Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 28 de febrero de 2016
Después de las máquinas
No creo ser alguien a quien le resulte indiferente la persistente decadencia de las humanidades en la educación en todos los niveles, y especialmente en el universitario. Se ha dicho múltiples veces, y con mucha razón, que las humanidades portan la tendencia al pensamiento crítico y que nuestros sistemas educativos no son muy proclives a esta forma de pensamiento. Quizá es que la propia universidad, creada en la edad contemporánea a imitación de la Universidad de Berlín que diseñó Wilhelm Humbolt, una universidad fundada sobre la creatividad y el pensamiento conceptual, en la que el lenguaje y las humanidades ocupaban un lugar central en la formación, y articulada a partes iguales sobre la educación y la investigación, sea ya una institución poco funcional o claramente obsoleta. Los nuevos diseñadores, economistas y protocolizadores de la educación, consideran suficientes unas breves habilidades de expresión y pensamiento que no hubiesen alcanzado ni de lejos lo que el sistema de educación secundaria humboldtiano exigía. En fin, no continuaré por esta senda en la que siempre me tropiezo con mis peores sentimientos y rencores.
Ahora bien, una vez dicho lo anterior, que no tiene por intención retórica ser captatio benevolentiae sino expresión del marco conceptual desde el que hablo, no es menos cierto que la decadencia de la universidad humboldtiana está produciendo igualmente una decreciente atención hacia el conocimiento científico por parte de los humanistas. Me hubiera gustado hacer una breve encuesta entre el profesorado de humanidades preguntando, primero, si atendieron a las noticias de las observaciones experimentales del Bosón de Higgs y de las ondas gravitacionales, y si podrían explicarme en unas breves frases por qué consideraban que podrían ser importantes estas dos observaciones. No me atrevo a anticipar la estadística, pero sí he hecho esta pregunta en algún curso superior de humanidades y la respuesta ha sido suficientemente expresiva del estado de las cosas. La educación integral en la que creía la universidad humboldtiana tenía dos direcciones, y lamentablemente aquí volvemos a comprobar su lenta obsolescencia.
Viene esto a cuento porque, como el sabueso de los Baskerwille, cuyo silencio era el dato fundamental para Holmes, la ausencia de un concepto en el pensamiento de una gran parte de los ensayistas y humanistas del momento es también el signo de lo que ha ocurrido. Y no me refiero a la palabra. El uso de las palabras, e incluso el uso repetido no implica el dominio del concepto. Estoy pensando en un concepto que debería estar en el horizonte de cualquier interpretación humanística, no necesariamente para tratar sobre él, pues no es necesaria la superación de la división del trabajo cognitivo, y cada uno debe ocuparse de lo que mejor sabe, sino porque, como digo, forma parte del horizonte conceptual sin el que es muy difícil entender nuestro mundo. Este concepto no es otro que el de información.
Si uno atiende a los grandes autores que prepararon desde el siglo XIX el pensamiento contemporáneo, Marx, Nietzsche, Freud, observará que el concepto de energía es central en la configuración de sus teorías. No se puede leer El Capital o los Grundisse sin conocer la importancia que tenía para Marx la máquina como objeto y como figura, y él entendía bien que una máquina es un dispositivo de transformación de la energía. Su concepto de trabajo como origen del valor está fundado sobre el gran descubrimiento de la ciencia decimonónica, que fue el concepto de energía, como el gran cemento de la naturaleza. Del mismo modo, el concepto de impulso, que tan central lugar ocupan en Freud y Nietzsche son formas orgánicas que expresan la energía.
El concepto de información, que nace en 1949 como concepto técnico de la mano de Claude E. Shannon y Warren Weaver, en su teoría matemática de la información, ha transformado revolucionariamente el marco conceptual de todas las ciencias: la física cuántica (Stephen Hawking), la genética(desde el descubrimiento del ADN), la biología evolucionista (a través de la idea de los memes), la lógica (en mis años de formación pude asistir a la transformación radical de la lógica desde la computabilidad), la economía,... Y, por descontado, la información es el sustrato fundamental de todo ese complejo de artefactos y procesos que llamamos nuevas tecnologías y que han transformado radicalmente nuestro mundo.
En los años setenta, los años del sueño de la semiótica, todavía se repetía una y otra vez aquello de fuente, canal y receptor, ahora ya ni eso (me parece que solo en periodismo les castigan con ese rollo). Lo sorprendente es que se haya hecho tan poco por transformar el marco ontológico desde el que se construyen las demás intuiciones metafísicas, epistemológicas, éticas y estéticas. Excluyo, claro, a quienes tienen formación en lógica y en ciencias cognitivas, pero todos sabemos que son/somos una minoría sin influencia real en el mundo del pensamiento actual, al menos en nuestro país y en el mundo latinoamericano (es muy interesante leer las visibilidades e invisibilidades en los trabajos sobre sociología de la filosofía contemporánea). Incluso en quienes han caído en esa creciente adición a las neuro--(éticas, estéticas,..y cosas parecidas), o sobre todo ellos y ellas, la increíble impericia en el manejo del concepto de información es sorprendente. Me asombra el uso repetido de las palabras "dispositivo", "máquina", "control", por todos los múltiples seguidores de la escuela deleuziana, sin reparar en lo obsoletos científicamente que estaban esos conceptos ya en Deleuze y Guattari (no es necesario estar de acuerdo con Sokal, en sus Imposturas intelectuales, para entender que las figuras retóricas a veces son también muy significativas de las carencias). Si Marx hubiera dispuesto del concepto de información le hubiera sido mucho más fácil pensar y entender lo que llamó el fetichismo de la mercancía. Otras corrientes, como la hermenéutica y la fenomenología se beneficiarían mucho, también, de incluir en su horizonte la extraña forma de ser que es la información. Pero no parece estar en la agenda por el momento.
Casi todo nuestro pensamiento contemporáneo se ha configurado sobre el horizonte de la civilización de las máquinas, es decir, de los dispositivos transformadores de energía. Sin embargo, la extraña relación entre energía e información es el gran territorio en el que se mueven la ciencia y la ingeniería contemporáneas. Las máquinas siguen siendo una parte sustancial de nuestro mundo, pero, como sabemos, son máquinas, cada vez más, organizadas mediante el flujo de información, tan importante como el flujo de energía. Nuestro capitalismo de casino es un capitalismo montado sobre la información (la bolsa ya está controlada por robots informáticos, no por cansados brokers gritones).
Muchas veces intento inútilmente argumentar que el olvido de la centralidad de la epistemología en nuestra cultura ha sido el gran éxito del capitalismo: un capitalismo de los buenos sentimientos, disfrazados de ética, que acepta casi todos los discursos "humanistas" menos los que ponen en cuestión las cuestiones centrales de distribución de bienes públicos. Y, hoy por hoy, la distribución y el control del conocimiento (información que proviene de una fuente fiable, para decirlo sin entrar en detalles técnicos) es la fuente básica de las desigualdades. Las otras se subordinan fácilmente a ésta. Las desigualdades económicas y políticas se sustentan sobre el control de la información y el conocimiento. Me llevaría mucho tiempo explicar cómo la incomprensión de la información impregna el trasfondo desde el que se elaboran las políticas públicas. Como si el conocimiento no figurase como un elemento tan central como la justicia en el orden de nuestras sociedades. Pero esto es lo que hay. Con la civilización de las máquinas también parece desvanecerse el sueño humboldtiano de una educación integral.
domingo, 21 de febrero de 2016
Fragilidad de lo ordinario
Lo ordinario es, en la primera acepción del diccionario de la RAE, lo común, lo regular, lo que sucede habitualmente. En una primera instancia está constituido por la previsibilidad. Incluso bajo circunstancias inusuales la previsibilidad se impone a lo excepcional. Así, una llamada al timbre de nuestra casa a las cuatro de la mañana se interpreta espontáneamente como una confusión de un vecino y un corte de electricidad como una avería temporal que será pronto reparada. En una segunda instancia, lo ordinario es un espacio afectivo: está constituido por redes de confianza básica que sostienen la vida cotidiana. No sospechamos de la báscula del carnicero ni de la aparente sobriedad del conductor de autobús.
No significa que no existan los conflictos. Al contrario, precisamente porque la previsibilidad y la confianza cimentan la existencia diaria, los pequeños conflictos, riñas, polémicas y odios vecinales y familiares ocupan buena parte del día, pero lo hacen bajo la convicción de que el orden fundante sostiene los desórdenes ocasionales. En estos conflictos siempre cabe la esperanza de acudir a las formas institucionales que sustentan ese orden como último recurso. Tampoco implica que lo que llamamos común sea lo de todos. Lo común es lo previsible, pero está conformado por un espacio de diversas formas de poder: económico, social, cultural, simbólico. Sin embargo, la trama del poder permite que los desposeídos organicen sus propias "tácticas" de supervivencia y resistencia, como estudió con perspicacia y amor Michel de Certeau en La invención de la vida cotidiana.
Precisamente por estas características, lo ordinario es, cada vez más abiertamente, en el mundo globalizado, un territorio abierto a la depredación, a la violencia explícita o al chantaje implícito. Françoise Sironi, una psicopatóloga que ha dedicado su vida al tratamiento de las víctimas de la tortura, y a pensar y escribir sobre ello, comienza su libro Psicopatología de la violencia colectiva, con este dato escalofriante: "Durante la Primera Guerra Mundial, la morbosidad entre civiles, es decir, el porcentaje de la población civil herida o fallecida, en relación con la morbosidad global (incluyendo reclutas y militares), era del 5 por ciento. Durante la Segunda Guerra Mundial, la morbosidad civil ascendía al 50 por ciento. En 1996, el número de civiles heridos o muertos en las guerras y conflictos contemporáneos se elevaba al ...90 por ciento". Hay razones para sospechar que en estos veinte últimos años la tasa no ha disminuido.
Los traumas intencionales causados a enormes colectivos a través de la amenaza, la violencia explícita y la tortura sistemática son los constituyentes básicos de las nuevas formas de conflicto en aquellos lugares donde cabe temer alguna resistencia o hay necesidad de beneficio rápido y hay que destejer los lazos que sostienen esos colectivos. Leer los libros de Sironi: Bourreaux et victimes (verdugos y víctimas) o la Psicopatología citada es darse un paseo por el infierno del mundo contemporáneo. La violencia del torturador no está dirigida a obtener información sino a romper estos lazos con el mundo. Sironi relata las lógicas de la tortura con empirismo científico, pues sostiene que hay que hablar de los daños y no esconderlos. Las privaciones, el terror, el dolor, las violaciones de los tabús sexuales y la deshumanización, humillaciones y violación de los tabús culturales, la creación de escenarios de horror. La persona torturada convierte a su cuerpo en su enemigo. Son sus órganos los que la afixian y los que se vuelven contra ella. La palabra del torturador se asocia con sistemática redundancia al dolor para conseguir, primero, romper los lazos con la comunidad, después, lograr el sometimiento e incluso la inversión de lazos, atando de por vida la víctima a su victimario.
No siempre la ruptura explícita de lo ordinario es necesaria. A veces es conveniente su mantenimiento bajo condiciones controladas. La crisis financiera actual fue resultado de una sistemática depredación de lo ordinario por parte de una compleja coalición de gobiernos, agentes financieros y empresas de construcción durante años: se producía una deuda sistemática, privada y pública, colonizando la confianza y esperanza, haciendo creer que la deuda era asumible, sabiendo que al final llegaría el día del pago. Nunca se explicó que se estaba manipulando la confianza básica en el intercambio económico cotidiano. Cuando llegó el día en que la deuda no podía demorarse más sin poner en peligro los beneficios, se recurrió a la estrategia del shock: una mezcla de amenazas políticas y económicas bajo el nombre de "rescate", que no eran sino rupturas de lo cotidiano: grandes masas de trabajadores y trabajadores fueron expulsadas a espacios de exclusión social y exilio, más como ejemplo que como resultado de alguna lógica económica. La deuda de las grandes corporaciones se cargó a los estados, que asumían ahora su función de controlar la indignación mediante nuevas formas de violencia y amenaza implícitas.
La fractura de lo ordinario que inducen estos episodios de excepción generan una ola a largo plazo de desconfianza y temor que enferma a la confianza básica en la que consiste lo ordinario. Las generaciones mayores sueñan con una vida cotidiana que ya no existe y las nuevas generaciones, nacidas en la onda del schock, sospechan sistemáticamente de que lo ordinario no sea acaso una forma de trampa. Confían sólo en sus breves y cortos lazos afectivos, pero ya no en el mundo que les rodea. El escepticismo, sostenía Cavell, es el precio que se paga por la ruptura de lo ordinario. La sospecha del otro se difunde con una psicopatología de la vida cotidiana que refleja bastante literalmente la de la persona o grupos torturados: interiorización del agresor, reducción del futuro al presente continuo, sospecha sistemática, incapacidad de socialización, cinismo e inestabilidad de carácter,...
Sironi conecta bien las nuevas formas de violencia. Señala cómo el flujo de emigrantes políticos en Europa, en otros tiempos ligados a la práctica de la tortura y violencia colectiva en diversos lugares del mundo, se mezcla ahora en una multitud indistinguible donde las causas políticas, sociales y económicas del horror se han entreverado en una única fuerza de huida de mundos desfondados donde lo ordinario pertenece ya a un pasado perdido. Cree necesario un nuevo campo que denomina la psicología clínica geopolítica, que aborde el tratamiento y la terapia para restaurar lo ordinario allí donde se ha destruido.
Las fracturas de lo ordinario en muchas ocasiones no son notorias a primera vista. Como otras formas de psicopatología, a veces coexisten con una apariencia de normalidad. La vida cotidiana continúa, pero los sentidos subyacentes han sido dañados y tienen difícil reparación. Si uno atiende a los medios públicos actuales, pienso fundamentalmente en España, pero podría decir cosas similares respecto a otros territorios, parecería que las tensiones y reyertas ideológicas, los comentarios y controversias siguen siendo interminablemente los mismos que otrora. Pero una segunda mirada, con más detenimiento, nos habla de una pérdida colectiva de sentido: una generación ha perdido las referencias, otra generación la esperanza. Se impone el cinismo, la violencia implícita en amenazas soterradas o en monopolio del control de los medios de comunicación. Mayores que miran a sus menores con miedo, con diversas formas de miedo. Menores que miran a sus mayores con desconfianza, con diversas formas de desconfianza. Palabras que han dejado de significar. Conversaciones que se convierten en gritos. Donde había un mundo ordinario ahora hay una gallera.
Sostiene Sironi que ya no es posible el diván. Que sólo la terapia en acción es posible, Que el terapeuta debe aprender en acción y que las víctimas deben restaurar en acción su mundo ordinario. Ha trabajado con numerosos casos: veteranos rusos de la guerra de Afghanistán, torturados de medio mundo, exiliados del terror. Y también victimarios y torturadores. Restaurar los lazos con el mundo y la confianza básica implica crear nuevas prácticas, nuevos espacios de vida cotidiana defendidos del odio. Implica la restauración de la vida. La palabra es aquí a veces innecesaria y otras insuficiente. La investigación en acción y la acción terapéutica son nuevos caminos para una posible y necesaria psicopatología geopolítica. La necesitamos.
domingo, 14 de febrero de 2016
Los conceptos perdidos
No podré asistir por mis múltiples clases de este cuatrimestre al seminario de filosofía y literatura que desde hace años llevamos un grupo de colegas de varias universidades. Había propuesto yo para la próxima sesión, dentro de unos días, leer Henry y Cato, de la filósofa y novelista irlandesa, profesora en Oxford, Iris Murdoch, así que me siento un poco como el Capitán Araña, que embarcó a los piratas y se quedó en tierra. De modo que, para compensar, escribo aquí unos rápidos apuntes sobre la novela de Iris Murdoch.
Murdoch pertenece, como filósofa, a una tradición en la que yo incluiría sin duda a Simone Weil, Albert Camus, Stanley Cavell y, tal vez, a Wittgenstein. Gente para quienes la filosofía es algo que interpela a sus vidas y escriben como respuesta a esa interpelación. El tema central de los escritos de Murdoch es la pérdida de los conceptos: vivimos en el lenguaje, lo usamos para representar nuestras vidas, e intentar parecernos a esos retratos que hemos hecho con palabras, Pero los conceptos, como los dioses, se han ido y han dejado sumidos a nuestros relatos, razones e imágenes en un vacío de autoengaños e incertidumbres. Como en los cuadros de Max Beckman (y la pintura de Beckman es un clave muy importante de la novela), las personas se han convertido en personajes-máscaras, casi guiñoles en manos de sus destinos absurdos.
Hay pocos autores que se muevan a la vez en la filosofía y en la literatura. Platón fue uno (y, de nuevo, Platón siempre está presente en la obra de Murdoch), Diderot, Rousseau, Unamuno, Camus, Murdoch, me vienen ahora a la cabeza. Por ello son inapreciables para pensar sobre las complicadas relaciones de la filosofía y la literatura. El caso de Murdoch es muy especial porque ella pensó mucho sobre estas relaciones y sobre cómo construían su propia obra. Ella niega una y otra vez que sus novelas ejemplifiquen ideas filosóficas o que sus personajes representen conceptos. Y tiene razón en parte: sus novelas ponen a jugar en la vida las ideas morales que ella elabora como filósofa: la atención, la persona, el bien. Y en los contextos particulares nos descubre a personajes descaminados, extraviados y desorientados para los que las palabras solamente son recursos inútiles, como las promesas que se hace a sí mismo el jugador dostoievskiano: "no volveré a jugar", sabiendo que esa frase no significa nada en su vida.
La novela, para Murdoch, no puede ser una novela de "tesis", por el contrario, nos sume en la perplejidad de las vidas complejas y nos deja en un pantano de ironías, sarcasmos e incapacidad de juzgar las vidas ajenas que estamos contemplando. Su biografía muestra esta misma complejidad que adscribe a sus personajes: seria y platónica como intelectual, su vida es apasionante como negación de lo que escribe: comunista militante durante muchos años, siempre dentro y fuera del catolicismo irlandés, promiscua sexualmente y siempre llena de ironía kierkegaardiana. Así sus personajes. Han perdido la fe y los conceptos, si es que podemos distinguir las dos cosas. Se han ido los dioses y con ellos los sentidos.
Su esritura es engañosamente realista al estilo dickensiano. Por el contrario, sus alambicadas tramas tienen mucho de oníricas. No se me ocurre mejor imagen para leer sus novelas que contemplar un cuadro de Max Beckmann. O quizá las comedias de Shakespeare. Hay mucho, mucho Shakespeare en Murdoch: sus tramas son teatrales. Como en Shakespeare, los objetos que aparecen están dotados de ciertas propiedades mágicas. Como el puñal en Macbeth, en Henry y Cato aparecen objetos: un revólver, un cuchillo, un tapiz flamenco, ...., donde se depositan los puntos de inflexión de la peripecia. Como en Shakespeare, al final hay falsas reconciliaciones y arreglos artificiosos que pretenden tranquilizar al público pero claramente tienen el efecto de inquietarle más. También en Henry y Cato las cosas parecen volver a su cauce, cuando está claro que el cauce se ha desbordado y ya no es posible recoger las aguas de la desesperación.
Quizás a muchos lectores no les atraigan los relatos de pérdida de fe religiosa --Henry y Cato es uno de ellos-- pero sería superficial leer a Murdoch como una escritora existencialista preocupada por la fe. La comunista perpleja que hay en ella es mucho más poderosa y cuando habla de la fe está sin duda pensando en las muchas fes que han desaparecido en el desierto de lo real. La fe en la historia, por citar una. Central en el argumento de Henry y Cato. Es muy curioso, en este sentido, como maneja Murdoch las claves de la ironía. A pesar de que el relato discurre a través de argumentos teológicos y morales, el marco es decididamente la lucha de clases. Sus personajes principales Henry Marshalson y Cato Forbes pertenecen a la clase dominante: uno a la aristocracia terrateniente y otro a la intelectual. Ambos tienen un buen concepto de sí mismos e intentan ser buenos. Pero se embarcan en imposibles aventuras sexuales con personas del proletariado a las que no entienden ni quieren entender: Stephanie Whitehouse, mujer de la limpieza que fingió ser la mantenida del hermano de Henry, y Joe el Guapo, un pequeño delincuente que desmonta los discursos morales del Cato el cura enamorado de él. Este conflicto es el que desvela los autoengaños de ambos personajes. Especulares, especularmente fracasados.
La magnífica entrada de Wikipedia para Henry y Cato en inglés tiene un largo spoiler que informará al lector interesado de la trama. Hay muchas formas de leer esta novela. A mí me ha recordado siempre el relato El Sur de Manolo Vázquez Montalbán: un experimento moral sobre burgueses que se asoman a la suciedad del proletariado y descubren las frágiles mimbres con las que han construido sus yoes. No hay moral ni moralina en la historia. No hay tesis filosófica a menos que mostrar el conflicto y la tragedia lo consideremos una forma de exploración filosófica. Hya una obvia metáfora detrás de la novela: la caverna platónica. Los dos personajes quieren salir de la caverna, pero el sol daña sus ojos. la realidad les vuelve ciegos. La platónica Murdoch se ríe aquí de sí misma con sarcasmo.
Me interesa mucho de la novela un personaje secundario, un viejo cura escéptico Brendan Craddock, amigo y consejero de Cato. Es, de todos los personajes, el más descreído y el que deja claras las cosas a los demás. Dejo aquí una de sus intervenciones, la que, me parece, da la clave de esta imprescindible novela para quienes les interese la relación entre filosofía y literatura:
"Vives en un estado ilusorio. La conciencia humana común es un velo ilusorio. Nuestra ilusión principal reside en el concepto que tenemos de nosotros mismos, de nuestra importancia, que no ha de ser violada. De nuestra dignidad, que no debe ser escarnecida. De esta ilusión mana todo nuestro resentimiento, todo nuestro deseo de violencia. Nuestro deseo de vengar las ofensas, de afirmarnos a nosotros mismos. Todos hemos sido escarnecidos. Cristo fue escarnecido. Nada puede haber más importante que eso. Somo un absurdo, caracteres cómicos en una vida de sueño. Y esto es la verdad, aunque nos toque morir en un campo de conceptración, aunque nos toque morir en la criz. En realidad, no hay ofensas proque no hay nadie a quien ofender. Y cuando dices "ahí no hay nadie" tal vez te encuentres al borde de una verdad importante (...) Dices que no hay nadie ahí, pero la clave que ha de captarse es que no hay nadie aquí. Dices que la persona ha desaparecido, pero ¿es que la eliminación de la persona no ha sido siempre una meta de tu propia disciplina?"
Tendría que haber dicho más cosas, que, por ejemplo, los conceptos, piensa Murdoch, no pueden rescatarse mediante más palabras, que, por lo mismo, la filosofía "analítica" es impotente en sus utópicos análisis de las condiciones necesarias e insuficientes, que lo que hay que lograr es rescatar la vida para que las palabras vuelvan a ser portadoras de sentido. Pero lo dejaremos para otra vez.
domingo, 7 de febrero de 2016
El drama de lo posible
Cuando fui joven, me devané los sesos con una paradoja que me planteaba la misma idea del compromiso político que por aquellos días se entrelazaba con mi compromiso con los estudios de filosofía. Nacía de un mensaje persistente y moralizador que recibía una y otra vez en las aulas (no diré el nombre del profesor, pero solía repetirlo mirándome con sonrisa sardónica): "la política es el arte de lo posible". Pero yo estaba por entonces convencido de que la política era el arte de lo imposible, el arte de hacer posible lo que parecía imposible. Por entonces creía que lo imposible era una sociedad libre e igualitaria. Igualitaria y libre. Todavía sigo creyendo las dos cosas, en la posible aparente imposibilidad de una sociedad igualitaria y libre y en que la política es el arte de lo imposible. La paradoja está (estaba) en la formulación de "hacer posible lo imposible".
El arte de lo posible es la administración. La administración prudente y cuidadosa cuida de la economía de lo posible, de la realización de lo que se ha hecho ya realizable, dispuesto un presupuesto disponible y un plan efectivo de acciones que habrán de hacer realidad lo que ya era una posibilidad real. La política, por el contrario, comienza antes o después, cuando la posibilidad no existe aún y hay que presentarla, representarla, imaginarla, construir las condiciones de su posibilidad y cimentarlas para evitar que se desvanezca de nuevo en la imposibilidad. La política es lo que llamamos hacer historia, la administración es simplemente vivir en ella. Aún lo sigo creyendo, y, como entonces, me asalta la duda y el deseo que vive entre las dificultades y esperanzas de hacer posible lo imposible.
El arte de la política se mueve en tres espacios diferentes que tienen sus propias reglas, constricciones y derivas dinámicas: el espacio de poder, el espacio de la representación y el espacio de la imaginación. En los tres es necesario intervenir para crear las posibilidades. El espacio del poder es increíblemente complejo, como nos enseñan los teóricos como Pierre Bourdieu: es el espacio de los campos de la economía, del poder simbólico y cultural, del capital social. Y también, como he recordado en múltiples escritos, es el espacio de las posibilidades técnicas. Pues la técnica limita la democracia, como también la democracia limita la técnica. En este espacio de fuerzas reales, la política consiste en la movilización a favor de una determinada posibilidad de fuerzas sin las cuales permanecería en el terreno de lo imaginario. La política, en este espacio, es algo que ejerce la sociedad civil transformando sus propias estructuras, las que sostienen las correlaciones en las diversas formas de capital y movilizando el conocimiento para la innovación social y técnica.
Este esfuerzo, que tradicionalmente se ha concebido como el "verdadero" terreno de la política, es insuficiente y muchas veces improductivo sin la transformación de los espacios de representación y de la imaginación.
Los filósofos y filósofas de la política (pienso ahora en Habermas y Hanna Arendt) nos han hecho pensar mucho sobre la doble significación del término representación. Por un lado, el espacio de la representación consiste en la presentación de las posibilidades y de las posibilidades de las posibilidades, en un lenguaje común, en un medio común e inteligible de intelección. Una posibilidad solo lo es si es representable, si se convierte en un modelo que habrá de hacerse realidad. Por ello, el trabajo de representación es un trabajo de la palabra y el intelecto, de conversión en conceptos lo que de otro modo sólo serían afectos. Por otro lado, la representación sólo es posible en lo que podríamos llamar el teatro o el escenario donde se desenvuelve la confrontación y el debate. En una democracia avanzada el teatro de la representación es múltiple: es la esfera pública y es el conjunto de lugares donde coinciden quienes toman la palabra en lugar de otros. Los parlamentos son múltiples: algunos se institucionalizan mediante la concesión formal de la palabra mediante el voto, otros son menos formales pero no por ello menos importantes. Son los espacios donde se levanta la voz y se toma la palabra para interrumpir, increpar, interpelar o razonar. Son espacios de apropiación de la palabra.
Las sociedades autoritarias son aquellas que debilitan la representación. Muchas veces mediante la coerción, es decir, usando el miedo para impedir la representación. Otras veces, las más dañinas, mediante el monopolio de los medios de representación, con la intención explícita de no hacer posible la representación de otras posibilidades, o de sugerir la imposibilidad. En este teatro de las representaciones, a veces los medios representacionales son solamente títeres de las fuerzas de poder. El espacio de representación se debilita en la misma medida en que pierde autonomía respecto al espacio de fuerzas, cuando se convierte en nada más que una "representación" de la fuerza.
Por último, y más importante, el conflicto político ocurre en el espacio de la imaginación. La imaginación es el lugar donde nacen las posibilidades, donde comienza la posibilidad de la posibilidad. La imaginación es la fuente del miedo y del deseo, es en la conexión profunda con los afectos donde el espacio de la imaginación crea las posibilidades. Porque, a diferencia del mundo animal donde la posibilidad está dada por las fuerzas naturales, en el mundo humano la posibilidad no lo está: solo existe cuando es imaginada. Hay aquí un territorio de conflicto donde lo explícitamente representado no basta, donde lo imaginado nace de los impulsos básicos de la existencia, donde el miedo a mirar se confronta con el deseo de hacerlo. El poder autoritario siempre controla la imaginación a través del uso directo o indirecto del miedo. El miedo es siempre la enfermedad de la imaginación. Una imaginación herida siempre produce miedo del mismo modo que el miedo hiere la imaginación. Lo saben bien las sociedades autoritarias en las que la violencia no se dirige tanto a infligir dolor como a crear miedo y a dañar la imaginación. La violencia, la nueva, la más persistente, es, cada vez más, violencia contra la imaginación. Uso coercitivo de los afectos.
Estoy hablando de teatro, de cómo la imaginación puede ser dañada por medios representacionales que no son sino representaciones de las fuerzas de poder. Estoy hablando de cómo una sociedad se vuelve cada vez más autoritaria. Y cito aquí la nota de Santiago Alba Rico, comentando cómo dos titiriteros pueden ir a la cárcel sin fianza por intentar representar la manipulación política. Estoy hablando de mi país. Ahora:
Paradoja criminal. Una obra de títeres que denuncia la criminalización política interesada es objeto inmediato de una criminalización política interesada cuyo destinatario real es el Ayuntamiento de Carmena, el cual, en lugar de solidarizarse con los mensajeros injustamente criminalizados, ahora en la cárcel, intenta descriminalizarse criminalizando también a las víctimas, con lo que sólo consigue parecerse a los criminalizadores, y ello de una manera tal que, sin rehabilitarse a los ojos de los que no pararán hasta restablecer el antiguo régimen en el Ayuntamiento, se deslegitiman a los ojos de quienes tenemos que sostenerlos allí. Puede que la obra fuera mala y demagógica (no la he visto) y además inadecuada para niños; y si este es el caso habrá que reprochar a los responsables municipales que, en una situación tan delicada, con tantas cosas en juego, hayan sido tan poco cuidadosos y previsores. No había por qué contratarlos y, desde luego, una vez contratados, habría sido bueno advertir que se trataba de una pieza para adultos. Pero justificar o no denunciar ahora este intolerable atropello contra la libertad de ficción supone declararse derrotado en el único espacio real -el de los derechos civiles y culturales- donde somos más fuertes que ellos. De momento hay dos personas en prisión incondicional (¡prisión incondicional!) por haber exhibido, en el contexto de una ficción teatral, una pancarta tan absurda que, en su misma explicitud, se autodestruye como cuerpo de delito. Como sabemos, uno de los rasgos definitorios de las dictaduras es el de la literalidad y la oligosemia: el de una práctica punitiva que ignora la diferencia entre realidad y ficción, entre política y arte, para castigar frases aisladas y sin contexto (atribuidas a intenciones prejuiciosamente penalizadas). En los años 80 escribí los guiones de la bruja Avería, que se emitían en un programa infantil en la 1ª cadena de TVE y en los que este malvado y divertido personaje no dejaba de reivindicar la dinamita, la nitroglicerina y las explosiones nucleares. Al parecer empezamos la segunda transición con menos libertades y menos coraje. No conozco a los titiriteros encarcelados y no siento ninguna admiración por ellos; ni siquiera estoy seguro de que su pieza teatral me gustara. Pero como autor de los guiones de Los Electroduendes, votante de Ahora Madrid y crítico feroz de la primera transición, no puedo dejar de expresar mi solidaridad con los encarcelados y mi preocupación por estas prácticas criminalizadoras (y nuestra escasa respuesta ante ellas), criminalización de la que la víctima final y verdadera es la sociedad española y sus deseos y oportunidades de cambio
Suscribirse a:
Entradas (Atom)