domingo, 24 de abril de 2022

Conspirar (respirar juntos), confabular (narrar juntos) en Belén Gopegui

 


Aunque nunca desaparecida del todo, la reciente literatura en español ha visto surgir un cierto número de obras de carácter político o social que, para usar la metáfora de Belén Gopegui, son como un Caballo de Troya adornado para que el capital las deje entrar en la espera de que el beneficio económico sea mayor que cualquier otra consideración. Las hay descriptivas y las hay prescriptivas o simplemente enunciativas de posibilidades alternativas, de otras formas de existir en las que la precariedad se convierte en reclamo de lo político. De entre ellas, de las que ha dado buena cuenta David Becerra en varios libros, tomo Existiríamos el mar de Belén Gopegui como un caso de refutación de la tesis Jameson- Fisher del fin de la imaginación. En una larga tradición ancestral de textos que hablan de la irrupción de la palabra en el espacio de lo político, la novela de Gopegui indica algo así como la búsqueda en el basurero de la historia de restos de fraternidad suficientes para reconstruir vidas dañadas. Las narraciones afirma Gopegui son como guerreras ninja que parecen vencer a la gravedad y anticipar las reacciones ajenas. No lo diría de todos estos textos recientes, pero sí de Existiríamos el mar: considero su relato como un nuevo ejercicio de la literatura sapiencial, como una exploración en lo ficcional de las posibilidades de lo real bajo condiciones de precariedad. Es un relato de la vulnerabilidad y precariedad humana y de interpelación al poder y es un ejercicio de confabulación, de “hablar en común” para transgredir los mandatos del destino. 

Jara no tiene empleo, a diferencia de sus compañeros de piso: Lena, Camelia, Ramiro, Hugo. Su vida discurre en la precariedad y la desesperación por no saber si cae sobre ella o sobre el mundo la culpa de su estado. Huye de sus amigos para encontrar empleo y respuesta antes tal vez lo segundo y deja en estado de desolación a los habitantes del piso compartido. Aunque la existencia de los amigos discurra en situación de contingencia, no están (¿aún?) en el estado de opacidad de Jara, a quien asaltan dudas sobre la naturaleza de las causas de lo que le ocurre. No es que no haya trabajado, por el contrario, ha recorrido el habitual sendero de trabajos de mierda que caracteriza a su generación, solo que al final no ha encontrado ni siquiera ese mal acomodo con el que sus compañeros de piso se han conformado en su vida.

Jara cree que la asimetría de tener o no tener trabajo es una asimetría de ser o no ser. Su vida dañada no admite los consuelos ocasionales que, como los compañeros de Job, no aciertan a dar solución ni siquiera respuesta. Esta asimetría es radical en el tiempo y la economía, y la decisión de abandonarles es ahora un recuerdo permanente que les obliga a considerar su propia posición y si acaso pueden hacer algo en lo que aparece como una imposibilidad de romper el aislamiento voluntario de su amiga. Su concepción de lo que se puede o no puede hacer queda bien definida en una referencia de la narradora al espíritu de Lena: “En su vida, sin embargo, y es una descripción más que una queja, hay bruma, complicaciones, las cosas suelen girar en torno a la necesidad de no perder, que no se parece a ganar, sino a mantenerse en esa zona donde no hay victorias ni derrotas absolutas y donde la tensión cansa. Eso no es lo que ella entiende por una promesa.” Es en esta zona gris donde se plantea el conflicto que presenta la novela. En la capacidad de los lazos emocionales por sobreponerse al sentimiento de derrota y anomia, en la voluntad de restaurar un lazo de amistad que la economía ha roto.

Los personajes habitan una casa alquilada como se habita un rincón por imposibilidad de tener un gran espacio. Las parejas estables, los amores a largo plazo y el patrimonio y el salario van juntos. “La clase social es concreta, los cuerpos se tantean en el enamoramiento pero después vienen los cálculos.” afirma la autora al informar de los ingresos y biografías sentimentales del grupo.

Si en La conquista del aire Belén Gopegui había planteado la hipótesis de que la amistad no sobrevive a las presiones del dinero, aquí opta por el camino contrario: la fraternidad salva las zanjas que el mercado de trabajo abre en las comunidades. Son personas solidarias, como Lena, que acude al centro social del barrio para enseñar software libre a pesar del cansancio del día de trabajo. Pero tal vez la solidaridad no sea suficiente y se necesite una fuerza más poderosa que solo da la fraternidad, el hermanamiento en situaciones de emergencia. La solidaridad alcanza a compartir el tiempo, a servir de ayuda pero no a descubrir juntos la trama de las cosas.

La novela se articula alrededor del misterio de la huida de Jara pero discurre por las vidas de gente que comparte un piso por razones que desbordan lo económico en una ciudad de altos alquileres. Quieren vivir juntos aunque sea con más estrecheces, desean verse por las mañanas o por las noches y comentar los avatares de sus vidas y la desaparición de Jara les deja en suspenso con la pregunta del qué hacer colgando del techo de la vivienda cada vez que vuelven por la tarde. La voz desaparecida de Jara interrumpe, como Antígona y Job, las conversaciones de los amigos, entra en ellas como una interrogación permanente: “¿qué hiciste?” le pregunta a Ramiro (qué tendría que haber hecho, cuestiona si la complejidad de las situaciones disculpa el arrepentimiento por lo que no hizo). La madre de Jara, Renata, explica que su hija ya no está en la división del mundo entre perseguidores (quienes buscan algo en la vida, como el Charlie Parker de Cortázar) y quienes se han rendido. Jara, afirma, es perseguida por la falta de trabajo, ha intentado buscar un acomodo en el mundo a veces, pero está fuera, como los tres millones de personas que están en ese exilio entre interior y exterior que es la precariedad.

La condición de lo humano, sostiene una voz indeterminada que nace en la conversación entre Renata y Jara, es un ramo de tres tallos: la presencia permanente de lo desastroso, de la chapuza, el impulso de la justicia, siempre frágil y a veces resistente, y la mirada a lo lejano, esa forma de trascendencia de lo presente que caracteriza la fuerza de la vida. Algunos libros son sapienciales porque portan la experiencia de una generación y la llevan más allá, la convierten en sabiduría que hace de un relato una forma de resistencia. Son, como las acciones sindicales que menciona la novela, maneras de decirle a la gente, “mira, no estás sola”. No es necesario ser héroes para ser un personaje de un libro sapiencial. No lo es Job, no lo es Ismene, la que se confabula con su hermana Antígona, que sí ha decidido, como Jara, ir por la senda difícil, no lo son Camelia, Ramiro, Lena, Hugo, Renata, que son a la vez testigos y actores de un tiempo duro, como otros, que nos muestran a la vez que la vulnerabilidad la resistencia de sus cuerpos y vidas.

En cada momento de la historia se necesitan grandes relatos que contradigan las tesis del fin de la historia y de los grandes relatos. La historia de un hombre que se queda en la calle enfermo y clama contra los dioses; la historia de dos hermanas que, como las Madres de Mayo, exigen el duelo público de su hermano querido, odiado por el poder; la historia de unas personas que no aceptan que el tener trabajo defina la condición de ser. En tiempos fueron los dioses y los tiranos los que portaron las máscaras del poder, en el relato de Gopegui lo son las fuerzas invisibles del mercado, que necesita una bolsa de paro como amenaza permanente y las mucho más visibles de los gerentes que castigan con arteras tácticas la lucha sindical. Cada tiempo exige su horizonte de chapuza, impulso de justicia y mirada trascendente.

En la historia de los habitantes del piso cerca de la Glorieta de Embajadores de Gopegui, la forma de la interpelación es la búsqueda de una compañera que parece haberse quedado en la cuneta de la historia. Narra una experiencia de no resignación, de encontrar en la amistad un reducto de resistencia allí donde los ejemplos cotidianos de derrota que saben por su experiencia diaria de trabajadoras y sindicalistas resultan insuficientes para rescatar a Jara de su desahucio como habitante del mundo. La épica no está en lo mínimo y anecdótico del caso sino en ese desborde que manifiesta la fraternidad cuando la solidaridad, ya en declive, parece haber perdido la batalla. Camelia, la Camila del sindicato, abre su puerta y ofrece té a un vendedor tímido que trabaja a destajo de puerta en puerta. Hugo resiste en su trabajo explotado de desarrollador de software escribiendo poemas que nunca leerá su amado Chema. Lena y Renata, la madre, comparten la historia de sus vidas con una cerveza. La épica ya no es la del Mahabhárata ni la de los mitos de Tebas o las asambleas de dioses de Job, pero sigue siendo la manifestación de la resistencia en la historia, de la reivindicación de lo común contra el aislamiento y la condición de precariedad.

Los amigos del piso ya saben que su vida discurre en una orilla. En la otra están sus esporádicos amantes, sus compañeros de trabajo y de acción sindical, el resto del mundo que lleva vidas más o menos normativas en esa zona gris entre la precariedad y el deseo; otras habitaciones que no son compartidas más que por los componentes de la familia, en las nuevas formas de mercado de los afectos de la era neoliberal. En esa orilla crecen tanto los desapegos como las solidaridades ocasionales. Pero en este piso, en esta heterotopía, han crecido otros lazos: “somos unos putos náufragos y esto no es nada que hayamos construido con tanto cuidado, sino un sitio de forajidos adonde hemos ido a parar, como si nos hubieran mandado a repoblar colonias a cambio de no meternos en la cárcel.” Son lazos que la autora sitúa en el ámbito de la conspiración (respirar juntos, etimológicamente) y la confabulación (fabular juntos); en ellos crece un vínculo que no es el de los afectos familiares sino en cierto sentido algo más profundo que no es otra cosa sino fraternidad, una relación afectiva y práctica que se basa en hacer un relato común de la vida en común. En un tiempo en que rige la nostalgia y el convencimiento de que no se puede hacer nada, estos náufragos eligen una senda de vivir juntos el hundimiento y convertir las paredes del piso en una balsa de resistencia.

Existiríamos el mar avanza sobre otros relatos de la vuelta de lo político en que no se detiene en la compasión ni la descripción de la precariedad, sino que bucea en las formas de acción que anticipan nuevas formas de vida. No hay épica en el relato, no es la historia de una lucha contra el capitalismo: los habitantes de esa casa ya libran esas batallas en sus trabajos y militancias más o menos desmayadas. Hay, por el contrario, una lírica de la acción que si es mínima a escala social no lo es en la conjunción de las vidas que acoge. Si es revolucionaria no lo es porque diseñe una sociedad nueva, sino porque hace desear otra manera de existir en el mundo. Es en su propuesta de rehacer los afectos en donde nace la fuerza de su ofrecimiento.

¿Cuándo una emoción compartida adquiere la naturaleza de emoción política, de impulso de orden allí donde reina el caos? Hemos vivido años estructuras de sentimiento cambiantes, en las que una emoción se alza con la hegemonía e impregna todas las manifestaciones culturales dándoles un carácter político: el ensimismamiento que ha regido en la era neoliberal, la indignación de la crisis, la nostalgia que parece dominar el supuesto fracaso del 15M, … El orden de lo político está constituido por fronteras que delimitan la condición de ciudadanía, de personas con derechos a planes de vida. En los bordes, la exclusión es una tierra pantanosa de cuyo fondo burbujean variadas reacciones emocionales que nacen de un lecho de sufrimiento. Solo algunas alcanzan a convertirse en interpelaciones al poder, temidas por este por su potencial de reordenar las fronteras. Son estas las emociones políticas, las que construyen la escalera que va desde el estado de desgracia al reconocimiento de la común condición vulnerable que permite, en la chapuza de la vida, renoval los impulsos de justicia y elevar la mirada al horizonte.


domingo, 17 de abril de 2022

El estado de precariedad

 


La precariedad es un estado, es decir, configura una condición de existencia. Es relativa cada momento histórico, técnico, económico y social define un umbral de precariedad, lo que no es relativo es su carácter de exclusión: definimos como “precaria” aquella condición que impide el acceso básico y normal a las posibilidades de planes de vida “normales” o reconocidos como tales en una sociedad.

La precariedad se diferencia del calificativo de “pobreza”, que tiene una dimensión institucional, un estatus objetivo que es medido por las organizaciones mundiales, tal que pueden asignarse cuantificaciones y fronteras, al otro lado de las cuales se sitúan las vidas que discurren en un contexto de escasez que es medido respecto a estándares convencionales, la noción de precariedad adquiere una dimensión fenomenológica en la que el sufrimiento forma parte de una forma de vida donde la pobreza puede ser un componente pero lo que define este estatus es más bien la dificultad para elaborar planes de vida propios.

La pobreza es una forma de vida definida por la escasez. Como el mal, la escasez puede tener orígenes difícilmente evitables o, por el contrario, ser un producto de la organización y el sistema económico, es decir, puede ser escasez producida por la abundancia de otros. La lucha contra la pobreza es parte necesaria de cualquier programa de acción que contemple la justicia y la igualdad como valores reguladores y se enfrente a la escasez inducida. La escasez y pobreza que no tendría que ocurrir dados los recursos de una sociedad, o de la humanidad en su conjunto, define sin la menor duda un punto de partida imprescindible. Pero no es este el objeto de mis reflexiones en este momento, que se orientan hacia la forma de vivencia de la escasez que ha devenido en llamarse “precariedad”. En la pobreza, inducida o no, encontramos sin la menor duda un entorno en el que proliferan las vidas precarias, pero también encontramos formas de vida llenas de solidaridad y de realización. A la pobreza de muchos se opone la opulencia de los pocos, y por ello, levanta un mapa de la injusticia de una sociedad, pero en tanto que condición de escasez no es por sí misma una forma de daño. Lo es cuando la pobreza genera precariedad como estatus.

Al intersecar la pobreza con las posibilidades de agencia, es decir, con los grados de libertad, tal como nos enseña Amartya Sen, es cuando aparece la precariedad como una ausencia de planes de vida, como una fractura del tiempo de la vida en sus aspectos de memoria y proyecto, como un colapso en el presente continuo en donde el vivir se reduce a sobrevivir un día más.

La precariedad se vive como sufrimiento continuo, como una corrosión del carácter, como dificultad insalvable para llegar a ser. Tiene al menos tres dimensiones: la material, la política y la epistémica, es decir, como una subjetividad definida por el no tener, no poder y no saber. en estas tres dimensiones, la pobreza de posibilidades se transmuta en una forma de existencia en la tanto objetiva como subjetivamente se daña la imaginación de trayectorias personales y colectivas de futuro y se producen estados alterados de subjetividad que basculan entre el resentimiento y la nostalgia, entre la reactividad ciega y la desesperanza. La precariedad material no es solo pobreza o escasez, es ante todo imposibilidad de acceso a la cultura material que permite construir planes de vida.

Históricamente, la lucha contra la precariedad bajo la forma de solidaridad definió el horizonte de “seguridad social” como el objetivo político de crear un estado en el que la vivienda y subsistencia, la salud y educación estuviesen garantizados por la sociedad en su conjunto. Bajo la forma de logros del estado de bienestar o los actuales objetivos de renta básica incondicional, la cultura material de la lucha contra la precariedad material consiste en el diseño de una temporalidad sostenida por la redistribución de los recursos sociales en una planificación estratégica. El aspecto material de la precariedad colectiva aparece como una fenomenología que resulta de la fractura o al menos de las grietas amenazantes en la organización de la redistribución de estos recursos. La precariedad material se expresa entonces no tanto como una ausencia inmediata de recursos como en la convicción de que tales recursos no existirán en un futuro. La reproducción social es una de las primeras dañadas por la precariedad. En las sociedades pasadas, el abandono de lo niños, queridos o no, por falta de recursos, o en las sociedades actuales, la opción obligada de no tener hijos por la percepción de la incapacidad de criarlos adecuadamente, expresan una de las más características consecuencias de la precariedad en lo que respecta a la reproducción biológica. En términos personales, la precariedad material se manifiesta en la reducción de la vida a la búsqueda o el mantenimiento del empleo, en la conversión de la biografía en currículo, en la centralidad que adquiere el cálculo de recursos en cada instante de vida.

En lo que respecta a la precariedad política o agencial, se traduce en la percepción del no poder como incapacidad de determinación de la propia vida o de la vida entendida comunitaria y colectivamente. La precariedad agencial entraña una suerte de estado de sumisión obligada, de nihilismo sistémico respecto a toda posibilidad de mejora que no sea por los azares de la fortuna. Esta forma de precariedad tiene una expresión muy gráfica en la proliferación de los locales de apuestas y juegos que se encuentra de forma creciente a medida que uno se interna en los barrios populares. Dejar en manos de la suerte el propio futuro porque no se cree en absoluto que el entorno próximo ofrezca ninguna posibilidad de acción o mejora. El nihilismo de la precariedad agencial recorre todos los estratos de la vida: la desesperanza del adolescente puede conducirle a políticas corporales de adicción a dietas o drogas, a estrategias de diseño del cuerpo que dejan en manos de una futura suerte el propio futuro. La alternativa de la esquina como camello o el triunfo en un deporte como milagro de la suerte son formas características que dan cuenta del daño en la imaginación de las posibilidades propias.

La precariedad epistémica no es la menor de todas. Se traduce en la opacidad del mundo, en la dificultad insalvable para entender lo que pasa y asignar causas a los efectos que se viven dolorosamente. Miranda Fricker ha denominado “injusticia epistémica” a esta forma de precariedad. Kristie Doston la ha llamado “opresión epistémica”, subrayando que la opacidad nace de la exclusión del acceso a los recursos cognitivos comunes que permitirían entender la situación propia y la colectiva. Esta exclusión se traduce en las dificultades para acceder a la educación, pero también en otras muchas carencias entre las que destaca una suerte de soledad epistémica originada por la inexistencia de comunidades de reflexión, de instituciones en las que se puedan dar nombres a las causas de la situación social propia o ajena.

La precariedad es una forma de exclusión de la condición ciudadana. Es una forma de existencia fuera de lo político, entendido como la forma social de orden en el caos del mundo. Las vidas precarias son existencias en el caos, en el margen de la historia. De ahí que la superación de la condición precaria, aunque no se traduzca necesaria ni inmediatamente en bienestar o seguridad social es una condición de emergencia de lo político.  Lo político nace cuando las capas precarias de la sociedad hacen visibles ante los poderes hegemónicos los escenarios que más temen: la voluntad de no trabajar, la exigencia de poder colectivo y la declaración de los nombres de la opresión. En el origen de los estados como reacción política a estos miedos encontramos el nacimiento de lo político como condición humana y como conciencia y lucha contra la precariedad.


domingo, 3 de abril de 2022

La producción cultural del tacto

 



Si la construcción de la experiencia es un proceso que exige coordinar la percepción subjetiva y cualitativa con la mediación material del entorno, en ella, el tacto es el sentido que representa de forma paradigmática la corporeidad y la conexión entre lo objetivo y lo subjetivo. La lista de referencias culturales al tacto es larga, si bien a la vez que suelen degradarlo frente a la vista o el oído (la palabra), tienen que aceptar que es el sentido que produce una confianza mayor en la conexión epistémica con el mundo. Sin ser infalible, el tacto parece ser algo más robusto frente al posible engaño de los sentidos (una sospecha de la que nace el escepticismo sobre el que se construye el escepticismo de la modernidad). En el evangelio de Juan, Jesús resucitado le pide al suspicaz Tomás que ponga los dedos en su herida para asegurarse de que es él. En el episodio tan central en El Quijote, cuando don Alonso se despierta de su caída y golpe en la cueva de Montesinos y quiere asegurarse de que está vivo y no soñando las manos parecen resolver el problema escéptico de las Meditaciones cartesianas: "Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que exige que entre mí hacía me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora". 

La excepcionalidad y privilegio epistémico del tacto sobre los demás sentidos no han sido aceptados con demasiado entusiasmo por la filosofía y sin embargo su singularidad fisiológica, funcional y fenomenológica le hace merecedor de una atención tanto desde la perspectiva más restringida filosófica como desde la más amplia de la teoría y la crítica cultural. El órgano del tacto es la piel, el mayor de los órganos del cuerpo (en una persona adulta de tamaño medio pesa aproximadamente tres kilogramos y tiene una superficie de dos metros cuadrados). La piel merece también por sí misma un lugar de primera fila en los estudios culturales. Es una frontera cuya existencia liminal explica la importancia del tacto en la construcción de la experiencia, del mismo modo que ella misma es la que constituye la base material de la identidad personal. Las referencias iconográficas a los écorches o desollamientos tanto en anatomía (Andrea Vesalio De humanis corporis fabrica) como en pintura mítica (Marsias, San Bartolomé, especialmente los cuadros respectivos de José Ribera) muestran el interés que tuvo el barroco en la piel como página principal del atlas del cuerpo humano. Sin piel no hay persona, los rasgos idiosincrásicos que nos permiten reconocer lo singular de un cuerpo desaparecen para convertirlo en pura carne. No es sorprendente pues que una de sus funciones, el tacto, sea tan esencial en la existencia.

A diferencia de otros sentidos en los que la especie humana no puede competir con otros animales, el tacto es una función especialmente desarrollado en esta especie. Uno de sus ejercicios, en el caso de la mano, podría considerarse como una diferencia específica. La filosofía clásica privilegia la vista y sus metonimias (teoría) como característica particular de la especie, pero, como ya propuso Engels, es la mano y su ejercicio, la técnica, la que construye el entorno material que diverge la trayectoria evolutiva del hilo de los homínidos.

Si la vista es básicamente espacial, si la idea de perspectiva es la que configura la construcción del espacio visual, el tacto es esencialmente temporal. El espacio perceptivo que resulta tiene rasgos distintos y notables. Mientras que los modelos visuales de lo real tienden por la constitución desde la perspectiva a producir modelos individualistas y pasivos, el tacto ofrece algunas características del mayor interés filosófico. Así, mientras que la perspectiva visual permite una cierta concepción cerrada de los perceptos, como cuando decimos “lo captó todo de un golpe de vista”, el tacto produce siempre resultados abiertos, parciales y nunca terminados. A diferencia de lo visual, que también tiende a generar concepciones (erróneas) de lo sensorial como pasivo (en Kant, por ejemplo, quien considera a los sentidos como pura receptividad, algo que repite su seguidor contemporáneo John McDowell en Mente y mundo, (1994)), lo táctil o háptico es siempre exploratorio, agencial, fruto de la espontaneidad. En tercer y más importante lugar, lo táctil genera una simetría entre el sujeto y el objeto que en los otros sentidos no es tan evidente: tocar es ser tocado al mismo tiempo. Cuando lo que tocamos son seres vivos, y especialmente personas, la alteridad se impone de un modo muy particular que en otros sentidos no se da de una forma tan determinante. Tocar a otra persona es ser tocado por ella, no como simple objeto sino como una subjetividad que afecta directamente a nuestra piel.

Esta característica de simetría es lo que hace del tacto un medio central en el establecimiento de vínculos sociales. Sabemos que una gran parte de los simios, los mamíferos de mayor socialidad, emplean una parte significativa de su tiempo en tocar la piel de otros coespecíficos con objeto de preservar y reproducir los vínculos emocionales sin los que el grupo se desharía. Un bebé privado del contacto habitual con la piel de la madre tendrá problemas para el desarrollo de sus relaciones sociales y de su confianza en el mundo. No es por ello extraño que nuestros microrrituales más importantes para el mantenimiento de las relaciones sociales se expresen mediante formas de tacto. El saludo, este ritual tan esencial de la relación social, adopta en la mayoría de las veces formas táctiles, como el dar la mano, el abrazo y el beso. Cada una de estas formas y sus subvariedades construyen una jerarquía de intimidades que indica a la otra persona y al grupo la profundidad del vínculo social que expresa y reproduce el saludo. Exceptuando a los políticos de la antigua URSS, el beso en la boca no es algo que usemos para saludar al jefe o la jefa en el trabajo ni se nos ocurrirá dar la mano a nuestra pareja.

Pablo Maurette, en su magnífico libro sobre el tacto El sentido más olvidado, 2017, dedica un hermoso ensayo al beso erótico o beso en la boca. Suele ser la forma de aprendizaje erótica en la adolecescencia antes de establecer otras relaciones sexuales, pero manifiesta una dinámica particular que es mucho más interesante y más profunda que la de un simple entremés o aperitivo sexual. Es un acto mutuamente exploratorio que construye formas de intimidad que probablemente no llegue a alcanzar el acto sexual simplemente genital. Y lo es porque los labios y lengua son zonas táctiles muy particulares que conectan no ya los interiores de dos personas sino su mismo aliento vital.

En el orden de los vínculos sociales, el tacto, como uno de los principales medios de placer, está unido a la constitución de una cultura material específicamente humana. Así, lo que llamamos hogar se organiza originaria (y etimológicamente) alrededor del fuego. El control de la temperatura es una de las funciones básicas de la piel, y el control material de la temperatura externa fue una de las primeras conquistas culturales de los homínidos a través del fuego y los refugios. Acercar a alguien para que comparta el fuego es permitirle entrar en el círculo social íntimo. En la modernidad, el capitalismo tiene un origen importante, como explican Sombert y más tarde Fedinand Braudel, en la constitución de una cultura material del confort, que está asociado principalmente al tacto: lechos blandos, texturas suaves de tejidos, hogares amueblados con materiales nobles,… en general, la cultura del confort es en gran medida una cultura del tacto.

Si el tacto crea vínculos sociales, también los destruye. Es por ello uno de los principales instrumentos del poder que aprovecha la capacidad del tacto para producir dolor. Dos de las prácticas más habituales de la opresión violenta están orientados a la destrucción: la tortura, una violencia que se ejerce la mayoría de las veces sobre la piel y que tiene ilimitadas modalidades de producción de daño, dolor y terror, siempre con el objetivo de destruir los lazos sociales de la víctima, que la mayoría de las veces tardará, si sobrevive, en recuperar su confianza básica en el mundo. La violación sexual, también con modalidades táctiles distintas, que siempre daña, a veces irreparablemente las identidades sexuales de las mujeres. Los vínculos sociales y la identidad sexual son dos dimensiones básicas de la identidad personal. El daño infligido es generalmente irreparable de forma completa y es la muestra más canalla del poder y la opresión sobre personas y colectivos. La opresión tiene siempre como efecto el destejido de los lazos que unen las identidades y la instrumentalización del tacto es efectiva para confinar los cuerpos en lo que la tradición religiosa llamó un valle de lágrimas como metáfora del tiempo de la vida.

El tacto ha sido olvidado también en las teorías sobre la aisthesis o sensibilidad humana, pero los regímenes de lo sensibles son también, y quizás sobre todo, regímenes hápticos, que entrañan un reparto de lo tangible y lo intangible. Así, aunque en la era de la mercancía las relaciones humanas abocan a una forma abstracta, su realización es muy material. Pues aunque la propiedad privada se constituya de formas abstractas como posesión de valores de cambio, se manifiesta en la realidad de las cosas y los derechos de tangibilidad. Salvo los nuevos bienes intangibles que parece crear el arte digital, la propiedad se manifiesta en objetos tangibles, que en un periodo inicial del capitalismo fue también propiedad de cuerpos de personas en la fase esclavista de su desarrollo.

Es habitual que las teorías de la aisthesis o sensibilidad humana releguen el tacto a un lugar secundario. Tales son las extendidas ideas de Jacques Rancière, que expresan los regímenes estéticos de las diversas épocas culturales como “repartos de lo visible”. Es cierto que Rancière con ello quiere expresar que las transformaciones sociales lo son también de lo sensible, pero no obstante cae en la primacía de los regímenes ópticos sobre los hápticos. Lo cierto es que las transformaciones del espacio social entrañan resituaciones de lo tangible e intangible. No porque se transformen las bases biológicas del tacto sino porque lo hacen las accesibilidades o affordances que sitúan a los cuerpos en su entorno, que los cuerpos sintonizan como posibilidades de acción. Los regímenes hápticos tienen su base en el lugar central que ocupa la piel en la distribución de los cuerpos en el espacio social.

La piel no es solamente el órgano del tacto, es también la epidermis de lo social y la frontera osmótica por la que se producen los intercambios de materia, energía, información y afecciones entre el organismo y el medio. Su carácter liminal le dota además de sus propiedades funcionales de una condición simbólica de la posición del cuerpo en el espacio social. La piel está siempre “socializada”. Las grandes divisiones sociales se inscriben en la piel. La piel está “generizada” o definida socialmente a partir de los caracteres sexuales y su circulación social. Las divisiones sexuales de la sociedad se expresan en formas en que la piel se sitúa en las relaciones sociales. La propiedad patriarcal de las mujeres no lo es solamente de las capacidades reproductivas sino también y sobre todo de los “derechos” de tangibilidad y visibilidad de la piel. En las sociedades tradicionales, los rituales amorosos por los cuales una mujer entra en el mercado de los cuerpos se traducen en una progresiva cesión de derechos de tangibilidad de la piel desde ceder el tacto de las manos o los labios a entregar la piel entera. Los cambios en la visibilidad de la piel suelen acompañar estos procesos, pero también otros signos en la piel en la forma de pinturas, anillos, abalorios y formas de ropaje.

La piel está “racializada” en el espacio social y en los cambios históricos. Su color, una característica visible define también las accesibilidades táctiles al mundo. Hannah Arendt definió muy perspicuamente la condición de exclusión social usando el término de casta indú paria, que alude a los “intocables” como los grupos que están abajo en la escala social, que constituyen ópticamente lo “obsceno” (fuera de escena), lo abyecto, lo intangible. Es la piel la que define estas posiciones. El color de la piel ha definido históricamente la condición de propiedad de los cuerpos. La esclavitud de las sociedades premodernas se limitaba a los enemigos o a quienes estaban endeudados y tenían que vender sus cuerpos o los de sus hijos, pero en la modernidad se produce un salto cualitativo cuando es la piel la que define las posibilidades de apropiación de las personas. En la América colonial la división entre los blancos y las clases inferiores da lugar a un complejo sistema de castas producto de la violencia social y sexual que se traduce en clasificaciones del mestizaje: criollo, morisco, mulato, cholo, zambo, chino,… clasificaciones basadas en la piel y en las hibridaciones que, a su vez, definen los regímenes de posibilidades de acceso a un puesto social.

Las clases sociales se inscriben en la piel. Los derechos de propiedad son primigeniamente derechos de tacto o uso de las cosas y las personas. A pesar de que en el capitalismo se conviertan en algo abstracto, como lo es la condición de mercancía, los derechos de propiedad se manifiestan también como formas de tacto que se expresan en la división social del trabajo. La callosidad de la piel de las manos, las arrugas o el color determinado por la exposición al sol y a los vientos muestra los signos de la posición del cuerpo en los regímenes de división social y sexual del trabajo. El cuento tradicional de la princesita que era capaz de detectar un guisante bajo el colchón expresa bien la condición de clase de la piel. “Tener la piel fina” que usamos para caracterizar la ociosidad laboral también enuncia la mayor o menor sensibilidad a las afecciones sociales. “Dejarse la piel” es lo que decimos para dar cuenta de lo que produce el trabajo. Lo palpable es el adjetivo que representa epistémicamente los regímenes hápticos, lo tangible de la realidad y los grados de acceso a ella. La piel como frontera de lo palpable se convierte en el lugar de intersección de lo epistémico y lo social.

Esta visión fenomenológica y general sobre lo háptico se materializa en formas muy concretas si atendemos a la historia del capitalismo, especialmente en sus dos primeras centurias de existencia. La historia del algodón, de la experiencia háptica en sus varias determinaciones y la historia del capitalismo están inseparablemente entrelazadas. Hay numerosísimos estudios de este entrelazamiento, especialmente en lo que respecta a la relación entre esclavismo, capitalismo y extensión mundial del cultivo del algodón, pero sin duda destaca sobre todos la monografía de Sven Beckert[1] que narra pormenorizadamente la globalización de los cultivos de algodón por todo el mundo y su relación con el origen del capitalismo. La imagen tópica del primer capitalismo de la revolución industrial es la de las minas y las grandes siderurgias, pero fue con mucho la industria algodonera la que literalmente tejió las redes industriales, comerciales, financieras y, sobre todo de explotación que generaron el capitalismo industrial. Manchester, Brujas, Fall River (Rhode Island), New Jersey, Connecticut, Cataluña, Alsacia,… fueron desde comienzos del XIX los grandes centros de hilado y tejido del algodón, superando a la tradicional artesanía de la India. En el origen material de la revolución industrial, las máquinas de hilado fueron tan determinantes como la máquina de vapor: la tradicional rueca que llena el cuadro de Las hilanderas de Velázquez, y que representa la artesanía del XVII, dio paso a la  hiladora Jenny de James Hargreaves en 1720, la mula de hilar diseñada en  1775 por Samuel Compton y patentada por Richard Roberts en 1825, quien diseñó también proyectos de máquinas automáticas. El algodón es una de las fibras vegetales más antiguas, junto al lino y el cáñamo, cultivado independientemente por aztecas e incas, en India y China y el sudeste asiático desde la antigüedad. La era de las talasocracias modernas portuguesa, española, inglesa, holandesa contribuyó a extender el algodón que comenzó a competir de forma exitosa en el siglo XVIII con los tejidos de lujo de la aristocracia: los linos, damascos, terciopelos, rasos y sedas. A comienzos del XVII se crean la Compañía Británica de las Indias Orientales, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y un poco más tarde la Compañía Francesa de Indias, parte de cuyos beneficios provenían del comercio del algodón. El algodón tiene la ventaja del fácil teñido, una artesanía que dominaba la India, la gran productora y comercializadora hasta finales del siglo XVIII, hasta el punto de que generó una ola de restricciones de aranceles por parte de las potencias imperiales. El último tercio del XVIII y la primera mitad del XIX fueron testigos, sin embargo, de un fenómeno explosivo de producción en Estados Unidos cuando los primeros plantadores descubrieron que las tierras del sur eran muy propicias al cultivo, y sobre todo cuando comenzaron a extenderse las grandes plantaciones trabajadas por esclavos africanos. El grupo de esclavistas algodoneros dominó la política de Estados Unidos ya desde los primeros momentos de la independencia, cuando la falta de materia prima llevó a la sustitución del comercio de algodón de la India con el desarrollo de grandes plantaciones.  La sed de tierras para el cultivo de algodón llevó a comprar territorios del sur como la Florida al reino de España y la Luisiana a Francia, seguido de las guerras de conquista y expulsión de las tribus indígenas hacia el Oeste, hasta llegar al Misisipi, cuyo delta se convirtió en un centro mundial de poder político y económico. La producción a gran escala de las plantaciones de esclavos inundó el mercado y creó un circuito básico con los centros industriales del norte, como Rhode Island y con el Reino Unido.

Azúcar y algodón fueron dos productos que estuvieron en la base del desarrollo del capitalismo industrial por el impacto que tuvieron las innovaciones técnicas pero sobre todo por su base en la mano de obra esclava. La transformación del gusto en el caso del azúcar, y la generalización de los tejidos de algodón se apoyaron en una ceguera mundial sobre su origen. El mercado mundial se llenó de muselinas, calicós, percales, satenes, mahones, gabardinas, mezclillas y denims, con sus atractivos colores y la suavidad del tacto con la piel. Una piel que dio origen al nuevo racismo, distinto a la xenofobia que pudo haber sido una característica de discriminación en las eras premodernas. El racismo convirtió el color de la piel en índice de superioridad e inferioridad humanas, e impulsó una legitimación científica del esclavismo y el colonialismo más salvajes. Los primeros cien años de capitalismo, sostiene Beckert, con toda la razón, crearon una alianza de los estados y de los grandes plantadores y compañías coloniales para impedir las rebeliones, hasta el punto de que puede hablarse de un capitalismo de guerra en el origen del capitalismo industrial. La historia industrial y comercial del algodón prosiguió triunfal en la segunda mitad del siglo XIX y reinó en el siglo XX creando la industria de la moda y el pret a porter, del consumo de prendas baratas masivos, hasta el punto de que la historia de la camiseta, cuyo algodón crece en Alabama, se tiñe en India, se confecciona en China, se imprime en Filipinas y vende en Walmart ha sido empleada como paradigma de la globalización del transporte barato.

El tacto, la piel y la experiencia se han transformado en la modernidad como resultado de múltiples fuerzas culturales, pero la historia del algodón ilustra mejor que otras historias más conocidas el poder mediador de las transformaciones materiales en la configuración de los cuerpos contemporáneos.

 



[1] Sven Beckert (2014) Empire of Cotton. A Global History , Nueva York: A. Knopff