domingo, 28 de julio de 2019

Lo que debemos al Romanticismo





El romanticismo es la cultura de la revolución, de las revoluciones, más bien: la política, que demuele el Antiguo Régimen, un orden social basado en lazos de sangre y de servicio, y da lugar a las nuevas formas de estados liberales de derecho, y la revolución industrial, que transforma la ecología y la economía humanas, dando lugar a las nuevas formas de identidad que son las clases sociales. Debemos al romanticismo la idea de que la armonía nunca puede darse entre los polos de lo colectivo y lo individual sin una mediación. Esta mediación que es la cultura se constituye en el medio en que los individuos son formados (Bildung) y en el medio por el que son formados. Gracias a esta mediación, el carácter de las personas se integra en una sociedad cuyo espíritu (Geist) expresa a la vez una identidad diferenciada y un proyecto universal.

La doble construcción cultural de los estados e individuos que es la formación (lo que da forma) tanto al individuo como a la sociedad y el estado tiene su motor más activo en la epistemología considerada como proyecto político: el individuo debe aprender a auto-conocerse y autodeterminar su vida en el marco de la sociedad; la sociedad debe desarrollar el medio epistémico y educativo que haga posible la formación de individuos que la reproduzcan como identidad a la vez política y cultural. Esta convergencia de lo personal y lo colectivo permite que los individuos sean reconocidos como personas miembros de la comunidad y como ciudadanos parte del estado. Los dos procesos de formación convergentes determinan el carácter tanto personal como colectivo, es decir, las identidades individuales y sociales. Así, la cultura, en cuyo núcleo está la economía de los conocimientos junto a los mitos y rituales, es el andamio de la arquitectónica sociopolítica es la gran invención del romanticismo como promesa de armonía y orden. Sus contradicciones y límites fueron y son los nuestros.

La Revolución Francesa, aún más que su cercano precedente americano, fue uno de los primeros intentos claros de cumplir las promesas de conocimiento y policía (entendido el término como buen gobierno u orden). Inauguró, como ha escrito Hobsbawm, una era de revoluciones que copiaron el modelo insurreccional de aquella. También inauguró una larga serie de derrotas de tales insurrecciones por más que las revoluciones condujesen poco a poco a una transformación radical del mundo a través del entrelazamiento de las revoluciones industriales y las reformas políticas. El impacto político, cultural y filosófico de la revolución solo es comparable al que un siglo más tarde produciría la Revolución Rusa.

Toni Domènech, en Eclipse de la fraternidad desarrolló una acertada revisión de la Revolución Francesa y de lo que entrañaba su demanda de fraternidad como tercer reclamo de los objetivos de la república.  Es un análisis político que traduce muy bien algunos de los senderos por los que discurrirá en los siguientes años el trasfondo cultural que reaccionó ante la realidad revolucionaria. Según este análisis, en un primer momento insurreccional, libertad e igualdad eran exigencias del tercer estado, denominación que agrupaba al comienzo de la revolución tanto a la burguesía de propietarios, financieros, industriales o comerciales y a los siervos del régimen feudal, trabajadores y artesanos que dependían de los otros para su subsistencia, incluidas las mujeres desposeídas de medios propios. Muy pronto, el desarrollo de los acontecimientos llevó a una progresiva separación hermenéutica y política de estos ideales. La constitución de un estado republicano sobre la base de la libertad e igualdad inmediatamente llevó a la cuestión de la propiedad y de los derechos de propiedad como un límite a las aspiraciones de igualdad. Los precios de los alimentos planteaban un problema de subsistencia y por ello un problema al primero de los derechos, el de poder subsistir. De ahí, afirma Domènech, que un cuarto estado compuesto por sin-propietarios se escindiera del tercero y reclamase una igualdad de nuevo tipo que excluyese de la condición ciudadana situaciones de dependencia.

El debate, tal como lo sitúa Domènech, estaba en la tensión entre la ley política, o espacio determinado por el estado republicano, y la ley civil o ley que regularía la sociedad civil. Esta escisión había planteado un debate en el siglo anterior: mientras que Locke, en sus Two Treatises of Government, no admitía tal escisión, pues el estado no sería más que un trustee o fideicomiso de la sociedad, Montesquieu abogaba por una separación de las dos leyes. No solo eran los derechos de propiedad lo que estaba en juego, sino la propia condición de ciudadano como persona reconocida en sus derechos. Al separar las dos formas de derecho, parecía que ciertos ámbitos quedaban sustraídos definitivamente al control del gobierno en tanto que fideicomiso de la sociedad.

En estas derivas de la Revolución Francesa encontramos una clave para entender la aportación sustancial del Romanticismo a la estructura cultural de la modernidad. Me refiero a la controversia nueva y emergente sobre la identidad y la autonomía que va asociada a ella. En el idealismo alemán, incluyendo al Kant tardío en él, se manifiestan las dudas y tensiones de este nuevo hilo de la cultura en la historia de la constitución de nuestro presente. El Estado, al menos en forma ideal, representaría la voluntad general mientras que la sociedad civil representaría los lazos de dependencia que articulan al individuo al menos en la forma de la familia y, esta es la controversia, la propiedad. La filosofía de la Ilustración no había encontrado aún demasiados problemas en considerar que no hay demasiadas tensiones entre ser ciudadano y ser parte de una sociedad.

Podemos leer dos obras de Rousseau, El contrato social y El Emilio, que fueron redactadas con poca diferencia de tiempo, como una respuesta a las dos preguntas. En El Emilio, Rousseau esboza un proyecto educativo cuya función es permitir que germine el ciudadano que hará posible el contrato social. Rousseau, optimista en ello, considera que bastaría con dejar discurrir de forma natural el desarrollo humano para que emergiese esa armonía de lo particular y lo universal. La revolución dejó claro que este optimismo no estaba justificado: que la historia mostraba que lo que llamamos individuo, ciudadano y persona —tres categorías con diferentes compromisos semánticos y normativos— podría estar sometido a una tensión interna entre las diversas propiedades que definen estas tres formas de identidad. El individuo estaría constituido por propiedades estructurales de orden cognitivo que garantizarían la armonía entre el orden del pensamiento y el orden de las cosas; el ciudadano por una capacidad de ponerse en lugar de otros y alcanzar una sincronía con la voluntad general; la persona, estaría definida por los vínculos de orden afectivo y de reconocimiento que le insertan en el grupo social. ¿Son armoniosas estas tres formas de constitución?

Las condiciones de posibilidad interdependientes del estado, la sociedad y los sujetos constituyeron el núcleo del proyecto crítico de Kant. Un proyecto que habría de dibujar el marco en el que se movió el idealismo alemán y posteriores líneas aún más críticas. Un estado es legítimo y una sociedad estará bien ordenada si nacen de sujetos autónomos que hacen realidad el que las leyes que se dan a sí mismos los ciudadanos nazcan de las leyes que se dan a sí mismas las sociedades; las sociedades, por su parte, estarán bien gobernadas si las normas y convenciones nacen de las costumbres de personas autónomas que se autolegislan. En ambos casos, el orden de la ciudad, que se expresa en esta doble cara del estado y la sociedad, armoniza con la “arquitectónica” de los sujetos. Desde Descartes, la anomalía de la autonomía humana en el orden natural se ha convertido en el problema fundacional político. ¿En qué consiste esta anomalía tal cómo se trata en el Romanticismo? Ya no puede ser definida por la distinción entre lo pensante y lo material, al modo cartesiano, y por su correlato epistémico entre lo interno y lo externo, o entre la subjetividad y la objetividad. El proyecto romántico es situar la anomalía en la capacidad de determinar posibilidades, en explicar lo humano como algo más que una parte del orden causal del mundo, a saber, como aquella parte del mundo que puede iniciar y establecer cadenas causales nuevas. Esta determinación de posibilidades no puede ser un resultado contingente, algo que ocurre por suerte, debe ser la expresión de una suerte de necesidad constitutiva del sujeto.

Así, en el terreno cognitivo, el conocimiento consistirá en determinar una posibilidad como algo real: “esto es así”— y llegar a esta determinación no por suerte sino como emanación de las facultades epistémicas del sujeto—. En el terreno evaluativo, se trata de determinar una posibilidad como algo que debió o no debió ser así: “esto no debe ser así” — y que la corrección de este “debe” no sea el producto efímero de un deseo contingente sino de una identidad moral o política de la persona—. En el terreno práctico, el terreno de la acción, la decisión es la determinación de un estado posible del mundo que se hará real en virtud no de la suerte o el milagro sino de las capacidades prácticas del agente. ¿Cómo es posible esta anomalía bajo la condición de autonomía auto-determinante? La respuesta del romanticismo es que lo que hace posible esta autonomía es la emancipación. La emancipación hace de la anomalía humana una forma de vida particular que adquiere la modalidad de libertad. Pero, como muestra históricamente la Revolución Francesa, la libertad demanda igualdad y fraternidad para resultar en una auténtica emancipación. ¿Le es posible a la cultura soportar estas contradicciones?

domingo, 21 de julio de 2019

Lo que debemos a Descartes





No ofrece mucha duda la idea de que vivimos en una época anticartesiana que coincide con la travesía intelectual posmoderna. Al corto pero intenso optimismo de la mitad del siglo XX acerca de las posibilidades de un mundo a la vez más justo y democrático, le sucedió el proyecto neoliberal y la filosofía de la contingencia, del pensiero debole, dos extremos profundamente relacionados. El proyecto neoliberal es el de un estado fuerte y poderoso orientado a eliminar  las barreras en todos los niveles de orden social a la extensión del modelo de competencia libre como mecanismo de información, conocimiento y gobernanza. Un sistema sin sujeto, pues los sujetos quedan reducidos a sujetos deseantes centrados en círculos restringidos de deseo: familia, trabajo, consumo. El mercado, o sus formas respectivas en los distintos órdenes, se encarga de suministrar la información suficiente para un ajuste de todos los intereses en juego. A este proyecto le correspondió una metafísica de la vulnerabilidad y fragilidad, de la impotencia del intelecto y del dominio de lo emocional. No hay dudas, pues, de que cincuenta años más tarde de la era del ascenso del neoliberalismo, se ha impuesto una metafísica de lo contingente, una cultura de lo sentimental y un escepticismo radical sobre las capacidades de la agencia humana.

Richard Rorty captó mejor que nadie en su momento que la contingencia, el escepticismo sobre la agencia (la ironía, en su vocabulario) y la “solidaridad” (siempre limitada) eran la consecuencia de un mundo “cruel”. Cierto. Pocas eras tan violentas como la que se inicia con el ciclo de la I Guerra Mundial y las ilimitadas réplicas. Descartes vivió una época similar: un siglo también cruel que siguió al moderado optimismo humanista. También vivió un ambiente filosófico de derrota de la confianza en la agencia humana: desde el fideísmo calvinista y jansenista a su especular metafísica de la impotencia en la escolástica barroca jesuítica, Descartes se encontró con un ambiente poco propicio al optimismo. Y de hecho sus críticos más duros, desde Pascal y Voetius a los jesuitas, no le perdonaron su orgulloso proyecto de confianza en las capacidades humanas para entender el orden de las cosas.

Tiene razón Antonio Negri en el que para mi gusto es su mejor libro: Descartes político*. Descartes dio voz al proyecto radical de la burguesía (que él representaba en su versión de la noblesse de rope). Spinoza entendió muy bien este carácter radical de la filosofía cartesiana, por más que la encontrase insuficiente. No tiene mucho sentido enfrentar a Spinoza contra Descartes, como ha popularizado el neurólogo Antonio Damasio en El error de Descartes y En busca de Spinoza. Ambos son parte de un mismo movimiento de resistencia epistemológica y de un proyecto de afirmación de las capacidades de la agencia humana contra el escepticismo posthumanista. Se equivocan también quienes piensan que la Ilustración comenzó con Rousseau y Kant, quienes habrían descubierto la autonomía humana como núcleo constitutivo del pensamiento. 

¿Cómo es posible que una parte del mundo piense y conozca el mundo?, ¿cómo es posible el orden de las ideas en el orden de las cosas?, ¿cómo es posible la anomalía humana?, ¿cómo es posible conocer nuestras posibilidades en el orden de la naturaleza? Descartes hace preguntas radicales. En la meditación VI establece la continuidad y no separabilidad de las cuestiones epistemológicas y las metafísicas:

En primer lugar, no es dudoso que algo de verdad hay en todo lo que la naturaleza me enseña, pues por “naturaleza” considerada en general, no entiendo ahora otra cosa que Dios mismo, o el orden dispuesto por Dios en las cosas creadas, y por “mi” naturaleza, en particular no entiendo otra cosa que la ordenada trabazón que en mí guardan todas las cosas que Dios me ha otorgado 

No es de extrañar que la gente más perspicaz le acusara de ateísmo, lo mismo que se hizo poco después con Spinoza, quien en este párrafo no podría estar más de acuerdo.

Las respuestas a las segundas objeciones de las Meditaciones metafísicas son un tour de force que nos lleva a la esfera más profunda de la epistemología como parte de una teoría de la agencia: el problema primero y más complejo de toda filosofía política es un problema de poder, pero el problema del poder (en el sentido de dominación) es siempre un problema de poder (en el sentido de agencia). El proyecto de Descartes no es simplemente filosófico ni simplemente un programa para fundar la nueva ciencia, sino un proyecto social: mostrar la capacidad del intelecto para encontrar los garantes de su conocimiento. Saber las propias capacidades como proyecto social. Es en este sentido la facción más radical de la burguesía ascendiente que se recupera de la derrota del humanismo en el siglo anterior y adopta una nueva forma de humanismo que ya solamente puede ser política. Debemos a Descartes el haber situado en el centro del proyecto social una función para la epistemología: encontrar y fundar la posibilidad de la posibilidad. Sin la restauración de la confianza en la agencia, se disuelve esta duplicada posibilidad y la historia queda al albur de la contingencia.

Podemos discrepar del dualismo de Descartes, como hizo Spinoza, podemos acusarle de ser un exponente de la filosofía del patriarcado, como ha hecho la epistemología feminista, pero no debemos discrepar de su descubrimiento de la anomalía humana y de que todo proyecto coherente social debe acoger esta anomalía en su concepción de cómo son las cosas. Un universo que permite que una parte suya lo conozca, e incluso bajo ciertas restricciones se conozca a sí mismo, es un universo poderoso, grande. Por eso seguimos siendo cartesianos a nuestro pesar.



* Los compañeros de Antonio Negri, uno de los líderes del movimiento autonomia operaia no entendían que en un momento de conflictos Negri se retirase a escribir un texto denso y académico sobre Descartes en los finales de los sesenta y comienzos del setenta. Sin embargo sabía bien que tenía que hacerlo si quería entender cómo fue posible el lento ascenso de la conciencia burguesa. 

domingo, 7 de julio de 2019

Epistemologías del silencio



El libro trata de problemas de filosofía y muestra, al menos así lo creo, que la formulación de estos problemas descansa en la falta de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Todo el significado del libro puede resumirse en cierto modo en lo siguiente: Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse.  Este libro quiere, pues, trazar unos límites al pensamiento, o mejor, no al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos; porque para trazar un límite al pensamiento tendríamos que ser capaces de pensar ambos lados de este límite, y tendríamos por consiguiente que ser capaces de pensar lo que no se puede pensar.  Este límite, por lo tanto, sólo puede ser trazado en el lenguaje y todo cuanto quede al otro lado del límite será simplemente un sinsentido.
  
Esta célebre afirmación la escribió Wittgenstein en el prólogo al Tractatus Logico-Philosophicus y ha sido interpretada mayoritariamente como una reducción de lo que porta conocimiento a lo que puede ser expresado con claridad. El positivismo lógico, incluso, se propuso a sí mismo como un proyecto para trazar los límites de lo significativo y expulsar de los discursos aceptados lo místico, lo metafísico, lo poético, lo confuso y contradictorio. En el lado contrario, muchas filosofías antipositivistas aceptaron esta interpretación y se sintieron legitimadas para escribir filosofía aforísticamente, donde la alegoría y el retruécano constituyen la forma y el estilo. Sin embargo, esta interpretación de las misteriosas palabras de Wittgenstein no es la única --ellas mismas un ejemplo de lo que llamaré epistemología del silencio, a saber, el estudio de los saberes no expresados, no expresables o directamente silenciados. La epistemología del silencio es parte de la epistemología política. En ella el "puede" wittgensteiniano que separa pensamientos y decires de sus afueras es un puede social y político, es decir, un muro a lo decible y expresable que tiene sus orígenes en la posición social y epistémica del agente conocedor. 

Los saberes de los oprimidos son muchas veces epistemologías del silencio: lo que se intuye, lo que se sabe no puede decirse y muchas veces el oprimido ni siquiera se atreve a pensarlo. Las formas de opresión son muy variadas a lo largo de la historia humana, pero siempre incorporan una dimensión de silencio que está más allá de la voluntad. Es un silencio que nace de las subjetividades fracturadas y vulneradas por la opresión. Frente a Lukács y seguidores, que establecen el privilegio epistémico del oprimido, lo que se llaman "epistemologías del punto de vista" (standpoint epistemologies en el término internacional) y que han proliferado en algunas formas de feminismo y estudios raciales, lo cierto es que la opresión social produce también opresión epistémica, falta de claridad, incapacidad de expresión sin por ello eliminar un conocimiento que está precisamente en su inexpresabilidad. Bajo la condición de trauma se instala el silencio. Una generación de hijos de quienes vivieron la Guerra civil española conocemos muy bien el silencio que se depositó en lo más profundo de las conciencias.

Mi propósito es afirmar que la epistemología del silencio no es un accidente periférico y marginal en la historia de los saberes. Por el contrario, lo que llamamos modernidad nace ya bajo una condición de subjetividad fracturada que constituye el alma de quienes pensaron que la epistemología era una forma de resistencia al mundo contemporáneo

Escribía así Spinoza
Se inquietaba mi alma por saber si acaso era posible instituir una vida nueva, o cuando menos adquirir alguna certeza respecto de ello, sin cambiar el orden antiguo ni la conducta ordinaria de mi vida.Spinoza (Tratado de la reforma del entendimiento)

El filósofo israelí Yirmiyahu Yovel ha interpretado la filosofía de Spinoza como un ejemplo insigne de una nueva cultura emergente en el duro siglo XVII; una cultura que muestra en su silencio público una definitiva desesperanza respecto a las posibilidades de renegociar alguna suerte de humanismo tolerante. Es una cultura de subjetividades divididas, que en sus silencios y entrelíneas abren una bifurcación metafísica, epistemológica, moral y política respecto al posibilismo y las utopías humanistas. No es la cultura cuya caricatura hemos heredado bajo los términos de modernidad e Ilustración, aunque la modernidad e Ilustración es justamente su herencia. Allí donde el estereotipo nos dibuja una suerte de racionalismo frío que se opondría a la cálida habitación del humanismo, lo que de verdad encontramos es una búsqueda desesperada de camino en el bosque de una subjetividad escindida, en el paisaje de una sociedad cruel y en la lucha por la existencia de unos nuevos modos de saber que con el tiempo llamaríamos “ciencia”. Así, Yovel, en varios libros, pero especialmente en Spinoza y otros heréticos: el marrano de la razón y sobre todo en el extraordinario estudio sobre el fenómeno cultural de los marranos El otro dentro. La identidad partida de los marranos y la emergencia de la modernidad  encuentra en la cultura de los marranos los signos más claros de los nuevos caminos. Pertenece esta cultura a una de las reiteradas epistemologías del silencio, saberes que se expresan de forma oblicua y en su queja anuncian una nueva manera de vivir y conocer.

 Como es bien conocido, el término “marrano” se aplicaba a los judíos que tuvieron que convivir en la intolerante cultura peninsular católica sin abandonar del todo sus creencias. Conversos al cristianismo, forzados o por decisión, a veces por convicción, vivieron vidas en un exilio interior que produjo culturas e identidades divididas. Fueron muchos los que buscaron refugio en los países enfrentados a los imperios católicos de España y Portugal. Amsterdam fue uno de esos lugares, una suerte de segunda Jerusalén donde la cultura rabínica ortodoxa se tejió con la de los marranos emigrados de la Iberia inquisitorial. La cultura marrana, que había sobrevivido en el siglo anterior en una España humanista aún no demasiado cerrada, en donde el propio emperador Carlos V había tolerado e incluso apoyado una suerte de erasmismo, había generado variedades ilimitadas de hibridaciones culturales desde los conversos militantes, e incluso inquisidores, a los místicos y reformadores religiosos pasando por los judaizantes hasta los practicantes de una doble vida religiosa y cultural. La presencia de marranos hispano-portugueses en la Holanda de las Provincias Unidas, y en Amsterdam especialmente está bien documentada:

[…] a finales del siglo xvi llegan los primeros grupos a Amsterdam, la ciudad cosmopolita por excelencia, que pasa de 50.000 habitantes en 1600 a 105.000 en 1620. Aunque los judíos no llegarán, en su época de apogeo, a más de unos 4.000 habitantes, representan un. grupo importante en la vida comercial y cultural de la ciudad. Mencionemos algunos nombres que los estudios de H. Méchoulan y otros están sacando del olvido: Isaac Aboab, Abraham Alonso Herrera, Daniel Leví de Barrios, Isaac Cardoso, León Templo (Jacob Judá Aryeh de León), Joseph Salomó del Medigo, Menasseh ben Israel, Saúl Leví Morteira, Isaac Orobio de Castro, Abraham Pereyra, Jacob de Pina, Juan de Prado, Uriel da Costa, Joseph de la Vega, Abraham Zacuto, etc. En 1607 ya poseen su propio cementerio, en 1615 obtienen libertad de celebrar públicamente sus cultos, en 1639 unifican las tres comunidades y organizan definitivamente sus estudios, en 1657 se les reconocen los derechos civiles y en 1675 construyen su gran sinagoga (Domínguez, 1986, 11)

No es de extrañar que la comunidad judía quiera mantener su estatus en el marco de una relativa tolerancia religiosa, de ahí que no vea con simpatía la invasión de ideas que traen los decepcionados marranos desde los oscuros territorios peninsulares. Los miedos a perder lo conseguido se imponen sobre el escepticismo que traen los marranos en el baúl de sus experiencias. El caso de Uriel da Costa (1585-1640), cuya condena anticiparía la de Spinoza es significativo de estos miedos. De familia de marranos, en sus estudios en Coimbra, sus lecturas de la Biblia le llevaron a interesarse cada vez más por la tradición judía que apenas se preservaba. Convenció a su madre y a su familia para escapar a Holanda. Allí llevó el escepticismo y las dudas que acompañaban a los marranos, también sobre la propia tradición religiosa hebrea. Fue excomulgado por dos veces y al final readmitido en la comunidad en un humillante rito que contenía 39 latigazos y postrarse en la puerta de la sinagoga para que los fieles le pisaran al salir. Años después, Juan de Prado, el médico español huido de la Inquisición a Amsterdam, donde se encontró con Spinoza, sufrió en 1655 un juicio similar con una condena menos tajante, a la que él recurrió arguyendo que quería seguir siendo judío comunitaria y culturalmente a pesar de su innegable racionalismo. Spinoza, su amigo, no aceptó ya ningún compromiso y en julio de 1656 sufrió una escalofriantemente dura excomunión. Volvía en Amsterdam a una suerte de segunda existencia de marrano, ahora dentro de su propia comunidad hebrea.

Yovel sigue su texto sobre los heréticos y Spinoza relatando el doble lenguaje en Fernando de Rojas y La Celestina. Su diagnóstico es que la subjetividad escindida marrana es una forma nueva, emergente, de subjetividad moderna incapaz de negociar adecuadamente el mundo y la mente. La epistemología que nace de esta experiencia histórica puede ser calificada como una epistemología del silencio, un saber interno que no es completamente de forma coherente en las enunciaciones y actos diarios o en las formas escritas o visuales. No lo puede ser porque hay dentro de la misma posición epistémica una fractura irresoluble.

En el Tratado del entendimiento humano, Spinoza esboza una suerte de proyecto mesiánico en el que el conocimiento del propio lugar en el universo se convierte en el bien más preciado. No hay mejor expresión de la aspiración de quien vive la zona gris de un mundo que perece y otro que no acaba de nacer:

(…) una naturaleza humana muy superior en fuerza a la suya, y como no ve que nada le impida adquirir una semejante, está impulsada a buscar los medios que la conduzcan a esa perfección. Todo lo que desde entonces puede servirle de medio para llegar a ella es llamado bien verdadero; y es considerado bien soberano llegar a disfrutar, con otros individuos si es posible, de esa naturaleza superior. ¿Cuál es, pues, esa naturaleza? La expondremos en su lugar correspondiente y mostraremos que es el conocimiento de la unión que tiene la mente con la naturaleza entera. […] Para llegar a este fin es necesario tener de la Naturaleza una comprensión que baste para adquirir esa naturaleza, y además constituir una sociedad tal como se requiere para que el mayor número posible llegue a ese fin tan fácil y seguramente como se pueda. Hay que dedicarse luego a la Filosofía moral y a la Ciencia de la educación; y como la salud no es un medio desdeñable para conseguir ese fin, sería necesario crear una Medicina perfecta; como, en fin, el arte vuelve fáciles muchas cosas, difíciles, ahorra tiempo y aumenta las comodidades de la vida, no deberá ser descuidada la Mecánica. Pero ante todo hay que pensar en el medio de curar el entendimiento y de purificarlo, hasta donde sea posible al comienzo, de modo que conozca las cosas fácilmente, sin error y lo mejor posible.  (Tratado del entendimiento humano)

Haya o no una influencia determinante de la cultura marrana en la cultura barroca de la península ibérica, el caso es que el Barroco hispano se llena de expresiones e imágenes de laberintos, disimulos, secretos y dobleces de ánimo que Fernando Roríguez  de la Flor ha descrito pormenorizada y exhaustivamente en su libro Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano un sujeto vulnerable al engaño tanto del mundo como de sus propias entrañas:
Despedida, retirada y, en particular, disolución del orden estático, revelado en todos los campos de la acción por una movilidad impredecible, por desplazamientos engañosos también, y por una más general fantasmagoría de la acción mundana, la cual, en medio del sueño, tiene que obrar como si estuviera en la realidad, y en la realidad como si hubiera recaído en el sueño. Y es que el mundo, al menos tal y como la construye la Contrarreforma hispana, ya no es más que el producto prístico de u na ejecución divina, sino el teatro engañoso donde alcanza un papel relevante un genius malignus (o ingenioso), del que la tradición cartesiana, y en general luterana, pronto se desprenderá, dejando a los escolásticos meridionales enfrentados a estos que son sus fantasmas inmovilizantes 

Es muy característico de la modernidad del sur ( un término que ha usado Carlos Thiebaut), tal como se manifiesta en Cervantes y Montaigne. Un sujeto precario que no confía mucho en los sentidos y acaso tampoco en el lenguaje, como ha estudiado Michel de Certeau en su monumental La fábula mística (Certeau, 1992, 2015) analizando la lengua de los místicos como Juan de la Cruz, Teresa de Ávila o Jean-Joseph Surin. El lenguaje, al igual que el alma, se desdoblan en un significado aparente y uno real.
A pesar de que es habitual interpretar el Barroco como el tiempo en que la tensión fundamental se desarrolla entre la religión intolerante y la nueva ciencia, lo que muestran los casos de los marranos en Amsterdam, el Barroco hispano y los místicos del sur, es que la fractura en está ya en la religión misma. De hecho no deberíamos establecer demasiada diferencia entre las modernidades de origen protestante y las católicas. En todas ellas se manifiesta la emergencia de una nueva subjetividad que tiene conciencia de su fragilidad y se refugia en una nueva epistemología que discurre desde el silencio al doble sentido y el disimulo. Para los místicos, el lenguaje se desdobla porque la experiencia no cabe ser expresada sino con palabras con un significado otro que se alcanza, no a través de un conocimiento de la lengua, sino a través de un camino interior. Para los nuevos teóricos de la revolución científica, el lenguaje cotidiano es impotente para entender el mundo. Leer el libro de la naturaleza exige una nueva lengua que se expresa en complejas ecuaciones y en no menos complejas experimentaciones, otra suerte de diálogo o conversación con la Naturaleza.

Las epistemologías del XVII son epistemologías de la derrota y epistemologías del silencio. Son epistemologías que, en su precaria posición social, desarrollan un orgullo interior que no puede ser expresado completamente, e incluso que no puede ser expresado en absoluto y exige un nuevo lenguaje o una duplicación de la semántica del lenguaje cotidiano. Son epistemologías que perciben que el conocimiento no es posible sin entender el mundo de otro modo, en donde se acomode la extraña identidad de este nuevo sujeto que surge de las ruinas de la violencia de la historia. 

Está por escribir la historia de la opresión humana como una historia de silencios. Está por desmontar el mito de la modernidad como una era de luces que iluminan la oscuridad.