¿Tienen algo que ver el amor y la
justicia?, ¿son tan diferentes como parece? Se dice "la justicia es
ciega" y también se dice "el amor es ciego" aunque las dos
frases parecen expresar significados contradictorios. Se quiere aludir a la
imparcialidad en lo que respecta a la justicia y, al contrario, la parcialidad
que no acabamos de entender en lo que respecta al amor. "¿Cómo pudo
enamorarse de esa persona?", nos preguntamos al contemplar tantas diferencias
entre las dos, mientras que apreciamos que quien juzga no se deje influir por
el poder o riqueza de quien cae bajo su jurisdicción. Sí, así es a primera
vista pero, ¿están tan claras las asimetrías del amor y la justicia? En un
seminario que tuvimos esta semana, la filósofa de Arizona Rachel Fedock nos
planteó esta pregunta con objeto de disolver la ilusión de las distancias
conceptuales entre amor y justicia. Desde que la oí, he estado pensando sobre
ello y creo que tiene razón esta filósofa. Hay profundos vínculos que no
notamos porque tenemos malos conceptos y peores prácticas en ambos campos que
son tan constitutivos de la vida humana.
El amor es una relación extraña entre
personas. Como el tiempo, recordando la repetida conclusión de Agustín de
Hipona, sabemos lo que es, pero si nos preguntan qué sabemos, no podríamos
responder. Pues el amor se dice de muchas formas y modos: sentimos amor por los
miembros de nuestra familia, por nuestros amigos, por las personas con las que
querríamos formar una pareja o la hemos formado, ... En cada uno de los casos,
el amor se dice en segunda persona, está orientado a un "tú", no a un
"él" o "ella". Implica un deseo de bien para esa persona
por ser esa persona, sostenía Aristóteles, pero hay muchas más cosas que
descubrir en lo que llamamos amor. No es exactamente una emoción, no
"sentimos" amor en cada instante del día, sería algo agotador. Pero
tampoco dejamos de sentirlo en los momentos que compartimos con la persona
amada, o en los que la recordamos. En realidad se encuentra en el ámbito de lo
que puede llamarse una "metaemoción": una disposición a producir
conductas, sentimientos, estados, etcétera. El amor comparte con la confianza
esa condición metaemocional. Simone Belli y yo hemos publicado recientemente un
artículo precisamente sobre ello referido a la confianza(*). Ambos resultan de
procesos largos, que articulan vínculos, relaciones, acciones y sentimientos en
la forma de un relato: "tuvieron una historia" cotilleamos de esas
dos personas conocidas. Queremos referirnos a sus amores durante un tiempo.
Esta capacidad del amor para ordenar
nuestras vidas, para construir relato, fue glosada con hermosas palabras por
Pablo de Tarso en la I Carta a los Corintios: "Aunque yo hablara todas las
lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana
que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y
conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una
fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para
alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no
me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso,
no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio
interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la
injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las
profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia
desaparecerá.". Es un canto tanto a
la necesidad como a la parcialidad del amor.
Pablo de Tarso, sin embargo, no tenía un
concepto del amor en el que se incluyera la justicia. Su metáfora preferida
para el amor era el cuerpo: así como una mano se debe al cuerpo, así nos
debemos a la persona amada, o a la comunidad entera. Una metáfora que no está
exenta de perversiones y que ha sido usada sistemáticamente para justificar la
sumisión de la mujer al marido, su entrega a la familia perdiendo toda su
autonomía. El feminismo contemporáneo, por el contrario, ha clamado contra esta
perversión del amor. El amor implica justicia. Implica, ante todo, respeto por
la persona amada. Respeto a sus características, a su modo de ser, a sus
decisiones, a su cuerpo y, en definitiva, a su autonomía. "Libre te
quiero", cantaba el bello poema de Agustín García Calvo. El amor implica
el deseo y el compromiso con la libertad de la persona amada. Implica liberarse
del miedo a la libertad de aquélla. Si el amor nos hace libres es porque a través de él logramos liberarnos del miedo a la libertad. La violencia suele estar motivada
por ese miedo. El maltratador es una persona que oculta en su vesania e
insolencia un profundo miedo y una cobardía existencial. Si no hay justicia y
respeto a la autonomía, no es amor, será otra clase de dependencia o dominio,
pero no amor. No nos debemos al otro como un órgano al cuerpo, sino como
personas libres que deseamos que la otra persona crezca en libertad. Después,
habiendo garantizado la autonomía, el amor procura el cuidado, el sentimiento,
la intimidad y la amistad. Después. Esta reivindicación feminista del amor, de
tan larga historia y de tan poca realización, se extiende a todas las formas de
amor. El amor parental, por ejemplo. No hay cosa más triste que ver a hijos e
hijas cuyas vidas son destruidas por el miedo de los padres a su libertad. Los
padres lo viven como amor cuando es solamente destrucción.
Y en la dirección contraria, ¿tiene algo
que ver la justicia con el amor? Este fue el ideal republicano, eclipsado por
el capitalismo, como bien nos enseñó Toni Doménech. La fraternidad, exigía el
cuarto estado en la Revolución Francesa, es un componente básico de una república
bien construida. Aristóteles también lo había afirmado. La filía es un vínculo
que une a los habitantes de la polis. Sin ella todo es puro negocio o contrato,
no justicia. La fraternidad es una forma de amor que se muestra en las
conductas, no en los sentimientos. Es una disposición al cuidado del otro a la
protección y seguridad de su vida y derechos. Así, la justicia, como también
nos enseñó John Rawls, no se asienta sólo en la imparcialidad sino también en
la sensibilidad a la diferencia, a la parcialidad en favor del más débil. Rawls
decía que no tenemos un concepto de justicia, que la democracia y la política
sobrevivirán sólo en cuanto sean capaces de conquistar un concepto común de
justicia. Pero establecía estas condiciones mínimas, y el principio de
diferencia es un principio de cuidado, un principio que implica fraternidad
básica entre ciudadanos. No tan diferente como pueda parecer
respecto a Rawls, Amartya Sen proponía otro concepto de justicia basado en las
capacidades para construir una vida propia, para formar planes y llevarlos a
cabo, una justicia, decía, entendida como libertad. Una sociedad justa es una
sociedad donde los ciudadanos pueden hacer planes de vida. Donde tienen futuro,
donde hay un reparto de las posibilidades de vida. Aquí, de nuevo, aparece la
necesidad del cuidado del otro para que pueda ser libre. La idea de justicia
ciega, insensible al cuidado del otro, no es justicia sino un puro modus
vivendi que contiene un núcleo podrido de injusticia. Así, las sociedades que
abandonan el cuidado a la "caridad", la iniciativa privada, el
mecenazgo o a los sentimientos personales de compasión se construyen sobre una
base profundamente injusta. Abandonan el núcleo de filía que debe tener una
república justa. Sé que los especialistas en filosofía del derecho abominan de estas ideas, que consideran premodernas y ajenas al mundo en el que vivimos. Por eso se pierden en leyes y constituciones y no hallan nunca el sustrato sobre el que se edifican las sociedades justas.