domingo, 24 de marzo de 2019

Atención y relevancia




Es difícil dar clase en estos tiempos. En algunos espacios se prohíbe el uso de móviles en el tiempo del aula, pero eso no es el problema ni la solución, aunque sea una reacción comprensible en tiempos en los que las mil pantallas han desbordado en su poder a la autoridad del profesorado, a quien la sociedad encomienda la tarea de enseñar las artes de sobrevivir. En otros lugares, pongamos por caso la universidad que es mi espacio de experiencia, no existe esta opción sin irrumpir en la clase con una intervención autoritaria que destroza la tarea colectiva de aprender unos de otros. Tenemos que competir con el poder de atracción de Google, Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y fuerzas similares. Me refiero al aula, pero sólo como un indicador de procesos más profundos culturales. La autoridad de la palabra, el mismo hecho de la conversación como forma esencial de construcción de lo social está cambiando porque la atención y el significado son lo que está en juego.


Simone Weil convirtió la atención en el problema más importante de la filosofía porque comprendió que era el territorio donde se libraba el antagonismo entre la sensibilidad y la pasividad ante lo real. La sensibilidad es el dominio de la atención. Nuestros sentidos y emociones evolucionaron para dividir el entorno en trozos que tenían significado: “bueno para nosotros”, “malo para nosotros”, “bueno para mí”, “malo para mí”, etcétera. Evolucionó el cerebro, en el primer estrato paleontológico, para ser un mecanismo de anticipación y valoración; en una herramienta de socialidad para resistir al caos de la violencia y de las fuerzas que podían disolver la sociedad en pura violencia de poder. La atención fue el fruto de un cerebro que nació para descubrir y sintonizar con lo relevante para la supervivencia personal y colectiva, que el cerebro descubrió muy pronto que estaban entrelazadas.

Dar una clase en estos tiempos es tener la experiencia de competir por la atención y la relevancia con poderosas fuerzas que se superan. Allí donde en tiempos pasados hubo autoritarismo en el aula ahora prolifera la atención fracturada y comercialmente manufacturada en competencia con un discurso que tal vez haya perdido la capacidad de ofrecer un relato del presente.

Crecí en un ambiente pedagógico autoritario donde la distracción era a veces resistencia tal como el desgarrado canto de “Recuerdo escolar” de Lole relata tan gráficamente:

Una voz gritando siempre,
siempre gritando, “¡silencio!”.
Mis manos llenas de tinta
emborronan un cuaderno
Lejos, lejos, muy lejos,
se oye la voz del maestro
que habla de montes y ríos.
Me escapo por la ventana.
Corro, corro por el cielo
y voy jinete celeste
sobre un nubarrón muy negro.
Persiguiendo nubes blancas,
paso las tardes de invierno.
Me despierta una campana,
padre nuestro.
Una voz gritando siempre,
siempre gritando, “¡silencio!”.

Ya no hace falta usar la imaginación para escapar del aula. Encima del banco, una industria de la distracción ofrece un mundo de imágenes, mensajes y señales que se imponen al discurso que trata inútilmente de construir significado. Han decaído las formas impositivas y la violencia de silenciamiento y se han sustituido por otros modos suaves de autocensura y ordenamiento de la atención. La seducción ha ocupado el lugar de la imposición. Nada hay más efectivo que la industria del deseo frente a la artesanía lenta e imperfecta de la amenaza y el miedo. Las mil pantallas ofrecen una nueva experiencia en los órdenes de lo imaginario que se alejan de las aldeas primitivas de lo real en que vivíamos cuando la física y los cuerpos determinaban los límites de lo posible. Es difícil que tu encerado o tu PowerPoint compitan con la presión emocional de las pantallas que prometen satisfacción inmediata de la ansiedad por el reconocimiento, por obtener respuestas a las preguntas sin la mediación de lo complejo y sofisticado, de lo sutil y tedioso. Sabes que la mente de tu auditorio no es distinta a la tuya. Que a ti también te cuesta entrar en matices, detenerte en el examen de las huellas apenas impresas en el suelo cuando tienes un camino abierto tan seductor. Nada es fácil en un mundo de promesas de facilidad.

Cabría culpar al capitalismo o al poder dominador de lo que nos pasa cuando lo cierto es que el capitalismo de la atención no ha hecho sino aprovechar nuestras debilidades como el minero explora las vetas y extrusiones de las rocas para arrancar la mena de la piedra inútil. Pensábamos que estábamos cediendo solo la atención, puesto que la distracción era un precio pequeño y creíamos habernos reservado para nosotros el dominio de lo íntimo y privado, cuando lo que ocurría era lo contrario, que estábamos vendiendo lo más valioso de nuestros vínculos con lo real. No: la atención está intrínsecamente ligada a la relevancia y esta al significado.

Observemos cómo un niño mira su entorno: todo es relevante, nada lo es. Le dedicamos todo nuestro cuidado para transmitirle toda nuestra experiencia sobre lo que merece la pena atender y lo que no. Le indicamos la luna, los semáforos, el miedo a los enchufes y al horno de la cocina, la necesidad de mirar antes de cruzar la calle. Le traspasamos nuestras maneras de sobrevivir en la selva urbana porque sabemos que para sus ojos todo es relevante, a cualquier cosa presta atención y el mundo entero le distrae. Tratamos de salvar su vida poniendo en el extremo de nuestros índices toda la fuerza de la atención a lo importante. Competimos casi siempre en las peores condiciones con las pantallas de los móviles, las tablets y las televisiones, que poseen mejores medios que nuestro cariño para atraer la atención y conquistar la relevancia.

Escribía Walter Benjamin que la era de la imagen tecnológicamente reproducida ha afectado a nuestra capacidad de narrar, de hacer que nuestra experiencia pase a otros a través de nuestra palabra. No es una advertencia superficial. De lo que trata la experiencia es de lo relevante, de lo que nos concierne o nos tendría que concernir en un mundo común de significados. Si no sabemos atender a lo relevante, porque lo que es relevante lo impone una máquina de manipular la atención, nos pasarán cosas, nos distraeremos, tal vez nos llenemos de indignación y odio, pero no aprenderemos nada sobre el mundo ni sobre nosotros mismos. Habremos perdido la capacidad de convertir en experiencias aquello que nos pasa y vivimos. Y el sentido común habrá dejado de ser común para estar vallado por la industria del entertainment .

domingo, 17 de marzo de 2019

Lugares de encuentro




Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar.

Así cantaba Gabinete Caligari a esos lugares donde se producen los encuentros de la amistad y el amor. En ellos se hacen realidad las conversaciones más cercanas, quizás también las controversias y discusiones que en ocasiones se acaloran, pero que la magia del lugar sosiega, tal vez por la intervención apaciguadora de alguna contertulia que con una broma o cambio de tema recuerda que los vínculos de la amistad y el ritual del ágape exigen que las cosas tornen a su camino natural. El más alabado de los diálogos de Platón, El banquete, celebrado en la casa del dramaturgo trágico Agatón es también un canto de celebración de los encuentros donde la philía conduce la plática hacia las alturas de una deliberación sobre el eros y la belleza. Platón sabía bien que los espacios no son neutros, y que no es lo mismo una discusión en el ágora sobre la naturaleza de la justicia que un diálogo sobre el amor acostados los invitados en los klinai, tomando vino con alegría y sobriedad.

Pareciera que la naturaleza de los espacios de encuentro ordena también las palabras y los temas que se tratan en ellos. Así, se suele creer que la política exige necesariamente ciertas arenas particulares, sean las oficiales de los parlamentos, que por ello reciben esta locuaz denominación, sean las contraoficiales de las plazas y calles cuando una multitud se organiza en manifestaciones o en asambleas de debate o sean los espacios virtuales de los textos de la prensa, las tertulias de las radios y televisiones o los muros de las redes sociales. A los espacios de esta escala se les denomina en la filosofía política “esfera pública” un término que debemos a Habermas y a Hannah Arendt y que quiere establecer un espacio intermedio entre las instituciones y la sociedad, una zona de elaboración de argumentos y deliberación que contiene el suelo donde crece la democracia.

Si nos atenemos a la intención que guiaba a Hannah Arendt y a Habermas al desarrollar su idea de democracia que se sostiene sobre la deliberación pública, los límites de este territorio no deberían alcanzar a los espacios de intimidad, lugares privados por antonomasia, en donde las palabras que se pronuncian no tienen a primera vista el objetivo de intervenir política y públicamente. En tales sitios y momentos se hacen explícitas opiniones que muchas veces se callarían en otras partes precisamente por su carácter público. Se manda al jefe a freír espárragos en una charla de sobremesa, pero quizás no en un afterwork con gente del trabajo. Parecería pues que allí donde comienza la intimidad termina la política, también la necesidad de parresía o adiestramiento para levantar la voz y decirle la verdad al poder. Sin embargo hay razones para contradecir tan extendida opinión sobre la naturaleza de la esfera pública pues hay algo paradójico en esta concepción que amuralla lo político respecto a lo personal, privado, íntimo y cotidiano.

Es cierto que lo público exige publicidad, apertura de la ventana para que las palabras puedan oírse, comentarse, contradecirse o afirmarse, pero también es cierto que lo público solo existe porque lo hace la opinión pública, que no es otra cosa que la opinión privada de mucha gente que concurre de formas diversas en hacerse común. Esa es la paradoja: la esfera pública solamente llega a la existencia si en los espacios de intimidad previamente se ha creado un humus de creencias sobre las múltiples materias acerca de las que delibera la democracia. Así, cuando las feministas de los años setenta declararon “lo personal es político”, refiriéndose a que muchas charlas en la intimidad entre mujeres sobre la menstruación o las diferencias entre el orgasmo vaginal u clitoridiano tenían un carácter político, ampliaron con toda la razón el dominio de la esfera pública hasta los cenáculos donde discurrían las conversaciones privadas. El feminismo militante creció en una tierra abonada por la conversación no militante ni activista. Quizás dio voz o altavoz a palabras que ya habían sido pronunciadas y discutidas en voz baja, pero con el mismo sentido que los discursos sonoros en las plazas y ágoras.

La filósofa política Jane Mansbridge ha denominado “activismo de los no activistas” al conjunto de micro-actos de habla que ocurren en las conversaciones cotidianas en los lugares de encuentro de la intimidad. Es muy sorprendente el poco interés que ha suscitado el valor político de la discusión política en estos ámbitos cuando es de hecho el instrumento deliberativo más importante para quienes no acceden a los foros más abiertos de la prensa, las redes o las instituciones. Y de hecho es una de las asignaturas pendientes de las democracias avanzadas la atención y el valor de la conversación cotidiana de quienes no tienen tiempo o ganas de actuar políticamente en las formas típicas.

Quizás uno de los grandes aciertos de la comunicación política de los conservadores haya sido su maestría en dirigirse directamente hacia esos lugares recónditos de lo que suelen denominar las “mayorías silenciosas”. El lenguaje conservador está usualmente trufado de expresiones cotidianas y suele recoger con perspicacia las aspiraciones más cotidianas de seguridad y aspiración a una vida digna. Por supuesto que ello no le impide apoyar políticas que socavan estas aspiraciones, sin embargo, es capaz de conectar con mucha fluidez con el horizonte de lo cotidiano, sobre todo con las conversaciones que mucha gente no admitiría que son políticas pero que de hecho lo son por cuando versan sobre materias en las que las regulaciones y los cuidados públicos son centrales para su logro y desarrollo. Por el contrario, la izquierda suele alabar el activismo en los movimientos sociales y desenvolverse en un discurso muchas veces jerga incomprensible salvo para los iniciados en lecturas que, a su vez, están escritas en esa misma jerigonza. Mucho más grave es que debajo de su lenguaje que apela a las masas, multitudes o pueblos esconde un elitismo que se manifiesta en expresiones como “cuñadismo”, cuando se refiere a las conversaciones cotidianas. Mientras que la derecha suele pasear espacios cotidianos como celebraciones o residencias de ancianos, la izquierda militante raramente es hallada en bares populares de barrio o lugares no marcados por la actividad política.

Si el elitismo activista tiene por efecto colateral el aislamiento de la política respecto a lo cotidiano, no es menos dañino el normativismo de la filosofía política respecto a las condiciones de la deliberación política. Así, es usual encontrar en muchos trabajos sobre democracia deliberativa un conjunto de principios ideales que deben imponerse para que la conversación será una deliberación política genuina: el respeto, la apertura de la mente, la veracidad, la universabilidad de las pretensiones, y otros criterios de esta elevada naturaleza. Raramente la conversación al calor del amor en un bar seguirá estas pautas, casi siempre llevada por sendas erráticas donde la explosión emocional viene seguida de un chiste subido de tono, de una maldición al destino o de imprecaciones contra los políticos. Y pese a todo es ahí donde está creciendo la conciencia política, o lo que es lo mismo, la sensibilidad hacia los temas personales que por agregación adquieren significado político. Cuando dos señoras mayores discuten por cómo las han tratado en urgencias, el tiempo de espera y la incomodidad de la sala, o dos madres sobre los precios de la guardería y sobre los continuos fallos mecánicos de los envejecidos vagones del metro y los trabajados autobuses urbanos, están recreando la política aunque ellas no lo dirían con estas palabras.

Sin la menor duda, el grado de calidad deliberativa de una democracia se mide por la densidad de los espacios y voces que ponen a prueba las alternativas políticas dominantes, por la trama y tejido de asociaciones y movimientos que se ocupan de los asuntos y problemas que afectan a grandes capas de la población. Pero también por la capacidad de escucha y sensibilidad hacia las conversaciones casi inaudibles que se desenvuelven en los espacios más íntimos. Si la democracia es la conquista de la parte por quienes no tienen parte, la esfera pública debe ser también el espacio de las voces de quienes no tienen espacio. Los partidos y movimientos deberían entender cuán necesario es este cambio y organizarse de modo que puedan participar en política quienes no tienen tiempo ni espacio para la política y recoger el activismo de los no activistas sin estigmatizarlos como seres ignorantes.

domingo, 10 de marzo de 2019

Los cuerpos y la polis






“En el mundo como en casa”. Esta sería una fórmula para elevar como estandarte y anunciar un ideal de vida cosmopolita. Muy lejos de nuestra experiencia real. En un mundo interconectado por medios de comunicación, redes sociales y viajes masivos de turismo o negocios, el planeta ha adquirido la condición de una inmensa metrópolis con todo lo que conlleva  de enervamiento y permanente excitación de los sentidos invadidos por mensajes, pantallas y ruidos permanentes, constituido por un encadenamiento de zonas de paso, aeropuertos, malls, centros comerciales y centros de ciudades convertidos en centros comerciales. Todo es lo mismo. No saber en qué ciudad se encuentra uno cuando circula porque las calles, los comercios, los escaparates y los cuerpos que pasean las aceras son lo mismo en todas partes.  Tupidas redes de no lugares que se llenan de rostros inexpresivos y miradas veladas. No, claramente no vivimos en un mundo cosmopolita.

Hacer del mundo un hogar significa domesticar los espacios, haciendo que el sentido etimológico del verbo “domesticar” (hacer hogar) se convierta en programa político. Transformar las zonas de paso en zonas de estar,  las diásporas y exilios en hospitalidad, cerrar los campos de refugiados porque ya no hay refugiados sino huéspedes. Tomar los espacios y hacerlos públicos.  Judith Butler elabora con precisión este proyecto recordando los movimientos occupy  que recorrieron el mundo: Plaza Tahrir, Manhattan, Plaza del Sol y tantos otros espacios que en virtud del poder de la asamblea, del ensamblamiento de cuerpos en un lugar común los no lugares se transmutan en espacios públicos:

En las calles y plazas de las ciudades tienen lugar manifestaciones multitudinarias que en los últimos tiempos son cada vez más frecuentes. Generalmente responden a objetivos políticos de carácter distinto, pero en todas sucede algo similar: los cuerpos se reúnen, se mueven y hablan entre ellos, y juntos reclaman un determinado espacio como espacio público. Naturalmente, sería fácil describir estas manifestaciones, o, por extensión, estos mismos movimientos, como cuerpos que se reúnen para plantear sus reivindicaciones en un espacio público; pero esta formulación presupone que el espacio público es algo dado, que ya existe y se reconoce como tal. Pero si no somos capaces de entender que, cuando las multitudes se reúnen, lo que está en juego, aquello por lo que se lucha, es justamente el carácter público del espacio, nos estamos olvidando de algo esencial en estas manifestaciones públicas. Y es que no puede negarse que tales movimientos han dependido de la existencia previa del asfalto, de la calle y de la plaza, y ciertamente se han congregado en plazas cargadas de historia como la de Tahrir, pero no es menos cierto que las acciones concertadas se apoderan del espacio, hacen suyo el suelo y animan y organizan la arquitectura del lugar. Aunque insistamos mucho en las condiciones materiales que hacen posible las asambleas y discursos públicos, también debemos preguntarnos cómo es que ambos reconfiguran la materialidad del espacio público y producen, o reproducen, el carácter público de ese entorno material. Sin embargo, cuando la multitud sale de la plaza y se traslada a las calles laterales o a algún callejón, a barrios en donde las calles no están asfaltadas, entonces sucede algo más.

 El texto pertenece a uno de sus últimos libros: Cuerpos aliados y lucha política: Hacia una teoría performativa de la asamblea. Su propuesta de ocupar el asfalto haciéndolo común por la virtud de cuerpos y almas que se unen en un lugar compareciendo para dar voz a sus reclamos se traduce en un programa en el que el entredós, el betwenness que conecta a las personas define la esencia de lo político:

Arendt pensaba sin duda en la polis griega y en el foro romano cuando sostenía que toda acción política requiere un «espacio de aparición». Como apunta en una de sus obras: «La polis, propiamente hablando, no es la ciudad-Estado en su situación física; es la organización de la gente tal como surge del actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio se extiende entre las personas que viven juntas para este propósito, sin importar dónde estén». El «verdadero» espacio está entonces «entre la gente», lo que significa que, al mismo tiempo que tiene lugar en un sitio concreto, la acción configura un espacio que en esencia pertenece a la alianza misma. Para Arendt, esta alianza no está ligada a su ubicación. De hecho, la alianza lleva consigo su propia localización, y esta se puede cambiar sin dificultad. Según Arendt, «la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar».

Los espacios de aparición de los que habla Butler —citando a Hannah Arendt en su ilustre obra, La condición humana— son el resultado de un tipo especial de comparecencia. No la que ocurre en las redes sociales, como Instagram, cuando se sube un selfie que trata torpemente de hacer pública la apariencia propia, sino la presencia del cuerpo en unión con otros cuerpos, un poner y exponer el cuerpo con una voluntad de manifestación.

Quizás se objete que los espacios públicos en los que ocurre la asamblea no son los espacios domésticos, domesticados, que propuse al comienzo como modelo de habitar un mundo cosmopolita, organizados por la hospitalidad y el común. De hecho Hannnah Arendt diferencia la esfera pública en la que se constituye la política de los espacios privados del hogar, orientados a la reproducción pero no a la institución de lo político.  Bien, la respuesta a esta sensata objeción nos lleva a un terreno espinoso donde pensar los cimientos más profundos de lo político. Aristóteles lo hizo en la Política, donde comienza deliberando sobre el gobierno de la casa, el oikos antes de hacerlo sobre el de la ciudad, el espacio público, la polis.  La posibilidad de una organización de la polis como un oikos, de la cosmópolis como un hogar, es lo que Aristóteles considera como una posibilidad plausible:

En primer lugar, hay que establecer como punto de partida el que es el principio natural de esta investigación. Es necesario que todos los ciudadanos lo tengan en común todo o nada, o unas cosas sí y otras no. No tener nada en común es evidentemente imposible, pues el régimen de una ciudad es una especie de comunidad, y ante todo es necesario tener en común el lugar. El lugar de la ciudad, en efecto, es uno determinado, y los ciudadanos tienen en común una misma ciudad. Pero la ciudad que va a estar bien administrada, ¿es mejor que tenga en común todo cuanto sea susceptible de ello, o es mejor que unas cosas sí y otras no? Porque es posible que los ciudadanos tengan en común los hijos, las mujeres y la propiedad, como en la República de Platón: allí Sócrates dice que deben ser comunes los hijos, las mujeres y las posesiones. Sobre todo, ¿es mejor la situación actual o la que resultase de la legislación descrita en la República?

¿Por qué plantearía Aristóteles la cuestión de lo común como una posibilidad de organización de la polis? La respuesta es que ve en la casa un cierto principio de organización que ordena la ciudad. Que era un problema presente en la democracia ateniense, de cuyo final fue Aristóteles testigo, da testimonio una conocida obra del comediógrafo Aristófanes: Las asambleístas. La comedia tenía en la democracia ateniense un componente carnavalesco, satírico e irreverente pero también profundamente político.

Aristófanes escribió esta obra en el 392 AC, en un momento de decadencia de Atenas, que había sido derrotada en la Guerra del Peloponeso y estaba perdiendo su anterior dominio sobre la Hélade. Se multiplicaban las críticas a la democracia y el malestar era visible y audible en la Asamblea. La obra relata la conjura que un grupo de mujeres organiza dado el estado de las cosas y, dirigidas por Praxágoras, deciden disfrazarse de hombres, acudir a la Asamblea y dirigir a los asistentes un discurso de crítica de la situación y proponer un cambio radical:

«¡Tú oh pueblo, eres la causa de todos estos males! Pues te haces pagar un sueldo de los fondos del Estado, con lo cual cada uno mira sólo a su particular provecho, y la cosa pública anda cojeando como Esimo. Pero si me atendéis, aún podéis salvaros. Mi opinión es que debe entregarse a las mujeres el gobierno de la ciudad, ya que son intendentes y administradoras de nuestras casas.»

Efectivamente, dado que son mayoría en la Asamblea aprueban un cambio de gobierno que lo deja en manos de las mujeres. Su argumento es precisamente que la polis puede ser regida mucho mejor si se organiza como un oikos, una casa o espacio común:

«Yo os demostraré que las mujeres son infinitamente más sensatas que nosotros. En primer lugar, todas, según la antigua costumbre, lavan la lana en agua caliente, y jamás se las ve intentar temerarias novedades. Si la ciudad de Atenas imitase esta conducta y se dejase de innovaciones peligrosas, ¿no tendría asegurada su salvación? Se sientan para freír las viandas, como antes; llevan la carga en la cabeza, como antes; celebran las Tesmoforias, como antes; amasan las tortas, como antes; hacen rabiar a sus maridos, como antes; ocultan en casa a los galanes, como antes; sisan, como antes; les gusta el vino puro, como antes, y se complacen en el amor, como antes. Y al entregarles, ioh, ciudadanos! las riendas del gobierno, no nos cansemos en inútiles disputas ni les preguntemos lo que vayan a hacer; dejémoslas en plena libertad de acción, considerando solamente que, como madres que son, pondrán todo su empeño en economizar soldados. Además, ¿quién suministrará con más celo las provisiones a los soldados que la que les parió? La mujer es ingeniosísima, como nadie, para reunir riquezas; y si llegan a mandar, no se las engañará fácilmente, por cuanto ya están acostumbradas a hacerlo. No enumeraré las demás ventajas; seguid mis consejos y seréis felices toda la vida.»

El principio básico del nuevo orden es que todo debe poseerse en común. No era algo que no se hubiese considerado más de una vez en Atenas, siempre dividida entre la oligarquía y el pueblo llano. De hecho en La República de Platón vuelven a resonar estos ideales. La cuestión de fondo está muy claramente expuesta en el discurso de Praxágora: en la situación actual nadie se preocupa más que de lo suyo y han abandonado todo interés por el bien común.

Ciertamente, la obra de Aristófanes, aunque se haya considerado como un antecedente de las ideas socialistas es una obra conservadora que deriva en una caricatura subida de tono, al haber aprobado la Asamblea que también los cuerpos de hombres y mujeres deben pertenecer al común, con lo que la vis comica es fácilmente previsible. Pese a todo Aristófanes recoge en la comedia muchos argumentos y discusiones que estaban en la calle y, en cualquier caso, plantea muy abiertamente cuestiones de fondo sobre la organización de lo público. Algunas escenas de la obra, pese a la dramaturgia orientada a los bajos instintos cala muy profundo en muchos componentes de lo común. Así, el final que propone el autor es tan sorprendente como sabio. Cuando el conflicto en la ciudad crece (en su fábula por las discusiones de quién tiene derecho a acostarse con quién) la trama no deriva al desastre sino todo lo contrario. Praxágoras propone con sabiduría la celebración de un ágape al que está invitado toda la polis y al que cada ciudadano contribuirá con algún alimento o bebida. Es una salida ritual cuando el conflicto se hace insostenible. Por otro lado, Aristóteles sostuvo la metáfora del ágape al que todos colaboran como un argumento fuerte a favor de la democracia: siempre una asamblea será más inteligente que la cabeza de un dictador como un banquete al que todos contribuyen será más abundante, variado y gustoso que la invitación de un solo huésped. La obra termina con un canto festivo del Coro:

Marchad vosotras, ligera y acompasadamente. Pronto se van a servir ostras, cecina, rayas, lampreas, sesos en salsa picante, silfio, puerros empapados en miel, tordos, mirlos, palominos torcaces, palomas, crestas de gallo asadas, chochas, pichones, liebres cocidas en arrope y sustancia de alones. Ya lo sabéis: pronto, amigas mías, coged un plato, sin olvidaros del vaso, y a comer. (…) Brinquemos! ¡Bailemos! ¡lo! Evohé) ¡Al festín! ¡Evohé, evohé, evohé!

Es la fiesta de la democracia y el común

domingo, 3 de marzo de 2019

¿El arte es necesario?



La instalación de Wilfredo Prieto "Vaso de agua medio lleno", presentada por la galería Nogueras Blanchard en ARCO 2015, por la que se pedía el módico precio de 20.000 euros, ilustra las preguntas que mucha gente se hace cuando pasea por los museos y galerías y observa "piezas", "obras" del mismo jaez que parecen repetir las intervenciones provocativas de los situacionistas, las del grupo  Fluxus y, en general de las vanguardias o neovanguardias de los años cincuenta y sesenta. También las que artista chileno Alfredo Jaar imprimió para llenar las calles de varias ciudades, entre ellas Barcelona: ¿el arte es necesario?, ¿el arte es política?, ¿la política necesita la cultura? Las mismas preguntas que me hice en la presentación del libro de Alberto Santamaría Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo.




Las invectivas de Alberto Santamaría se dirigen contra una atmósfera que impregna a galeristas, comisarios, artistas y teóricos que termina llenando los espacios de exposición de obras aparentemente críticas, que tratan de "crear comunidad", y "relaciones" entre la obra y el público, siempre dentro de un orden, el orden de lo estético como un estado banal que pertenece ya a la sociedad del espectáculo denunciada por Guy Debord, líder de los situacionistas. Nicolás Borriaud, filósofo, crítico de arte, comisario y gerente de instituciones, teorizó esta nueva línea de pensamiento en su conocida obra Estética relacional, y por ello se gana el primer puesto en la denuncia de Alberto. Su tesis es que es una suerte de nostalgia del posmodernismo cuya funcionalidad real es desactivar el calado político de las intervenciones vanguardistas al repetirlas como una cultura chic en el enorme mercado del arte contemporáneo, transformando las alusiones progres en una suerte de nueva línea comercial, como si de una nueva línea de moda se tratase.

¿A qué llamamos arte? Responder a esta pregunta nos lleva a sendas que se adentran en lo profundo del bosque de las relaciones entre cultura, poder y sociedad. Porque la respuesta es que algo es llamado "arte" si hay una autoridad que determina que eso es arte. Si un vaso de agua es arte es porque está en ARCO, lo presenta una galería y ha sido colocado allí por una persona que es considerada artista. En otro caso sería simplemente un vaso de agua. Parecería, pues, que ser arte o no es algo que se añade desde fuera a cualquier cosa siempre que ese añadido lleve una suerte de firma social concedida por la INSTITUCIÓN-ARTE. Es una institución reconocible porque tiene su parte material: museos, galerías, espacios dedicados; sus autoridades: críticos, intelectuales, gerentes de museos y galerías, comisarios, artistas; y sus relaciones oficiales con otros sistemas sociales y políticos. El ministerio correspondiente ofertará subvenciones a unos u otros agentes o espacios dependiendo de lo que se considere autorizadamente arte. El mercado impregnará de valor de inversión a unas u otras obras dependiendo de si la institución considera aquello arte o simplemente una broma o provocación. Así, Wilfredo Prieto afirmaba en las entrevistas con mucha seriedad que su vaso medio lleno no era una provocación, sino "un resultado de su cocina".

La vanguardia de comienzos del siglo XX y sus herederos situacionistas trataron de llevar el arte a la vida cotidiana transgrediendo los muros de la institución arte, creando situaciones en las que una actuación o un objeto tratasen de desvelar tantos fetichismos sobre los que se sostiene nuestra vida cotidiana. La vanguardia no quería hacer "arte" sino transformar la vida. Demasiado alto su objetivo, pues rápidamente fue absorbida por la institución y convertida en mercancía. La vanguardia tenía en lo más profundo de su proyecto una contradicción fundamental que derivaba de su utopía de romper las barreras entre arte y vida cotidiana. Es una contradicción que está más allá del hecho de que la institución arte sea un componente esencial del capitalismo cultural que articula la sociedad del espectáculo. Pues tanto el arte como la vida cotidiana tienen profundas raíces normativas sin las que la institución arte no podría colonizar aspectos fundamentales de la vida.

El arte, sostiene el antropólogo Alfred Gell con toda la razón, es el heredero natural de la religión en un mundo donde han desaparecido los dioses. En la actitud y transformación de nuestra mirada que asociamos a la dimensión artística de la estética (sensibilidad) se deposita todo aquello que trasciende nuestra miserable vida y se asoma a los abismos de la belleza, lo sublime, lo siniestro, lo terrible o lo que suministra esperanza a las fuerzas de la existencia. Esta metamorfosis de nuestra sensibilidad impregna actos, obras y ensamblamientos colectivos de cuerpos y almas que desean escapar a los muros de la gris cárcel en que nos encierran las realidades sociales o naturales. Por ello, recordaba Ranciére, en La noche de los proletarios, nadie tiene derecho a considerar kitsch que obreros y obreras se reúnan después de su duro día de trabajo para representar obras de teatro baratas, que adolescentes escriban poemas o que amas de casa despreciadas lleven un diario secreto donde escriban sus sueños. Flaubert en Madame Bovary planteó para siempre esta paradoja del arte. El que ciertas obras, además, trasciendan lo puramente individual de la existencia y nos unan como comunidad en anhelos de otra forma de vida es algo que hace de la esfera del arte una esfera común, pública y, a veces, transformadora.

La vida cotidiana, por otra parte, es una trama de vínculos afectivos, convenciones y maneras de sobreponerse a las fuerzas del poder que construyen el suelo sobre el que discurren nuestros proyectos de vida y en el que nuestras posiciones o lugares en la sociedad adquieren la forma de modos de existencia humana. La vida cotidiana está más allá o más acá de lo que los sociólogos consideran la sociedad: es lo que queda cuando olvidamos lo abstracto de las relaciones sociales y nos quedamos con lo que nos une al mundo. Allí es precisamente donde el arte ejerce su función transformadora más allá del mercado, la mercancía y la institución arte. Si el arte, como modo de la sensibilidad orientado a la transcendencia de lo inmediato, irrumpe en la vida cotidiana esta transforma reactivamente las convenciones, vínculos y costumbres que la constituyen modificando la posiciones y perspectivas de los miembros de la comunidad. A veces en una fiesta alguien toma la guitarra y eleva su voz sobre el ruido ambiente logrando un instante de sentimiento común. Eso es arte antes de la institución arte. A veces alguien escribe unas letras o recita un rap que por un momento conmueve las fibras del auditorio. Eso es arte.

La institución arte tiene un paradójico papel: por un lado coloniza lo más profundo de nuestra existencia que reside en los deseos mesiánicos de redención y de otra vida posible; por otro lado soporta institucionalmente la memoria de aquellas obras y sus autores que, por un momento, o quizás para mucho tiempo, lograron transportarnos a ese espacio de transcendencia. De ahí que la responsabilidad y la culpa de la institución por colonizar lo mejor que los humanos tenemos, venderlo en el mercado y convertirlo en una escalera para el ascenso social sea ilimitada y esté justificado el rencor que acumulamos contra la institución.

Necesitamos el arte para rehacer los lazos que nos atan en nuestra sociedad y al pasado. Necesitamos que nuestra sensibilidad trascienda lo presenta, necesitamos que el trabajo de producción y el trabajo de interpretación, al menos en ciertos espacios, se sustraiga a la lógica de la mercancía y se mueva en el espacio de lo común, transformando la estructura de sentimiento de nuestra comunidad. Por eso mismo necesitamos que la institución arte se transforme y abandone la hipocresía progre de criticar el capitalismo al tiempo que es su seguro servidor.