Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 28 de enero de 2018
Esperanza vs. felicidad
He llegado a la obra de William Davies La industria de la felicidad de forma indirecta, sin haber leído las múltiples reseñas que recibió en la prensa cuando se tradujo al español hace más de un año. Fue a través de su trabajo conjunto con la socióloga de la ignorancia estratégica, Linsey McGoey, con la que escribió un artículo sobre la relación entre el neoliberalismo y la ignorancia, del que hablé en la entrada de la semana pasada. En esta obra, Davies, también sociólogo de la economía, relata las relaciones entre la psicología y la economía liberal, sobre cómo el utilitarismo de Bentham, el conductismo de Watson y las nuevas modalidades de la gestión de las emociones (mindfulnes, reiki, coaching...) se tejen con la historia de la econometría desde Jevons a las nuevas formas de capitalismo emocional.
Hay dos hilos conductores en el libro. El primero es la confluencia entre el mito cientificista que ha mantenido mucha psicología acerca de la desconfianza radical del lenguaje sobre nosotros mismos y la microeconomía. El desprecio a los conceptos mentales diarios para dar cuenta de nuestro estado mental --que ha conducido a generaciones de psicólogos y neurocientíficos a buscar "medidas" objetivas independientes de lo que cada uno piensa de sí-- converge con la idea de que los mercados son computadores que informan del estado general de las preferencias (y felicidad) de la población y al tiempo máquinas de ajuste casi perfectas del mejor grado posible de distribución de la felicidad. La idea de que el mercado habla mejor que las personas sobre sí mismas, porque sus elecciones de oferta y demanda revelan sus verdaderas preferencias, que está en la base de la microeconomía clásica, unida al uso de un aparato conductista, que también está en la base de múltiples indicadores contemporáneos, explican conjuntamente por qué la economía ha invadido áreas sociales nuevas, desde la gestión de la educación y la salud hasta la propia psicología (picoeconomía, teorías del cerebro como espacios de competencia entre redes neuronales, etc.) o la vida afectiva cotidiana (Gary Becker).
El segundo hilo es la historia del uso aplicado de la psicología en la creación de instrumentos para "perfeccionar" el mercado como productor de felicidad. La misma psicología fue descubriendo que el "homo economicus" era un computador poco fiable en lo que respecta a la maximización de la utilidad (como indicador de la búsqueda de la felicidad), que estaba lleno de agujeros en su racionalidad, de "mecanismos" psicológicos, y que era básicamente un ser conducido por las emociones, por lo que se desarrolló toda una industria para usar estos mecanismos a favor del mercado y de la gestión empresarial. Davies se centra, en este nuevo hilo, en dos historias: la de la publicidad como psicología aplicada a la producción de deseos, y la reciente industria mundial de los gurús predicadores de felicidad y promotores de cursillos, técnicas y métodos de organización empresarial dedicados a usar la búsqueda de la felicidad como motor de productividad en la empresa y, en general, en los planes de vida.
Aunque Davies no lo hace explícito en esta obra, su relato va dejando entrever la diferencia entre el optimismo de la econometría liberal de las primeras generaciones, que creía en el perfecto ajuste entre el mercado y los productores y consumidores como agentes perfectamente racionales, y el neoliberalismo de las generaciones actuales, quienes ya saben que ni los agentes son perfectamente racionales ni hay mercados perfectos, por lo que hay que construir "andamios" políticos, psicológicos y técnicos para crear ajustes que conduzcan a una mayor producción de ganancias. Toda la ingeniería contemporánea del "sea usted feliz", "encuentre en sí mismo los recursos", "tú puedes",... es parte de este inmenso aparato externo que sostiene al capitalismo contemporáneo.
No es difícil descubrir cómo la publicidad usa los mecanismos emocionales para generar deseos. El genial anuncio de la ONCE de hace unos años, que usaba dos lemas "voy a ser yo" y "no me llames iluso porque tenga una ilusión" para vender un producto de lotería, se basaba en el sesgo llamado "wishful thinking" que transforma las probabilidades subjetivas de lograr algo cuando ese algo se desea mucho. Hay innumerables ejemplos de este empleo de nuestra particular forma de racionalidad emocional para alimentar los motores del mercado. Últimamente estoy reflexionando mucho sobre lo que llamo "polarización estratégica", que no es sino el uso sistemático y manufacturado del sesgo de polarización de grupos para producir adición a las redes y mantener la inmensa industria de las redes sociales y los medios de comunicación.
La polarización de grupos es un mecanismo bastante bien conocido desde los años setenta: personas que habían entrado en una discusión con sus propias ideas matizadas, cuando descubren que se dividen en dos grupos de opiniones, radicalizan sus posiciones para adecuarse al grupo en un grado que nunca harían reflexionando personalmente. El mecanismo articula dos sesgos: el sesgo de confirmación, por el que la evidencia a favor de una opinión se hace más visible y adquiere mayor peso que la contraria, y el sesgo de socialidad, por el que las personas harán cosas que no estaban dispuestas a hacer sólo para ser reconocidas por un grupo del que se sienten miembros o quieren llegar a serlo. No sólo las redes sociales como Twitter o Facebook viven crecientemente de este mecanismo, sino que la estrategia se ha extendido a todos los medios de comunicación y de ahí a la gestión interna de los partidos políticos, que usan sus aparatos de "redes" para producir estratégicamente polarización a favor de los proyectos de las direcciones correspondientes.
Al final, todo esto constituye la industria de la felicidad, como la denomina Davies. Y aquí es donde nace el principal problema filosófico. Se construye la civilización contemporánea sobre políticas de la felicidad, que no son sino vanos intentos de evitar el sufrimiento mediante la gestión individual e individualista del deseo. Supone un cambio radical en la historia de la humanidad y, posiblemente, un cambio catastrófico porque lo que produce son ciclos de realimentación de las mismas causas que generan el sufrimiento. El uso del orientalismo, de las muchas formas de estoicismo y tantas filosofías de la felicidad confluyen siempre en la misma conclusión: "si no puedes cambiar el mundo que te produce sufrimiento, trata de cambiarte a ti mismo", las llamadas al entusiasmo, que critica Remedios Zafra en su reciente libro El entusiasmo, son paliativos que reproducen las condiciones que causan el estrés, las depresiones, los desánimos, las anomias y los síndromes de cansancio que nos invaden.
Frente a estas políticas de la felicidad como escape individual del sufrimiento deberíamos estar poniendo en marcha políticas de la esperanza, modos de elaborar juntos proyectos de vida y futuro cuya base sea precisamente la colaboración en esa construcción conjunta. La esperanza es una actitud emocional que está producida por la confianza básica en el mundo: saber que si algo o alguien me daña también habrá alguien que acudirá en mi ayuda y me cuidará. La confianza básica en el mundo es el lazo más sólido que ha sostenido a las comunidades humanas desde el comienzo de la historia. La esperanza, como emoción social básica, que nace de la trama social que nos articula como personas, es lo que se pone en peligro cuando todo conspira hacia una sociedad de la competencia, de la búsqueda individual de la felicidad, de las soluciones internas que se basan en la ignorancia de cómo cambiar las circunstancias que producen el sufrimiento.
Las lógicas del individualismo y de la competencia, desgraciadamente, han invadido también a los partidos y movimientos que tendrían que promover políticas de esperanza cuando lo que hacen es simplemente montar escaleras para el ascenso individual. En el tercer tomo de su inmenso El Principio Esperanza el viejo marxista Ernst Bloch preguntaba al lector cómo podía explicarse que los militantes comunistas fuesen al cadalso impávidos, que hubiesen aguantado largas torturas sin denunciar a sus camaradas, y todo ello sin creer en una vida tras la muerte. La respuesta, decía, está en la confianza básica sobre las que se sostenía su esperanza. Las lógicas de la indignación sobre las que tantas veces se apoyan los partidos no son sino vanas subordinaciones a los mecanismos de la polarización, sumisiones a la lógica del mercado. Ser anticapitalista hoy no puede ser otra cosa que construir la esperanza que nace de los lazos sociales y la confianza en los de al lado allí donde no hay otra cosa que carreras por la felicidad.
domingo, 21 de enero de 2018
El poder de lo que ignoramos
Una de las cosas que ignoramos del poder es el poder de lo que ignoramos. Me referí muy por encima a ello hace unos días, en FaceBook, en una nota que titulé "La ignorancia como capital cultural" y desearía ampliar la idea que allí medio esbocé al calificar la ignorancia como capital. La calificaba como capital cultural, pero se puede ampliar el calificativo a capital sin más, en todas sus modalidades. La tesis es que en la sociedad del conocimiento la ignorancia cumple una función tan importante como ignorada. Que la ignorancia de la ignorancia y sus funciones es, además, un componente estructural de la fábrica político-económica y social de nuestro mundo.
La ignorancia a la que me refiero es a la ignorancia manufacturada, producida estructuralmente como condición de existencia del sistema en sus trabas básicas. El estudio de esta ignorancia ha sido propuesta por el historiador de la Ciencia Robert N. Proctor con el nombre de Agnotología, para diferenciarla de la Epistemología, que se ocuparía del conocimiento como un bien. La agnotología, así, se ocupa de la ignorancia como un bien o, si se quiere pensar más económicamente, como una mercancía o como un capital.
Un ejemplo nos puede ayudar a entender esa función positiva a través de la analogía con el fenómeno de la obsolescencia programada. La obsolescencia, en general, desde el punto de vista de la técnica y el diseño es, en principio, un mal que hay que evitar. Las máquinas de tren, por ejemplo, se diseñan para que sigan funcionando a lo largo de décadas, al igual que las grandes máquinas militares como los portaaviones o los submarinos nucleares, diseñados para que puedan tener vidas operativas largas. Sin embargo, si atendemos al mundo de la industria contemporánea, esta resistencia a la obsolescencia se considera antieconómica. Los más variados gadgets de los que nos rodeamos están diseñados intencionalmente para que su vida sea corta y los sustituyamos pronto. Todas las marcas presentan cada año sus nuevos modelos pensados para sustituir a los obsoletos. Así pues, la economía se sostiene sobre el uso estratégico de un mal convertido en bien: la obsolescencia.
Con la ignorancia, entendida en sus múltiples modalidades (error, o creencia falsa), ausencia de creencia verdadera, como muro cognitivo o social al conocimiento (metaignorancia), ocurre algo muy similar. Se convierte en un bien productivo y básico. Incluso en el corazón de la economía, como han estudiado la socióloga Linsey McGoey y el economista William Davies en su Introducción a la Sociología de la Ignorancia. Uno de los trabajos que incluyen en el texto es acerca de la intrínseca relación del neoliberalismo y la ignorancia. Comienzan describiendo cómo en la crisis producida por la burbuja de las subprime, que como sabemos eran productos financieros sin apenas base económica y un altísimo riesgo, la ignorancia fue uno de los motores del funcionamiento del aparato de ventas. Así, a pesar de que los vendedores tuvieran suspicacias, el apoyo de las grandes agencias de rating, que calificaban los riesgos como casi nulos fue central para la génesis y mantenimiento de la burbuja (a pesar de que hay aproximadamente 74 agencias en el mundo, de hecho la calificación es casi un oligopolio en manos de las tres gigantescas: Standard&Poors, Moody's y Fitch). Más tarde, se argumentó que no puede conocerse todo. Alan Greenspan aducía estas disculpas para cubrirse las espaldas ante los destrozos de una situación en la que él había colaborado con enorme poder. En los juicios posteriores a la crisis, se defendió que era imposible calcular las contingencias improbables que podrían llevar al hundimiento de las subprimes. Esta mezcla de confianza chulesca e insolente, con calificaciones de triple A, antes de la crisis, y de cínica disculpa después, es lo que McGoey y Davies consideran que es esencial en el capitalismo neoliberal.
En el liberalismo tradicional, argumentan, la ignorancia ya era un bien. Así, Friedrich Hayek defendía que el mercado funcionaba bien si se basaba en la ignorancia. Lo único que deberían conocer los consumidores eran sus propios deseos e intereses. Del egoísmo de los consumidores se extraía el bien del equilibrio del mercado: los precios, señalaba, serían el vivo signo de la eficiencia del mercado ajustando los mutuos deseos del vendedor y el comprador. Este modelo de la Escuela Austriaca está en la base pero no es lo mismo que el modelo de funcionamiento del mercado que popularizó la Escuela de Chicago y que consideramos como neo-liberalismo. En esta nueva versión, las fuerzas ciegas del mercado liberal son moduladas desde arriba por dos garantes de la "calidad" del mercado. Por un lado por las instituciones que "monitorizan" el estado de los agentes, es decir, por el gran aparato de "rating" y "ranking" que valora y ordena los riesgos y da información a los agentes. Por otro lado, el gobierno, el gran ausente (y gran mal) en la economía de Hayek, ahora entra con una función positiva: la de garantizar, incluso por la fuerza, la "competencia" y "competitividad". A diferencia del liberalismo, el neoliberalismo adopta una suerte de metáfora biologicista de los mercados ya no como computadores de intereses sino como organismos adaptativos que colonizan nichos y producen paisajes de eficacia. Lo cierto es que la "información" sobre la que se basa el sistema es de hecho ignorancia programada. Se basa en modelos de proyección futura del pasado inmediato que se guarda bien las espaldas contra las contingencias. Los economistas (la economía como ciencia) opera en el neoliberalismo como un agente garante del funcionamiento del sistema, paralelo al de los grandes poderes del estado. De hecho, se apoyan mutuamente: la información de rating se apoya en el supuesto de que el estado, al final, garantizará por medios económicos o militares la estabilidad del sistema.
Pero en realidad esto es una doble ignorancia que se refuerza mutuamente. Vayamos al estado: el garante de la estabilidad y calidad de la competencia sostiene su poder sobre la ignorancia. Así, la Segunda Guerra del Golfo se legitimó sobre lo que Donald Rumfeld, uno de los genios creadores del neoliberalismo en política, llamó "unkown uknowns" (incógnitas desconocidas), a saber, sobre la posibilidad de que Irak pudiera poseer o fabricar "armas de destrucción masiva". La Guerra de Irak se apoyaba en un condicional contrafáctico: "si hubiese armas de destrucción masiva, tendríamos que intervenir". Como sabemos en lógica, los condicionales de este tipo no pueden ser refutados. Pero son operativos políticamente. Si se llega a Irak y no se descubren armas por ninguna parte, siempre se puede aducir que no puede conocerse todo, pero que aún así hay que prevenir. Condoleeza Rice, la Secretaria de Estado de Bush durante la Guerra del Golfo, elaboró, por su parte, esta doctrina de la guerra preventiva contra el terrorismo, basada, a su vez, en condicionales del tipo anterior. Pero estos condicionales, que Popper habría calificado sin dudar como ignorancia no son cualquier cosa: son los garantes sobre los que las agencias de rating se permiten sus proyecciones optimistas. Es una especie de enorme sistema sostenido sobre tres patas: la ignorancia sistémica, el afán insaciable de lucro y, al final, la amenaza de violencia condicional como garante.
La ignorancia, además, tiene otras funciones sociales muy importantes. Una de ellas es la de minar la posible crítica al sistema. Robert Proctor, el promotor del término "agnotología" dedicó una gran parte de su investigación histórica a reconstruir cómo las grandes compañías tabacaleras habían empleado enormes sumas de dinero y creado fundaciones con el único objetivo de socavar la confianza en los numerosos estudios científicos que mostraban que la relación entre el consumo de tabaco y el cáncer de pulmón era algo más que una mera correlación estadística. Lo mismo ha ocurrido recientemente con los estudios que muestran el origen antropogénico del cambio climático y, en general con muchas de las advertencias sobre los riesgos ecológicos de nuestra civilización. Mientras se asumen riesgos irracionales, se atacan todos los estudios que proponen medidas precautorias ante los riesgos desconocidos. El neoliberalismo es, al final, una enorme metafísica del "vivi pericolosamente".
Una tercera función de producción de ignorancia es la del establecimiento de muros estructurales a la circulación del conocimiento. El que no circulen conocimientos se convierte en parte sistemática del funcionamiento del aparato cultural de la sociedad contemporánea. El filósofo Charles W. Mills, estudioso de los prejuicios de raza, habló de la "ignorancia blanca" o ignorancia de los blancos acerca del mundo de la vida de los negros. En general podemos extrapolar esta ignorancia a todos los prejuicios. De clase, por ejemplo: el capitalismo cultural ha mutado de ser un sistema de pura desigualdad económica a serlo también cultural. La idea de que los de abajo van a estar así permanentemente porque son incapaces de adaptarse a los nuevos conocimientos exigibles por el mercado forma parte ya de la ideología de la llamada "Cuarta Revolución Industrial". La socióloga de la ciencia feminista Nancy Tuana ha estudiado un caso de lo que se llama ahora "undone science" (o ciencia inacabada, o ciencia por hacer), es decir, ciencia que no se ha hecho por prejuicios. Su caso es el del desconocimiento sistemático en textos y enseñanza de la sexualidad femenina, desde la fisiología básica al comportamiento sexual. S. García Dauder y Eulalia Pérez Sedeño, en su reciente libro Las 'mentiras' científicas sobre las mujeres' se extienden pormenorizada y argumentativamente sobre esa metaceguera estructural de la investigación y de los sistemas educativos.
Con lentitud, a pesar de las resistencias pero con una nueva fuerza, el estudio de la función estructural de la ignorancia se va abriendo paso en la investigación. Se ha usado con propiedad la metáfora de "el emperador está desnudo" para calificar la creciente hibris de las popularizaciones de la llamada "sociedad del conocimiento" que igualmente podríamos denominar "sociedad de la ignorancia". Poco a poco, también, la epistemología tradicional, muy individualista y centrada en una aspiración a lo seguro, al conocimiento concebido como una fortaleza de certidumbre, va descubriendo el papel de la ignorancia. Lo que es algo paradójico, pues el control de la ignorancia fue desde el comienzo la base del método científico. Como sabemos desde la escuela, el lenguaje de las matemáticas, desde que los árabes descubrieron el álgebra, se basa en el control de las "incógnitas", nombres que le damos a las variables en las ecuaciones. Un experimento, en las ciencias empíricas es también un producto de un diseño ingenieril para aislar una incógnita natural. Los economistas neoliberales, sin embargo, no entienden muy bien estas funciones científicas de la ignorancia.
Recientemente Antonio Cabrales (en un tiempo colega de la Universidad Carlos III de Madrid, ahora en el University College de Londres y economista de la educación, entre otras cosas, promotor también del influyente blog Nada es gratis y de FEDEA, uno de los "think-tanks españoles del neoliberalismo) se quejaba de los que nos quejamos del estado ideológico de los economistas y de que es una ciencia con hipertrofia matemática y poca base empírica. Afirmaba que la economía actual es empírica y experimental y que los críticos no leemos las revistas de economía. Bueno: no diría que es completamente incierto lo que dice, pero habría que responder también que la base empírica de la economía contemporánea nace sesgada muchas veces por las bases de datos realmente existentes, que tienen cegueras sistemáticas hacia lo desconocido. Habría mucho que decir al respecto. Amartya Sen en un viejo artículo sobre "el valor de la vida y la muerte" ya habló sobre la incapacidad de la economía para elaborar el valor de bienes intangibles como, por ejemplo, la diversidad biológica. Pero el mismo Antonio Cabrales, en un artículo colectivo sobre la medición de riesgos aplicando un modelo físico de entropía, muestra hasta qué punto la ilusión de ser una ciencia como la física (a veces como la biología) está infectando a la economía. Si algo se sabe en física es que la entropía es uno de los conceptos más importantes y más difíciles de manejar. Generalmente se usa en termodinámica y otras ciencias relativamente a las variables que definen las funciones de estado de un sistema. Los economistas extrapolan estas ideas desde los sistemas físicos a los sistemas de expectativas como si esa transición fuese natural por el hecho de que la entropía está relacionada con la información. En fin, pongo solamente aquí un ejemplo de estas cegueras usando una de las definiciones del artículo. Nótense las maneras en las que se definen los agentes y cómo se "estructura" manufacturadamente la información:
Definition 3 Information structure α investment-dominates information structure β for wealth w if, for every price µ < w such that α is rejected by all agents with utility u ∈ U∗ for every opportunity set B ∈ B∗ , β is also rejected by all those agents.
Seguiremos.
viernes, 12 de enero de 2018
Arriba y abajo
Como en Barrio Sésamo, como si Epi y Blas nos
enseñasen el mundo, y tal vez no sería extraño pues estamos aún en la
infancia de la democracia, la teoría política contemporánea podría definirse
con las categorías de Arriba/Abajo, Fuera/Dentro, Antes/Después. Hay topologías
espacio-temporales sobre las que se construyen las ideologías. La más
tradicional, en la que hemos crecido, fue la de Izquierda/Derecha (y su
correspondiente conservador/progresista). Hoy, al decir de muchos, esta
dicotomía se ha convertido en algo vacío cuando no habitado por confusiones y
errores. Así, Esteban Hernández, amigo, teórico del capitalismo contemporáneo y
periodista de El Confidencial, escribe este artículo criticando a la incapacidad de la izquierda por no ser capaz
ni de entender cuáles son las claves del mundo contemporáneo ni, sobre
todo, proponer un modelo de mundo atractivo que no sea el de aplicar viejas
recetas para un capitalismo que ya fue superado. Lo que sigue es una suerte de
respuesta provisional.
(1) La derrota
La derrota ha sido el signo de los oprimidos a lo largo de la
historia. El triunfo de las clases dominantes ha sido la regla más que la
excepción. Y, sin embargo, la humanidad ha ido construyendo victorias sobre las
tumbas de los derrotados. No son pocas las conquistas que se han levantado
sobre las tumbas de las multitudes derrotadas. Guilles Pontecorvo en La
batalla de Argel, filmó
una coda al relato de la descripción de la derrota del FLN de Argelia: al año
siguiente de haberlo desarticulado, Francia se vio obligada a firmar la
independencia. Habría que seguir con tantas derrotas que se han vuelto menos
derrotas en la historia. Otras no, han sido terribles y poco productivas, han
generado lo que Benjamin ya denostaba como "melancolía de
izquierdas". Todo es muy complicado.
El gran pensador de la derrota fue Antonio Gramsci en sus Cuadernos
de la Cárcel. Rosa de Luxemburgo, quien se sumó renuente a una insurrección
que sabía que iba a fracasar, no tuvo tiempo de pensar en la derrota. Las
tropas de los Freikorps, llamadas por el gobierno socialdemócrata para vencer a
los espartaquistas, acabaron con su vida antes de que pudiera dar luz a la
derrota. A Gramsci, para suerte nuestra, le fueron concedidos unos años
(terribles) en los que pudo pensar por qué el levantamiento consejista italiano
fue derrotado y sustituido por el fascismo. Su tesis tiene una parte negativa
de crítica a la izquierda: no había entendido que la base de la explotación es
más amplia que la de la explotación industrial del proletariado. En "La
cuestión meridional" explica cómo las diferencias históricas y geográficas
siguen presentes. Tiene también una parte positiva: la de que la resistencia al
poder dominante se puede articular uniendo el trabajo teórico de zapa a la
ideología dominante y llevando hacia un sentido común los diversos malestares
que nacen de la diversidad de formas de opresión, uniéndose así el trabajo
reflexivo con el trabajo práctico de insubordinación y resistencia.
Gramsci fue resucitado en los años 70 por la izquierda
alternativa, que se agrupó alrededor de la revista The New Left, y la izquierda
disidente contra el estalinismo, y en los años 80 por la alternativa que representaron Laclau-Mouffe
con su idea de "articulación" de luchas frente a la Tercera Vía de
Blair, Felipe González et alii. Claro, todas las resurrecciones tienen el
problema que tuvo Cristo con Santo Tomás: "¿de verdad eres tú?". No
sabemos qué habría dicho Gramsci sobre la derrota del pensamiento de izquierdas
por el neoliberal, pero sospecho que habría comenzado por estudiar las razones
y causas de la gran catástrofe de la izquierda en la forma compleja en la que
se entreveran las modalidades económicas con la nuevas formas de la cultura, la ciencia y la tecnología. A diferencia de
los tiempos de Gramsci, la cultura ya no es simplemente una forma de dominio
hegemónico sino una de las fuerzas básicas de la economía. Las mayores empresas
mundiales son hoy empresas culturales (Google, Amazon, Uber, AirB&B,
FaceBook, …). No se entendería la economía financiarizada, por otra parte, sin
la masiva circulación de información y datos, una transformación cultural
que Gramsci no había podido pensar.
Qué sea y qué no sea derrota en nuestros tiempos está también en
disputa. El neoliberalismo se ha impuesto como modo de ordenar y explicar los
cambios en el mundo, cierto, pero el planeta se ha vuelto desordenado e
ingobernable. En el corazón del Imperio ya no se entiende bien lo que pasa y
las fuerzas dominantes se dividen entre los intereses nacionales y los
intereses que nacen de los paraísos fiscales. La transformación de la vida
cotidiana, por otro lado, no ha ido por los caminos definidos por el
neoliberalismo, sino por múltiples senderos muchas veces contrahegemónicos. Por
mucho que se quejen las voces de la derecha y la izquierda las fuerzas de las
identidades, fuerzas solo en apariencia subjetivas, siguen siendo fuerzas
históricas de primer orden. Si dejamos a un lado el poder religioso, los nuevos
nacionalismos (Rusia, China, USA) se imponen sobre los propios intereses de un
capitalismo transnacional.
(2) El nuevo capitalismo
Como explicaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, la
burguesía está condenada a revolucionar todo, a profanar lo sagrado y destruir
sus propias bases. La fuerza de la búsqueda de beneficios acaba con las mismas
bases de la sociedad que originó las estructuras de dominio. El nuevo
capitalismo, que Estaban Hernández explica tan bien en Los límites del deseo, destruye las promesas que hizo de
cambiar la sociedad. La desigualdad se hace cada vez mayor; donde había
libertad de mercado hay monopolios, donde se prometía seguridad y bienestar emerge un mundo cada vez más siniestro, vigilado, en guerra permanente y con
cada vez mayores capas de la población al pairo del destino.
En los años ochenta del siglo pasado, Manolo Castells y otros
teorizaban que las fuerzas de la identidad eran las grandes fuerzas del futuro.
No se equivocaban del todo, aunque ahora se muestra el gran poder ya no del
conocimiento y de su triple hélice, sino el de los inmensos capitales que migran como estorninos, como
hunos, destrozando vidas y haciendas: empresas, estados, sociedades. Las
teorizaciones de los años del posmodernismo (Laclau-Mouffe, Zizek, Jorge
Alemán) unían las nuevas formas fracturadas de conciencia y subjetividad, desde
una lectura lacaniana (lo simbólico, lo imaginario, lo real), con los procesos
históricos después de la derrota de la Guerra Fría. ¿Siguen siendo válidos
estos análisis después del gran giro tras el 11S; tras la conversión del mundo
en un tablero para el ejercicio de potentes tecnologías militares de control e invasión? ¿Siguen siendo
válidos cuando estados enteros caen bajo la presión de los grandes capitales
que se imponen sobre las formas incluso transnacionales de derecho? ¿Siguen
siendo válidos cuando la tecnología se impone a muchas formas ideológicas
transformando las estructuras económicas de manera que se crean nuevos nichos
para la explotación universal? ¿Soportan Laclau y los seguidores lacanianos un
análisis desde un mundo construido desde Silicon Valley y adláteres? Posiblemente
también a la Nueva Izquierda le ocurra lo que a quienes hablan de las Nuevas
Tecnologías, que siguen anclados en fuerzas y tecnologías de hace cincuenta
años.
La verdad es que la respuesta no es sencilla y no la voy a
responder en esta entrada. En algontenían razón los pensadores y pensadoras posmodernos: la tecnología que abre nuevos espacios de dominación ha abierto
también nuevos espacios de transformación social. Los grandes poderes sociales
han ido, últimamente, de victoria en victoria hasta sus progresivas derrotas:
el mundo estuvo en una crisis profunda porque Estados Unidos perdió la Guerra
de Vietnam contra un enemigo inferior. Ganó la Guerra Fría y derrotó a los
sindicatos, fracturó a la izquierda y desarrolló el pensamiento único, pero
perdió todas las guerras imperialistas en Oriente Medio: sus fáciles victorias
han redundado en un mundo de inseguridad y caos permanente, que recuerda más al
fracaso de los estados que al cielo de seguridad que prometía. El triunfo del
capital ha sido la derrota de la economía: cada vez más dependiente de la
absorción de empresas, cada vez menos basada en la gestión de las necesidades.
Las formas de victoria y resistencia se han vuelto muy complicadas. No son
explicables por fáciles mecanismos de poder y dominación. Quejarse de la fuerza
de las identidades en el mundo contemporáneo es como quejarse de la fuerza de
la gravedad cuando uno pilota un avión.
(3) El (sospechoso) poder de la cultura
El giro del pensamiento de izquierda de hace décadas fue hacia la
reivindicación del poder de la cultura que habían abandonado los marxistas. Althusser
y sus aparatos ideológicos, Foucault y sus biopoderes, los lacanianos y sus
resignificaciones, … Se postulaba un complejo de lo material, corporal y lo
subjetivo que se asentaba tanto en la diferencia como en las hegemonías. Se le dio
a la cultura el poder mágico de la llamada “hegemonía”, un concepto gramsciano
que había nacido de la observación de que en Italia la Iglesia Católica era
capaz de unir a favor de las clases dominantes las subjetividades más diversas.
No está nada claro ahora qué se quiere decir con hegemonía. También en la
cultura, como en el mundo, rige el caos y el desorden. Llamamos “neoliberal” a
una suerte de pensamiento esquemático que deja todo en manos mágicas (nuevas
formas de la Providencia): el Mercado, la Competencia, los Rankings y las
Consultorías de Calidad (sus nuevos sacerdotes). Pero no está claro que, a
diferencia de la Iglesia Católica en Italia, consiga arrastrar los sentidos de
la vida hacia un modo dominante. Nacen nuevas formas de malestar que no son
teorizables con los instrumentos neoliberales: la precariedad estructural, el
final de la familia patriarcal, la fractura integradora de la cultura del
bienestar, incapaz ya de asimilar las formas de vida condenadas al margen, la
desesperación de las inmensas multitudes de exiliados de la historia que
desbordan las fronteras de la riqueza, el sentimiento de fin de mundo por
agotamiento de los recursos, la fractura irreversible entre las generaciones
presentes y las futuras. Ni siquiera la esperanza en la tecnología, como instrumento
del neoliberalismo, puede ser empleada como recurso ideológico. La tecnología está
cada vez más orientada hacia la espiral de la desigualdad, como prueba la
creciente presión por las tecnologías del transhumanismo, que dejan en la
cuneta de la historia a la humanidad en favor de una minoría de privilegiados
transhumanos.
Del lado del economicismo hay una mala forma de entender la
cultura, como si fuese solo una piel que esconde los verdaderos órganos
funcionales. El capitalismo es ya cultural: es un capitalismo en donde la
información, el conocimiento y la ignorancia programada, los trending topics y
las agitaciones culturales son tan volátiles, y a veces tan fuertes como los
movimientos de los inmensos capitales. Por esta misma razón, las viejas ideas
de “hegemonía” no acaban de encajar en un mundo de culturas encontradas, de
movimientos emocionales que transforman los sentidos con más eficiencia que las
ideas, en un mundo en el que el control de la imagen tiene fuerza militar, como
Al Qaeda nos enseñó en Nueva York y Madrid.
Siempre fue así. Se equivocó el programa romántico que pensaba en
una educación de la humanidad, de hecho en un proyecto político de un estado
cultural. Se equivoca también quien piense que una movilización unida
anticapitalista unificará por sí sola todos los malestares. En esa zona gris,
aún por pensar, que no cree en soluciones mágicas ni de “articulaciones” ni
mucho menos de “frentes populares” está el espacio efectivo de resistencia.
También contra el sentimiento de derrota.
domingo, 7 de enero de 2018
Paradoja y democracia
Quizás por el sentimiento traumático tras el procès catalán, quizás porque tengo que preparar con premura un curso titulado "Bases filosóficas de la teoría política" para futuros periodistas, quizás, simplemente, porque no hay forma de evitar la tensión cotidiana que provocan las redes, los medios, la vida social misma, he dedicado estos días a releer a quienes han notado que la política se sostiene sobre una trama de paradojas que explican la fragilidad de nuestras sociedades presionadas por el autoritarismo y la amenaza del desorden de lo que suele adjetivarse como "estados fracasados". El caso es que he pasado largo tiempo entre lecturas y, sobre todo, atendiendo a los vídeos que en YouTube ha subido Paco Ignacio Taibo II, mi admirado activista político-cultural mexicano. Su movimiento MORENA (Movimiento por la Regeneración Nacional) y su Brigada para Leer en Libertad, congregan bajo carpas movibles a miles de personas por Ciudad de México y alrededores, en los más recónditos foros, rememorando la historia, discutiendo el presente y, sobre todo, preguntándose por las circunstancias del presente. Envidio esas formas de activismo que tratan de movilizar la razón y la capacidad de hablar y escuchar en los márgenes de las formas instituidas y burocráticas de la política.
He sentido siempre una desbordada admiración por la profunda sabiduría que recorre México, un país que sobrevive reiteradamente a sí mismo y a las tensiones que nacen no solo de las fracturas y contradicciones que vienen de su pasado colonial, sino de la clara realidad de cómo las paradojas de la política se hacen mucho más visibles que en otros lugares, la Comunidad Europea, por ejemplo, donde son apantalladas por una superestructura de aparente estabilidad. Me refiero a las paradojas que nacen de las dos grandes corrientes históricas sobre las que se construyen los estados contemporáneos: la corriente liberal, que conduce a los estados de derecho, y la corriente democrática que plantea continuamente la demanda de la soberanía popular, la cuestión del poder de quienes no tienen poder y los derechos de quienes no tienen derechos.
A quienes hemos vivido la historia española contemporánea, desde sus orígenes franquistas, pasando por la larga Transición hasta la crisis actual de agotamiento de un sistema, nos cuesta entender las tensiones que crean las aspiraciones de la sociedad liberal y las de la sociedad democrática. Al menos hasta los tiempos recientes en que se han hecho visibles a causa de los conflictos en los que vivimos. Hemos unido la equivalencia de las reivindicaciones de la sociedad garante de los derechos y las libertades de expresión, y conciencia con las reivindicaciones de democracia y de reparto del poder, sin notar que bajo nuestras constituciones, nacidas de pactos bajo tensiones de fuerzas contradictoras, no son sino formas particulares de establecer arreglos de supervivencia que en momentos de crisis dejan mostrar sus costuras apresuradamente hilvanadas.
Sabemos por la historia, sea general, sea particular de las ideas y del pensamiento político, que las ideas de libertad y de derechos son conquistas teóricas y prácticas de las sociedades modernas. Nacen y se desarrollan de modo histórico y contingente unidas a la reivindicación de un modelo de persona que identificamos con el individualismo. El liberalismo como filosofía nace como reivindicación de los derechos de opinión y creencia, tras las crueles guerras religiosas que recorren la modernidad, pero también, no lo olvidemos, como reivindicación de los derechos de propiedad y de libre comercio frente a los despotismos de los estados estamentales y los viejos imperios. Más tarde, los nuevos liberalismos, desde Stuart Mill a Rawls, tratan de elaborar equilibrios entre las garantías de los derechos individuales y una cierta protección de los más débiles. Han constituido la fundamentación básica de las ideas de estados de derecho que han permitido elaborar las formas de los estados que llamamos "occidentales".
La idea de democracia, por su parte, tiene un origen tan viejo, si no más, que la de libertad. Nació, como sabemos, en la Grecia clásica como reivindicación de la colectividad de los ciudadanos de la polis contra el poder de la aristocracia. También en la Roma republicana se extendió, y llevó a alguna guerra civil, para reivindicar el poder de la plebe frente a los patricios. La Revolución Americana y sobre todo la Francesa fueron las manifestaciones modernas de la reivindicación democrática. Nacen en la formación de un poder alternativo que se constituye como demos ("nosotros, el pueblo") y se declara con capacidad para instituir una nueva ley. Desde entonces, la idea de democracia como poder soberano del pueblo ha sido invocada cada vez que la conciencia de los excluidos por la forma del estado o por la dominación colonial o racial ha llevado a la insurrección de la plebe contra los patricios de cada tiempo y lugar.
Desde sus orígenes, estas dos reivindicaciones y los movimientos que las sostienen se entrecruzan en juego de colaboraciones, desconfianzas y restricciones. No se entiende la Europa contemporánea sin las reacciones que suscitó el desbordamiento de la plebe parisina al orden republicano de los ilustrados, basado en las ideas liberales. La democracia, desde entonces, se somete a un control estricto para que no atente contra los derechos básicos, que n cada momento se van ordenan y jerarquizan dependiendo del poder hegemónico. En el siglo de las revoluciones, que alcanza hasta el siglo XX avanzado, las tensiones entre libertades individuales y expresiones de soberanía popular se hacen puntualmente patentes en múltiples episodios históricos, muchas veces en forma trágica, por ejemplo en la Revolución Mexicana (entre el liberal Madero y los populismos de Villa y Zapata o en la II República Española (entre el liberal Azaña y las varias explosiones de reivindicación democrática).
Es muy interesante comprobar como la tensión atraviesa en los dos sentidos la frontera entre la derecha y la izquierda. En la época contemporánea, hay movimientos que atentan contra las libertades tanto desde la derecha como desde la izquierda. El argumento persistente del liberalismo ha sido una suerte de imaginario utópico de una forma de democracia controlada que preserve las libertades y formas aceptables de participación popular sin desbordamiento ni desorden. También es interesante comprobar el efecto contrario: cómo tantas veces desde el estado liberal se han reprimido o suprimido las expresiones y reivindicaciones democráticas. No entenderíamos la crisis de las democracias, que ya Norberto Bobbio teorizó, sin darnos cuenta que los estados de derecho y libertades están atravesados por poderes ocultos, por corrupciones y por invasiones del poder económico sobre el político.
Tal vez la expresión más directa de la tensión se haga presente en las nuevas formas que suceden al final de la Guerra Fría, las que calificamos como formas neoliberales. El estado neoliberal es, por su propia definición, una imposición del juego libre en todos los ámbitos de la vida. Su modelo darwinista impone la libre competencia como mano oculta que a medio plazo llevará a un orden social y a un equilibrio razonable. En este sentido, la inundación de los modos de mercado en todos los entresijos de la trama social se acompaña con una suerte de determinismo que deja en manos de la mano oculta de la competencia el logro del orden social. Paradójicamente, este modelo no se puede imponer sin un crecimiento desmesurado del poder estatal que invade todos los ámbitos de lo social a través del control militar, policial, a través de protocolos, de sistemas de consultoría y control con el objetivo de garantizar la "competencia". De hecho, para garantizar que no se formen colectividades y movimientos de resistencia común. En este sentido, fue ilustrativa la imposición militar de la "democracia" a través de guerras para instaurar constituciones liberales en países que estratégicamente se consideraban imprescindibles en el nuevo orden mundial.
Que esta tensión es constitutiva es algo que debe ser no solamente comprendido sino también enseñado y continuamente recordado. La socialdemocracia y sus terceras vías lo olvidaron hace tiempo y colaboraron en la construcción de unas formas políticas orientadas a la desmovilización democrática, a la instauración de un enorme sistema de control dedicado a proteger la libertad del mercado pero no las libertades individuales. Curiosamente, los viejos lemas de las viejas revoluciones plebeyas entendían muy bien que la condición de emancipación exige vivir la contradicción. Cuando los revolucionarios mexicanos y españoles gritaban "¡tierra y libertad!" sabían muy bien que las demandas de la plebe necesitan estos dos polos.
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