Transporte de energía sin materia, el sonido es un efecto de
las ondas en medios elásticos como la atmósfera y el agua que los seres vivos
dotados de sensores y redes neuronales adecuadas sintonizan y convierten en
información. Reconocen patrones, anticipan conductas, reaccionan con miedo o alegría.
Una vez que llegó la vida animal, la dinámica del universo se
desveló como topografía de espacios sensoriales, lo que antes era pura energía
se convirtió en luz, sonido, calor y frío, tactos, olores y fragancias, sabores
de la vida. Los sensores y los tejidos neuronales llenaron el universo de
cualidades y fenomenología. En los simios que somos, fue la membrana del
tímpano, los osículos, la cóclea, los nervios auditivos, la corteza auditiva
A1. En los húmedos bosques tropicales, la cóclea adaptó su forma para reflejar
sobre todo los ruidos de baja frecuencia, los más informativos en una geofonía
de estridencias; en las sabanas, se adaptó a frecuencias mayores hasta alcanzar
la sensibilidad humana que se precisa para discriminar los sonidos consonantes,
las sordas o sonoras, fricativas u oclusivas, labiales o glotales. El cerebro
simio humano creó de un espacio de ruidos, de las geofonías en que vivía, un
mundo de sonidos, tiempos de escucha, paisajes sonoros o audiotopías donde
nació la comprensión del significado, el miedo a los depredadores y a las
tormentas, la alegría y el placer del canto y del ritmo de los golpes sobre
cualquier superficie resonante. La coevolución de los tractos vocales y de la
fisiología auditiva permitió una progresiva transición del lenguaje gestual,
mímico, a la conversión de las señales sonoras en lenguajes verbales
compositivos, con su fonética, gramática y semántica, aunque en la prosodia quedó
depositada la historia de las entonaciones y gestos no verbales.
La filosofía ha centrado su foco sobre la antropogénesis en algunas
zonas parciales: para el logocentrismo que reinó en Alemania, desde el
Romanticismo a Heidegger, la casa del ser es el lenguaje; para otras corrientes
más abiertas a lo material fue el nacimiento del “homo faber”, el fabricante de
utensilios, lo que mejor describe el amanecer de la historia. Para otra tercera
línea de pensamiento fueron los agrupamientos en familias, propiedad privada y
estados lo que define la historia propiamente humana. Raramente se ha pensado
en la cocina, la perfumería y la música como descriptores de la historia. George
Bataille discrepa de todas estas genealogías al llamar la atención sobre la
historia humana como una historia del exceso, de la parte maldita, de lo que no
entra en el cálculo. No es el sexo, es el erotismo, no es el alimento, es la
cocina, no es el miedo, es la religión, no es la violencia, es el sacrificio,
no son las feromonas, es el perfume, no es la mercancía, es el don, no es el
ruido y la furia, es el ritmo y la música.
Son hermosas las historias de la música como El ruido
eterno de Alex Ross o Música de
mierda, de Carl Wilson, pero son también ahora necesarias las historias
culturales de la música como ventanas a la historia y a la sociedad, de la
música culta y la popular, de las armonías, las composiciones, las melodías, los
ritmos y las danzas como expresión de la historia. Tia de Nora, en Music in
Everyday Life recorre todas las dimensiones del poder de la música en la
historia.
La música como forma de pensar sin lenguaje, como artificio
sonoro para crear audiotopías. No hay práctica humana sin su música: la música
exaltada, el batir de tambores que oculta el miedo de los soldados a la batalla;
la música que construye tiempos y espacios sagrados; el canto que acompaña al
trabajo, acompasa el ritmo y alivia el cansancio; la danza y la exaltación de
la fiesta comunitaria; la música de la nostalgia y el sufrimiento. Estudiar las
formas de la música es penetrar profundamente en las estructuras de sentimiento
en la historia de las sociedades. Músicas de la diáspora, el exilio y la pobreza,
como el flamenco, los sonidos tristes del duduk armenio, la copla y el tango,
el blues y el punk. Músicas de la suspensión del espíritu, salmodias para el
trance como el canto gregoriano o los ritmos sufíes de los derviches.
Todo tiempo, lugar y comunidad crea su música, pero es la
modernidad fónica las que revuelve los sonidos y nos entrega a través de sus
medios de reproducción técnica una nueva configuración de topofonías. En los tiempos
posteriores al gramófono, la radio, televisión, walkman, ipods, cedés, listas
de distribución, es central analizar la música como el más poderoso instrumento
de creación de la subjetividad.
Foucault dejó a un lado la música al hablar de las técnicas
del yo. Estaba centrado en la confesión y el examen de conciencia, y no reparó
en las elecciones musicales de los sujetos que creaban conciencia a través de
los medios inconscientes de las tonadas que su cerebro convertía en ritmos de
sus vaivenes emocionales. Los medios técnicos contemporáneos permiten la
construcción de una audiotopía personal y de grupo. El joven que se aísla en su
trayecto de metro al trabajo con auriculares, el grupo de adolescentes de la
esquina que se traen su cacharro de sonido, el que sube el volumen en su automóvil
para proclamar su orgullo de cultura, la madre que enciende el aparato para descansar
un momento y crearse un espacio de intimidad.
Ya no están tan de moda los análisis de las músicas de
barrio, al estilo de los estudios subculturales de la escuela de Birmingham,
pero no por ello ha dejado de ser importante la educación de la escucha musical
de los otros si se pretende entender las subjetividades y la respuesta
emocional de los colectivos a las experiencias de daño, explotación,
sufrimiento.
La educación de la escucha, como nos está enseñando nuestra
compañera Cristina Cubells, que escribe una tesis doctoral sobre ello, es
absolutamente esencial en la educación. En toda, pero especialmente en la
humanística. Escuchas de ritmos y ruidos nuevos, de las artes sonoras de la
nueva composición musical. Escucha de los lamentos de las culturas oprimidas.
Escuchas de la música de esquina, la disco o el rave donde los adolescentes
conjuran su rabia. Escuchas de las heterofonías de quienes han quedado al otro
lado de los paisajes sonoros dominantes.