sábado, 29 de octubre de 2016

La imaginación en cuestión




También la imaginación es un territorio en disputa. Puede que sea el más importante de los territorios en disputa. De todas las facultades y sistemas mentales, es la imaginación la facultad más vulnerable. Las disputas que suceden en los espacios culturales lo son casi siempre por la influencia sobre los imaginarios sociales, que establecen los ámbitos y límites de la imaginación personal.

Aristóteles incluyó la imaginación (phantasia) entre otras facultades humanas como la sensación (aisthesis) y el entendimiento (nous). Las cultura medieval, tardomedieval y barroca la pusieron bajo sospecha --“la loca de la casa”--, como si fuese la causa más probable de pecado. Aún más que las pasiones, siempre controlables mediante otras pasiones –y en eso consistió la gran cultura del barroco, en controlar pasiones con pasiones: piedad contra lujuria, avaricia, etc.--, la imaginación fue durante eras un territorio de difícil control. En todo caso, sigamos con el barroco, fue un instrumento de control de las pasiones. La imaginería de iglesias y palacios, las representaciones del poder, creaban una atmósfera propicia a la reverencia y la sumisión. Pero los filósofos nunca  supieron muy bien qué hacer con ella.

Sin lugar a dudas, también corresponde a Kant el haber dado un giro copernicano en lo que respecta a la imaginación. En las tres críticas aparece investida de un poder determinante en las tres formas de juicio: el epistémico, el moral y el estético. En realidad, a medida que el problema del juicio iba creciendo en importancia e iba reconociendo la también creciente dificultad de tratamiento, la imaginación se iba asentando en un lugar central del ejercicio de las facultades. En la Crítica de la Razón Pura, la imaginación media entre el entendimiento y la sensación. Sin el ejercicio de la imaginación sería imposible la aplicación de los esquemas conceptuales al material caótico que proporciona la sensibilidad. Es, en esta obra, la verdadera marca de la espontaneidad, que nos distingue como sujetos activos de los objetos físicos. En la Crítica de la Razón Práctica, Kant nos enseña que no sería posible el juicio moral, ni por tanto la moral, sin la imaginación que nos permite ponernos en lugar del otro (por más que Kant tuviese una percepción tan lejana y abstracta del otro) y por tanto formar los imperativos que nos damos a nosotros mismos como leyes de vida. En la Crítica del Juicio, Kant ya sabe que sin la imaginación no es posible la obra de arte. La imaginación libera a la técnica del artesano de la regla y con ello se crea el territorio del artista.

La Ilustración tardía y el Romanticismo desenvuelven el paquete kantiano y llevan la imaginación a forma excelsa de actividad mental humana, como si fuese el lazo que une la conocida discusión sobre la primacía entre palabra (poesía) e imagen. La imaginación, así, resolvería la gran tensión de las culturas simbólicas, divididas entre iconólatras e iconoclastas.

Las ciencias sociales contemporáneas han explicado mejor por qué esta gloriosa función de la imaginación. El imaginario, como concepto central de la cultura psicoanalítica y alrededores (recordaría aquí la obra fundacional de Cornelius Castoriadis), y las nuevas líneas de la psicología y ciencias cognitivas, proporcionan diversas explicaciones de su función. Todas las explicaciones se reducen a una: la imaginación permite a la agencia humana trascender lo real, convertir lo necesario en posible y escapar de la causalidad. El niño de dieciocho meses ya es capaz de fingir que las cosas pueden ser de otra manera: una escoba es un caballo, un plátano un teléfono. A partir de entonces, la existencia humana discurre desacoplada: entre lo necesario y lo posible, entre lo real y lo imaginario.

En su virtud está su daño. En su progresiva colonización de espacios, el fetichismo de la mercancía conquistó pronto el poder de la imaginación. El siglo XIX fue un siglo en el que se exploró intensivamente la técnica de la fascinación. Nacieron (o se convirtieron en dominantes) dispositivos como la fotografía y la novela, las dos grandes técnicas de la imaginación. En el siguiente siglo, estas técnicas de lo visual y narrativo se habrían de convertir en instrumentos de la mercantilización de la existencia. Como detectaron los teóricos de la Escuela de Frankfurt, fueron herramientas por las que la reproducción de las condiciones de producción dejó de ser coactiva para ser productiva: los individuos comenzaron a desear intensamente las mercancías que contribuían a generar con su trabajo asalariado. Vivir para consumir fue el producto de la colonización mercantil de la imaginación.

Pero la historia de la imaginación solo había entrado en sus comienzos. Las sociedades crean las condiciones de su propia transformación. Contrariamente a Horkheimer y Adorno, quienes escondían un cierto determinismo bajo la máscara de su pesimismo cultural, Walter Benjamin y Antonio Gramsci entendieron que la cultura era siempre tensa y en disputa. En el mismo deseo de consumir, que es la gran panacea del capitalismo emocional, se encuentra una tensión producida por la fuerza trascendente de la imaginación: la fuerza del deseo esconde en la banalidad del consumo la posibilidad de otro mundo. Entre el ser y el no ser, los humanos consumidores compran bajo la dialéctica de querer ser lo que no son y no querer ser lo que son.

Esta tensión, que muestra a la vez la fuerza y la vulnerabilidad de la imaginación, abre un espacio de disputa en el imaginario. Hay un trabajo inexcusable que ha de realizarse sobre la dinámica de lo temporal que articula la existencia humana y que define el modo de acción de nuestra especie: actuar es escapar al destino haciendo posible lo imaginado. Pero, por ello mismo, se actúa siempre bajo el condicionante de este modo continuo de ser que es más bien estar entre lo necesario y lo posible, entre lo que se es y lo que no se es.

El entredos en el que habita la imaginación, construido por la tensión que la define, se abre a formas distintas de su ejercicio. El más común es la fantasía, lo que en mi juventud se llamaba "evasión", que es un paseo por los paisajes de lo imposible y en donde, sin embargo, se encuentra una cierta modalidad de "hacer creer" que uno puede estar allí sin pagar precios. En el otro extremo está la imaginación resistente, la que Hume categorizó al señalar que era incapaz de imaginar ciertas cosas asquerosas. Es una modalidad que nos protege. Uno es incapaz de imaginarse torturando, pongamos por caso: la imaginación resistente es aún más poderosa que la que Kant postulaba como condición de la moral (ponerse en lugar del otro). La imaginación resistente se niega a ponerse en ciertos lugares y bajo ciertas máscaras. Es una forma de expresión de la facultad de trascender a lo real bajo la condición de negación.  Entre las dos variedades está la imaginación de lo posible, como condición para que la agencia humana ejerza su capacidad de transformar la realidad. 


Si en la imaginación está el poder de la mercancía, en ella está también la puerta de la emancipación. 

viernes, 21 de octubre de 2016

Controversias digitales



Los espacios de enseñanza forman parte esencial de los espacios intermedios donde se reproducen nuestras identidades y donde los antagonismos pugnan por la hegemonía. ¿Que ocurre con estos espacios en el mundo globalizado en el que vivimos? Como otra gente que se dedica a la enseñanza profesionalmente, o habitan estos espacios como estudiantes o personas en formación, me encuentro perplejo ante los procesos de transformación en los que nos sumen los nuevos paisajes tecnológicos. ¿Cómo pensar las posibilidades y amenazas de estos entornos? ¿cómo ser conscientes de las direcciones hacia las que nos conducen estos cambios?  Son muchos los hilos de discusión que generan estas preguntas y me centraré solo en uno de ellos, motivado por una charla que escuché ayer a Paco Álvarez en un seminario en el que participamos en la UNAM, en México. No estoy seguro de si mi resumen hace justicia a sus palabras, pero me importa más, ahora, pensar sobre las ideas que creí escuchar por más que bordee el peligro de la simplificación.  Así que me disculpo por adelantado y, en cualquier caso, espero iniciar un diálogo constructivo:

La primera es una propuesta práctica: los entornos digitales habrían abierto una posibilidad de ruptura del espacio del aula y generación de un nuevo espacio educativo. Deberíamos construir, se aduce e implica en esta tesis, otros espacios de producción y distribución del conocimiento que no sean una mera reproducción del aula bajo la forma de "aulas digitales", "campos digitales", etc. Para ello habría que desarrollar nuevos instrumentos y programas educativos que generen una enseñanza distinta a la tradicional, en una nueva esfera pública digital de accesos y deliberación creada por las posibilididades tecnológicas actuales.

La segunda es una propuesta más teórica que justificaría  la iniciativa anterior. La idea es que la distribución abierta de conocimientos y enseñanzas, sin autoridades académicas jerarquizadas, generaría una especie de democracia epistémica. No importaría que las opiniones e hipótesis distribuidas por la red estuviesen equivocadas en muchos casos. El Teorema de Condorcet, al que muchos acuden como sustrato de democracia epistémica, sostiene que cuando el número de participantes aumenta, en el límite, los errores y aciertos convergen hacia una posición correcta. Dicho con palabras poco técnicas: a medida que la esfera pública se hace mayor disminuye la probabilidad de que las "masas" se equivoquen.

Las dos ideas son audaces y abren áreas de controversia separadas. Lo que hace interesante la propuesta es la unión de ambas: que la revolución de los espacios académicos se justifique porque la democracia generalizada produciría mayor inteligencia que los espacios jerarquizados por relaciones de autoridad epistémica en los que se basa la producción y distribución de conocimiento actual, basado en el aula, la escuela y la universidad que, a su vez, nacieron de las disciplinas (como instituciones de autoridad científica).

No puedo elaborar en tan pocas líneas una respuesta cabal a esta hipótesis. Además, mi corazón está partío al juzgar los pros y contras de todo lo que está implicado en ella. He dado muchas vueltas teóricas y he dedicado mucho esfuerzo práctico a la necesidad de repensar la educación, las humanidades y las instituciones de investigación y enseñanza en el nuevo entorno tecnológico. Y he pensado también mucho sobre las tensiones que crea el conocimiento experto en la democracia y la importancia del reconocimiento mutuo de voz en el ámbito del conocimiento a quienes una organización autoritaria consideraría puros legos. Por otra parte, mi natural suspicacia me hace sospechar del creciente interés que tienen los grandes poderes geoestratégicos en la creación de espacios digitales de enseñanza. Que el Banco Santander, por ejemplo, dedique sustanciales recursos a esta promoción, por loable que sea su contribución a la causa humana, me hace pensar con cuidado sobre las esquinas y callejones oscuros que pudiera esconder el optimismo digital ingenuo.

Me parece que habría que discutir por separado, por un lado,  la cuestión de si la migración a entornos reticulares sostenidos por las nuevas tecnologías trae por sí misma una posibilidad de transformación y reforma pedagógica y una distribución más justa de conocimiento y de capacidades, y por otro, si la ampliación del número de voces en una nueva esfera de producción de conocimientos sin los controles de calidad que suponían las viejas disciplinas, trae por sí misma una nueva era ilustrada basada en la democracia epistémica, que sería más lúcida que la organización piramidal que ordena la sociedad en legos y expertos. Me limitaré aquí a la primera cuestión de transformar los espacios de la escuela hacia una esfera digital.

Si y no. Lo que llamamos el capitalismo cognitivo, la sociedad del conocimiento o la sociedad de la información se fundamenta en dos procesos que aunque parezcan contradictorios, son la base de la nueva economía. El primero es la difusión generalizada del conocimiento como condición de una nueva forma de reproducción social: productores y consumidores necesitan un alto grado de conocimientos y experiencia para producir y consumir. Las viejas generaciones que no distinguen entre un android y el sistema Apple no son buenos consumidores; son poco elegibles para la obsolescencia programada en la que se apoya la nueva economía. Además,  la nueva forma de producción basada en el "hágase empresario de sí mismo", es decir, en la sustitución de los espacios productivos por la externalización de la producción en una  inmensa muchedumbre de trabajadores autónomos precarios, solo se puede realizar mediante una distribución amplia de las capacidades técnicas más primarias. Con este fin, es necesario romper no solo con las viejas estructuras sindicales sino también y sobre todo con los "monopolios" profesionales que se asentaban del poder de las viejas "profesiones". Ya no habrá obreros y profesionales. Sólo trabajadores autónomos que se han formado en instituciones "flexibles" o directamente en la red a través de la múltiple oferta digital.

El otro proceso, contrario, es la monopolización creciente de las capacidades técnicas y del conocimiento más avanzado. Es en lo que se basan los programas de la llamada "universidad de la excelencia" (ahora ya demasiado extendida, por lo que la nueva aristocracia académica comienza a distinguir entre universidad de la excelencia y universidad de la eminencia). Este proyecto socio-económico consiste en la creación de núcleos de productividad científica y tecnológica muy definidos y muy distanciados de la mediocridad generalizada con el objeto de garantizar el control de la Gran Ciencia y Tecnología, es decir, de la investigación avanzada que solamente puede desarrollarse con enormes recursos económicos y con la concentración de talento investigador. Es algo similar a lo que ocurre con las grandes empresas armamentísticas: cada vez venden más armas y crean más conflictos globales. Cada vez se guardan más de que los pobres no accedan al armamento avanzado.

Los dos procesos no solo no son contradictorios sino que avanzan paralelos y ambos exigen un entorno tecnológico en red. Lo que ocurre es que se están construyendo muros invisibles que hacen que lo que llamábamos bienes públicos, entre los que cabría considerar el conocimiento, ahora se estén transformando en "bienes de club" basados en permisos de acceso. Es sorprendente la ingenuidad de muchos que creen que porque se hayan apuntado a un curso digital en el MIT ya han accedido de algún modo al MIT (o a Stanford, o a Harvard). Quienes conocen un poco cómo funcionan los campus de estas universidades pueden dar fe de la distancia real en poder y capacidades entre el campus físico y el campus virtual.

Bajo estas condiciones, aunque es cierto que necesitamos repensar y reordenar nuestras formas de producción y distribución de conocimiento, y aunque es cierto todavía la vieja idea marxista de que el capitalismo crea las condiciones de su propia superación, me parece que el optimismo digital debe moderarse. No es posible jugar en los campos y con las reglas de quienes no quieren jugar a sino jugar contigo. Necesitamos repensar y reordenar los espacios educativos y de investigación. Pero debemos hacerlo en la dirección de transformar nuestras prácticas pedagógicas y de investigación creando un sistema epistémicamente más justo y no mas desigual, tal como es el que se está diseñando bajo una apariencia de aparente libre acceso universal y restricción oculta real.

Rompamos las jerarquías del aula pero no nos desarmemos de autoridad epistémica. Las disciplinas inventaron la esfera pública: la autoridad epistémica nacía de la crítica generalizada en el espacio, ya virtual entonces, del medio escrito: revistas, congresos, etc. Nacían así estructuras de autoridad que no estaban basadas en el puro poder del dominio, sino en la fuerza de las razones. Las mejores tradiciones académicas convirtieron las aulas en seminarios de discusión. Es lo que hizo la universidad humboldtiana, que ahora ya solo practican algunas universidades de élite. Necesitamos nuevas formas y espacios para crear y distribuir capacidades epistémcias sin las que sería ya imposible transformar la sociedad. Como siempre, los instrumentos pedagógicos son solo instrumentos que por sí mismos son inútiles sin una voluntad transformadora. Viejas formas de enseñanza autoritaria, confusa, incapaz, puede que se reproduzca y multiplique con los nuevos altavoces digitales. No es, o no es solo, la forma física del aula, es lo que ocurre dentro lo que transforma el espacio educativo. Construyamos sistemas educativos más justos por todos los medios posibles, pero pensemos en que la vieja propiedad de los medios de producción es ahora propiedad de los medios de creación e investigación avanzada. Y que la socialización de la propiedad no equivale a la redistribución de la miseria educativa sino a la real apropiación colectiva de la mejor educación.

Dejaremos para otro día la cuestión de la democracia epistémica.

domingo, 16 de octubre de 2016

Momentos, lugares, territorios intermedios





Los espacios y tiempos intermedios son los ámbitos donde discurre la vida cotidiana y se originan los significados, planes de vida y relatos de identidad. Constituyen la escala humana: ni descienden a lo nimio e insignificante, ni, por el contrario, se elevan a las descomunales escalas de lo histórico y social, allí donde se disuelven las capacidades de comprensión y desfallece el poder de las personas. Son territorios en los que la izquierda tradicional, su pensamiento y acción, se mueve con incomodidad, como si le quedasen pequeños para sus proyectos de largo alcance. Demasiado preocupados por la historia y la sociedad, los movimientos que se decían de la emancipación dejaron libre esta esfera a la arquitectura interesada de las ideologías dominantes.

El concepto mismo de ideología, de tan poliédrico uso en la tradición marxista, está manchado indeleblemente por esta despreocupación. Si reparamos, por ejemplo, en el texto de Althusser "Ideología y los aparatos ideológicos del estado", uno de los más recurrentes del pensamiento de izquierdas del pasado siglo,  lo encontraremos habitado por expresiones y metáforas maquinísticas: mecanismos, dispositivos o, como reza su título, "aparatos ideológicos del estado". Son locuciones que dejan entrever una profunda convicción determinista acerca de la cultura, que la subordina al poder y genera una concepción absolutamente instrumental de aquélla: primero tomemos el poder, luego transformaremos la cultura cambiando los aparatos. Como si la cultura fuese el decorado de la construcción. Se manifiesta aquí un innegable elitismo: el de quienes se creen situados fuera del encerado donde se escribe la vida y contemplan desde ahí la subordinación de las clases dominadas.

Sostenía Lenin que el proletariado, por sí solo, apenas alcanza a generar poco más que una conciencia sindical que no llegará a ser revolucionaria sin la dirección de una vanguardia política e ideológica. La escuela de Frankfurt, creadora de lo que ahora conocemos por Teoría Crítica, no escapó al peligro que desvela esta concepción, es más, trasladó su elitismo a una convicción de pertenencia a la aristocracia estética heredada de los hijos de la burguesía y ahora patrimonio de grupos de gustos exquisitos y talante crítico. Si contrastamos sus proclamas de superioridad epistémica con el más pedestre y vulgar espectáculo de sus hábitos de conducta diaria, tal vez encontremos que muchos de los miembros de este grupo de elegidos, de la nobleza y crema de la revolución por venir, adoptan costumbres, planes y deseos indistinguibles de los de las denostadas clases subordinadas cuando no claramente de las clases dominantes, como ilustra la vida de la izquierda divina que tan ácidamente retrató Antonioni. En teoría critican las  formas de vida alienadas, en la práctica las entienden y cultivan. Esta conciencia  extrañada y desgarrada, auto-engañosa y opaca ante sí ha sido uno de los permanentes pecados mortales de la izquierda.

A diferencia de esta multitud de estrategas, el número de pensadoras y pensadores que han mirado a la gente poniéndose a su altura y sintiéndose parte, incluso de los mismos puntos ciegos que denuncian, ha sido escaso y ha sido una minoría quienes se han inquietado por lo que llamo "espacios intermedios", entre lo micro y lo macro, entre lo cotidiano y la historia, entre la vecindad y la sociedad y el estado: Simone Weil, Antonio Gramsci, Henri Lefebvre, Herbert Marcuse, Guy Debord y pocos más (me refiero, por supuesto, al pensamiento clásico de izquierdas, antes de que emergieran los movimientos de transformación de la vida cotidiana como el feminismo y demás movimientos culturales de resistencia). En todos ellos late una profunda ansiedad por conocer las claves que anclan la reproducción de las formaciones sociales capitalistas en las vidas diarias de las clases subalternas. Todos ellos desarrollaron conceptos muy útiles para el examen y la interpretación de los territorios intermedios: la gravedad y la atención de Weil, la noción de bloque histórico de Gramsci (una formación tensa y dinámica donde lo cultural, lo social y lo económico son inseparables), la noción de lo unidimensionalidad de Marcuse, un modo estructurante de la identidad y, sobre todo, las ideas de momento de Henri Lefebvre y de situación de Guy Debord.

De todos estos conceptos, el de momento de Lefebvre me interesa cada vez más por su potencia hermenéutica y por el general desconocimiento de su virtualidad teórica (atendiendo a su poco uso, incluido el mío para mi vergüenza). Henri Lefebvre estaba preocupado por la reproducción de las condiciones sociales capitalistas. En esta reproducción, la fuerza fundamental son las repeticiones que constituyen la vida cotidiana y conducen a insertar a los sujetos en las sociedades. Estas repeticiones tienen mucho que ver con lo que hoy llamaríamos prácticas o habitus, pero la idea de Lefebvre me parece mucho más sinuosa y productiva para capturar la fábrica de la cultura de lo cotidiano. Los momentos, sostiene Lefebvre, son articuladores de sentido como los silencios lo son de la música. En las recurrencias en las que consiste la vida diaria hay repeticiones que no superan lo trivial, como son los esquemas mecánicos que ordenan nuestra vida cotidiana. Pero hay también repeticiones significativas, cargadas de sentido, que son lo que él llama momentos, usando un término hegeliano de la dialéctica (la conciencia del amo y el esclavo, la conciencia escéptica, la conciencia desgarrada, serían momentos de la génesis de la autoconciencia). Son estructuras de acción que incorporan la circunstancia y la sitúan bajo la luz de la agencia. Son, afirma Lefebvre, productores de presencia. Su ejemplo favorito es el momento del amor: el amor define un relato que crea discontinuidad en lo cotidiano, que exige una forma particular de atender al otro y a su circunstancia. Si no reconoces el momento del amor es que no estás en el momento del amor.

Los momentos constituyen la fábrica que define el territorio de lo ordinario y cotidiano como el espacio en el que se forman los relatos de nuestra identidad. El Eclesiastés había descubierto ya estas modalidades de articulación de lo intermedio en tiempos y lugares significativos:
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. /Tiempo de nacer, y tiempo de morir;/ tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; /tiempo de matar, y tiempo de curar; /tiempo de destruir, y tiempo de edificar; /tiempo de llorar, y tiempo de reír; /tiempo de endechar, y tiempo de bailar; /tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; /tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; / tiempo de buscar, y tiempo de perder; /tiempo de guardar, y tiempo de desechar; /tiempo de romper, y tiempo de coser; /tiempo de callar, y tiempo de hablar; /tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; /tiempo de guerra, y tiempo de paz."
Los momentos tienen contenido, a saber, aquello que dota de significado a las acciones, a los espacios y a los tiempos, a los objetos y a los cuerpos, en general, a lo material de la existencia; y tienen forma, que se expresa en rituales donde la repetición de gestos y palabras produce la presencia y ordena la reproducción del momento. El materialismo de Lefebvre se manifiesta en esta cualificación de los momentos como fábrica de la cultura: no hay contenidos que no sean contenidos materiales y materializados ni formas que no sean formas rituales. De ahí su ruptura con cualquier concepción idealista de la cultura. 

La incomprensión de los momentos ha sido una característica de la visión instrumental de la cultura que ha predominado en la izquierda. Su ceguera a los imaginarios, a los miedos y a las esperanzas que están incorporadas en los momentos ha llevado a una despreocupación generalizada por los rituales y modos de articulación de la vida cotidiana, desde los ritos de paso al juego, a la fiesta y a los placeres, desde la desatención al sufrimiento por la falta de vivienda o la pérdida de trabajo hasta la despreocupación por los modos de vestir o comer. En el lado contrario, las religiones, la publicidad y los medios de masas de las clases dominantes han captado con eficacia la importancia y el poder de los momentos. Han dejado la historia para la izquierda para situar sus tiendas en los espacios intermedios. Como diagnostica con perspicacia Alberto Santamaría, aunque la izquierda siempre ha considerado que a la derecha no le interesa la cultura, lo cierto es lo contrario. La derecha está constituida por activistas de la cultura que modelan los espacios intermedios. Es la izquierda la que se ha encerrado en el castillo de la Teoría.

Señalaba una persona en su muro de Facebook lo sorprendente que resultaba que el candidato Donald Trump hubiese estado por delante de Hillary Clinton en las encuestas mientras decía que iba a expulsar a un millón de mejicanos (les llamaba violadores), que no iba a permitir la entrada de musulmanes, que había que usar la tortura contra los enemigos no por táctica sino como estrategia, porque "se lo merecen", que había que matar a las familias de los terroristas, que los soldados que se dejen capturar no pueden ser considerados héroes, y otras lindezas de este jaez, y que, sin embargo, pudiese poner en peligro su candidatura por haber empleado en privado expresiones soeces y machistas. Puede que resulte sorprendente a primera vista, pero no lo es cuando se adopta una mirada larga y se pregunta uno por los recurrentes procesos de epidemias de fascismo que sufren nuestras sociedades desde el siglo XIX hasta ahora. Desde mi punto de vista, lo sorprendente es que estas reacciones resulten sorprendentes.

Podemos comprobar que el fascismo es una posibilidad permanente que se activa cuando se abren las costuras de una sociedad, se fracturan las conciencias, y el poder legitimador de las clases dominantes se debilita por su incapacidad para asegurar el futuro de la gente, por lo que el recurso a víctimas propiciatorias (judíos, moros, emigrantes, rojos,...) comienza a ser una estrategia eficiente en la canalización de los miedos y ansiedades de quienes han gozado de cierta estabilidad y ahora se sienten en peligro. A veces, ciertas capas del campesinado; otras, las clases medias proletarizadas; más recientemente, el proletariado de la era industrial y el estado burocrático, que hasta disfrutaba de empleos estables y ahora se encuentra al pairo de los albures del capitalismo globalizador. Que el fascismo termine triunfando y generando sociedades autoritarias es ya una cuestión de cómo se desarrollen las circunstancias y las relaciones de poder y fuerza entre quienes apoyan y rechazan esta deriva histórica.  El fascismo nace en los espacios intermedios de la vida cotidiana porque es capaz de re-significar y articular los sentidos que constituyen los momentos significativos de grandes capas de la población. Tal vez el elitismo de Hillary Clinton y su ceguera a las profundas ansiedades de las clases depauperadas no sea ajeno a que se produzcan fenómenos como el de la atención al fantoche de Trump. Tal vez la izquierda haya colaborado con su miopía al crecimiento de esta planta maligna en los terrenos intermedios. Pues el territorio en disputa es la vida cotidiana, no la historia.

domingo, 9 de octubre de 2016

Los silencios de Desdémona



Othello es muchas cosas pero es también y sobre todo una tragedia que crece en el terreno incierto del discurso y el poder. La peripecia es bien conocida: el oficial Yago trama contra Othello, el general mercenario al servicio de Venecia, una red de mentiras que lleva al asesinato de su esposa Desdémona y a su propio suicidio. Es una obra que ha ido adquiriendo densidad hermenéutica con los años dejando de ser un simple relato de mentiras y celos para reflejar poliédricamente múltiples facetas de la fábrica que sostiene la sociedad.

Los personajes sobre los que bascula la tragedia, representación dramatúrgica de las tensiones de la subjetividad, son Othello, Desdémona y tal vez Emilia, la mujer de Yago. Los demás personajes forman el contexto que articula la trama: Brabantio, padre de Desdémona, ejemplar de la oligarquía dominante; Roderigo, pretendiente rechazado de la protagonista, personaje instrumental en manos de Yago; Casio, lugarteniente de Othello, otro personaje-herramienta para centrar la luz sobre el drama.

Y Yago. Yago está en otro orden. Si lo consideramos como un personaje contrapuesto antagónicamente a Othello y Desdémona, la obra se moraliza y convierte en una reflexión sobre el poder de la maldad, perdiendo así mucho de su interés filosófico, antropológico y político. Yago manipula a todos los personajes para que actúen como él quiere. Al comienzo de la obra declara, al igual que el Calicles del Gorgias de Platón, que el mundo se divide en lobos y corderos y que él está del lado de los primeros. Ejerce la mentira, que no es sino un medio de manipular las apariencias y de este modo inducir creencias que, a su vez, producen las acciones que le convienen. Más que pura maldad, su personaje es el poder puro desnudo de toda pretensión justificativa. Solo obedece a sus propios intereses. Es un personaje metafísico que representa la nueva forma de destino de la modernidad, que ya no es tanto fatum de la Naturaleza cuanto máscara del poder. Habita este poder en un mundo donde las apariencias no son fiables, donde la realidad no es lo que parece. Ni siquiera el poder mismo. "I am not what I am" (no soy lo que parezco), dice Yago en un monólogo donde le explica a Roderigo su visión de las cosas (I,1,41-65). Como exponente de la nueva forma del destino (ahora sociedad y estado), Yago es anterior a la moral. Es quien crea redes en las que los personajes caen o no dependiendo de lo que ellos mismos llevan dentro. Leer a Yago como culpable es lo que hacen quienes echan las culpas al sistema. El sistema, como las montañas o el palo de la portería en el fútbol, nunca debe ser objeto de disculpa. Es lo que hay y lo que hay que transformar o lo que hay que resistir, no lo que nos exculpa.

Desdémona representa la agencia humana. Es un personaje claramente nietzscheano. La obra comienza por una decisión que ella ha tomado: casarse con Othello a espaldas y contra los deseos de su familia. La audacia de la acción de Desdémona solo puede calibrarse midiendo cuál es su pecado: abandona la nobleza por un moro infiel, un negro al que los nobles tienen que soportar por sus dotes de militar pero que debe dejarse en el diván de las curiosidades que uno invita a casa (Hanna Arendt contaba en  Los orígenes del totalitarismo que la aristocracia acostumbraba a invitar a sus salones a algunos homosexuales, algún judío y ocasionalmente un delincuente o aventurero de visita) y cuidar que sus manos queden lejos de sus hijas. El terror al deseo de la mujer blanca por el negro forma parte constitutiva del racismo americano, en su versión europea, es el  temor a la lujuria del bárbaro (moro u oriental). Así pues, Desdémona ha obedecido a su deseo  en contra de las barreras de clase. Ha cometido el más imperdonable de los crímenes: amar al salvaje. Obsérvese la diferencia con otros personajes similares como es Teresa y sus vacaciones sexuales con el Pijoaparte en la novela de Marsé, una niña pija a quien sus padres pueden reconvenir o castigar, pero saben que su pecado es venial. Volverá a su casa cuando se canse. Desdémona ha tomado una opción de vida y eso es imperdonable. Brabantio, el padre, al ser informado del desastre, no puede creer que haya sido causado por el deseo de Desdémona y acusa al moro de haber usado drogas. Cuando ella le convence de que ha sido voluntario, la deja de considerar como hija para llamarla puta y advertir a Othello que a él también le traicionará.

En la advertencia de Brabantio a Othello estriba todo el poder político de la tragedia: "Mírala bien, Moro, si es que tienes ojos./ Si traicionó a su padre podría traicionarte a ti" (I,2,292) (es remarcable que se dirija a él como "Moro", a diferencia del resto que le llaman "Othello", o "General. Derechos de clase). Para el aristócrata, es tan inconcebible como inaceptable que Desdémona haya hecho caso a su deseo antes que a la convención de clase. Sólo es explicable por un carácter artero y dudoso. Aquí Brabantio manifiesta su lugar en la escala de poder. Que el orgulloso jerarca piense y reaccione de este modo no es difícil de comprender: está en su ADN de clase el regirse por todos los estereotipos que forman su ideología. El germen de la tragedia está, sin embargo, en que este sutil aviso hace mella en las profundidades de Othello.

El carácter trágico de Othello se desvela en la admonición de Brabantio. Porque en el fondo Othello coincide con la advertencia y en su preconsciente ha formado ya la duda: "no es posible que una criatura como ésta ame a alguien como yo". Othello niega el deseo de Desdémona porque previamente ha aceptado su estatus de mercenario bárbaro, de alguien que no merece el amor. Cuando Spivak escribió ¿Puede hablar el sujeto subalterno? también podría haber escrito ¿Puede amar el sujeto subalterno? El miedo al amor que nace de la aceptación de la condición sumisa está en la raíz de la violencia que Othello ejercerá contra Desdémona. Ya la ejerce antes sobre sí mismo. Alguien que se ha criado en los campos de batalla, en la muerte del enemigo y la victoria que, sin embargo se sabe un ser inferior. Lo asombroso del relato es que ha sido Desdémona al declarar su amor quien le ha desvelado a Othello cuán desgarrada es su consciencia y cuán herida está su capacidad de agencia por más que se disfrace de poder. Son fascinantes las relaciones entre política y emociones. Erich Fromm había detectado que en el miedo a la libertad estaba el origen del fascismo. Tal vez deberíamos incluir el miedo al amor en el miedo a la libertad . El amor es una emoción de segunda persona que no admite dominio. Y no hay ser más dominante que quien se sabe dominado pero no quiere aceptarlo ante sí mismo ni ante otros y solo entiende el mundo en los mismos términos que el cínico Yago. Anticipándose a Hegel, el genio de Shakespeare muestra cómo el criado Yago es en realidad el señor, mientras que el señor no es más que un criado al que le cae grande su cargo.

Si una obra dramática como Othello es un espejo de la acción humana no es sólo porque cuente una peripecia sino porque lo hace en el discurso y a través del discurso. En el discurso las intervenciones de los personajes, sus palabras y silencios, muestran los estatus normativos de los agentes, cuál es su condición y posición en la trama del poder. El discurso ejerce poder pero también lo desvela y cartografía. Quién habla y quién escucha. Quién es escuchado y a quiénes no se quiere escuchar y se oyen sus palabras como meros ruidos fisiológicos. En este drama, Desdémona ha ejercido su poder como agente pero no le es reconocido tal estatus en el discurso. Tiene el poder de la voluntad pero no la autoridad que le concedería ser considerada hablante y decidora de verdad. Así, hay dos silenciamientos que articulan la violencia sobre Desdémona. El primero, al comienzo de la obra, consiste en que, aunque le preguntan si su casamiento con Othello ha sido voluntario, nadie le pregunta por sus razones, por el contrario, es Othello quien cuenta la historia del amor de Desdémona y explica que fueron sus relatos de batallas los que enamoraron a la joven. Es ilustrativo el monólogo de Othello:

"y le hacía que ardiente suplicara
la historia y relato de mis aventuras,
y que ella, solo a trozos, había oído,
pero nunca de principio a fin ¡Y yo accedía, claro!
Más de una vez le hice verter lágrimas
al relatarle alguna de las aventuras
sufridas en mi juventud. Y como hubiese terminado,
todo un mundo de suspiros era mi premio,
y repetía una y otra vez que mis historias eran extrañas,
muy extrañas, y conmovedoras, en verdad;
tanto que habría preferido no escucharlas, decía,
y luego, de inmediato, expresaba el deseo de haber nacido hombre,
como yo. Y me daba las gracias
y me decía si no tendría yo un amigo que la amara
para que de mí aprendiera cómo contar mi vida
y conquistarla así, al referirla. Esto me animó a hablar
y logré que me amara por mis hazañas,
y el ver cómo se conmovía hizo que yo también la amase.
Ésta fue la magia; ésa la alquimia que usé." (I,3, 154-71)

Llevaría mucho tiempo analizar este texto como ejercicio metadiscursivo sobre el poder de los relatos y también sobre el engreimiento masculino ("y logré que me amara por mis hazañas"). Pero lo interesante del discurso es el silencio de Desdémona. No es ella sino su esposo y señor quien narra por ella el origen de su audaz decisión. Y este párrafo desvela también la vulnerabilidad de Othello, quien no puede entender que haya sido él y no sus hazañas lo que haya despertado el amor y el deseo de Desdémona. Es la magia del lenguaje que desvela lo que el hablante querría ocultar y se oculta a sí mismo.

El segundo silencio, claro, es el silencio de muerte al que es obligada Desdémona, a quien no se le admiten ni razones ni explicaciones porque la "evidencia" vale más que su palabra. Este silenciamiento dice mucho de Othello y de su alegada confianza en Desdémona. Cuando hay confianza no son necesarias pruebas ni las evidencias la socavan; cuando se necesitan evidencias es que no hay confianza. Así es la confianza, el cemento de la sociedad y la base del amor. Por eso Othello no es capaz de amar.

Emilia, la otra mujer, al levantarse y decir la verdad, como profeta y decidora, es el segundo personaje que se rebela contra el poder en el discurso y también, como Desdémona, muere por ello. Ni el deseo ni la palabra se ejercitan impunemente bajo condiciones de poder y subordinación. Othello es un paseo por el amor y la palabra. Tras haber asistido a la representación, la pregunta "¿puede amar el sujeto subalterno?" se puede responder del mismo modo que su correlato "¿puede amar el sujeto subalterno?": "no, porque quien ama y levanta la voz ha dejado de ser sujeto subalterno".

domingo, 2 de octubre de 2016

Las miradas que hacen





Los espacios de la cultura son más amplios y densos que los espacios educativos. En un sentido, la cultura es un medio en el que vivimos, una dimensión de la sociedad hecha de prácticas, rituales, mitos, representaciones. Es la expresión de las convenciones que articulan las sociedades, las producen y las reproducen. Es, en este sentido, como enseñaba Raymond Wiliams, lo que nos es común, el medio que dota de significado a nuestras acciones y permite comprender las de otros. En un sentido más restringido, es un sistema de prácticas creadoras de las más variadas formas y contenidos desde el conocimiento al arte, desde el juego y el carnaval al espectáculo.  En los dos sentidos, la cultura ha devenido la fuerza más conservadora y transformadora de la sociedad. Aunque Margaret Thatcher postulaba usar la economía para educar al individuo, al final, es la cultura la que ha terminado transformando la economía: economía-juego, capitalismo-cultural, capitalismo-emocional, modalidades de orden global que produce y reproduce la desigualdad a través de los efectos transformadores de la cultura.

En los tiempos de la sociedad industrial y el mundo de los estados-nación, los clásicos marxistas hablaban de los "aparatos ideológicos del estado". Así, Althusser sostenía una concepción instrumental de las instituciones del estado como dispositivos educadores y productores de subjetividades e identidades: escuelas, iglesias, cárceles, escenarios, máquinas manipulables en las manos del Leviathan. Pierre Bourdieu, por su parte, continuaba esta mezcla de marxismo y espíritu de orden que caracteriza el estilo francés y proponía organizar la cultura en campos disjuntos y autónomos en los que se producía el "capital cultural" a través de formas especulares del mercado: la competencia en las obras-mercancía. Literatura, artes plásticas, escénicas o musicales eran, para el sociólogo, espacios de capital autónomos que ordenaban las jerarquías de los profesionales de la cultura y la ciencia.

En su ingenuidad y esprit de géométrie, insinuaban que la cultura era reversible en la medida en que estaba delimitada instrumental y territorialmente. Eran tiempos en los que se difundió por Francia un cierto maoismo que soñaba con revoluciones culturales que transformasen el estado, al modo y manera que el Gran Arquitecto intentó cambiar la ancestral cultura china mediante una cuidadosa y autoritaria catalogación de las prácticas. Si ya entonces eran equivocadas maneras de comprender la cultura, mucho más lo son en la era del capitalismo cultural en donde las hegemonías no se establecen mediante dispositivos identificables sino a través de modos difusos en los que el mercado mismo se ocupa de la propia reproducción cultural en un espacio global que abarca la cosmópolis planetaria y atraviesa todos los estratos de las formaciones sociales.

Afortunadamente, al tiempo que el control parece hacerse más terráqueo e intersticial se muestra más permeable y plástico. De igual modo que en otras esferas, también en la cultura el capitalismo produce las condiciones de su superación. Una de estas condiciones es la generación de una cultura osmótica que destruye o hibrida los campos culturales: la baja y alta cultura, la cultura de masas y cultura de élites, la cultura de museos y galerías y la cultura de las calles y los campos, la cultura de consumo y la cultura de producción, la cultura de derechas y la cultura de izquierdas.

En un inmenso espacio de fronteras abatidas, de culturas contaminadas por la otredad, de voces disfónicas que abandonan el coro para crear disonancias y abrir debates por los foros y las plazas, al principio y al final, se diferencian y confrontan las maneras de hacer, los modos de producción de la cultura. Maneras de hacer que acumulan distinciones y crean egos o maneras de hacer que hacen comunidad; maneras de hacer que distraen y aburren en su eterna repetición de la voluntad de sorprender o maneras de hacer que despiertan la atención; maneras de hacer que disuelven la identidad en la homogeneidad o maneras de hacer que enraízan en la memorias olvidadas y las esperanzas traicionadas; maneras de hacer que son escaleras para subir o maneras de hacer que se asientan en asambleas itinerantes; maneras de hacer que producen sumisión o maneras de hacer que generan resistencias.

Por sus obras las conoceréis, los conoceréis. Quizás rompan las formas, cambien los contenidos, rompan las fronteras. Enseguida veréis si lo que producen es escenografía, propuestas al mercado para ser compradas u ofertas a la comunidad para estrechar lazos, tejer redes, despertar el deseo de hacer y transformar. El viejo Cervantes, que había conocido todas las derrotas y decepciones, que no había logrado que se le reconociesen sus gestas, ni sus poesías, teatros, novellas y novelones, acabó escribiendo un relato mínimo, la historia de un loco y de gente de su pueblo que le acompañaba para intentar que no se rompiese del todo la crisma. El desesperado Shakespeare, enredado en sus deudas y amoríos, escribió sueños en islas y reinos lejanos que hablaban de los vecinos que conocía y con los que convivía. Fueron actos mínimos a los que hoy volvemos para vernos reflejados en ellos, para saltar como si fueran camas elásticas y elevarnos por encima de la niebla que nos asfixia.

Por sus obras los conoceréis: actos mínimos que transforman la historia porque catalizan las afinidades y los deseos de otra manera de ser y vivir. Actos que son dones y no mercancías. Actos que corrigen las cataratas que producen las pantallas, como las gafas que imaginó John Carpenter en They Live, que permitían ver los mensajes de obediencia ocultos en cada anuncio y programa de televisión. Actos que están por todas partes y han desbordado las galerías, editoriales y monopolios mediáticos de la cultura para cubrir paredes de la calle o pixeles de las pantallas. Después del fin del arte del que hablan los críticos, por fin, lo encontramos por todas partes.

Querría proponer algunos ejemplos de estas otras maneras de hacer, al menos de mis preferencias personales de obras que me tocan de cerca y profundamente: la literatura de Belén Gopegui, de Elvira Navarro o de Remedios Zafra; las propuestas de Alfredo Jaar, Teresa Margolles o Rogelio López Cuenca; la instalación de Florencio Maíllo en Mogarraz (Salamanca), 388. Pero son innumerables. Están por todas partes y en todos los muros.