volátil en su aroma. Nuevas técnicas de producción artificial de atmósferas se orientan a la atracción de visitantes o a la reducción de la ansiedad, en el marco de la nueva industria del bienestar, en la forma de “aromaterapias” que exploran los potenciales activos de los perfumes. La historia de la experiencia y la de la cultura material caminan juntas. Perfumar proviene del latín “perfumare” o ahumar. A diferencia del olor natural, el perfume es una técnica material para transformar el olor del cuerpo o de un medio ambiente. Las dimensiones técnicas, políticas y económicas del olfato son tan relevantes como las dimensiones aromáticas de las prácticas, las políticas y la economía.



sábado, 4 de diciembre de 2021

Consumo y sensibilidad

 


La sensibilidad es el umbral de afección y sintonía con el entorno externo e interno, con lo social y lo material, con lo físico y lo espiritual; es una manifestación del carácter en la que se implican los sentidos, las emociones y la atención. No es pues una propiedad pasiva y puramente sensorial tal como podría hacer creer una versión simplista del empirismo, sino el proceso complejo con el que se construye la experiencia. Es una capacidad plástica que evoluciona con el desarrollo psicológico y social, aunque no una simple “construcción social”, por más que esta dimensión sea una de las fuerzas configuradoras: las interacciones del cuerpo y el entorno tienen también dimensiones materiales en las que lo biológico y lo físico se entrelazan con las prácticas sociales. La sensibilidad es la reacción del cuerpo a lo relevante, es el canal que registra y al mismo tiempo instaura lo que afecta a la persona, sin que por ello haya de considerarse “subjetiva” en el sentido típico sino parte de una economía hermenéutica, emocional, sensorial y experiencial mediante la que las personas se entienden unas a otras, se entienden a sí mismas y entienden su entorno. A pesar de que la inteligibilidad y la relevancia tienen sus propios caminos independientes se exigen necesariamente. Una mirada dispara una reacción emocional que tarda en entenderse intelectualmente pero el cuerpo ya ha registrado que aquello importa: un recuerdo, otra mirada, un objeto, algo que está ocurriendo o a punto de ocurrir, … Se desencadena un juego de expectativas, exploraciones, reacciones fisiológicas, anticipaciones de acción, amplificaciones sensoriales por la atención implicada.

La sensibilidad es lo que modela la inmersión en el curso de lo real. Está hecha de esa manera de implicarse en el mundo que es la atención, tal como la postulaba Simone Weil; está hecha igualmente de modulaciones emocionales que son inteligibles tanto para la propia persona como para el resto, pues las emociones tienen un componente necesario de aviso a sí y a otros de lo relevante; y, por último, está hecha de sintonías sensoriomotoras que hacen del entorno un espacio significativo estructurado en posibilidades de acción, de sentimientos y emociones. Es por esta complejidad de las respuestas por la que la sensibilidad se constituye en economía de la experiencia. Importan las diferencias individuales, pero mucho más los sistemas de reconocimiento de lo que ocurre en los espacios comunes tanto como en los privados. Aquí es donde la mediación material actúa históricamente modulando las emociones y los sentidos.

La vida cotidiana es el tiempo, el espacio y las prácticas donde ocurre este proceso de mediación de lo material en la constitución de la experiencia. El consumo adquiere en esta cotidianeidad una centralidad no menor que la del trabajo en tanto que está orientado a la reproducción del cuerpo y la sociedad, aunque no haya recibido toda la atención merecida por parte de las ciencias sociales hasta épocas tardías.  No es solamente una fuerza económica, es también, en tanto que principal factor de la vida cotidiana, una fuerza cultural que pilota cambios históricos en la cultura material y por ello en la configuración de la sensibilidad. Esta mediación afecta no solamente a las trayectorias corporales sino que crea un espacio para el juego del sentido e inteligibilidad, en donde la sensibilidad, la acción y la disponibilidad de los objetos que forman mundo configuran la experiencia.

“Consumir” y “consumo” son términos que siguen dos líneas semánticas: una, que habla del disfrute, la apropiación, la degustación; la otra del desgaste, el agotamiento, la destrucción. Se consume lo material y lo inmaterial, se consumen cosas y tiempo. La vida misma puede ser entendida ella misma como consumo. Marx distinguía entre el consumo productivo, que implicaba el agotamiento de algo (materia, energía) que se incorporaba al producto, y el consumo improductivo que se incorporaba a la reproducción de la fuerza de trabajo. La inmensa máquina de producir mercancías produce también, como sabemos tristemente, agotamiento de materias primas y fuentes de energía; y sin embargo es una máquina de producción de objetos, tiempos, lugares y prácticas que no solo reproducen la vida fisiológica de las personas sino también la vida cotidiana, el mundo concebido como un espacio de experiencias.

Esta doble trayectoria es también parte de una dialéctica muy contemporánea en el examen de la “sociedad de consumo”. David B. Clarke, por ejemplo,[1] reivindica la tradición del gran teórico del consumo en la posmodernidad, Jean Baudrillard[2], para quien la forma signo se ha convertido en el principal motor del capitalismo, más allá de la forma mercancía. Clarke ilustra esta tesis con la imagen del capitalismo de casino, recordando el entorno de los casinos, un ámbito de aparente felicidad y (claro) “juego” en que en algunos de ellos la bebida es incluso gratis pero en los que cada día aparecen ganadores y perdedores. La ciudad posmoderna, sostiene Clarke, ha sido construida al modo de esta metáfora por un consumo concebido como intercambio de signos en una continua tensión por la distinción que tan luminosamente estudiase Bourdieu. Sin la menor duda el libro, como la tradición francesa en la que se inscribe, acierta con algunos aspectos centrales de la reproducción del capitalismo, pero en el otro lado de la controversia, la teoría de la cultura material y el consumo, como veremos más adelante, tienen razón en que el consumo es parte de la relación compleja de las personas y su mundo y esta relación no es simplemente de “signos”, en la acepción de la semiótica de Barthes y Baudrillard, sino de significado y sentido. Baudrillard, sospecho, tiene una teoría menguada de la relación de significado, demasiado dependiente del intelectualismo de Saussure y de la semiótica. Una comprensión más ligada a las prácticas y la noción performativa le hubiera permitido encontrar que hay más dimensiones en los objetos de consumo que la dicotomía entre valor de uso/ signo de distinción. Los objetos son, además de productos, mediadores en la construcción del mundo y del cuerpo. En este sentido operan del mismo modo que los conceptos como puertas o ventanas que abren espacios de posibilidad. Por supuesto que el capitalismo contemporáneo se reproduce a través del consumismo, pero este es solamente uno de sus modos, ligado a capas de la sociedad cada vez más finas a medida que crece la desigualdad. El texto de Clarke, del 2003, como el de Baudrillard, están escritos en una época en que no estaba aún claro el proceso de destrucción del estado del bienestar, ni la crisis del capitalismo de casino que habría de manifestarse poco después y que abriría también una crisis en la hegemonía del neoliberalismo y de cierta forma de posmodernismo como su lógica cultural. El consumismo es poderoso y no obstante las fuerzas que reproducen el capitalismo siguen siendo variadas, muchas de ellas basadas en el poder desnudo del estado y formas de violencia y control como la amenaza de la precariedad y el paro además de otros varios modos de represión. La radicalidad de la escuela francesa es más aparente que real.

En las sociedades del capitalismo avanzado, con un alto grado de globalización y basado en un consumo rápido de bienes baratos de baja calidad, surgen preguntas y peligros en los estudios del consumo que reflejan similares tensiones a las que existen en el análisis del trabajo. En un extremo está el riesgo de descontextualizar socialmente el consumo como si fuese un sistema de elecciones privadas, individuales, al margen de cualquier influjo social; en el extremo opuesto, está la concepción de que la publicidad, los medios y las redes sociales se han convertido en fuerzas autónomas que imponen formas de consumo que nada tienen que ver con las identidades y las maneras de ser de las personas, colectivos y grupos sociales, como si constituyesen un ámbito de imposición violenta que actúa al margen de aquellas, como si eliminada la sociedad de consumo las identidades pudiesen expresarse libremente. Entre la tensión bipolar de estas dos concepciones se extiende un espectro mucho más matizado de posibilidades de análisis del consumo como la dimensión de la cultura en donde reproduce la vida cotidiana y donde se producen identidades que si bien son identidades dañadas por la manipulación del deseo y por todas los mecanismos de la sociedad de consumo, también son espacios de resistencia.

En el consumo se manifiestan las contradicciones culturales del capitalismo y las contradicciones capitalistas de la cultura. Si en el caso del trabajo encontramos la contradicción básica de los miedos a perder el puesto de trabajo amenazados real o imaginariamente por las máquinas y la aspiración a un mundo en que los cuerpos y almas no sean modelados por el trabajo, en la esfera del consumo la contradicción que recorre la existencia contemporánea se inscribe en la vida cotidiana donde se crea un polo de tensiones entre la relación de consumo como creadora de identidad y las fuerzas sociales que parecen desbordar toda agencia personal y transmutan las vidas en vidas de consumidor o vidas consumidas.

En estas contradicciones culturales se manifiestan elementos autónomos que, como en el caso del trabajo, están ancladas profundamente en la historia en estratos anteriores al capitalismo. Si reparamos en el caso del trabajo, la introducción del trabajo asalariado “libre” del capitalismo generó una nueva alienación del trabajador, de su producto y de su propio ser, pero esta alienación, que Marx trata en los Manuscritos desde una perspectiva antropológica, contiene también un trasfondo teológico tal como expresa Pablo de Tarso en su segunda carta a los Tesalonicenses: “quien no quiera trabajar que tampoco coma”. La idea de que el trabajo es la condena por la humanidad caída tiene una inercia que incluso se manifiesta en las propias aspiraciones a otro modo de trabajo como el trabajo artesana o, más contemporáneamente, el “trabajo de los cuidados”. En el caso del consumo, si bien es cierto que el consumo masivo ha sostenido el capitalismo por décadas, no es claro que esté unido estructuralmente a su dinámica. Por el contrario, es compatible con una llamada a la austeridad que también tiene un trasfondo teológico que portaban las culturas de la pobreza predicada a los miembros de una comunidad religiosa compatibles con la riqueza de la comunidad misma. El capitalismo del siglo XXI que nace de la crisis de la era neoliberal apunta más a un sistemático recorte de las posibilidades de disfrute y acceso a bienes que anteriormente eran denostados como ejemplos de la sociedad de consumo. La cultura de la nostalgia de la sociedad del bienestar y de la generación boomer, las depresiones y otros desórdenes mentales que se produjeron durante los confinamientos y restricciones de la pandemia de Covid-19, hacen manifiesto algo más que una adición masiva al consumo, muestran que las desigualdades sociales en el acceso a viviendas dignas, a lugares de encuentro y relación humana, a elección de bienes en los que se pueda articular un plan de vida son también formas estructurales de las dinámicas económicas.

Si la dinámica histórica del capitalismo se extiende por todos los dominios de lo real transmutando en mercancía cosas y personas, si su forma avanzada llena la ciudad de pantallas y escaparates donde se muestra la fantasmagoría de aquellas, cual si fuera una épica telúrica, las sensibilidades resistentes se expresan en la transformación del entorno en paisaje, en topos donde se forman redes y comunidades emocionales en las que los objetos son, como los conceptos, modos de entenderse y entender el mundo. No se puede olvidar la tensión, pero no se puede reducir la historia de la sociedad y la cultura a un esquema plano determinista y teológico.



[1] David C. Clarke (2003) The Consumer Society and the Postmodern City, Londres: Routledge

[2] Jean Baudrillard (1972) Crítica de la economía política del signo, traducción de Aurelio Garzón, Madrid: Siglo XXI, 2007