martes, 27 de mayo de 2025

Cerebro e inteligencia artificial

 


Un estupendo artículo  de la revista de divulgación Quanta Magazine compara la historia de la inteligencia artificial basada en redes neuronales con el cerebro humano formado por redes de neuronas biológicas. Poco tienen que ver una con otro y, sin embargo, en una segunda mirada, sí pueden compararse y usarse para explorarse mutuamente. 

Las redes neuronales están formadas por capas en las que residen las neuronas artificiales: programas mínimos que reaccionan a las interacciones que vienen de otros programas y responden con una nueva señal que activa o desactiva a otras neuronas. En cada capa, las neuronas artificiales se interconectan en modos geométricamente complicados y las capas, a su vez, se interconectan también de forma compleja. Es lo que se llamó "procesamiento masivamente paralelo" que, como enseñó Geoffrey Hinton, pueden ser adiestradas mediante un procedimiento matemático probabilístico, "backpropagation", tomado de la termodinámica, que circuita las señales de salida y las convierte en señales de entrada, de modo que las redes reajustan sus pesos de conexión y así pueden representar relaciones probabilísticas entre lo que se quiera que representen cada una de esas neuronas. Los datos informacionales se convierten mediante procesos de "tokenización" en parámetros que son lo que representan las neuronas. Física termodinámica y probabilidad. Los textos, por ejemplo, se almacenan de modo que las redes pueden extraer las estadísticas de aparición conjunta de grupos de palabras y generar probabilidades de que una secuencia de términos sea una frase gramaticalmente correcta. En 2017, las técnicas de "transformer" (técnicas de asociar a una secuencia de palabras un espacio o contexto que permite al sistema acelerar la búsqueda de conexiones) permitió construir los Modelos Lingüísticos Extensos que ahora inundan nuestros dispositivos. 

¿Es así un cerebro? Para nada: las neuronas biológicas son células mucho más complejas, todas distintas entre sí en longitud, funciones, estructura fisiológica, que se activan o desactivan en las sinapsis o conexiones con otras neuronas mediante procesos químicos (los neurotransmisores) que, a su vez, producen cambios de potencial eléctrico internamente de modo que cada neurona se convierte en una especie de oscilador eléctrico que puede entrar en sintonía con otros muchos generando activaciones locales y resonancias generales. Hay alguna similitud con las redes neuronales artificiales, algo así como la que hay entre un modelo de Lego y un puente real, pero muchísimas más diferencias. El cerebro es un sistema químico-eléctrico de una complejidad que no es comparable en escala a la de las monstruosas máquinas de OpeAI o Google. El cerebro sería una pasta de sesos sin sus conexiones neuronales con los tejidos del cuerpo que no son sistemas pasivos sino que son, por su parte, sistemas productores de señales químicas (hormonas, neurotransmisores, ...) que interactúan sistémicamente con el sistema nervioso. El cerebro es cuerpo y sin el no es nada. Cuando las IAs se implanten en cuerpos mecánicos, robots, la analogía será un poco más cercana. Google lo está intentando ahora con su robot de juguete Watson, y ya se verá a qué puede llevar. 

Hay un segundo estrato de analogía: tanto las IAs como los cerebros son sistemas sociales o socio-técnicos. No funcionan si no están en continua interacción con millones de personas que los adiestran, corrigen, reconocen, ... y no funcionan sin infraestructuras desmesuradas, en el caso de las IAs y sin metabolismo y continua interacción física con el entorno en el caso de los cerebros. Pero el adiestramiento es muy distinto: en las IAs se introducen "datos" que son extraídos de fuentes ya informacionales. Los grandes dispositivos no entran en contacto con la realidad, sino con los datos. Son los humanos que los suministran, entrenan, afinan y usan los que conectan con la realidad. En el caso de los cerebros, el cuerpo interactúa directamente con la realidad mediado por herramientas, artefactos, lenguajes, y otras mediaciones que tienen carácter social: han sido generados por la totalidad de la historia de la humanidad. Forman el mundo de la vida, un entorno de reconocimientos, emociones, lazos, patrones de acción, rituales, saberes, actos simbólicos, que producen trayectorias que llamamos las identidades narrativas de las personas. 

Las inteligencias artificiales son sistemas híbridos de gente, sistemas físicos y datos en procesos complejos en parte mecánicos y en parte intencionales, económicos, ingenieriles. Las inteligencias naturales son también sistemas híbridos de física, química, biología, sociedad, cultura, técnica, y contingencias múltiples en esas continuidades que son las biografías. Pueden usarse para explorar unos sistemas a otros, pero son formas distintas de realidad. Lo peor que ha ocurrido de toda esta historia es llamar "inteligencia artificial" a la inteligencia artificial, es como cuando Papin llamó "digestor" a la primera olla a presión, como si fuera un sistema digestivo. 

Tras estas relaciones está la tensión y dialéctica entre complejidad y sentido de la que trató el sociólogo Niklas Luhmann. Sostenía que las ciencias han sido transformadas por la complejidad, algo que ha disuelto las viejas separaciones disciplinarias, y las humanidades  por el sentido, algo que también ha disuelto las correspondientes divisiones del trabajo intelectual. La complejidad de la complejidad y el sentido del sentido son lo que diferencia ahora la cultura científica y la humanística. Hay una relación, pues el sentido es una forma de complejidad, pero hay otras barreras que tienen que ver con la imposibilidad de reducir uno a otra. La complejidad es parte de nuevas investigaciones transversales que llevan de la termodinámica a la teoría de la computabilidad. El sentido lleva desde la hermenéutica a la cultura y a la filosofía, pasando por todas las formas de insitución social como el derecho, la economía, la política y, en general, las relaciones sociales. 


domingo, 18 de mayo de 2025

La altura de los ojos

 



No hay problema filosófico más intrincado que el de cómo articular las diversas escalas de tiempo en relación con nuestras prácticas y conceptos de qué es una vida honesta, aceptable y vivible. Los griegos poseían tres términos para el tiempo: aión, kronos, kairós, conceptualizando con ellos fenomenologías de la temporalidad que probablemente se nos escapan y que variaron en sus apariciones en la literatura y la filosofía, pero que corresponderían, traduciéndolas a nuestra percepción contemporánea, respectivamente, al tiempo cósmico de la historia natural, al tiempo público de calendarios y relojes y al tiempo de lo singular, de la presencia de lo efímero y a los momentos significativos.

En la filosofía contemporánea, encontramos la tensión analizada por John McTaggart en un artículo de 1909 en la revista Mind, entre dos series temporales: la que categoriza el tiempo en pasado, presente y futuro (serie A) y la que categoriza los instantes de tiempo respecto a un orden cronológico reflejado en las métricas como calendarios y relojes (serie B). Esta serie B permite coordinarnos social, política, económica y técnicamente. La serie A, por el contrario, es la forma más característica y general en la que vivimos la dimensión temporal de la existencia. Estas dos formas interactúan entre sí, de modo que tendemos a sentir lo temporal acomodándonos a los ritmos colectivos, por ejemplo los tiempos de trabajo y ocio, a la vez que los calendarios y horarios se llenan de señales de las cosas que ocurren o los días y momentos por ocurrir. Por último, en el nivel más profundo de la subjetividad temporal está la vivencia que acompaña al tiempo de la vida o las edades del hombre que teorizaron los filósofos medievales. En este nivel se levanta la certeza básica de la finitud de la vida, de la mortalidad, así como la de la vulnerabilidad y fragilidad que acompaña a la experiencia de nuestros cuerpos y sus cambios de condición y salud.

Cada edad humana tiene su propio modo de llevar esta experiencia inescapable de la finitud. Este tiempo de la vida recorre todas los estratos de la ontología desde el hecho de que somos objetos termodinámicos sometidos a la irreversibilidad, pasando por la evidencia biológica de que la muerte es un invento de la vida como una condición de posibilidad de supervivencia de las especies, hasta la experiencia diaria de la mortalidad de los seres cercanos y seres vivos que amamos.

Pero esta finitud se vive fenomenológicamente de maneras diversas a lo largo de la vida y a lo ancho de las culturas. Con el avance de la edad, el espacio de posibilidades, y por tanto de expectativas con sus emociones asociadas, varía de maneras no lineales: no hay tal espacio en la niñez, es un espacio trágico de decisiones en tensión en la juventud y madurez y se estrecha con la edad más provecta de la vejez. Pese a toda esta complejidad, la finitud como hecho objetivo y como experiencia fenoménica es asimétrica respecto a todas las demás modalidades de experiencia del tiempo: establece la escala humana, el límite más allá del cual la temporalidad adopta ya formas cosmológicas, históricas, siempre externas al concernimiento moral de los humanos.

Pensemos, por ejemplo, en el cambio climático. Si adoptamos la perspectiva del experto, el tiempo del planeta está caracterizado por parámetros físicos. Si adoptamos la escala humana, el tiempo se ordena en generaciones que tienen que sobrevivir y en especies biológicas que pueden desaparecer. Lo objetivo abre paso a una vivencia subjetiva que nos concierne.

Martin Hägglund ha argumentado que la conciencia de la finitud es la única que nos puede ofrecer una fe secular en la vida y en la humanidad, un amor por el tiempo de la vida y por la vida propia y la de los demás. Una vida concebida no como trabajo ni mercancía sino en sí misma como expresión de las potencialidades humanas sociales y creativas. Estoy completamente de acuerdo con su línea de pensamiento, a lo que añadiría que la convicción de la finitud y la escala que determina es la que nos permite articular todas las modalidades de la temporalidad que nos ofrece la cultura: desde la finitud trascendemos la situación concreta del presente y nos proyectamos en el futuro y en el pasado elaborando hilos de identidad narrativa.

La desmesura en que vivimos no tiene buen pronóstico. No nos cabe componer una medida común para las cosas importantes en la vida. La diversidad humana es ilimitada: diversidad de culturas, de perspectivas, de maneras de ver y de valorar las cosas. Las estadísticas nos dicen que los problemas que agobian a las sociedades varían tanto como sus situaciones. Y no es solo que haya diferentes ordenamientos de lo que importa a las gentes, es también que los distintos sistemas de valores son inconmensurables. No es que sean incomparables, de hecho estamos continuamente contrastando nuestros valores y los suyos, montando guerras o en conflictos inacabables por las diferencias. Comparamos pero no con-mensuramos.

No hay medidas que nos resuelvan la pregunta de si nuestros valores son mejores o peores que los de los otros. Buscamos la objetividad y encontramos la controversia o el conflicto. La dialéctica de los conflictos es la madre de la historia. Todo eso es cierto. Pero cabe repensar si no la mesura común sí al menos las escalas donde convergen las diferencias.

Para bien o para mal, hay ciertos hechos básicos sobre la humanidad que definen si no una medida, sí al menos una escala común. El primero es la fragilidad, la mortalidad. Nuestro tiempo es limitado. Muy limitado. Aunque nuestro conocimiento se mueva hasta las profundidades cósmicas y nuestras esperanzas o fe discurran por los tiempos de la historia o la eternidad, lo más cierto de la vida es que no tenemos tiempo. La limitación del intervalo entre la cuna y la tumba no nos da una medida común, pero sí una escala que solo la insania puede olvidar. Que nuestra vida es corta es la razón por la que las cosas significan e importan. Si fuéramos inmortales, nada sería relevante, nada sería nuevo bajo el sol, nada sería más o menos, todo volvería a ser lo mismo.

Amamos y odiamos porque sabemos que nuestro tiempo se acaba. En eso consiste la vida. La vida inventó la muerte para renovarse sin descanso. La conciencia de la finitud puede llevar a la ansiedad, tal como creían algunos filósofos, pero en realidad es la fuente de todo valor. Amamos lo que sabemos que vamos a perder y porque sabemos que vamos a perderlo lo amamos. Es la fe básica que nace en las fuentes de la vida.

La finitud nos ofrece una escala común: la altura de los ojos, no las alturas del poder ni las alturas de la historia, sino la misma fábrica de la que está hecho el tiempo y el espacio humanos. No es mucho, pero no es poco, es tal vez el único hecho objetivo que es difícil discutir por más que nos alejen las creencias y las ideologías. Y cuando afirmo que no es poco lo hago porque de este hecho y de esta escala podemos extraer inferencias básicas para encontrar si no medida si al menos mesura, en el sentido que este término tiene en castellano: contención, prudencia, capacidad para establecer los límites.

Y en esta mesura encontramos que las limitaciones del tiempo y el espacio no son tan pequeñas como para que no podamos hablar de propiedades que aparecen en la escala humana: la experiencia, esa capacidad que tenemos para convertir lo que nos pasa en relato, en aprendizaje, en memoria. Gozos y sufrimientos son diferentes en cada persona y en cada condición y cultura, pero la posibilidad de experiencia, de construir relatos propios no es un logro pequeño. La agencia, un término que aún la Real Academia no ha terminado de aceptar en la acepción que usamos en filosofía y ciencias sociales: la capacidad de intervenir en nuestro mundo y en nuestra vida según nuestra libertad de pensamiento y razón. La posibilidad de experiencia, la posibilidad de agencia es lo que permite hacer visible la escala humana cuando nos miramos unos a otros a la altura de los ojos.


martes, 13 de mayo de 2025

La estructura de sentimiento de melancolía

 



Si la exaltación reaccionaria es una estructura de sentimiento que alerta a la vida conservadora de que su mundo puede estar en peligro, una posibilidad que transmite la memoria de la revolución[1],  que nace y se constituye en el miedo a la agencia de los de abajo, en el campo progresista o resistente se extienden otras reacciones afectivas que alteran prácticas y creencias. Son las que recorren la gama de la melancolía: la nostalgia, la amargura, el agotamiento, el burnout social, la depresión. Al igual que en los miedos reaccionarios el sentido de la temporalidad, la memoria y la imaginación de distorsionan y con ellas la capacidad de acción y comprensión en y del presente. Las representaciones de lo que pudo ser y no fue, las faltas de imaginación de lo que podría ser de otro modo conforman el ser del ahora.

La historia de las pasiones de este espectro se remontan a la antigüedad: la acedia que los monjes medievales castigaban, la melancolía renacentista y barroca que ensimismaba la mente en un mundo de libros, la nostalgia de los lansquenetes y mercenarios suizos fuera de sus montañas, que les llevaba a la deserción y al suicidio y era castigada fieramente por los oficiales, los tonos crepusculares de la literatura modernista[2], la estética decadente posmodernista: todas estas manifestaciones tienen un aire de familia al tiempo que reciben nuevos nombres y diagnósticos desde lo clínico a lo cultural, moral y político. La nostalgia es un estado de ánimo permanente a lo largo de la historia de la cultura que se manifiesta y se nombra de maneras muy diversas en los diferentes contextos y situaciones. La modalidad que me interesa traer a esta discusión sobre lo cotidiano tiene un origen y un carácter moral y político y se extiende cíclicamente entre activistas, intelectuales y otras personas alineados con la izquierda o con movimientos sociales resistentes a veces en momentos de declive, a veces, como observaba Marx, por un paradójico recelo a las propias transformaciones que han producido estos movimientos. 

En una extraña reseña sobre un libro de poemas de Eric Kästner, Walter Benjamin dio el nombre de “melancolía de izquierdas” a una actitud que define a ciertos intelectuales con una mirada negativa sobre la posibilidad de un cambio estructural:

[…] ese radicalismo de izquierda es una postura a la cual no corresponde más acción política alguna. No está a la izquierda de esta o de aquella tendencia, sino simplemente a la izquierda de toda y cualquier posibilidad. Porque, desde el principio, no piensa en otra cosa a no ser en deleitarse consigo mismo. La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales, ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra desgracia que sobrepase las fuerzas humanas. […] La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social, pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad, en una tranquilidad negativista.[3]

Benjamin detectaba esa atmósfera de derrota en la cultura de su tiempo, al borde del triunfo del fascismo y en las postrimerías de la fracasada revolución alemana. Al final del siglo, la caída del Muro, el ascenso del neoliberalismo y las poco efectivas convulsiones de los movimientos Occupy en la segunda década de nuestro siglo, han contribuido a crear una amplia conciencia de un sentimiento similar que ha dado origen a una notable cantidad de literatura. Clara Ramas escribe en su reciente libro: 

“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos” (Ramas, 2024, p. 25) [4].

 Veinticinco años antes, Wendy Brown animaba a resistir la melancolía de izquierdas reconociendo que había pérdidas históricas que pudiera pensarse que son justificaciones:  fin de regímenes socialistas, de la incontestable legitimidad del marxismo, de la centralidad del trabajo y la clase obrera y el movimiento obrero que había creado un tiempo histórico, de la supuesta alternativa viable al capitalismo, del sentido de comunidad internacionalista,

Pero en el centro vacío de todas estas pérdidas, quizás en el lugar de nuestro inconsciente político, ¿no hay también una pérdida no reconocida, a saber, la promesa de que el análisis y los compromisos de la izquierda le darían a sus adherentes un camino claro y seguro hacia lo bueno, lo correcto y lo verdadero? ¿No es acaso esta promesa la que en gran parte fundamentaba nuestro gozo en ser parte de la izquierda, la que, de hecho, daba sentido a nuestro amor propio en cuanto izquierdistas y nuestro igual sentimiento hacia otros izquierdistas? Y si no es posible renunciar a este amor sin exigir una transformación radical del fundamento mismo de nuestro amor, de nuestra capacidad misma para el amor o el apego político, ¿no estamos condenados a la melancolía de izquierda, una melancolía que ciertamente tiene efectos que no solo son dolorosos sino también autodestructivos?[5]

Mark Fisher[6], en un libro que se ha convertido en icono de la melancolía de izquierdas para una generación, Realismo capitalista, declaraba la salud mental como la víctima de la falta de imaginación histórica. Usa el término “hauntología”, tomado de Los espectros de Marx de Derrida para referirse a los contenidos culturales que acompañan la “lenta cancelación del futuro” de la que hablaba Franco Berardi, que él detectaba en una adicción a formas culturales (musicales) del pasado impotentes para crear un audiotopía de un presente emancipador y se reconoce dañado por este sentido de impotencia:

La depresión es el espectro más maligno que me ha acechado a lo largo de mi vida; y uso el término “depresión” para distinguir el sombrío solipsismo propio de esa condición de las más líricas (y colectivas) desolaciones de la melancolía hauntológica. Comencé a publicar en mi blog en 2003, todavía en un estado de depresión tal que hacía la vida cotidiana apenas soportable.  Algunos de estos escritos fueron parte de mi trabajo para atravesar esa condición, y no es un accidente que mi (por ahora exitoso) escape de la depresión coincidió con una cierta externalización de la negatividad: el problema no era (solamente) yo, sino la cultura que me rodeaba. Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950.[7]

Hannah Proctor coincide con Mark Fisher en este diagnóstico que mezcla la desolación histórica con afectos truncados que varían de la nostalgia a la amargura. La historia y la memoria del pasado revolucionario, argumenta, ya no puede hacerse en términos benjaminianos rescatando solo los futuros posibles derrotados, es necesario incluir en este relato las estructuras de sentimiento de acabamiento, derrota y depresión[8]. Cierto, pero estos episodios, una de cuyas manifestaciones parece colorear nuestro tiempo de todas las gamas de grises, conducen también a formas neoreaccionarias del desencanto.

 Clara Ramas escribe en su reciente libro: 

“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos”

Ignacio Sánchez-Cuenca ha descrito en dos polémicos libros sendas derivas de esta nostalgia en la España contemporánea: la irritación de una capa intelectual otrora hegemónica en la transición y la fragmentación arborescente de una izquierda post-15M[9]. En el primero argumenta contra los cambios de posición de un polo al otro del espectro político y el traslado desde juveniles posiciones de izquierda festiva a un tenebrismo doliente y quejumbroso sobre los males irredentos del país, sobre la decadencia moral de una izquierda entregada y traicionada por los nuevos movimientos sociales: el persistente nacionalismo (o falta de lealtad a la patria) el feminismo, los movimientos LGTBI, el multiculturalismo, y otros[10].

No son muy interesantes los detalles ni el hecho de que el objeto de estudio sean colectivos identificables españoles. Por el contrario, es el carácter de experiencias y cambios generalizados lo que los hace significativos. El ruido horrísono de las guerras culturales contemporáneas no se limita a un país concreto, es el ruido blanco de los medios sociales contemporáneos que irrumpen en la vida cotidiana polarizando las opiniones y muchas veces estados de ánimo de quienes no son directamente partícipes en esos colectivos destacados.

 


 



[1] En español, sin duda Strahele, E. (2024) Los pasados de la revolución, los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Madrid: Akal

[2] Traigo aquí solo algunas referencias que me han resultado útiles de entre la inmensa literatura sobre la nostalgia. Además del citado libro de Starobinski, 2016,  Boym, S. (2015) El futuro de la nostalgia, trad. Jaime Blasco Castiñeira, Madrid: Antonio Machado; véase Jean Starobinski, J (1966) “La idea de la nostalgia”, Diogenes 54 (1966), pp. 81-103; Starobinski, J.(2016) “La lección de la nostalgia”, en La tinta de la melancolía, trad. Alejandro Merlín, México: FCE. Thiebaut, C. (2024) “Melancolía”, en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de emociones, Madrid: Trotta; Kliblanski,R., E. Panofski, E. Saxl (1991) Saturno y la melancolía, Madrid: Alianza;

 [3] Benjamin, W. (2017) “Melancolía de izquierda”, recuperado en             https://www.academia.edu/7642464/Walter_Benjamin_1931_Melancol%C3%ADa_de_izquierdas y  Walter Benjamin, “Melancolía de izquierda”, La tarea del crítico, ed. Mariana Dimópulos, trad. Ariel Magnus (Santiago: Hueders, 2017), 179-86, 183.

[4] Lago, J. (2024) “Nostalgia”, en en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de emociones, Madrid: Trotta; Proctor, H (2024), Burnout : the emotional experience of political defeat: Londres: Verso; Ramas, C. (2024) El tiempo perdido Barcelona: Arpa, Traverso, E. (2016) Melancolía de izquierda. Después de las utopías, trad. Horacio Pons, Madrid: Galaxia Gutenberg. 

[5] Brown, W. (1999) Resisting Left Melancholy” Boundary 2 26/ 3), pp. 19-27, traducción de Rodrigo Zamorano Mucñoz,, en https://www.revistarosa.cl/2020/02/03/resistir-a-la-melancolia-de-izquierda/ (2020) consultado el 11/08/2024.

[6] Fisher, M. (2009) Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, trad. Claudio Iglesias, Buanos Aires: La Caja Negra,2016.

[7] Fisher, M. (2018) Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, trad. Fernando Bruno, Buenos Aires: La Caja Negra, p 57.

[8] La cuestión de cómo las experiencias pasadas moldean el presente es fundamental tanto para la vida individual de los revolucionarios como para la historia revolucionaria. Como historiadora de izquierdas, a menudo me siento tentada a citar casos pasados de ruptura revolucionaria como prueba de que nada en el presente es inevitable, de que las cosas podrían ser de otra manera. Anteriormente he elaborado argumentos de este tipo casi de memoria. Me han conmovido muchos textos que excavan momentos esperanzadores de la historia revolucionaria para agitar a los lectores políticamente simpatizantes en el quiescente presente, pero al escribir sobre la desilusión y el agotamiento políticos, este gesto retórico me ha parecido insuficiente. Por muy seductor y políticamente consolador que me parezca este modo de argumentación, las experiencias de agotamiento político requieren enfrentarse a momentos esperanzadores del pasado que no pueden separarse de las posteriores experiencias de desesperación de los individuos. Proctor, H., 2024, o.c. p. 15

[9] Sánchez-Cuenca I. (2016) La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política, Madrid: Catarata; Sánchez-Cuenca, I. (2018) La superioridad moral de la izquierda, Madrid: Lengua de Trapo

[10] En el otro libro, sobre la superioridad moral de la izquierda, afirma Sánchez Cuenca: Lo que resulta característico de la izquierda es que se observen tantos casos de ruptura por desavenencias ideológicas. El mecanismo explicativo es bastante sencillo: cuanto más fuerte y exigente sea la concepción de la justicia que se defiende en política, mayores son los costes de una desviación con respecto al punto ideal de cada uno. […] Si lo que hay en juego es un ideal fuerte de justicia, cualquier negociación de contenidos se vivirá como una renuncia. De ahí que cada una de las facciones pueda preferir ir por libre antes que tener que sacrificar el ideal por el que lucha. Sánchez-Cuenca, 2018, p 70.


sábado, 3 de mayo de 2025

El valor de las acciones

 



Uno de los libros menos conocidos, y sin embargo más profundos, del antropólogo activista David Graeber fue el que escribió sobre el concepto de valor:

“Hoy en día, cuando los antropólogos hablan de "valor", sobre todo “valor" en singular, cuando hace veinte años se hablaba de "valores" en plural, están dando a entender, como mínimo, que el hecho de que todas estas cosas deban llamarse con la misma palabra no es una coincidencia. Que, en definitiva, son refracciones de lo mismo. Pero si se reflexiona sobre ello, se trata de una noción muy provocadora. Significaría, por ejemplo, que cuando hablamos del "significado" de una palabra, y cuando hablamos del "significado de la vida", no estamos hablando de cosas totalmente distintas. Y que ambas tienen algo en común con el precio de venta de un frigorífico”[1]

Graeber sostiene su teoría antropológica del valor en este sentido generalizado que une valores y significados sobre dos puntales. 

- El primero es considerar que el valor nace de la importancia de las acciones más que de los objetos (o fines, u objetivos). 

- El segundo es una teoría dialéctica o dinámica de cómo las acciones forman tanto las personas como las colectividades y el mundo. 

La hipótesis de Graeber tiene un fondo marxiano que atiende a no separar el espacio de los valores de los resultados de las acciones sociales que conducen a su producción. Si fuera posible hacer un mapa de los objetos que una sociedad valora (personas, bienes, estatus, riqueza, etc.) tendríamos también un mapa de la importancia de las acciones en esa sociedad. En su teoría resuenan dos ideas de Marx: la de que los humanos producen intencionalmente un mundo y al tiempo se producen a sí mismos, y la de que los objetos que producen tienden a adoptar una forma autónoma y borrar las huellas del origen social de las acciones que condujeron a su producción. El objetivo de la teoría del valor sería mostrar el continuo proceso por el que una sociedad se produce y reproduce como resultado del conjunto de actos de producción y circulación que generan el mundo que la sostiene.

Graeber comienza resucitando (con todo merecimiento) la idea piagetiana de los orígenes del mundo mental y moral en el niño. Como sabemos, Piaget sostenía que los niños aprenden el mundo, en el sentido de producir las estructuras básicas de representación a través de una continua interacción práctica con él. La forma de esas acciones en el juego no se limita a producir cambios en el mundo sino que produce estructuras mentales de orden lógico o, en nuestro caso, normativo. En un sentido muy literal, el niño se produce como persona capaz de acciones intencionales en un entorno social a la vez y por el proceso de producir transformaciones. Por supuesto esta idea descarnada de Piaget hay que complementarla con todo lo que nos enseñó Vigotski sobre los entornos próximos: el niño llega a producir el conjunto de estructuras y capacidades que caracterizan a un adulto en una comunidad debido a que su entorno es inteligente y reacciona a sus acciones de formas ordenadas. Pero esta extensión es ya parte de una teoría más amplia del valor en el contexto social. Graeber piensa las sociedades que estudian los antropólogos prototípicamente[2] como inmensos sistemas de producción y reproducción continua que al tiempo que generan y distribuyen los productos reproducen la sociedad.

En el ritual del moka en el área de Mount Hagen de Papúa en Nueva Guinea, los varones intercambian cerdos y en ese intercambio acceden a estatus sociales de más categoría. Esos cerdos han sido criados por las mujeres, que a su vez, crían a los niños hasta que llegan a la edad de incorporarse a la comunidad. Hay aquí un sistema de acciones que producen bienes (cerdos, en este caso, u hortalizas, que cultivan los varones, o canoas,…) que circulan reproduciendo un complejo sistema de parentesco y de estatus que constituye la estructura de la sociedad. Observa Graeber que no deberíamos despreciar la inteligencia de estas sociedades porque su tecnología sea menos sofisticada que la contemporánea. Lo que producen con esa tecnología son sistemas de parentesco y de sociedad increíblemente complejos, de modo que a los antropólogos les lleva generaciones entenderlos. El valor de las acciones en ese sistema de producción de personas y comunidad depende de las contribuciones a esa producción y reproducción.

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En esta figura Graeber representa este circuito de producción de gente y cosas a través de una esfera de circulación y acción. El marco temporal es el de un complejo de ritmos y repeticiones que tienen a veces la forma de técnicas de producción y a veces la de rituales de reproducción, pero en toda su diversidad generan un sistema de valores que reafirma y reproduce el valor social de las acciones, incluso, o a la vez que, las finalidades aparentes de las acciones se orienten solamente a la producción de estatus o la reproducción del sistema familiar.

Las sociedades modernas se basan en una red de acciones generadas por la división social del trabajo en todos sus niveles, en la constitución de modos abstractos de intercambio en la forma dinero que convierte a productos y tiempos de las personas en mercancías,

 

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Descripción generada automáticamente

En nuestras sociedades, apunta Graeber, la división del trabajo divide las sociedades entre espacios familiares y espacios de producción, o entre tiempos de vida y tiempos de trabajo, y la esfera de circulación que es el mercado convierte todo en un sistema de precios que hace olvidar el origen y la importancia de las acciones:

En un sistema capitalista, por tanto, hay dos conjuntos de unidades mínimas: las factorías (o, para ser más realistas, los lugares de trabajo) y los hogares con el mercado mediando las relaciones entre ambos. Uno se ocupa principalmente de la la creación de mercancías; el otro, de la creación (cuidado y alimentación, socialización, desarrollo personal, etc.) de seres humanos. Ninguno puede existir sin el otro. Pero el mercado que los conecta también actúa como una vasta fuerza de amnesia social: el anonimato de las transacciones económicas garantiza que que, en lo que respecta a productos concretos, cada esfera sea invisible para la otra. El resultado es un doble proceso de fetichización. Desde el punto de vista de los que se dedican a sus negocios en el ámbito doméstico, utilizando mercancías, la historia de cómo se produjeron estas mercancías es invisible[3]

Lo que a Marx le interesaba al estudiar este proceso, que había descrito la economía política de su tiempo no era dar lugar a una teoría de los precios, sino, por el contrario a explicar el proceso de ocultamiento de los valores de las acciones debido a cómo se estructuran los tiempos de lo humano: el trabajo abstracto que dará lugar a la producción y circulación de mercancías se estructura por la cronología pública de relojes y calendarios. Fuera del sistema de trabajo asalariado quedan los ritmos y tiempos heterogéneos de producción y reproducción de la vida cotidiana, y con ellos formas de valor más explícitos que los que indica el sistema de precios. Para los padres, un niño es invaluable y las acciones de cuidado y cariño que llevan a la crianza o “producción” de un futuro adulto adquieren una visibilidad normativa de una especie que parece distinta de las técnicas que emplean los mismos padres en sus lugares de trabajo cuando se “ganan la vida” con el fin de producir vida.

Arjun  Apppadurai e Igor Kopytoff en su conocida propuesta[4] de la circulación de las cosas mostraron convincentemente que el valor de las cosas incluso bajo el capitalismo no puede ser reducido a mercancía. Los objetos, en su vida social, tal como ellos analizan, pueden pasar por fases de mercancías, como por ejemplo cuando los novios compran los anillos y fases de objetos no vendibles ni mercantilizables, como ocurre en el momento en que se intercambian esos anillos en el acto de la boda. Tienen razón Appadurai y Kopytoff en su crítica a quienes entienden el mundo de los bienes solamente desde la esfera del mercado. En este sentido, sus observaciones son coherentes con las de los antropólogos que han estudiado sociedades ancestrales, al igual que con el también fundamental texto de la antropóloga Mary Douglas[5] que observa que el espacio de los bienes y del consumo crea un significativo mapa de lo que valora una sociedad y qué considera que puede venderse y comprarse. Así, por ejemplo, no se considera propio de ser convertidas en mercancías las personas, o tampoco las evaluaciones de exámenes, por poner otro caso. Graeber observa, sin embargo, que esta división entre mercancías y no mercancías de Appadurai (y Douglas, aunque no la cita) tienen un carácter neoliberal que sigue ocultando el valor que ahora se deposita en los objetos y no en las acciones que los producen.

Los sistemas de valores, sostiene Graeber están unidos a la imaginación de qué es una sociedad y una vida digna, de ahí la diversidad de sistemas de valor que son antagónicas y luchan por una concepción del valor que también lo es de la sociedad y del sentido de la vida:

En cualquier situación social real, es probable que haya un número totalidades imaginarias, organizadas en torno a diferentes concepciones del valor. Pueden ser fragmentarias, efímeras, o pueden existir simplemente como proyectos soñados, o a medio realizar, proclamados desafiantemente por sectarios o revolucionarios. Cómo se entretejan -o no- no se puede predecir de antemano. Lo único seguro es que nunca encajarán a la perfección. Volvemos, pues, a una política del valor", pero muy diferente de la versión neoliberal de Appadurai. Lo que está en juego en última instancia en la política, según Turner, ni siquiera es la lucha por apropiarse del valor; es la lucha por establecer qué es el valor. Del mismo modo, la libertad última no es la libertad de crear o acumular valor, sino la libertad de decidir (colectiva o individualmente) qué es lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. En definitiva, la política trata del sentido de la vida. Cualquier proyecto de construcción de significados implica necesariamente imaginar totalidades (ya que esto es lo que da sentido), aunque ningún proyecto de este tipo pueda traducirse completamente en la realidad ya que la realidad es, por definición, siempre más complicada que cualquier construcción que podamos hacer de ella.[6]

Para Graeber el estudio de los valores, o la lucha por una teoría del valor, debe huir de la frialdad cínica que considera toda apelación a valores como sentimentalidad burguesa, ciega a las estructuras de poder que configuran la ideología, así como de la ingenuidad que considera los valores como un reino autónomo respecto a las acciones. La dificultad de este camino está, sostiene Graeber, en lo elusivo que es el modo en que lo que llamamos “estructura” social, que no es un principio estático sino el modo en que se pautan los cambios en la sociedad, es decir, las acciones, porque se suele perder de vista el modo en que las acciones contribuyen a reproducir (o producir imaginativamente en algunos casos) la sociedad, sino porque la acción suele considerarse lograda precisamente cuando esconde esos orígenes (en la mercancía, por ejemplo, pero también en el arte). Y, así, añade, se produce la transmutación de la importancia de las acciones en objetos de deseo:

[…] esas plantillas o esquemas tienden a reaparecer bajo la forma espectral dislocada de totalidades imaginarias, y esas totalidades tienden a acabar inscritas en una serie de objetos que, en la medida en que se convierten en medios de valor, se convierten también en objetos de deseo. El objeto en cuestión puede ser casi cualquier cosa: una representación ritual, un tesoro heredado, un juego, un título con sus galas asociadas. Lo importante es que, sea lo que sea, puede decirse que lo contiene todo. Dichos objetos implican en su propia estructura todos aquellos principios de movimiento que conforman el campo en el que adquieren significado, de la misma manera como, por ejemplo, un hogar contiene todas las formas elementales de relación en juego en un sistema de parentesco más amplio, aunque a veces en extrañas formas invertidas. (p 259).

 



[1] Graeber, David (2001) Toward an Anthropological Theory of Value. The False Coin of Our Own DreamS, Londres: Palgrave, p.2

[2] Es notable que Graeber no quiere usar el calificativo de “sociedades primitivas”

[3] Graeber, o.c. p.   

[4] Appadurai, A. (ed) (1991) La vida social de las cosas, traducción Argelia Castillo Cano, México: Grijalbo, 1991,

[5] Migdley, Mary, Isherwood, Baron (1979) El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consumo, traducción Enrique Mercado, México: Grijalbo 1990

[6] Graebe, o.c, p.